Diez días atrás, observada desde la pequeña estancia allende los tejados, el arribo de la joven consorte de Ibunoko a la Casa, no permitía apreciar detalles que aportaran un solo hilo a la trama de nuestro callado misterio. Aún si hubiésemos nacido esclavos, ninguna esclavitud nos habría sido más penosa que la índole de aquello que se debatía entre los pliegues de nuestro silencio por adquirir un rostro cierto. El rostro de Ibunoko, por nadie visto.
Habían llegado sobre el filo del mediodía, de modo que las repetidas ceremonias de presentación se alargaron hasta la hora en que la intensidad del calor enloquece las avispas. Recién entonces le fue permitido a la señora Ibunoko llegar a sus habitaciones y rendirse al cuidado de sus propias doncellas, que la desvestían y volvían a acicalar con las fastuosas sedas de la ciudad imperial.
Como siempre -como ya nos era conocido a los sirvientes de la casa- Ibunoko se había esfumado. Su presencia no era perceptible por ojo alguno puesto que había logrado -para desesperación de quienes le servíamos - el don de la transparencia. De modo que nunca se estaba seguro de si él estaba o no, de si él podía oír o no; de si él podía regresar o no de la incorporeidad que gozaba y, en el fondo, cada uno de nosotros, esperaba que eso ocurriera alguna vez.
Se murmuraba con frecuencia sobre su inmortalidad y la controversia entre nosotros era si el hecho de ser invisible las más de las veces, lo habría dotado de las virtudes de los inmortales o si tan sólo las aparentaba.
Las tañedoras de laúd poco y nada podían aportar sobre los caracteres personales de Ibunoko. Jamás habían logrado ver su rostro. En sus visitas a la cámara del señor, combinaban diestramente la danza, los juegos de ingenio e imaginación hasta que imprevistamente, una gloriosa sensación de abandono y sed, las envolvía suavemente en la neblina de los sahumadores y una marea de silencios dominaban los ímpetus de la pasión.
Intuí que Ibunoko era sabio. Suprimía de la escena las variaciones que sobre su rostro podían imprimir los juegos donde las flores y los abanicos y los pájaros adiestrados debían fascinar totalmente al contemplador y encenderlo para el amoroso holocausto.
Blindaba sus emociones con alguna de sus bellas máscaras. La perfecta sonrisa magistralmente dispuesta en lacas inalterables. Los impenetrables ojos fijos en la pulida convexidad.
Restaba deliberadamente cuanto pudiera deslucir la consagración de la fábula allí mismo narrada o exigida.
Algo capaz de motivar el infinito rollo de interrogaciones que una puede iluminar en la soledad de su propia estera.
Negaba también el más ínfimo dolor a los sentidos sacramentales de la vida, cuya contagiosa sustancia pudiera remorder la felicidad exigida al otro ser.
Solo una de las tañedoras se atrevió a confiar a su sirvienta que había desaparecido en el interior de un pequeño cofre pero ella continuó sus insinuantes relatos, dándole sitio a las voces graves o aflautadísimas de invisibles personajes. Danzó igual que ante Ibunoko y tuvo la certeza de que su actuación era observada por alguien verdaderamente invisible. Luego la joven se inclinó a la contemplación y piadosamente el hidalgo la hizo recluir en la Casa de los Encuentros Celestiales.
En cierta ocasión, un hombre que parecía un campesino, se presentó ante el señor pretextando haber soñado un raro sueño.
Antes que el campesino pudiera iniciar el relato, Ibunoko verdaderamente sorprendido por el visitante -con apenas un majestuoso giro de sus vestiduras- exhibió ante el presunto soñador una de sus máscaras cómicas. Sin arredrarse ante tal circunstancia, el hombre comenzó diciendo:
" Me he visto a mismo en compañía de tres maravillosos genios de la danza los cuales solo poseían la mitad de sus miembros superiores e inferiores. Es decir que tenían un brazo y una pierna cada uno. No obstante era tan gloriosa su alegría, que yo mismo lejos de compadecerme de sus condiciones físicas, me sentí inundado por la radiante dicha que ellos comunicaban. Los tres residían en una aldea tibetana y en la habitación por ellos ocupada, una pequeña pieza de barro cocido con espléndidas flores de durazno, atraía las miradas prodigiosamente".
-Un jarrón con su nube de rosadas flores, como éste que ves aquí?- le preguntó Ibunoko.
Y antes que el hombre pudiera decir "sí ", Ibunoko se transformó en el jarrón soñado por el campesino.
Quizá conmovido hasta las lágrimas, pero resuelto a desvelar su propio enigma, el hombre todavía rogó en voz alta:
"Oh, señor, declárame dónde es pues la morada en que residen los tres genios, si en el Tibet celestial o en el Tibet más allá de la China?"
Una carcajada que tanto procedía de los viejos faroles colgantes del rico artesonado como de las falsas paredes de papel, fue la respuesta.
Aún si la noche tuviera una duración de seis mil años - como calculaba mi antecesor- los hechos que tuvieron por protagonista a nuestro invisible amo, no se agotarían. Él posee la exclusiva facultad de cabalgar a favor de nuestra obsesión por descubrir su rostro, sin que acaso exista en su voluntad idéntica pasión por ocultarlo.
¿O es que las máscaras de Ibunoko son la verdad, la Única verdad que Ibunoko puede revelar a sus servidores?
Hoy sucedió que, mientras yo pulía los grises mármoles de un estanque vacío, la joven Kano, la recolectora de flores, simulando extraer hierbas silvestres de un cantero cercano, relató en voz muy baja:
"Cuando disponía las flores en los cacharros de la terraza -¿no?- la señora Ibunoko llamó por mí:
-Kano - dijo- dame uno de tus crisantemos para mi cabello.
No había crisantemos en mi cesta. No. Pero miré con toda atención el gran ramo que portaba. Entonces con mucho temor, respondí:
-Soy tan torpe que no logro advertir la flor que mi señora ha pedido. No hay crisantemos en esta época. Estoy segura. Pero quizá esta orquídea azul como su obi, lucirá como perla.
La señora Ibunoko extendió su mano tristemente en el vacío mientras una sonrisa también vacía acentuaba la exquisitez de su cara. Se hizo un doble silencio, porque yo estaba muy confundida y la señora parecía haber olvidado de improviso todas las flores de este mundo.
Fue entonces cuando expresó:
-Oh, dulce Kano! No! No eres torpe... Es que yo soy ciega".
Beatriz Basenji
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C'est le temps des cours somptueuses, de la création d'une calligraphie propre (avant chinoise), d'une solide litterature, des arts apliquées, de la figure légendaire du samourai (vasal ou serviteur armé, aussi appelé l'homme de l'arc et les flèches)... Enfin, l'Époque Heian est considerée comme "l'Âge d'Or" de la civilisation japonaise par les japonais eux mêmes.
Sei Shonagon était une dame de compagnie de l'Emperatrice Fujiwara no Sadako, elle appartenait par conséquent à la noblesse. Dans cette époque les femmes de la noblesse avaient une culture raffinée, bien que ne puissent pas utiliser l'écriture Kanji -culte ou litteraire, d'origine chinoise- réservée aux hommes.
Les femmes devaient utiliser les syllabaires Kana -plus populaires- qui deviendront l'actuel japonnais fonétique, quelque chose de semblable à ce qui va se passer avec le latin et les langues romances à l'Éurope de l'Âge Moyenne.
Les Kana sont une évolution de la langue provoquée à l'usage, devant la nécessité d'employer des termes moins litteraires pour parler et écrire sur les choses quotidiennes ou galantes.
Sei Shonagon fût une de cettes femmes de lettres "avant la lettre" qui vont à développer l'important aspect féminin de la litterature niponne. Écrivain en prose et poète, cette femme mystérieuse eut une vie pleine dédiée à la beauté et les plaisirs courtisans jusqu'à la mort de l'emperatrice, ensuite elle va prendre l'habit bouddhiste pendant dix ans avant de mourir.
Mais, le secret de son génie délicat et sensible se cachait derrière sa propre vie, une vie dont les ombres furent plus abondants que les clartés jusqu'à la découverte de la boîte d'ivoire du pavillon des pivoines...
À l'heure du lapin (cinq heures du matin) va naître, au sein d'une famille de la noblesse moyenne -les Kiyowara-, une fille comme tant d'autres...
Mais cette naissance aurait une particularité: la première image qui virent les yeux encore aveugles de la nouvelle-née fût-elle un vase avec des pivoines legèrement rosées... et, alors, au lieu des traditionnels sanglots elle va ébaucher un sourire. Sa première inhalation fût donc le resultat de la joie, pas des pleurs, et cette inhalation, en plus, le fournit sa première sensation odeureuse: le parfum des pivoines.
Cette façon si singulier d'entrer dans le monde se considera de bon augure, mais bien peu imaginait Kiyohara Monosuke ce que la destinée lui aurait réservé à celle qui serai son fils unique.
Kiyohara Monosuke était un officier au service de l'empereur et poète dans son temps libre dont son aspiration était faire du zèle pour monter de rang -et marier proprement une fille était une belle façon de le faire-. Ainsi donc, Kiyohara était heureux avec sa paternité récemment étrennée.
Les femmes étaient considerées en une double aspect: son capacité de femelles réproductives et son fonction décorative; mais au contraire de ce qui se passera plus tard, à l'Époque Heian les cours des emperatrices étaient vraies centres culturelles oú se donneront les premiers pas pour une naissante culture litteraire... et seraient les femmes, surtout, les chargées de mener à bien cette tâche.
L'avenir réservé à cette fille de la noblesse on trouvait donc à côté de ces cercles cultes et raffinés.