lunes, 16 de mayo de 2011

De Dragones (4)... y de Damas





Este alado dragón que oficia
de custodio...
Poema 45, Beatriz Basenji

¿Por qué tenéis el mal
como contrario al bien,
si éste no existiría
si no fuera por aquél?
Llamadlo bien de otra manera,
pues el bien sin el mal nada fuera.
Noûs, Logos, Tiféret. Héctor Amado


Varias jornadas atrás dejamos al pobre Ouroboros mirando de soslayo a la mesa vecina de la que llegaba, de vez en vez, junto a un bullicio altisonante de voces cavernosas y quebradas, una pestilente humareda sulfurosa acompañada de alguna rojiza flama que como un fuego fatuo se paseaba ante sus narices de forma juguetona y caprichosa hasta estallar en un "¡flop!", dando lugar entonces a una cascada de doradas chispas que caían centelleando parsimoniosamente hasta desaparecer.
Ya adelanté en aquella ocasión que se trataba de un más que ruidoso conciliábulo de Wyverns y Lindworms (Guivernos y Lindorms, en castellano) que expresaban un más que patente estado de embriaguez: apenas podían mantenerse no ya sentados sobre la cola sino que les costaba mantener el equilibrio incluso con ayuda de las musculosas patas; pena daba verles cómo bamboleaban la cabeza colgando pesadamente del largo cuello flácido doblado en su mitad, siendo incapaces de mantenerlo erguido mientras farfullaban, con dificultad creciente, vaya usted a saber qué disquisiciones. Las grandes dosis de alcohol ingeridas (sobre su mesa -y bajo ella- yacían vacías botellas del mejor whisky de malta, armagnac o calvados) les acababa por provocar un estado de supino torpor que llegaba a rayar el idiotismo; pero antes de eso promovían tal alboroto, era tal la algarabía que montaban en sus eternas discusiones, que no era extraño que recibieran más de una amonestación, en forma de ígneo chorro conminatorio, del malhumorado gerente llamándoles al orden, orden que no tardaban en transgredir de nuevo pasados algunos minutos, y al gunos tragos más.
Como todos los que por allí estábamos -ya lo he dicho en otro lugar-, razones tenían sobradas para intentar olvidar su penosa existencia; penosa no por lo vivida, sino por lo, al cabo, desvalorizada. Tiempo hubo en que Wiverns y Lindworms gozaron y proporcionaron gloria a los anales de los hombres; pese a ser dragones de segundo orden, cuál no sería el alcance de su poder que incluso fueron elegidos como enseña, distintivo o emblema de muchas linajudas familias en toda Europa; aquella mágica y oscura Europa sumergida en las maravillosas tinieblas de la Edad Media que sería su Edad Dorada: el tiempo que les viera nacer y morir -o permanecer en la leyenda, ya solo como mito, que tanto da-.


Eran, los Wiverns, unos dragones malencarados y huraños, severos y adustos en el mejor de los casos. Carecían de miembros delanteros, disponiendo solo de los posteriores que utilizaban con gran destreza para asir, desgarrar, y correr a gran velocidad ayudados por los vigorosos movimientos reptantes de su larga y poderosa cola crestonada de coriáceas escamas en bisel; además, poseían alas, pero inservibles para el vuelo pues eran más reducidas de lo que su peso precisaba para neutralizar la ley de la gravedad; eran alas membranosas, semejantes más a las de un murciélago que a las de un ave, cuyos extremos estaban provistos de una aguda excrecencia a modo de enorme garra curvada que lo mismo les servía de arma ocasional que de punto de apoyo en su deambular por terrenos abruptos; su fisionomía culminaba en una cabezota mitad caballo, mitad perro de presa, con fauces provistas de una dentadura que ya envidiaran muchos escualos marinos, pues tenía más semejanza con la de un dinosaurio carnívoro que con la de un cocodrilo, y no solo por su tamaño sino también por lo arcano de su conformación en varias hileras alternadas de aguzados apéndices óseos. Su potencia lanzallamas, en cambio, era escasa, de corto alcance y poca potencia calórica, expeliendo, con las menguadas lenguas de fuego, gran cantidad de humo amarillento cual fumarolas de volcán. En contraste con todo esto, tenían un carácter dado a la fiesta y la charanga; irónicos y cínicos hasta el sarcasmo, sus reuniones podían ser cualquier cosa menos aburridas.

Los Lindworms a diferencia de sus primos hermanos, los wyverns, estaban desprovistos de alas. Su forma era más serpentiforme, y, aunque de piel escamosa y córnea, los cuerpos, más cilíndricos que los de sus primos, daban la impresión de ser más bulbosos; sus patas, también cilíndricas y gruesas, acababan en una zarpa de cuatro potentes dedos con fuertes uñas (en vez de las zarpas de ave de presa que eran características de los wyverns). Su aspecto era, pues, el menos impresionante, el más humilde de la gran y fantástica familia, de hecho eran considerados los parientes pobres -medido en caudal pavoroso- de los dragones. Eso sí, por contra, la potencia calorífica de su llamarada era mayor, más limpia y menos humeante, y, sobre todo, tenían la facultad de lanzar sus llamas en modo "fuego fatuo" cuando estaban de buen humor, para regocijo de los espectadores de tamaña proeza. Chistosos a más no poder -por supuesto fuera de horarios laborales, en los que debían de realizar convenientemente sus funciones draconianas-, eran el alma de las fiestas entre dragones, para las que siempre se invitaba a alguno con el exclusivo fin de animarlas; ni qué decir tiene que ellos se enorgullecían de esa su faceta de comediantes bufones. Se citaba el caso de alguno que había llegado a contar más de trescientos mil chistes en una velada... Eran, los histriones.


Una característica unía a Wyverns y Lindworms sobre toda otra consideración, un rasgo de su quehacer al que debían no poca de su bien ganada fama, bastante de su prestigio y mucho de su orgullo: ambos linajes tuvieron el honroso cometido de ser custodios de Damas, Doncellas y Vírgenes -encarnaciones de pureza y honestidad, representaciones de espiritualidad y destinos elevados, piedras preciosas de toque para la superación de las ordinarias limitaciones de las almas en su arduo camino de perfección hasta lograr el aquilatamiento de las virtudes. Tendrían el honor, estos horrendos seres vomitados de un universo de pesadilla, de ser guardianes y centinelas de la Virtud y la Belleza; bien que esta custodia pudiera considerarse más producto del rapto que del consentido guardar, pues tal función era ejecutada en contra de la voluntad de aquellas a quienes decían querer salvaguardar.
La Dama, así, era un factor esencial de y en su existencia. No se conciben ambas estirpes de dragones sin la compañía, sin el leiv motiv, de la Dama. Lo mismo que tampoco se concibe a ambos sin la presencia, lanza de fresno en ristre o espada mágica al cinto, del Caballero.
Las continuas y eternas discusiones sobre cuestiones estéticas a cerca de sus representaciones rampantes en escudos y estandartes, discusiones que acompañaban con ridículas exhibiciones de las poses que creían más convenientes para tales expresiones gráficas que los hombres consignaban en sus escudos de armas, confalones y estandartes, solo eran superadas en vehemencia cuando sobre la redonda tabla alrededor de la cual se sentaban se ponía la figura de La Dama.


Cuando esto sucedía, se obraba el milagro, las roncas y broncas voces se afinaban, el tono pendenciero viraba al admirativo, los ojos se abismaban en un horizonte lejano que no obstante parecían sentir con cercanía; en esos momentos sus mentes evocaban su figura, la figura de aquella que debían defender, que debían celar al abrigo de los audaces que pretendieran hacerlas suyas. Entonces se escuchaban cosas que uno no creería propias de unos seres tan espantosos; aquellos seres expresaban emociones, daban muestra de poseer un corazón en nada distinto de los seres humanos. Casi todos, en un alarde de sinceridad aparentemente impropio, confesaban su amor por la Doncella. Entraban entonces en una justa en la que cada uno evocaba las cualidades insuperables de su ama y señora, se volvían hasta corteses, pues procuraban con su actitud y sus palabras no mancillar siquiera el recuerdo de la que acabarían amando. A pesar de saber que era ella el motivo de su fin, ella la que los condenara a muerte, lo daban por bueno pues sabían que también era gracias a ella que debían su existencia. Además, era esta relación de dependencia, de necesidad, de destino indisociable, la que les acababa por rendir a sus pies. Así, el guardián se convertía en siervo, en dócil instrumento de gloria para el que habría de venir, siempre armado de pureza, nobleza y coraje (lo que al menos les consolaba de no abandonar la custodia de su joya a ningún desalmado). Pero eso sí, aquel que debiera arrebatársela habría de demostrar poseer sobradamente la trilogía de virtudes antes enunciada. Así: pureza de corazón, nobleza de espíritu y ánimo esforzado eran armas más poderosas y necesarias que las aguzadas lanzas y las afiladas espadas, por muy mágicas que fuesen.
Todos concluían y confluían en un punto común: si volvieran a nacer, en nada actuarían diferente a como lo habían hecho. Tal era el grado de fascinación que sentían por sus Damas respectivas que difícilmente se podría escuchar de sus pavorosas bocas el menor reproche, no solo hacia ellas, sino hacia los Caballeros que serían la causa de su ominosa muerte, sí, pero, también de fama eterna. Fama que éstos promovían enarbolando orgullosos pendones, y plasmando la figura de su avatar en broqueles de cordobán reforzado o bronce repujado, o esculpiéndola en dura piedra sobre los dinteles de sus palacios, o asociándola a sus escudos de armas como prueba de valor y bien ganado mérito.


Veneración sería el término que mejor definiría el sentimiento de aquellos dragones cuyo origen habría que buscarlo en las mentes fantasiosas, fácilmente inclinadas a supersticiones y prodigios, de la Baja Edad Media, durante la expansión de una religión teológica monoteísta, el cristianismo, que disputaba su hegemonía a las tradicionales religiones naturalistas en Europa. Había que crear un corpus religionis, sí, legal, de normas y preceptos -de Mandamientos-, pero no sin antes ganar la voluntad de las gentes sencillas, aunque fuera inducidas por el temor o la fascinación.

Para ello aquellos valedores de la nueva fe se apoyaron, entre otras estratagemas, en la imagen poderosa de los santos y sus portentosas proezas, su milagrosa vida donde la maravilla siempre hacía acto de presencia. Allí encontraremos al monje dominico Jacobo da Vorágine, arzobispo de Génova, cumpliendo bien esta misión hagiográfica al escribir La Legenda Sanctorum, o Legenda Aurea (Leyenda Áurea), biografía de 180 santos más inclinada a lo fantástico que a la ramplona verosimilitud de los hechos reales que dotara de potentes imágenes iconográficas el acervo cultural de una época tenida por oscura e inculta y cuya posterior influencia se haría sentir tanto en la literatura como en las artes plásticas.
Allí se cuenta por primera vez la historia de San Jorge y el Dragón, que es el inicio de un fértil venero literario de cuentos de hadas, hermosas y castas princesas, terroríficos dragones y valerosos caballeros montando nobles cabalgaduras. Ni qué decir tiene que estas figuras -Dama/princesa, Dragón, Caballero, caballo- son trasuntos alegóricos de ese corpus religionis, cuyas equivalencias serían: la Dama, el alma que ha de ser salvada; el Caballero, el creyente; el caballo, la iglesia, la fe; y el Dragón, obviamente, el maligno.
San Jorge (Jorge de Lydda, Capadocia) se convertiría así en cómplice necesario para la introducción de la figura del dragón en las vidas de aquellos hombres y mujeres sometidos a una presión cada vez mayor sobre sus creencias. Tensión que supondría, a la postre, una crisis existencial en sus vidas, fuertemente enraizadas en el medio natural, y desembocando finalmente en la pérdida de los valores ancestrales para abrazar una fe extraña de poderoso sustrato metafísico e imágenes cargadas de vigorosas sugerencias: la de un Cristo Crucificado, la de una Virgen de Inmaculada Concepción, la de un Espíritu Santo encarnado en mágica paloma capaz de repartir el don de lenguas y de llevar el consuelo de aquel dios a los corazones de los atribulados; y, sobre todo, ese componente taumatúrgico: los milagros, sucesos extraordinarios capaces de vencer las últimas resistencias de aquellas perplejas gentes, necesitadas de seguir creyendo en lo sobrenatural.
San Jorge salvando a la Dama... ¿Hay una imagen más poderosa en la que plasmar el anhelo del ser humano por conseguir el ansiado destino tras superar y vencer las dificultades? Así, este hecho se convirtió en paradigma de meta elevada y noble; y más elevada y más noble, cuanto más horroroso y fiero el dragón, cuanto más ardua la empresa, cuanto más valiosa la recompensa representada por la Dama (un valor nada material, por supuesto; pues lo que se pretende con esta imagen es transmitir la supremacía de lo espiritual sobre la materia corruptible). Y cuando digo Caballero, quiero decir litigante, pues que el sexo no es privativamente masculino, sino ahí está la pericia y el fuerte brazo de la ariostina Bradamante para desmentirlo.


La influencia de estas entrañables y anacrónicos criaturas se prolongó durante toda la Edad Media en innumerables cantares de gesta, novelas de caballerías, y su epígonos, pues incluso en la obra de Cervantes aparecen encarnados en las más que tiernas y bucólicas cigüeñas por mor de aquella afiebrada y lúcida mente en busca de aventuras con las que ganar el favor de su Dama, Dulcinea. Ariosto también los incluye en su Orlando Furioso, como no podía ser de otra manera. Es fácil seguir el rastro de su ondulante huella por toda la literatura medieval, y aún romántica, con ese renacer en cuentos, alegorías y renovadas sagas. Incluso su ascendiente se hace patente en la música: en cantigas, códices y otras diversas partituras. La representación pictórica, para su vanidad, está llena de su imagen, si bien mostrando su peor perspectiva, así: Paolo Ucello, Rafael de Sanzio, Rubens, y tantos y tantos, sin olvidar esos maravillosos iconos ortodoxos bizantinos, de trazo estilizado y colores vivos, donde, para su desgracia, el dragón siempre aparece ensartado con la poderosa lanza de San Jorge, o bajo el pie de San Miguel.
¡Ay! si todos aquellos artistas y artesanos, hombres de letras y aun filósofos y teólogos pudieran contemplarlos aquí, de relativa inocente francachela, comportándose como cualquiera de ellos haría en torno a una amigable mesa: bebiendo, polemizando, relatando historias y disputando la preeminencia de sus legendarias gestas... O exponiendo sus gustos musicales, que dan prueba de ser tan diversos como entre los mismos mortales. La mayoría se inclinan por los sonidos de origen celta, galo, normando o sajón, pero también los hay que prefieren los más cultos y meridionales sones de las cantigas castellanas o las trovas de Occitania -en cuya lengua d'Oc escribiera el mismísimo creador de la Comedia Divina, el inmortal florentino, Alighieri por más señas.
En estas disquisiciones musicales salen a la palestra multitud de nombres, de los que se hacen oportunas peticiones al dj de la sala para ilustrar lo afirmado: entre los sajones, con preferencia y unanimidad, los de las damas de blanca y sublime voz: Loreena McKennitt, Eithne Ni Bhraonáin -Enya-, Sharon Sannon, Karen Mathesson -Capercaillie-, Máire Ni Bhraonain -Clannad-; incluso la más moderna Sinnead O'connor -quien se atreviera, en un rapto de soberbia y orgullo gaélico, pasar factura a la más alta católica majestad de las tropelías cometidas en nombre de la fe-; también las voces incombustibles y el espíritu reivindicativo de gaélicas esencias de The Chieftains, Pentangle, Altan; o la del no menos reivindicativo pancelta bretón Alan Stivell y su arpa dorada... Entre los cultos: Alfonso X el Sabio, Hildegard von Bingen, Guillaum de Machaut, Guillaume Dufay, Ockeghem, Josquin des Prés, Francisco Guerrero, Cristóbal de Morales, y un sinfin de autores que compusieron para acompañar las voces con laúdes, vihuelas, salterios, cornamusas, zanfonas, arpas, caramillos y bombardas. De todos ellos se discute, se escucha y se disfruta... mientras siguen bebiendo, riendo y armando bulla estos entrañables dragones de suerte equívoca, cálido aliento y corazón enamorado.


La puerta del Dragon Jazz se abre de golpe dejando penetrar por el umbral la pálida luz de la luna llena y recortando, en claroscuro, el perfil de una figura reconocible: el porte majestuoso e imponente del decano de los dragones medievales hace acto de presencia. Cuando, una vez dentro, la rojiza luz del antro lo ilumina las plateadas escamas de su piel se descomponen en miles de espejos irisados como si él mismo fuera un efecto lumínico ambulante. No hay duda de que ha entrado en el local un dragón VIP: las conversaciones enmudecen y las miradas se vuelven hacia aquella figura que lentamente, con paso majestuoso, se acerca al cónclave de dragones heráldicos; hasta la música parece amortiguar su sonido. Es Fafnir, el vetusto Fafnir, descendiente directo de Níohöggr, quien roe las raíces del árbol de la vida, Ygdrasil, hasta el día de Ragnarök -con el que sobrevendrá el fin del mundo. Es un dragón con todas las ley, un Señor dragón del más puro linaje, varios grados por encima de Wyverns y Lindworms en la jerarquía draconiana.
Pero esto es motivo de otra historia que ya os contaré en un próximo post...


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