ARTÍCULO
El Arte: la Mentira Bella, reveladora de Verdad
Frente al mundo conceptualmente estructurado, fijo, rígido, verdadera fortaleza en la que el hombre, tras la expulsión del Paraíso, se guarece, avalado y soportado, necesario contrafuerte, por la Ciencia que objetiva y uniformiza, surge, revolucionario, verdadera válvula de escape, eco de aquel Edén perdido, el caelidoscópico y subjetivo mundo del Arte.
El arte es la excepción a la ley de la lógica (del Logos, de la Razón fundadora de conceptos uniformes y objetivos --mas, como ya hemos visto, ilusorios, tramposos e irreales) que toda cultura se permite. Hubo un tiempo que incluso gozaba de la categoría de manifestación divina, y sus artífices, los artistas, eran considerados como una especie de mediums entre los dioses y los hombres. Sus obras, las obras de arte, no eran --no son-- sino metáforas sugeridas, cuando no dictadas, por aquellos que gozaban, en la estima de los mortales, de la máxima perfección. Tan es así que incluso, a veces, en los casos más excelsos, el eximio artista, en razón a su sublime crear, era deificado por sus semejantes para asimilarlo al origen del cual, creían, procedía su arte: lo divino.
Y es excepción, y se le permite la excepcionalidad, en razón a la necesidad que toda cultura tiene de seguir manteniendo puentes con la Verdad; pues preciso es ahora decir, con emocionada y temblorosa certidumbre, que el Arte, siendo metáfora --mentira pues--, lo es de un modo tan sincero y desinteresado que, al provenir de la genial intuición que el artista tiene de la cosa en sí, supone una visión --constatación, atisbo-- de la Verdad de lo que es.
Desde este punto de vista, una definición de ese estado (polémico: pues unos lo admiten y otros no, como necesario en la obra de arte) al que se achaca la culpa del privilegio creador, la inspiración, sería: el momento, más o menos duradero, en que se produce la apertura de la cosa en sí, a modo de una revelación, captado y/o aprovechado por el artista. Quizá sea el artista quien fuerce o provoque tal estado de apertura, su sensibilidad, su poder de penetración, su disposición espiritual particular ante la presencia de la cosa, que se abriría ante él, mostrándole su ser, revelándole su verdad; o quizá el artista se encuentre, mientras merodea en torno a su propio, penetrante y azaroso mundo sensible imbuido de lo maravilloso, con una falla en el sistema cerrado en el cual permanecen las cosas en sí mismas, falla que solo él puede percibir (su don, su sensibilidad), capturando ese instante con el lazo de su genio y trasladándolo, después, mediante su singular talento, a la obra de arte.
Si algo caracteriza al Arte, ello es su subjetivismo: cada artista tiene una visión particular de la realidad; y así debe de ser so pena de dejar de ser arte, so pena de no ser sincero. Si cada individuo tiene unas características que le son propias y diferentes a cualquier otro, forzoso es que su experiencia de la realidad también lo sea. El artista, en grado sumo, traduce esta individualidad en un propio mapa referencial de sensaciones e impresiones, con sus singulares filtros intelectivos y sensoriales, con sus capacidades para interpretar y reproducir lo experimentado, conformando así un modo de expresión que al no depender directamente, o, al menos, en tan gran medida como el hombre común --no artista-- del lenguaje fundador del mundo ficticio, rígido y convencional, se expresará más libremente, sin las ligaduras conceptuales a que está sometida la vida ordinaria.
Al artista se le permite esta excepcionalidad a la regla, esta originalidad, en la medida en que su obra no choque con valores esenciales (pilares) de la fortaleza conceptual de una determinada cultura, y en la medida en que su obra la ensalce, la prestigie o la enriquezca; no importará si resulta polémica, mientras devengue beneficios aparentemente intangibles (prestigio, orgullo tribal).
Dijimos en otro lugar anterior que la Ciencia uniformiza (debe hacerlo, debe buscar leyes generales, no importando para su objetivo los casos individuales --aunque en ellos se base), el método científico busca lo repetitivo de lo idéntico, busca controlar los fenómenos (y con ello aportar tranquilidad, sosiego, paz, a la incertidumbre de lo desconocido, con el que no se compadece el instinto del rebaño). Pues bien, el Arte es lo contrario a la uniformización. Es más, ese mismo ciudadano que huye en su vida diaria ante el pavor a lo desconocido, en el arte no admitiría lo repetitivo, lo conocido, pues lo que más valora del arte es su capacidad para sorprenderlo, y a ser posible, sorprenderlo causando disfrute, procurando el gozo (aunque tampoco desprecia una sorpresa que lo perturbe --esa tendencia por el terror, la zozobra, la intriga, el gore, bebería de esta afición contradictoria). Esto lo saben muy bien los artistas efímeros, aquellos más austera y estrechamente dotados de creatividad: pierden rápidamente el crédito, estima y beneplácito de la gente al perder --o no tener-- poder de provocación (sorpresa, asombro).
Pero, ¿cómo miente el Arte y en base a qué digo que es capaz de revelar la Verdad? La obra de arte, para serlo, no puede remitirse a un simple plagio o imitación de la realidad: debe portar un sugerente contenido añadido (más que un valor). Si se limitase a replicar la realidad, no sería sino calco de una cosa, vulgar copia de una manifestación individual de algo. La obra de Arte, para serlo, debe representar fiel y cabalmente a la cosa en sí, su verdad, una verdad que está aparentemente oculta, y que la obra de arte tiene el poder de revelar por medio de la belleza contenida en ella (en tanto en cuanto se sirva de esa cualidad que denominamos lo bello para plasmarla: aquello capaz de halagar los sentidos y que se percibe como un bien en el ánimo --en el ánima).
Debería de aclarar que la cosa en sí, término filosófico donde los haya, viene a significar el ser de la cosa, aquello sin lo cual no sería, y que está más allá de la apariencia (cosa, en filosofía, no tiene un sentido despectivo, considerándose cosas todas las manifestaciones de la existencia --la realidad--, de la no existencia --la ficción--, o la nada). La cosa en sí es imposible de definir, al intentar definirla mentimos, pues hemos de hacer un doble ejercicio metafórico: representarnos una imagen de la cosa (de algo que implica un caudal de imágenes relacionadas) y articular una palabra que condense su definición (que en cierto modo reproduzca aquel caudal de imágenes u otras equivalentes de semejante tenor), cuyo concepto aluda a su apariencia, utilidad o valor --su forma y sus características--, pero que, indefectiblemente, traicionará su ser (pues quien escuche esa palabra se podrá imaginar una cosa semejante, pero nunca coincidirá plenamente con la imagen y el caudal de imágenes relacionadas del que la pronuncie; el significado será, pues, aproximado, nunca idéntico; con lo que se habrá traicionado a la cosa en sí que late en la cosa aludida, y que se resiste a cualquier definición).
La cosa en sí es incomunicable, pudiéndose, a lo sumo, intuir su ser por medio de unos sentidos excepcionalmente sutiles y exacerbados y la experiencia intelectiva individual propios del ser creador; y éste, todo lo más, puede aludir a ella, incluso recrear nuevos sentidos en torno a ella, implícitos en la alusión, pero jamás la comunicación pretendida de la cosa supondrá identidad completa, por tanto estaremos falseando siempre, en cierta medida, su realidad --de la cosa en sí.
Un ejemplo. Si decimos "mesa", en nuestra mente, inmediatamente, con la palabra "mesa", se nos agolpan una serie de imágenes: quizá la primera sea una forma cuadrangular, pero bien pudiera ser redonda, ovalada o irregular; quizá la imaginemos con cuatro patas, pero bien pudiera tener tres, dos o un solo pivote central; imaginamos que esa cosa que llamamos mesa es más o menos alta (mesa de comedor o de trabajo) o baja (mesa supletoria o de recibidor); el material de que esté hecha cabría suponerlo madera, mármol, cristal o uno de esos conglomerados sintéticos; su color puede ser el natural del material que la compone o estar pintada... etc. En todos estos casos se trata de mesas diferentes, y no de una única mesa. La única mesa implícita en la palabra "mesa" no existe, existen las mesas individuales. En este tenor, con cualquier cosa.
Pero nuestro discurso se compone de palabras, fijadas en un marco conceptual convenido y establecido (un idioma), que resulta que son conceptos de cosas inexistentes, pero que sugieren cosas distintas que si existen: ese algo inexistente, inasible, sugerente, sería la cosa en sí que define al lenguaje, pero no la cosa en sí de la cosa a la que se refiere, pues ésa solo está en la cosa individual, y ésta es percibida --de serlo-- por cada individuo de forma diferente. El Arte lo que haría sería representar esa cosa en sí individual de una forma tan sugerente, tan cargada de sentido, que quien lo percibiere (viere, oyere, leyere, sintiere) sería capaz de sentir latir la cosa en sí ante él.
El artista, en la obra de arte, lo que hace es trasladar una experiencia individual, propia y particular a una materia, a la que dotará del significado que él ha intuido. Esa intuición, que el artista tiene de forma difusa e indefinible, se la representa por medio de imágenes (metáforas de la realidad); después, con su talento, intentará trasladar esa/s imagen/es a la materia informe, al espacio o al vacío de la página en blanco. Allí cobrará forma, sentido y significación la intuición tenida (más nunca exactamente del modo en que la ha imaginado y sentido, nunca exactamente a lo intuido), allí plasmará la sensación propia del latido intuido en la cosa, y lo hará en forma de escultura, cuadro, partitura, espacio estructurado o poema. Habrá mentido a la realidad de una forma bella, y, al hacerlo, habrá captado, no obstante, y a su genial manera, la verdad que la realidad de la cosa le ha transmitido en su latir. Mediante la forma sugerente, cargada de significación, estará revelando parte de la verdad que es la cosa representada (la cosa en sí).
El mármol dejará así de ser piedra para ser leyenda, sugerirá verdades no contenidas en la piedra, pero que la piedra hace suyas, pues ella les aportará, además, durabilidad, belleza, asombro, vehiculación. Los diversos pigmentos, al mezclarse sabia y proporcionalmente, y al conformarse en armónica danza de líneas, capas y contrastes, abandonarán su ser inerte, meramente químico, par adquirir otro ser, que como pigmento les pertenece y que con la intervención del genio del artista se convertirán en otra cosa diferente, ya no materia inerte, sino sentido hecho forma y color: leyenda. Los sonidos puros, que por separado poco significan y menos informan, se unirán conforme a unas pautas armónicas y rítmicas, y a un tempo definido, que revelará la melodía y la música contenida en las calladas cosas, surgiendo un discurso nuevo antes inexistente, capaz de conmover y emocionar. El espacio, la extensión, antes yermo o ya obsoleto, se llenará o reordenará con estructuras que darán volumen y significado al vacío, utilidad y aún orgullo y bienestar, fundados en la belleza, a quien los goce. Las palabras, violentado el significado tradicional, adecuado a su origen, recrearán significados nuevos con sentidos aún más sugerentes que los dados en ellas por los meros conceptos usuales, revelando así una realidad que las palabras, por sí mismas, constreñidas por el lenguaje convencional, no delataban.
La verdad de la cosa representada, desvelada por la interpretación individual del artista (del individuo creador), no objetivada ni sometida a la falaz uniformización, se ha puesto en juego en la obra de arte. En la medida en que ésta, además de la singularidad propia del artista, condense un sentido con significado para un mayor número de espectadores, o para unos espectadores más cualificados, de gusto más educado o exquisito, ocupará un lugar determinado en la cultura de un pueblo, hasta llegarse a convertir en símbolo de una época, representación de un sentir de toda una multitud de seres que, sin haber sido causa de la obra misma, sí han contribuido a crear las condiciones para su realización (piénsese en las Edades de Oro de todas las culturas hegemónicas que en el mundo han sido, y se encontrarán obras de arte representativas de todas ellas). Para esos pueblos, para esas culturas, su verdad estará más explícita en esos iconos de sus genios creadores --los artistas. Verdad que pregonarán unas obras realizadas a base de artificio, de metáfora y de intuición; es decir: de mentiras, que falseando la realidad la justifican y explicitan por medio de lo bello que en ella hay. Y cuando digo "lo bello", estoy diciendo estimable, bueno o deseable, en su magnitud de excelso. En pocas palabras: el Arte justifica la existencia. ¿Qué de extraño pueda tener que también posea un efecto de venturoso deleite, consolador y, a la vez, estimulante?
Al ser una actividad, la creación artística, no sujeta al servilismo de la necesidad ni del utilitarismo, al escapar a la ocultación necesaria en el ámbito del marco conceptual general --fundador de la ley igualadora--, al poder expresarse sin ambages ni intermediarios, comunicando fielmente la experiencia individual del artista (del individuo de genio), al permanecer siempre fiel a sí misma revelando la verdad por ella intuida, se convierte en la coartada perfecta, en el argumento decisivo, para colocar a la humanidad en el lugar que le corresponde como conciencia de lo bello; y, quizá, como excepcional y feliz accidente del devenir por donde un día escapó, efímeramente, la Verdad de todo: la Verdad de lo Uno.
¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal.
No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir, la de ser veraz, es decir, usar las metáforas usuales, así pues, dicho en términos morales, de la obligación de mentir según una convención firme, de mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo obligatorio para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta, por tanto, miente inconscientemente de la manera que hemos indicado y en virtud de hábitos milenarios -y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad-. A partir del sentimiento de estar obligado a designar una cosa como roja, otra como fría, una tercera como muda, se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todos excluyen, el hombre se demuestra a sí mismo lo venerable, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las abstracciones: ya no soporta ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones y, ante todo, generaliza todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema, esto es, de disolver una imagen en un concepto, pues en el ámbito de esos esquemas es posible algo que nunca podría conseguirse bajo las primeras impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados, crear un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primeras impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por ello, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe escaparse siempre de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos presenta la rígida regularidad de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad que son propios de las matemáticas. Aquél a quien envuelve el hálito de esa frialdad apenas creerá que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea a fin de cuentas sino como el residuo de una metáfora y que la ilusión de la extrapolación artística de un estímulo nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina verdad a usar cada dado tal y como está designado; contar exactamente sus puntos, formar clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni los turnos de la sucesión jerárquica. Del mismo modo que los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban, en ese espacio así delimitado, a un dios, como en un templum, así cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante, matemáticamente dividido, y en esas circunstancias entiende, entonces, como exigencia de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento, una catedral de conceptos infinitamente compleja; y ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, tan fina que sea transportada por las olas, tan firme que no sea desgarrada por el viento. El hombre, como genio de la arquitectura, se eleva de tal modo muy por encima de la abeja: ésta construye con cera que recoge de la naturaleza; aquél con la materia bastante más fina de los conceptos que, desde el principio, tiene que producir de sí mismo. Aquí él se hace acreedor de admiración profunda -si bien, de ningún modo por su impulso hacia la verdad, hacia el conocimiento puro de las cosas-. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, después la busca de nuevo exactamente allí y, además, la encuentra, en esa búsqueda y en ese descubrimiento no hay, pues, mucho que alabar; sin embargo, esto es lo que sucede al buscar y al encontrar la verdad dentro de la jurisdicción de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de examinar un camello, digo: he ahí un mamífero, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de un valor limitado; quiero decir, es antropomórfica de pies a cabeza y no contiene ni un solo punto que sea verdadero en sí, real y universalmente válido, prescindiendo de los hombres. El investigador de tales verdades tan sólo busca en el fondo, la metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los asos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera las estrellas al servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y su desgracia, así considera un tal investigador que el mundo en su totalidad está ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido primordial, el hombre, como la reproducción multiplicada de una imagen primordial, el hombre. Su procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas, pero entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera inmediata como objetos puros. Olvida, por lo tanto, que las metáforas intuitivas originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas.
El arte es la excepción a la ley de la lógica (del Logos, de la Razón fundadora de conceptos uniformes y objetivos --mas, como ya hemos visto, ilusorios, tramposos e irreales) que toda cultura se permite. Hubo un tiempo que incluso gozaba de la categoría de manifestación divina, y sus artífices, los artistas, eran considerados como una especie de mediums entre los dioses y los hombres. Sus obras, las obras de arte, no eran --no son-- sino metáforas sugeridas, cuando no dictadas, por aquellos que gozaban, en la estima de los mortales, de la máxima perfección. Tan es así que incluso, a veces, en los casos más excelsos, el eximio artista, en razón a su sublime crear, era deificado por sus semejantes para asimilarlo al origen del cual, creían, procedía su arte: lo divino.
Y es excepción, y se le permite la excepcionalidad, en razón a la necesidad que toda cultura tiene de seguir manteniendo puentes con la Verdad; pues preciso es ahora decir, con emocionada y temblorosa certidumbre, que el Arte, siendo metáfora --mentira pues--, lo es de un modo tan sincero y desinteresado que, al provenir de la genial intuición que el artista tiene de la cosa en sí, supone una visión --constatación, atisbo-- de la Verdad de lo que es.
Desde este punto de vista, una definición de ese estado (polémico: pues unos lo admiten y otros no, como necesario en la obra de arte) al que se achaca la culpa del privilegio creador, la inspiración, sería: el momento, más o menos duradero, en que se produce la apertura de la cosa en sí, a modo de una revelación, captado y/o aprovechado por el artista. Quizá sea el artista quien fuerce o provoque tal estado de apertura, su sensibilidad, su poder de penetración, su disposición espiritual particular ante la presencia de la cosa, que se abriría ante él, mostrándole su ser, revelándole su verdad; o quizá el artista se encuentre, mientras merodea en torno a su propio, penetrante y azaroso mundo sensible imbuido de lo maravilloso, con una falla en el sistema cerrado en el cual permanecen las cosas en sí mismas, falla que solo él puede percibir (su don, su sensibilidad), capturando ese instante con el lazo de su genio y trasladándolo, después, mediante su singular talento, a la obra de arte.
Si algo caracteriza al Arte, ello es su subjetivismo: cada artista tiene una visión particular de la realidad; y así debe de ser so pena de dejar de ser arte, so pena de no ser sincero. Si cada individuo tiene unas características que le son propias y diferentes a cualquier otro, forzoso es que su experiencia de la realidad también lo sea. El artista, en grado sumo, traduce esta individualidad en un propio mapa referencial de sensaciones e impresiones, con sus singulares filtros intelectivos y sensoriales, con sus capacidades para interpretar y reproducir lo experimentado, conformando así un modo de expresión que al no depender directamente, o, al menos, en tan gran medida como el hombre común --no artista-- del lenguaje fundador del mundo ficticio, rígido y convencional, se expresará más libremente, sin las ligaduras conceptuales a que está sometida la vida ordinaria.
Al artista se le permite esta excepcionalidad a la regla, esta originalidad, en la medida en que su obra no choque con valores esenciales (pilares) de la fortaleza conceptual de una determinada cultura, y en la medida en que su obra la ensalce, la prestigie o la enriquezca; no importará si resulta polémica, mientras devengue beneficios aparentemente intangibles (prestigio, orgullo tribal).
Dijimos en otro lugar anterior que la Ciencia uniformiza (debe hacerlo, debe buscar leyes generales, no importando para su objetivo los casos individuales --aunque en ellos se base), el método científico busca lo repetitivo de lo idéntico, busca controlar los fenómenos (y con ello aportar tranquilidad, sosiego, paz, a la incertidumbre de lo desconocido, con el que no se compadece el instinto del rebaño). Pues bien, el Arte es lo contrario a la uniformización. Es más, ese mismo ciudadano que huye en su vida diaria ante el pavor a lo desconocido, en el arte no admitiría lo repetitivo, lo conocido, pues lo que más valora del arte es su capacidad para sorprenderlo, y a ser posible, sorprenderlo causando disfrute, procurando el gozo (aunque tampoco desprecia una sorpresa que lo perturbe --esa tendencia por el terror, la zozobra, la intriga, el gore, bebería de esta afición contradictoria). Esto lo saben muy bien los artistas efímeros, aquellos más austera y estrechamente dotados de creatividad: pierden rápidamente el crédito, estima y beneplácito de la gente al perder --o no tener-- poder de provocación (sorpresa, asombro).
Pero, ¿cómo miente el Arte y en base a qué digo que es capaz de revelar la Verdad? La obra de arte, para serlo, no puede remitirse a un simple plagio o imitación de la realidad: debe portar un sugerente contenido añadido (más que un valor). Si se limitase a replicar la realidad, no sería sino calco de una cosa, vulgar copia de una manifestación individual de algo. La obra de Arte, para serlo, debe representar fiel y cabalmente a la cosa en sí, su verdad, una verdad que está aparentemente oculta, y que la obra de arte tiene el poder de revelar por medio de la belleza contenida en ella (en tanto en cuanto se sirva de esa cualidad que denominamos lo bello para plasmarla: aquello capaz de halagar los sentidos y que se percibe como un bien en el ánimo --en el ánima).
Debería de aclarar que la cosa en sí, término filosófico donde los haya, viene a significar el ser de la cosa, aquello sin lo cual no sería, y que está más allá de la apariencia (cosa, en filosofía, no tiene un sentido despectivo, considerándose cosas todas las manifestaciones de la existencia --la realidad--, de la no existencia --la ficción--, o la nada). La cosa en sí es imposible de definir, al intentar definirla mentimos, pues hemos de hacer un doble ejercicio metafórico: representarnos una imagen de la cosa (de algo que implica un caudal de imágenes relacionadas) y articular una palabra que condense su definición (que en cierto modo reproduzca aquel caudal de imágenes u otras equivalentes de semejante tenor), cuyo concepto aluda a su apariencia, utilidad o valor --su forma y sus características--, pero que, indefectiblemente, traicionará su ser (pues quien escuche esa palabra se podrá imaginar una cosa semejante, pero nunca coincidirá plenamente con la imagen y el caudal de imágenes relacionadas del que la pronuncie; el significado será, pues, aproximado, nunca idéntico; con lo que se habrá traicionado a la cosa en sí que late en la cosa aludida, y que se resiste a cualquier definición).
La cosa en sí es incomunicable, pudiéndose, a lo sumo, intuir su ser por medio de unos sentidos excepcionalmente sutiles y exacerbados y la experiencia intelectiva individual propios del ser creador; y éste, todo lo más, puede aludir a ella, incluso recrear nuevos sentidos en torno a ella, implícitos en la alusión, pero jamás la comunicación pretendida de la cosa supondrá identidad completa, por tanto estaremos falseando siempre, en cierta medida, su realidad --de la cosa en sí.
Un ejemplo. Si decimos "mesa", en nuestra mente, inmediatamente, con la palabra "mesa", se nos agolpan una serie de imágenes: quizá la primera sea una forma cuadrangular, pero bien pudiera ser redonda, ovalada o irregular; quizá la imaginemos con cuatro patas, pero bien pudiera tener tres, dos o un solo pivote central; imaginamos que esa cosa que llamamos mesa es más o menos alta (mesa de comedor o de trabajo) o baja (mesa supletoria o de recibidor); el material de que esté hecha cabría suponerlo madera, mármol, cristal o uno de esos conglomerados sintéticos; su color puede ser el natural del material que la compone o estar pintada... etc. En todos estos casos se trata de mesas diferentes, y no de una única mesa. La única mesa implícita en la palabra "mesa" no existe, existen las mesas individuales. En este tenor, con cualquier cosa.
Pero nuestro discurso se compone de palabras, fijadas en un marco conceptual convenido y establecido (un idioma), que resulta que son conceptos de cosas inexistentes, pero que sugieren cosas distintas que si existen: ese algo inexistente, inasible, sugerente, sería la cosa en sí que define al lenguaje, pero no la cosa en sí de la cosa a la que se refiere, pues ésa solo está en la cosa individual, y ésta es percibida --de serlo-- por cada individuo de forma diferente. El Arte lo que haría sería representar esa cosa en sí individual de una forma tan sugerente, tan cargada de sentido, que quien lo percibiere (viere, oyere, leyere, sintiere) sería capaz de sentir latir la cosa en sí ante él.
El artista, en la obra de arte, lo que hace es trasladar una experiencia individual, propia y particular a una materia, a la que dotará del significado que él ha intuido. Esa intuición, que el artista tiene de forma difusa e indefinible, se la representa por medio de imágenes (metáforas de la realidad); después, con su talento, intentará trasladar esa/s imagen/es a la materia informe, al espacio o al vacío de la página en blanco. Allí cobrará forma, sentido y significación la intuición tenida (más nunca exactamente del modo en que la ha imaginado y sentido, nunca exactamente a lo intuido), allí plasmará la sensación propia del latido intuido en la cosa, y lo hará en forma de escultura, cuadro, partitura, espacio estructurado o poema. Habrá mentido a la realidad de una forma bella, y, al hacerlo, habrá captado, no obstante, y a su genial manera, la verdad que la realidad de la cosa le ha transmitido en su latir. Mediante la forma sugerente, cargada de significación, estará revelando parte de la verdad que es la cosa representada (la cosa en sí).
El mármol dejará así de ser piedra para ser leyenda, sugerirá verdades no contenidas en la piedra, pero que la piedra hace suyas, pues ella les aportará, además, durabilidad, belleza, asombro, vehiculación. Los diversos pigmentos, al mezclarse sabia y proporcionalmente, y al conformarse en armónica danza de líneas, capas y contrastes, abandonarán su ser inerte, meramente químico, par adquirir otro ser, que como pigmento les pertenece y que con la intervención del genio del artista se convertirán en otra cosa diferente, ya no materia inerte, sino sentido hecho forma y color: leyenda. Los sonidos puros, que por separado poco significan y menos informan, se unirán conforme a unas pautas armónicas y rítmicas, y a un tempo definido, que revelará la melodía y la música contenida en las calladas cosas, surgiendo un discurso nuevo antes inexistente, capaz de conmover y emocionar. El espacio, la extensión, antes yermo o ya obsoleto, se llenará o reordenará con estructuras que darán volumen y significado al vacío, utilidad y aún orgullo y bienestar, fundados en la belleza, a quien los goce. Las palabras, violentado el significado tradicional, adecuado a su origen, recrearán significados nuevos con sentidos aún más sugerentes que los dados en ellas por los meros conceptos usuales, revelando así una realidad que las palabras, por sí mismas, constreñidas por el lenguaje convencional, no delataban.
La verdad de la cosa representada, desvelada por la interpretación individual del artista (del individuo creador), no objetivada ni sometida a la falaz uniformización, se ha puesto en juego en la obra de arte. En la medida en que ésta, además de la singularidad propia del artista, condense un sentido con significado para un mayor número de espectadores, o para unos espectadores más cualificados, de gusto más educado o exquisito, ocupará un lugar determinado en la cultura de un pueblo, hasta llegarse a convertir en símbolo de una época, representación de un sentir de toda una multitud de seres que, sin haber sido causa de la obra misma, sí han contribuido a crear las condiciones para su realización (piénsese en las Edades de Oro de todas las culturas hegemónicas que en el mundo han sido, y se encontrarán obras de arte representativas de todas ellas). Para esos pueblos, para esas culturas, su verdad estará más explícita en esos iconos de sus genios creadores --los artistas. Verdad que pregonarán unas obras realizadas a base de artificio, de metáfora y de intuición; es decir: de mentiras, que falseando la realidad la justifican y explicitan por medio de lo bello que en ella hay. Y cuando digo "lo bello", estoy diciendo estimable, bueno o deseable, en su magnitud de excelso. En pocas palabras: el Arte justifica la existencia. ¿Qué de extraño pueda tener que también posea un efecto de venturoso deleite, consolador y, a la vez, estimulante?
Al ser una actividad, la creación artística, no sujeta al servilismo de la necesidad ni del utilitarismo, al escapar a la ocultación necesaria en el ámbito del marco conceptual general --fundador de la ley igualadora--, al poder expresarse sin ambages ni intermediarios, comunicando fielmente la experiencia individual del artista (del individuo de genio), al permanecer siempre fiel a sí misma revelando la verdad por ella intuida, se convierte en la coartada perfecta, en el argumento decisivo, para colocar a la humanidad en el lugar que le corresponde como conciencia de lo bello; y, quizá, como excepcional y feliz accidente del devenir por donde un día escapó, efímeramente, la Verdad de todo: la Verdad de lo Uno.
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Sobre Verdad y Mentira en Sentido Extramoral (3)
(Friedrich W. Nietzsche)
¿Qué es entonces la verdad? Un ejército móvil de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas, adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, a un pueblo le parecen fijas, canónicas, obligatorias: las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son, metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora consideradas como monedas, sino como metal.
No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir, la de ser veraz, es decir, usar las metáforas usuales, así pues, dicho en términos morales, de la obligación de mentir según una convención firme, de mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo obligatorio para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta, por tanto, miente inconscientemente de la manera que hemos indicado y en virtud de hábitos milenarios -y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad-. A partir del sentimiento de estar obligado a designar una cosa como roja, otra como fría, una tercera como muda, se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todos excluyen, el hombre se demuestra a sí mismo lo venerable, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las abstracciones: ya no soporta ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones y, ante todo, generaliza todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema, esto es, de disolver una imagen en un concepto, pues en el ámbito de esos esquemas es posible algo que nunca podría conseguirse bajo las primeras impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados, crear un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primeras impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por ello, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe escaparse siempre de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos presenta la rígida regularidad de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad que son propios de las matemáticas. Aquél a quien envuelve el hálito de esa frialdad apenas creerá que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea a fin de cuentas sino como el residuo de una metáfora y que la ilusión de la extrapolación artística de un estímulo nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina verdad a usar cada dado tal y como está designado; contar exactamente sus puntos, formar clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni los turnos de la sucesión jerárquica. Del mismo modo que los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban, en ese espacio así delimitado, a un dios, como en un templum, así cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante, matemáticamente dividido, y en esas circunstancias entiende, entonces, como exigencia de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento, una catedral de conceptos infinitamente compleja; y ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, tan fina que sea transportada por las olas, tan firme que no sea desgarrada por el viento. El hombre, como genio de la arquitectura, se eleva de tal modo muy por encima de la abeja: ésta construye con cera que recoge de la naturaleza; aquél con la materia bastante más fina de los conceptos que, desde el principio, tiene que producir de sí mismo. Aquí él se hace acreedor de admiración profunda -si bien, de ningún modo por su impulso hacia la verdad, hacia el conocimiento puro de las cosas-. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, después la busca de nuevo exactamente allí y, además, la encuentra, en esa búsqueda y en ese descubrimiento no hay, pues, mucho que alabar; sin embargo, esto es lo que sucede al buscar y al encontrar la verdad dentro de la jurisdicción de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de examinar un camello, digo: he ahí un mamífero, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de un valor limitado; quiero decir, es antropomórfica de pies a cabeza y no contiene ni un solo punto que sea verdadero en sí, real y universalmente válido, prescindiendo de los hombres. El investigador de tales verdades tan sólo busca en el fondo, la metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los asos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera las estrellas al servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y su desgracia, así considera un tal investigador que el mundo en su totalidad está ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido primordial, el hombre, como la reproducción multiplicada de una imagen primordial, el hombre. Su procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas, pero entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera inmediata como objetos puros. Olvida, por lo tanto, que las metáforas intuitivas originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas.
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GALERÍA
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Franz von Stuck
(1863-1928)
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Mitología 1.
Amazona herida
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Amazona herida (con su marco)
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El columpio
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El beso de la esfinge
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Esfinge (con su marco)
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Scherzo (con su marco)
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Disonancia
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Disonancia (con su marco)
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Orestes y la Erinias
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Amazona y Centauro
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Baco niño
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Amazona combatiendo (con su marco)
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Faunos peleando
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Hércules y Neso
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Sirena
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Prometeo encadenado
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Rapto de una ninfa
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Narciso
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Pan (con su marco)
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Cazador de avestruces
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