Los ojos del Dragón
Tierra en los ojos del Dragón:
la materia de una idea condensada;
Agua en los ojos del Dragón:
el fluir de la existencia derramada;
Fuego en los ojos del Dragón:
el furor de las pasiones habitadas;
Aire en los ojos del Dragón:
el espíritu que alienta Vida en Alma;
Éter en los ojos del Dragón:
la fecundante eternidad de la Nada.
Anonimous. Héctor Amado
Alguien con quien uno puede enrollarse... Es el dragón más solitario, el menos aterrador; probablemente también uno de los más desconocidos. Es un dragón demodé que pese a ello nunca pasará de moda. Es un dragón tan preñado de alegoría que se podría decir que él mismo tiene naturaleza alegórica en lugar de existencia real: mero bucle draconiano sin principio ni fin. A nadie le debe el ser (sino es al genio del Ser Humano que lo imaginó) y, en cambio, es reivindicación de todos los seres. No es una bestia abominable aunque lo pudiera parecer en ciertos casos en que el dolor se hace presente resistiéndose a su término; tampoco es un engendro infernal, aunque pudiera hacer gala de ello en atención a su apariencia; es, simplemente, un dragón que con su forma premeditadamente circular coquetea con el concepto de eternidad, y lo seduce abrazándolo y fecundándolo. Origen mítico, crecido sobre un hecho real, para un concepto metafísico: eso es este atípico dragón, si causante de temor lo es más por el vértigo de lo que sugiere que por su aspecto o su actitud.
¿Por qué dragón? ¿Por qué serpiente? ¿Por qué ese ser contradictorio que tan pronto dispensa genio benéfico como se erige representación tentadora del mal? La respuesta, como casi todas, quizás se halle en la simple observación: un hombre (o una mujer), un día, y otro, y otro, observó lo que sus ancestros ya le habían comunicado que venían observando durante generaciones: la serpiente muda de piel, cambia su epidermis por entero, renaciendo desde dentro, desechando la piel ya ajada por otra enteramente renovada; y cuando lo hace, mientras dura ese doloroso mudar, se vuelve peligrosa, temible, llegando a agredirse ella misma si no encuentra con quien desahogarse... Se muerde la cola.
De hecho, ahí mismo, en una impresionante mesa -colindante a la que ocupan Leviatán and his friends-, formada por una gruesa tabla redonda de espléndida madera sin descortezar, de color indescriptiblemente negro, casi grafito, procedente de un árbol ya extinguido del que se cuenta que albergó, bajo su inmensa copa de nueve gruesas ramas, el primer pensamiento de Dios, se encuentra Uróboros, pues tal es su nombre en castellano, cerrando sus fauces sobre la escamosa cola acabada en letal aguijón. En realidad, más parece estar mamando que mordiendo; de hecho, dada la significación que gira en torno suyo, le sería más apropiado esta actitud succionadora que la de morder o devorar.
Su cuerpo, además, cambia culturalmente de color. Es común hallarlo bicolor, ya alternando el maniqueo blanco y el negro: la luz y las tinieblas, el bien y el mal, el éter y la tierra, el ying y el yang -al decir de los orientales-; ya en el verde y rojo alquímico: el principio y la consumación del objetivo del Magnum Opus. Pero también se lo puede encontrar monocolor: enteramente rojo, cuando se siente ofuscado, entusiasmado, o... apasionado; azul turquesa, cuando es convocado en el equinoccio de primavera por los chamanes aborígenes en las miríadas de islas que pueblan la Polinesia de los mares del sur; o verde esmeralda, si son los manchúes quienes en petroglifos de jade lo representan.
Aquí, en la penumbra del Dragon Jazz, aparece ataviado con una informal camisa tenuemente fosforescente de impreciso tono -pues parece que su discreta fluorescencia se emita en todas las tonalidades a la vez-, pese a lo cual resulta fácil descubrir su presencia.
Siempre sentado en el mismo lugar, siempre solo (pues nadie se puede sentar con él, al ocupar todo el asiento circular que circunda la mesa), siempre con la mirada perdida en el horizonte circular de su propio cuerpo, mientras las narinas de su alargado y rectangular hocico delatan, con su rítmico movimiento de dilatación, que este ser anular respira el mismo aire viciado que todos nosotros.
Al estar condenado desde su advenimiento -que no nacimiento- a tener constantemente la cola introducida en su boca, en vez de beber o comer -cosa que le resultaría imposible si no quiere dejar de ser el que es- se limita a consumir con el olfato; sí, huele, pero no se trata de un simple olisquear, no, sino que es capaz de absorber de cualquier producto su esencia fundamental a través de la nariz, al modo como lo suelen hacer, de forma harto más somera, los catadores profesionales o los narices perfumistas, pero con tal intensidad en su caso que después de olfateado el producto objeto de su degustación resulta éste desprovisto de todo su olor, sabor, e, incluso color, quedando de él algo parecido a una sustancia translúcida, irreal, como un holograma de lo que fue.
Habida cuenta de su circular condición, cuando quiere desplazarse, ante la imposibilidad de hacerlo sobre las patas, pues giraría sobre sí mismo, lo hace rodando, y es cosa digna de ver el malabarismo que ha de ejecutar al detenerse y pasar de la posición vertical a la horizontal: con qué gracia se alabea hasta quedar estático remedando ese juego que los humanos ejecutan con arandelas o anillos, y que al observador le produce la virtual impresión de que lo circular se convirtiera en signo de lo infinito: la circunferencia duplicada. Él dice que ésta debiera ser su auténtica seña de identidad, que realmente su forma circular tradicional debería revisarse y transformarse en esta doble curva cerrada de más sugerentes connotaciones, pues a las del círculo añade las del lazo, estéticamente más atractivo, por ende.
Si os dirigís a él alguna vez, no lo llaméis por su nombre castellanizado, Uróboros, pues él presume de su ascendencia greco-egipcia, y os reconvendrá dándoos una perorata sobre la conveniencia de conservar los patronímicos en su lengua original, para puntualizaros después que debéis de pronunciarlo según la traslación griega del término, es decir: Ouroboros (y al decir esto se le asoma a los ojos una especie de brillo homérico, y cree uno, entonces, contemplar en esos ojos escénicos el terrorífico rastro de Escila y Caribdis). He de puntualizar que al no poder articular palabra, el Ouroboros, se comunica directamente con la mente de su interlocutor, utilizando la expresión gestual, sobre todo la visual, para acompañar, matizando o enfatizando, su mensaje; facultad de la que alardea continuamente, modulando sus "palabras" como cualquiera que articule sonidos pueda hacer.
El gesto que lo define, ese engullir su propia cola, ilustra cuál es el significado que justifica su existencia: los ciclos sin fin de los fenómenos naturales, sí, pero también de toda la creación, así concebida como un eterno retorno: noche y día, vida y muerte, el incesante movimiento del oleaje, los anillos benzénicos, el Big Bang y la consunción final, el ciclo del agua, el de Krebs para la obtención de energía celular, el huevo o la gallina, etc. son algunos ejemplos de los millones de ciclos existentes en que el final de algo es a la vez su mismo principio; y este, es el alma de Ouroboros, el espíritu que destila, su razón de ser.
En lo personal es un buen tipo, un dragón sin aristas en su carácter; es, así mismo, alguien a quien le gusta andarse con rodeos; nunca irá al grano, por mucho que os esforcéis en demandarle brevedad. Para emitir cualquier juicio o reflexión comenzará a dar vueltas y vueltas a la idea que quiere expresar hasta resultar mareante, y, curiosamente, siempre finaliza su exposición... exactamente, por el principio ya enunciado, con lo que a uno le queda la sensación de no haberse enterado de nada.
La verdad, en cierto sentido, en un sentido muy humano, lo compadezco. Siento lástima de él, porque se debe de sentir así como un vehículo atrapado en una rotonda dando vueltas y más vueltas durante toda la eternidad, en la inmensa rotonda de la existencia sin fin. Posiblemente hasta sus pensamientos tengan condición circular. El círculo, no lo olvidemos es la representación de la perfección divina; es la forma en que se mueve el elemento divino por excelencia: el éter. La circunferencia es la imaginación de Dios plasmada en la materia. Ouroboros tiene conciencia de ello y lo deja traslucir en su mirada; una mirada profundamente caleidoscópica. La mirada del misterio.
En un plano más existencial, su eclecticismo musical es tal que lo mismo gusta de las canciones infantiles cuyo estribillo se repite sin cesar, y que pudieran tener por ello el carácter de música sin fin (Alouette, Frère Jacques, El Corro del Chirimbolo, Mi Burro; con cuya audición puede llegar a poner los ojos en blanco), como del rock sinfónico progresivo de un Jethro Tull o un Yes, la música repetitiva de un Michael Nyman, el free jazz de Ornette Coleman o Eric Dolphy, o, por supuesto, la atonalidad y el serialismo de Schönberg, Alban Berg o Penderecki, con cuya escucha los ojos, en este caso, y como no podía ser de otra manera, se le ponen a dar vueltas como tiovivos de feria.
Su pieza favorita es, no obstante, una composición inicial del Creador del Dodecafonismo; se trata de un tema con un registro aún influido por el post-romanticismo de Wagner o Mahler (de hecho cualquiera que la escuche puede descubrir en ella el rastro del genio de Bayreuth, o la del compositor de Das Lied von der Erde (La Canción de la Tierra, otra de sus piezas favoritas)), se trata de Verklärte Nacht (La Noche Transfigurada), compuesta en 1899, cuando Schönberg apenas contaba 25 años, y en apenas tres semanas, hallándose bajo los efectos del súbito enamoramiento por quien sería dos años después su esposa, Mathilde, hermana de su mentor musical, Alexander von Zemlisky. Verklärte Nacht (archivo que abre la selección musical que acompaña este post) es una composición inspirada en el poema homónimo de Richard Dehmel, en el que se describe el paseo de una pareja, hombre y mujer, por un bosque, y en el que ella le cuenta a él su oscuro secreto: se encuentra embarazada de un extraño; el clima emocional apasionado, los tintes psicológicos, los estados de lucha interior, el amor sobre toda otra consideración, la aceptación y el perdón, están recogidos en esta breve obra maestra de un joven Schönberg que ya comenzaba a prefigurar su gran talento y las líneas maestras de un inconformismo que le llevaría a renovar profundamente la música contemporánea.
Ouroboros no se cansa de repetir en la mente de quien lo quisiera escuchar que el caso Schönberg era el de un Picasso, un Klimt, o un Dalí, todos ellos excelentes dibujantes, que un buen día sienten en su genio inquieto el ineluctable impulso de un nuevo lenguaje, un nuevo código ordenado por el magma infinito de lo que es, el estro creativo, y transforman los trazos realistas, fácilmente reconocibles, en sugerencias, atisbos, impresiones, emociones, nuevas dimensiones coloristas, formas escondidas detrás de las formas, un nuevo modo, en fin, de contemplar y presentar lo real, un modo que, estando siempre ahí, hasta ese momento no ha demandado presencia. Todo esto lo sabe muy bien nuestro amigo, el dragón infinito, y por eso ama los puentes, los puntos de inflexión, el combado sinuoso de lo rectilíneo en busca del alma circular que en toda recta habita.
Dejarse penetrar por la música de las esferas, tan presente en estas composiciones, es como viajar a lomos de este singular dragón por los confines del universo... y más lejos aún: al núcleo de nuestro espíritu.
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En fin, desde la mesa contigua le llegan ocasionalmente furtivas llamaradas mezcladas con humaredas grises, lo que hace que gire sus ojos saltones hacia el origen de tales manifestaciones, que no es otro que un cónclave bastante bullicioso formado por Wyverns y Lindworms con patentes signos de hallarse bajo los efectos de considerables dosis de alcohol. Pero esto ya es tema para un siguiente post...
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