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Laurent
Finalizó su etapa en el lycée -el afamado Liceo Louis Legrand, en el corazón de le Quartier Latin- catalogado como un estudiante extraordinario y etiquetado con un apodo que arrastraba ya desde el periodo de l'École Élémentaire; si bien ya no a la cara, pues era muchacho que pronto concitaba el respeto de todos, no pudo evitar durante sus años escolares que los compañeros, e incluso algún profesor, de manera informal, se refirieran a él como "El Bello Durmiente"; en realidad tampoco lo intentó, ¿Acaso no les asistía gran parte de razón? Y, después de todo, tenía el suficiente sentido del humor como para encajar el malicioso atributo empleado con retranca.
A punto de cumplir dieciocho años, su piel seguía siendo tan blanca y fina que se antojaba inexistente, resultando cosa milagrosa que las venas se contuvieran dentro de sus límites sin tegumento aparente que las sujetase; el cabello era undoso, negro e indócil, por lo que solía llevarlo corto; las orejas, grandes y alargadas, ejercían de paréntesis dentro del cual se acomodaba un rostro de ojos enormes y color indefinido, apenas enmarcados por cejas escasamente pobladas, bajo los cuales se despeñaba una nariz, ligeramente ganzuda y afilada, que pendía sobre una boca de labios finos al tiempo que se asomaba a un mentón huidizo.
Había, no obstante, algo en su aspecto que resultaba especialmente desconcertante, algo que solo se descubría al mirar sus ojos detenidamente: carecía de pestañas, por lo que no era descabellado asociar su semblante, cuando miraba fijamente, al de ese ave nictálope asociada a la sabiduría, por ser el animal representativo de Atenea, y a la buena suerte..., vaya usted a saber por qué.
Pero el respeto que infundía no se debía ni a su aspecto físico ni a sus recurrentes y sorpresivos desmayos; consciente de su singularidad -y producto de una inteligencia nada común- trataba a todo el mundo con algo más que exquisita cortesía. Mago de la expresión verbal, poseía el extraño don consistente en decir a cada cual exactamente lo que espera oír, como si pudiera penetrar las mentes de sus interlocutores; y este don no se limitaba al ámbito de la palabra, sino que comprendía cualquier aspecto de sus relaciones con los demás. Era poco menos que imposible no sentir una extraña simpatía hacia él, una simpatía... incómoda (como si uno no pudiera dejar de sentirla, y a un tiempo no pudiera comprender por qué debía sentirla); quizás fuera esta paradójica sensación la causa de que no hubiera tenido nunca amigos íntimos: no se le conocían enemigos, pero tampoco amigos de esos con los que celebrar francachelas, emborracharse y perseguir chicas a la salida de clase.
Personaje que no dejaba indiferente, su presencia se hacía notar solamente con hacerse manifiesta. Además, su tono de voz, habitualmente tranquilo y pausado, tenía un cierto efecto sedante, casi hipnótico; si bien podía llegar a ser vehemente, sin llegar a la exaltación, cuando debía sostener sus íntimas creencias en los foros de discusión. Era lo que solía suceder, por ejemplo, en las acaloradas discusiones filosóficas cuando se suscitaba la cuestión sobre la naturaleza del ser humano y su lugar en el universo: entre quienes defendían una concepción radicalmente existencialista y aquellos que enarbolaban otra esencialmente teísta, él se obstinaba en sostener una de corte sincrética, spinozista y, por tanto panteísta, en la que la materia no era sino una manifestación condensada de una Inteligencia que todo lo abarcaba y en todo se extendía, pues sus límites no eran sino el mismísimo infinito. Es decir, para él, si había un Dios, no era alguien, ni algo, sino, simplemente, era, y al serlo, lo era todo. Todos formábamos parte de ese principio sin fin, o fin sin principio -decía- como un magma vital en constante transformación de sí mismo en sí mismo, y, por tanto, inmutable. Concebía el cambio como algo aparente y percibido tan solo por las manifestaciones singulares -cada cosa en sí, cada uno de nosotros, todo lo que existe, contemplado desde una limitada parcialidad- pero que a escala macroscópica, general o integrada, perdía su sentido. Establecía una analogía con las diferentes células de un cuerpo que, dependiendo del tejido al que pertenezcan, tienen un ciclo vital más o menos largo: ellas pueden tener conciencia de su transformación y de su muerte, pero, esa conciencia individual es imperceptible para el organismo al cual pertenecen -y no digamos para otro cuerpo, otra unidad orgánica compuesta de varios tejidos y trillones de células-; los cuerpos, como unidades orgánicas complejas e individuales -los seres humanos, por ejemplo, privados de instrumentos de observación microscópica- solo percibirían la vida a su escala, esa que, no obstante, es solo posible gracias a la constante transformación celular, vida y muerte singulares, siendo éstas, las singulares vida y muerte celulares, parte necesaria y constitutiva de la vida, del flujo de lo que es. Era ese flujo -a su entender- la Naturaleza misma de Dios, Dios hecho Naturaleza; Naturaleza y Dios, una y la misma cosa.
Para él era inconcebible un Ser Humano principio y fin en sí mismo, como una constelación propia, que un día aparece, de súbito, mediante la fecundación, y otro día desaparece, no menos súbitamente, con la muerte; ni tampoco podía concebir un Dios separado, juez y no parte de todo lo que es, no: si Dios es, lo es todo, nada puede haber fuera de él, y si es un ser separado, con límites, fuera de los cuales se encuentra el Ser Humano, o el Mal, entonces no es Dios, no es la figura que se quiere hacer de él en las religiones monoteístas: no es omnipotente, omniscente, perfecto, pues le faltaría algo. Las religiones del libro -en su opinión- tenían un grave problema: sin la fe -sin el temor-, el edificio de su credibilidad se venía abajo. Desde esta óptica, eran más creíbles, valientes y honestos -sobre todo con la inteligencia- los sistemas politeístas que lo llenaban todo de dioses y diosecillos, llenando completamente el vacío que causa el desasosiego existencial al alma humana; y los griegos sobre todos los demás, pues hasta adoraron a un Agnostos Theos -Dios desconocido- en su panteón (cosa que aprovecharía oportunamente el taimado Pablo de Tarso para colar su Dios Único a los atenienses). Mas no se trataba de crear dioses personalistas -advertía con convicción-, sino de que el ser humano descubriera su naturaleza real -que era tanto como decir su participación en la naturaleza divina-, y, con ella, la de todas las cosas. Mas ese descubrir tenía sus límites, pues el mundo de las apariencias estaba condicionado por los sentidos, por la percepción subjetiva, y ya se había demostrado que el observador modifica lo observado al observar. El descubrir debía ser, pues, más producto de la percepción suprasensible -de una percepción más inmanente, como la que experimentan los místicos de todas las religiones, e incluso la de aquellos que no siguen ninguna- que resultado de observaciones, análisis o argumentaciones. En resumidas cuentas: uno debía caer en esa realidad real -verdadera y no aparente- por cesación de toda intencionalidad intermediaria, que, por ser necesariamente focal, nunca podría dar cuenta de la visión de conjunto. El secreto estaba, pues, en dejar aflorar esa naturaleza -que todos poseemos compartida- de forma nítida, sin la distorsión subjetiva, y, por medio de ella, acceder al conocimiento "de lo que es" de una forma intuitiva. Sin ir más lejos -apostillaba ejemplarmente- en eso se basaba toda la ciencia hermética que perseguía la purificación del alma, y los caminos de perfección de todas las corrientes esotéricas que en el mundo han sido -y aquí incluía lo mismo a cátaros e iluministas, que a sufíes o budistas zen.
Cuando finalizaba así su argumentario -o de manera semejante-, como si hubiera demostrado lo obvio, no encontraba en su auditorio sino caras incrédulas y miradas esquivas, cuando no, directamente, la amable disculpa para acudir a una urgencia improrrogable.
Entonces él, con resignación satisfecha y orgullo indisimulado, con un gesto cortés de trasnochada elegancia, agradecía la atención y se retiraba.
Él lo veía tan claro como una mañana de primavera. Y, sobre todo, lo sentía tan cercano que le resultaba incomprensible que los demás no sintieran su aliento, el aliento de la divinidad respirando dentro de ellos. Con lo fácil que era para él, sentirlo...
Hacía dos años de la muerte del padre; no se descartó que su trabajo continuado durante más de treinta años como técnico en programas de energía nuclear -ensayos en Mururoa incluidos- hubiera tenido algo que ver en ella. Un día de invierno se acostó, como de costumbre, temprano, y a la mañana siguiente su cuerpo amaneció desacostumbradamente frío. Su madre cobró una buena indemnización del seguro laboral, por lo que lo dejaron estar; además, el centro de investigación se hizo cargo de la educación del hijo pequeño -quizás expresando de esta forma una no reconocida culpabilidad en la patología que aquejaba al muchacho. Respecto a ésta, reconocimientos periódicos anuales no arrojaron más luz a lo que ya se sabía: Laurent padecía un trastorno atípico, no normalizado, que interesaba de alguna forma desconocida a la glándula pineal. No era narcolepsia, si bien, durante los estados de languidez, sus ondas cerebrales revelaban fases semejantes a las REM de sueño profundo, pero con una amplitud inusual (también en esto su cuadro era atípico).
Pero bien sabía él lo que le pasaba. Después de tantos años sufriendo estos "ataques", hubiera sido absurdo que no se determinara por sí mismo a descubrir cuál era el origen y mecanismo de su "padecimiento", aunque nada más fuese por intentar reproducir ese estado del que regresaba con una sensación de indescriptible placidez (¿sería aventurado decir felicidad?). Los periodos de languidez tenían para él el mismo efecto de una droga euforizante, sí, pero no enervante; pues lo que sentía "al despertar" bien podría asimilarse a lo que se conoce como estado beatífico. De hecho, el único dato analítico que se demostraba alterado en las múltiples observaciones a las que se le sometió, era un nivel anormalmente alto de endorfinas -algo no tan extraño si consideramos la relación directa entre estos opioides endógenos y el estado de bienestar-; endorfinas que, no obstante, se hallaron no solo en el torrente sanguíneo sino que estaban presentes también en los espacios intersticiales en que se hallan flotando las neuronas del neocórtex.
Desde aquellos primeros episodios de la infancia, y tras constante y atenta observación introspectiva, descubrió, primero, que se sumía en aquel estado ante la presencia de un determinado olor, como si éste disparara un mecanismo neurotransmisor con base en el nervio olfativo que le hiciera desvanecerse; y, después, tras múltiples ensayos que le llevaron a oler infinidad de elementos simples sin obtener resultados positivos, descartando, pues, que fuera debido a una única sustancia, concluyó que el desencadenante debía tener una constitución compleja, como la fórmula secreta de un perfume, en la que no descartaba una cierta influencia de su propio estado anímico -al fin y al cabo producto de la bioquímica neuronal- como emanación del sofisticado alambique donde tenía lugar la reacción: su propio organismo.
Al inicio de sus estudios universitarios -en la prestigiosa École Normal Supérieur de la rue d'Ulm-, se hallaba en esa doble línea de investigación: una analítica y deductiva, y, por tanto, externa (fórmula de la sustancia desencadenante), y otra reflexiva e introspectiva, interna, pues (su específica y necesaria disposición emocional favorable al trance); se trataba de encontrar tanto la llave como la cerradura en que acoplarse, y que permitía abrir una puerta por la que accedía a... no sabía dónde -aún-, pero de donde regresaba con la sensación de haber estado en algo parecido a la gloria.
Se vivían tiempos de cambio; desde San Francisco, en los estados Unidos, llegaba un viento fresco de transformación social a Europa que germinaría especialmente en París. Una reacción a la sociedad de consumo y al militarismo imperante -encarnado en la Guerra Fría, por un lado y la de Indochina y Vietnam, por otro-, daba como resultado que una juventud inconformista y contestataria quisiera reformar un sistema social que ya no ofrecía respuesta a sus inquietudes.
Laurent vivió todos estos acontecimientos más como testigo que como protagonista, pues sus estudios y su labor introspectiva le absorbía por completo: su atención se enfocaba de forma intemporal, su interés estaba orientado a lo absoluto, y las contingencias comunes, del día a día, le resultaban lejanas. No es que no sintiera simpatía por esta oleada de ebullición intelectual revisionista y esperanzadora, pero la consideraba como un mero lapso incidental. Mientras sus compañeros de clase, en los frecuentes periodos de huelga, se dedicaban a levantar barricadas y arrancar adoquines de las calles para arrojarlos a las fuerzas de orden público, él se pasaba horas y horas en las bibliotecas -en las que entraba a hurtadillas- y los laboratorios -a los que accedía de modo clandestino-. Su lucha era otra.
Estudiante simultáneo de Química y Filosofía, pronto se familiarizó con probetas, matraces, atanores, hornillos y alambiques; también lo haría con el Ser de Parménides, el Mundo de las Ideas de Platón, la Lógica de Aristóteles o la Metafísica preñada de misticismo de Plotino. Pero, además, por su cuenta y de forma paralela, estudió -y practicó furtivamente- la obtención de absolutos y esencias, la destilación y el enfleurage, la maceración y la sublimación, el correcto uso de los reactivos y el carácter de éstos, la importancia capital del control del tiempo y el fuego en los procesos... En resumidas cuentas, se dedicó a investigar las leyes que rigen la transmutación de unas sustancias en otras, y cómo, esas sustancias transmutadas, ejercen un poder en la naturaleza que difiere del que tenían en su forma original; un poder sublimado, que en el caso de ciertos absolutos serían determinantes incluso a la hora de modificar estados de conciencia... como le ocurría a él. Sabía que iba a contracorriente, que podría dar la impresión de penetrar en un túnel del tiempo para acceder a conocimientos y teorías ya superados, algo descabellado; pero sus estados de languidez tampoco seguían patrones normales; la ciencia no podía darles una respuesta, y él estaba decidido a encontrarla.
Durante aquellos días de largas e intensas jornadas de búsqueda documental y metódica experimentación, mientras afuera se desarrollaba un mayo francés que acabaría siendo famoso por lo que pudo ser y no fue, se iba a producir en la vida de aquel aprendiz de brujo un hecho fortuito que sería capital para sus investigaciones...
(Continuará)
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