3. m. y f. Suplantador, persona que se hace pasar por quien no es
Def. Impostor. DRAE
En el teatro de la Vida,
quien más quien menos,
necesita suplantarse
en algún momento:
fingirse, para ser
fiel a sus sentimientos.
Pensamientos mínimos. Héctor Amado
No le despertó el primer rayo que disparaba el sol hacia el amplio ventanal de su dormitorio todas las mañanas de mayo cuando alcanzaba a auparse sobre la imprecisa cresta de los acantilados de Serra Gelada, y que, tras describir una perfecta y rectilínea parábola invisible, indefectiblemente solía hacer blanco en sus párpados cerrados. No. Tampoco fue el ruido indeterminado del jugar y corretear de los fastidiosos perros del vecino de arriba, despertador inconstante y molesto que se dejaba oír con demasiada frecuencia. Ni tan siquiera fue la precipitada y angustiosa huida de una escena de pesadilla que tuviera lugar en un mal sueño...
Esta vez, no. En esta ocasión lo que le despertó fue una voz. Una voz en grito sólida y aguda, como una de esas poderosas sopranos wagnerianas entonando un aria de comienzo abrupto, que se derivaba, sin solución de continuidad, en una carcajada que tras estallar en su consciencia repetía como una salmodia su insistente y monótono espasmo gutural rebotando en las paredes del cráneo provocando un fragoroso eco superpuesto cuyas vibraciones se transmitieron a los músculos de su rostro haciéndole esbozar una amplia sonrisa. Esa mañana se despertó sonriendo; sonrisa que como una risueña maldición ya no le habría de abandonar.
Siguiendo su meticulosa costumbre se sentó en la cama recogiendo la ropa -sábana, colcha y edredón- hacia atrás plegándola a los pies; después, con un ágil giro sobre la espalda, brincó al suelo por el lado derecho, el lado del ventanal, corrió las leves cortinas de lino indio que tamizaban a duras penas la luz del amanecer y deslizando el pesado marco metálico que encuadraba la doble hoja de climalit salió a la terraza.
Era esa hora en que la naturaleza también despierta, y lo hace bostezando aromas y, en días de cielos despejados, estirando sombras.
Enmarcado por el verdor domesticado del campo de golf que se extendía a sus pies, un coqueto y ondulado pitch and putt, y por el agreste pinar que rodeaba por detrás el cuadrangular panal de viviendas en el que habitaba, en una bonita celda ampliamente aterrazada del octavo piso, respiró profundamente inhalando los vapores del alba y distinguiendo, al hacerlo, los intensos olores balsámicos de los pinos, los melífluos de las ajedreas y jazmines, y los terrosos de cultivados parterres y terraplenes incultos humedecidos por la brisa marina. Dejándose bañar por el aire delicado y la cálida luz que iba poco a poco arrumbando el frescor de la madrugada realizó diversos ejercicios de estiramiento para desentumecer el cuerpo, tras lo cual dio media vuelta y se dirigió de nuevo al interior del apartamento buscando el lavabo.
Una vez delante del amplio espejo que enmarcaba su figura hasta la cintura descubrió cuál era la causa de esa cierta tirantez que notaba en su cara desde que despertó: su rostro lucía una sonrisa, la misma con la que despertó. Se trataba de una mueca que sin ser forzada la sentía como tal; un gesto entre travieso y bufón que le daba un aire de pícaro. Y la sentía como si fuera una máscara, como si estuviera fraguada en hormigón orgánico. Intentó retirarla de su cara... sin éxito. Lo volvió a intentar... no lo logró. Por más esfuerzos que realizaba le fue del todo imposible hacerla desaparecer; lo único que conseguía era pasar de la sonrisa a la risa abierta; y cuando en un desesperado intento por borrarla se frotó con las manos fuertemente el rostro no pudo evitar estallar en estentóreas carcajadas. El asombro sobrevenido no hizo sino aportar un aire entre extraño y chocante a su expresión. Acabó por convencerse que mejor sería no intentarlo de nuevo. Al menos la sonrisa le permitía continuar con sus quehaceres.
Se preparó el desayuno: zumo natural de naranjas valencianas, tostadas con mantequilla y miel, y la consabida mezcla de tés, Darjeeling y Earl Grey, siempre en la misma proporción: dos cucharaditas de aquél y media de éste. Comer con aquella permanente sonrisa no le resultó muy difícil aunque tuvo que vencer una cierta tendencia a la hilaridad retroalimentada por la misma consciencia de la mueca. Debía olvidar que sonreía. Tomarlo como su estado natural. Se lo propuso. Trasteó el ordenador, consultó las noticias en internet, miró sus cuentas de correo y el blog -en busca de comentarios (¡cielos! olvidó que había desactivado la función de comentarios. En realidad determinó que no los necesitaba; escribía para sí y para los íntimos). La concentración al realizar todas estas actividades facilitó que ignorara el hechizo.
Solo volvió a ser consciente de él cuando coincidió en el ascensor con la vecina del piso catorce que bajaba a pasear a su mil-leches. Tras intercambiar los saludos de rigor ella le devolvió, amable, la sonrisa; al tiempo que el perro, con la cabeza ladeada, se le quedaba mirando fijamente a la cara. Ocho pisos en ascensor puede resultar un viaje interminable en ciertas situaciones. La vecina, azorada por la insistente y descarada sonrisa de su vecino, no sabía hacia dónde mirar; él, cuanto más quería disimular más abiertamente sonreía; el perro, alzando las orejas, comenzó a ladrar. La vecina lo retiene de la correa y lo chista para hacerlo callar, mientras él ya ríe abiertamente vuelto hacia el espejo opuesto a la puerta del ascensor; todos deseando que se abra de una vez. Hubiera podido parecer una situación cómica, un sketch de los hermanos Marx, por ejemplo, sino fuera porque en un descuido de la vecina el perro se zafó de sus manos y se lanzó a la pantorrilla de aquel pobre hombre que no paraba de reír. Todo ocurrió en cinco segundos: gritaba la chica al chucho, gritaba entre convulsiones él y mordía enfurruñado el perro. Soltó su presa cuando las puertas por fin se abrieron en el piso bajo y salieron, vecina y can, por estampida, como alma que lleva el diablo...
Él, agarrándose la pierna herida, presa de irrefrenables carcajadas, continuó hasta el sótano donde estaba el garaje. Arrancó el coche cuando pudo detener la persistente risotada que había anegado sus ojos de gruesos lagrimones. Una vez en la calle puso rumbo a la sala de Urgencias del Hospital con el gesto del que acaba de escuchar un chiste, y no del que ha sufrido una agresión canina.
Fue difícil convencer a la administrativa de admisión de la gravedad del asunto:
-Buenos días, señorita, acabo de ser mordido en la pantorrilla por un perro y siento un agudo dolor en la pierna magullada-, y al explicar su caso lo hacía con una amplia sonrisa que viraba, entre palabra y palabra, hacia un amago de carcajada.
Al principio, aquella mujer de mediana edad, con más de veinte años de servicio, acostumbrada a presenciar casos curiosos de todo tipo, se quedó mirándole con gesto perplejo tratando de relacionar lo que escuchaba con lo que veía; después, fue víctima de un paralizante conflicto sensorial: su órgano de la visión y el del oído no remaban en la misma dirección, pues al llegar ambas percepciones al cerebro éste entró en una especie de cortocircuito que impedía toda reacción; para al fin, en un súbito arrebato de compasión ante aquel ser que ya no pudiendo contener la risa le colocaba la pierna sobre el mostrador mostrándole la pantorrilla ensangrentada, realizar velozmente la ficha de ingreso haciendo constar, además del hecho traumático, una disfunción emocional, ambas con el distintivo color rojo de máxima urgencia, requiriendo la presencia del servicio psiquiátrico, además del de curas.
Si las administrativas de admisión de urgencias han visto de casi todo, el servicio médico especializado en atender estos casos, en que la gravedad del paciente solo es superada por la ansiedad con la que ingresa, está de vuelta de todo.
Pero aquello... era nuevo, excepcional, lo nunca visto (hasta entonces). La sala número 2 de curas se llenó de personal atraído por aquel bullicio jocoso que no solo no cesaba, sino que crecía y crecía. Contagiados por las risas de aquel hilarante paciente, los sanitarios a duras penas acertaron a realizar su labor de desinfección, sutura y vendaje de las heridas infligidas por tan desaprensivo can enemigo de alegrías desbordantes. Como si fuera una fulminante epidemia, antes de dar por terminada la cura, la hilaridad se había extendido por las salas vecinas; una efervescencia jocosa se estaba adueñando del Servicio de Urgencias, habitualmente deprimente y opresivo. Aquello más que un hospital parecía un circo durante la actuación de los payasos. Los propios pacientes que atestaban la sala de espera comenzaron a mirarse unos a otros; los más atrevidos se dirigieron hacia la puerta de acceso al interior, desde donde se supone no cabría esperar otras voces ni expresiones que las de dolor. ¿Qué pasaba allí dentro? ¿A ton de qué venía todo ese fragor desternillante? Al rato, por aquel parking de pacientes esperando ser atendidos también comenzó a propalarse la pandemia sonriente. Los niveles de ansiedad bajaron radicalmente; algunos, más ociosos que graves, hasta olvidaron porqué estaban allí.
En cuanto estuvo convenientemente curado se lo llevaron rápidamente a la zona de consultas para intentar normalizar el servicio de urgencias; es decir, devolverle su clima deprimente y opresivo -cosa que llevaría su tiempo pues ya se sabe que las situaciones de risa contagiosa tienen un eco persistente.
Lo llevaron en silla de ruedas por pasillos laberínticos (no pareciera sino que los arquitectos que diseñan clínicas y hospitales se eligieran entre los émulos del que diseñara la fortaleza de Cnosos que albergó a la célebre híbrida fiera cornuda) y lentos ascensores atestados de sanitarios, personal de limpieza, celadores, pacientes y visitantes, yendo y viniendo, subiendo y bajando, como termitas atareadas en un colosal termitero. En las vueltas y revueltas interminables, sin otro sentido aparente más que el de marear y hacer perder la orientación a quien allí se aventurara, fue dejando, como un reguero de prendida pólvora, un encendido rastro de sonrisas en las caras.
El psiquiatra de guardia lo miró con detenimiento y gesto adusto. Ya al entrar en el despacho exhibiendo aquella mueca sonriente había sembrado la desconfianza en el sesudo sanador de mentes, quien, al desviar la vista de la pantalla del ordenador para saludarle mecánicamente antes de volver a sumergirse en vaya usted a saber que profundos mares cibernéticos, rebotó la mirada observándolo de nuevo, esta vez con fijeza.
El celador, tras dejarlo allí, se fue entre risitas mal disimuladas mientras sacudía por lo bajines una mano...
¡Vaya ya tenemos aquí a otro sonado!, pensó para sí el galeno
-Se puede saber de que se ríe usted?-, le preguntó seguidamente al percatarse que desde que entrara en la consulta no había abandonado el semblante risueño.
-Me ha mordido un perro esta mañana, en el ascensor, precisamente por ello-, contestó.
-¿Y eso tiene gracia?
-No, duele; pero no puedo dejar de sonreír desde que me he despertado-. Y al decir esto alzó los hombros refrendando su impotencia.
Se esforzó en ponerse serio, pues, además, los psiquiatras no le gustaban y el gesto de aquél que tenía delante confirmaba la mutua animadversión. Pero no lo logró. Soltó una sonora carcajada que indignó aún más al médico, a punto de perder los templados nervios entrenados durante años ante situaciones de tensión emocional, sí, pero contrariado por lo que parecía desafiar toda cordura... y toda razonable locura.
(continuará)