Nunca estarás seguro de quién eres
si no sacas de ti al que se oculta
detrás de tu miedo.
Sobre esto y aquello. Héctor Amado
1
...Fuera verano o invierno, solía dormir siempre con la ventana entornada y la persiana a medio bajar. Quería acomodar, en cierto modo, su despertar al de la tierra (era consciente que hacerlo así aportaba no pocos beneficios, entre ellos más frescura mental; algo que han defendido tradicionalemnte los poetas). Es por eso que desde la casa deshabitada situada justo enfrente, desde un hueco abierto en la cubierta de teja árabe que no era sino umbral de entrada a un nido de amor colombino, se dejaba oír todas las mañanas, al alba, el lascivo tortoleo de las palomas dedicadas a un perpetuo cortejo desde que el día comienza a dar sus dudosos pasos. Arrullador sonido que esta ocasión, penetrando a través de la ventana abierta, se sumergió en sus sueños y durante un tiempo indefinido (como suele ser el tiempo en los sueños), singular banda sonora, se quedó allí formando parte de ellos...[Aquellos ojos limpios, grandes, perfectamente brillantes, dotados de la franqueza y profundidad que transmite el marrón intenso enmarcado por las negras cejas sin depilar de una adolescente, daban a su rostro la luminosidad sin mácula de la doncellez perfecta. Los labios, carnosos y delicadamente turgentes, transmitían --para quien los contemplara-- la lozana voluptuosidad de la carne recién florecida, apenas abierto el capullo indistinto de la pubertad: cóncavos pétalos aterciopelados ciñendo su corola de rosa damascena. El cabello negro de reflejos castaños, ligeramente ondulado, caía, cascada suspendida, sobre sus níveos hombros, y se derramaba en mechones asilvestrados y cándidos sobre los bien proporcionados senos de botones apuntados. El talle magro y esbelto, el culo ligera y suavemente respingón, las nalgas firmes y modeladas, las piernas rectas, los tobillos finos, los pies menudos y gráciles. Todo en ella era turbador; aun en sueños sentía aquella arrebatadora presencia en la inconsistencia onírica de su cuerpo con la más real y lúbrica de las constataciones.]. Estuvo así en un nebuloso duermevela durante más de una hora; en el trascurso del cual, como una ninfa acuática, entraba y salía del sueño a la vigilia y de la vigilia al sueño con la cadencia y el ritmo con que dos amantes sin prisa y con delectación se van del uno al otro haciéndose y brindándose el amor. La adolescente del sueño (que se parecía a la Jennifer Connelly de Labyrinth como una gota de agua se parece a otra) se limitaba a realizar, hieráticamente esplendorosa, el esbozo de la más sugerente y sensual de las sonrisas mientras flotaba en un fondo sin fondo, toda ojos y labios, solo a veces cuerpo esquivo: atisbo de cuerpo hurtado al descuido. Las sábanas se le antojaban tan voluptuosas como el más suave plumón de ganso, moviéndose en ellas con la lánguida levedad de los putti suspendidos en el aire de un cuadro de Bouguereau. En uno de esos movimientos, al volverse de un lado al otro, mientras aún estaba sumido en esa tierra de nadie que es el umbral del despertar, su mano tropezó con su pecho, un pecho que sintió protuberante, glandular, mórbido, como si fuera el de la Jennifer Connelly del sueño (pues ella, allí, en su reino de sombra y luz indistintas, se estremeció). --Sueño, no sería sino sueño-- pensó; un sueño en que soñara despertarse otro. Sentía como si cayera del sueño a la vigilia y de ésta, que no era tal sino sueño, otra vez al sueño del que provenía. Al cabo de este lapso de tiempo "entrando y saliendo" del sueño, sus ojos se abrieron hacia la ventana. Las palomas seguían con su cortejo. La luz del día, ya sin dudar, tenía la luminosidad de la mañana opaca aún sin sol. Se removió plácidamente y... lo volvió a sentir. Se palpó: ¡eran senos de mujer! ¡Dios santo! ¡Si él era un hombre! Subió ambas manos, se tocó ambos senos, unos senos como los soñados en aquella Jennifer Connelly adolescente del sueño: ni pequeños ni grandes, ligeramente apuntados; se le erizaron los pezones. Una idea se le cruzó rápida por la consciencia recién arribada al despertar: estrechó las piernas, las cruzó... ¡no sintió nada! ¡no había nada entre ellas! Con un pánico cerval bajó la mano... anonadado comprobó que donde antes existiera la protuberancia propia de su sexo masculino ahora no había sino la ausencia hendida que proclamaban los pliegues inconfundibles de los labios de una mujer....
...Raquel, en ese momento, despertó. No supo cómo había tenido esa sensación tan vívida de sexo transmutado. Pero lo cierto es que el pánico lo sintió cuando se creyó hombre vertido a mujer. No lo sintió por creerse hombre, sino al revés. Qué sueños estos, pensó, aún perpleja. Su sexo estaba húmedo. El sueño le había provocado una ligera excitación. ¿Los ojos y labios de Jennifer Connelly? ¡Cielos! ¡Si ella (que ella supiera conscientemente, quiero decir) no era lesbiana! ¿O, sí? ¿Sería todo producto de un sueño dentro de un sueño? ¿Se despertaría ahora siendo Héctor? Tuvo miedo de retirar la ropa, de tirarse de la cama, de ir al baño y enfrentarse al espejo. Tuvo miedo de moverse, de despertar a una realidad que no fuese la suya: así de vívidas fueron todas sus sensaciones. Se agazapó bajo las sábanas que ahora habían tornado la suavidad del plumón excitador por la pesada consistencia del telón ocultador. ¿Estaba desnudo o desnuda? Desde luego, tras volverse a escrutar, nada parecido a un miembro viril habitaba su entrepierna. No había nada que temer entonces: era una mujer, era ella: Raquel.
Más confiada, aunque algo aturdida, cogiendo el embozo de la sábana, se incorporó hasta quedar sentada, desde ahí, con un movimiento ya automatizado, plegó sábana y edredón hacia los pies de la cama, después se giró, puso ambos pies en el suelo y se levantó. Mientras hizo toda esta liturgia permaneció con los ojos cerrados. Ahora ya, erguida, los abrió. Se miró las manos, los brazos, las piernas, el vientre, los senos... todo estaba en orden, aunque... se notaba extraña, Como si al ir tomando conciencia de cada una de las partes de su cuerpo, algo dentro de ella sufriera una especie de turbación, un leve estremecimiento, algo parecido a un trémolo vibratto de incredulidad. Se dirigió al baño, encendió la luz: ahí estaba ella, ante sí misma, tal y como se había soñado: Jennifer Connelly en persona, y desnuda. Se lo tomó como la cosa más natural del mundo; al fin y al cabo el que se llamase Raquel o Jennifer no era lo más importante. Se observó detenidamente... se gustó. Recorrió su piel con la yema de los dedos: su cara, sus mejillas, sus labios (aquellos labios soñados), su pecho, sus senos, su vientre, giró su dedo índice alrededor del ombligo, se palpó los glúteos, se giró para verse de perfil (cosa que hizo de arriba abajo). Constató que tenía un bonito cuerpo, y se sintió excitada por ello.
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...Algo dentro de sí, muy adentro y muy confuso (como un ojo lejanísimo asomado al fondo de un abismo propio), observaba aquel cuerpo como si fuese ajeno; mas ese observarse de aquel ojo ajeno se traducía en su consciencia en forma de sensación perceptible por ella misma como placentera, a la vez que asombrada. La incertidumbre volvió a surgir en su mente. ¿No estaría soñando que estaba despierto allí, ante el espejo, observando un cuerpo que no le pertenecía, puesto que él era Héctor y no Raquel? ¿No serían los ojos de Héctor los que observaban desde el abismo onírico provocado por el sueño de una soñada Raquel quien poseía, a su vez, el soñado cuerpo de Jennifer Connelly? ¡Qué locura! Se metió bajo la ducha y se quedó un buen rato quieta, recibiendo el agua sobre la cabeza, en la cara y en la nuca. Solo después cogió la pastilla de jabón (no utilizaba gel) y se enjabonó el cuerpo, recreándose en aquellas partes que, no obstante ser suyas, las tocaba como nuevas. Se descubrió magreándose a sí misma: la suavidad del jabón contribuía a aquella sensación de lasciva caricia. Se estaba excitando otra vez, jugueteó con sus pezones sometiéndoles a un certero pizzicatto... En todo momento no dejó de tener la extraña y excitante sensación de que sus manos eran guiadas por una voluntad ajena al cuerpo, una voluntad que se regocijaba con ella en el placer obtenido. Tenía la sensación de... ser a la vez agente y paciente de sus propias caricias. Aquello no era una simple y vulgar masturbación. Era otra cosa. En la masturbación uno es quien siente, por mucha imaginación que le eche al asunto. Pero Raquel sentía que la estaba acariciando Héctor, y Héctor se regocijaba a sí mismo al sentir cómo sentía Raquel. Eran dos personalidades distintas en una misma conciencia (porque no puedo decir en un mismo cuerpo, ya que el cuerpo era el de Raquel --o Jennifer Connelly, que tanto da). ¿Era eso posible? No estaba seguro. Pero de lo que sí lo estuvo fue del orgasmo que se propinó a sí mismo desde el cuerpo de Raquel: testigo y protagonista de un placer inaudito, extaordinariamente intenso, soprendentemente nuevo, como nunca antes lo sintiera (ni como Raquel ni como Héctor), todas las fibras de sus ensamblados seres vibraron al unísono catapultando su conciencia a un plano insospechado, a una dimensión inimaginable, a un universo donde las estrellas destellaban brillantes e irisadas ondas de placer. Le pareció oír un estertor en su garganta, pero que venía de muy, muy, lejos. Y cómo de ese estertor comenzaron a brotar formas incandescentes, luminosas, que comenzaron a dividirse y expandirse, y a medida que se desplazaban soltaban chispas que apagándose quedaban atrapadas por las formas luminosas e incandescentes de las cuales se desprendieron,... De ese estertor surgieron millones de estrellas con sus planetas, e iban agrupándose en galaxias de formas caprichosas, pero todas curvas, como el placer que vibraba y vibraba y que diera origen a aquel orgásmico gemido original. Placer curvo como los senos, como las nalgas, como los labios, como los ojos y las miradas, como la senda que siguen las caricias sobre los cuerpos, como las erectas mucosas que penetran y las tubulares mucosas que acogen y estrechan, curvo como todo lo que se condensa en torno al dionisíaco festín del amor.
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2.
...Estuvo temblando en la ducha, debajo del agua caliente, perpleja, confusa y desconcertada, durante un buen rato. Tras lo cual se levantó. Apagó la ducha y se secó. Decidió no pensar más, no intentar elucidar, no reflexionar qué estaba pasando: qué era sueño y qué vigilia, qué parte Raquel o cuál Héctor, si lo sentido tenía algún sentido, o si seguiría así su realidad de ahora en adelante: con ese ambiguo y duplicado universo sensorial y cognitivo latiéndole en las mientes. Se vistió y salió de casa. No se atrevió a desayunar allí, sola, como solía hacer, por temor a sus enmarañadas reflexiones. Ya en la calle, bajo el cielo azul y el sol limpio de aquella extraña mañana de finales de junio le pareció todo más real, su irrealidad subsumida en una naturaleza imperativa a la que se abandonó mientras ponía rumbo hacia el desaparecido Salón Ideal. Al cruzar la Plaza del Caño contempló la dispar disposición de grandes plásticos multicolores, a modo de variopintas y endebles tiendas de campaña, con que aquella revuelta había tomado la calle de las principales ciudades del país. Meneó la cabeza en señal de escepticismo. Aquello no podía resultar bien; quizá sí como protesta, pero nada más. Y el país, Europa, el mundo, necesitaba algo más que protestas: necesitaba alternativas, y éstas no estaban allí, o, si lo estaban, se hallaban a tal profundidad que aquellas inconsistentes chabolas destartaladas parecían desmentir su existencia. Mala publicidad ésta con que se pretendía lanzar a una sociedad de un mundo en espiritual descomposición (mas acostumbrada a sofisticados reclamos publicitarios) la esperanza de reacción popular en forma de sueños renovados. Es como si se quisiera vender parcelas del Paraíso ofertándolas desde barracones que más sugieren los arrabales de un muladar. Entendía la sencillez, pero no la vulgaridad y la fealdad como aditamento necesario de la honradez. La imaginación debe de ser bella, no sólo útil, si quiere convencer. Además, si lo que se pretende es transmitir posibilidad, entusiasmo e ilusión con una alternativa honesta, contrapuesta al mal necesario (que nos quieren vender colar como inevitable) que supone seguir como se está --en constante estado de degradación del entramado social costosamente conseguido a través de centurias de esfuerzo, sangre, sudor, lágrimas y alguna que otra sonrisa-- malamente se intentará desde una plataforma tan precaria. Si se quiere éxito (si es que ello es factible, si la esperanza que anida en esos bienintencionados pechos se pudiera traducir en ideas brillantes que actúen con la eficacia de adecuadas soluciones) las propuestas han de salir de una situación encumbrada pero real, no de una entelequia con visos de mísero paréntesis. El ser humano ha demostrado a lo largo de su historia que todo verdadero cambio ha venido de la mano de un salto imaginativo (tecnológico, de adaptación evolutiva, de crecimiento cognoscitivo), de un avance que anuncie y procure azares plausibles, no de retrocesos asilvestrados que, por bucólicos, no son menos fallidos, por superados. Las sociedades desarrolladas (en realidad, todas las sociedades; pues en este mundo globalizado tanto los actores protagonistas como los secundarios están inmersos en una única y misma obra: un drama en gente pessoano cuyo reparto lo forma el sumatorio de almas que habitan nuestro mundo, por más que este drama se desarrolle en escenarios diferentes y simultáneos). Así pensaba Héctor --es de suponer que de igual forma pensara Raquel--, acerca de la actualidad que le tocaba vivir (¿o soñar?)..
...Llegado a la céntrica y concurrida cafetería, cuya ambientación modernista demodé parecía congelada en el tiempo (de hecho, como ya he señalado antes --no, no ha sido un error, sino una licencia-- había desaparecido bastantes años antes), se sentó en una mesa tras coger el diario regional (de corte liberal progresista), y se dispuso a huir de la onírica y extraña realidad que había dejado atrás, en casa, zambulléndose en un desayuno continental y en la lectura de las más candentes noticias de una actualidad ya de por sí magmática. Llegó el camarero que lo saludó y tras tomar la comanda, viendo que se disponía a leer la prensa, le soltó:
--De esta no salimos --señalando al diario que tenía en las manos Héctor--. A esta prima no hay quien la satisfaga. Más que "prima" pareciera aviesa y astuta ninfómana --y al decir esta ocurrencia rió, esperando la misma respuesta por parte de su cliente--. Y Alemania sin enterarse --siguió después--. En fin, que la cosa está muy cruda... más que cruda, sangrante. --y re-colcándose el lito en la bocamanga, se retiró.
Héctor, mientras abría el Norte, observó que en la mesa de enfrente un tipo, sin apenas disimulo, no quitaba ojos de sus piernas cruzadas. Instintivamente, se bajó la falda (¿?). No había reparado en que, con las prisas y el desconcierto, había cogido el primer vestido del armario, uno ceñido y veraniego, azul índigo, liso y sencillo pero de corte impecable, de tirantes anchos, sin mangas por tanto, que finalizaba a medio muslo. Aquel mirón lo devolvió a la realidad de la que huía, pues no era otro el objetivo de su mirada que los aún blancos y soberbios muslos de Raquel.
El bizcocho mojado en el café quedó a medio camino. ¡El gesto de bajarse la falda lo había realizado de forma enteramente refleja, natural...! Realmente era para volverse loco. ¿Héctor era Raquel, y Raquel no tenía otra realidad que la de Héctor? ¿Cómo podía ser posible sentirse Héctor y aparecer como Raquel, simultáneamente? Se le ocurrió una idea. Estaba claro que aquel macho de enfrente dirigía sus ojos a los muslos de una hembra. Preguntaría al camarero, en el que no había detectado ningún gesto que delatara su apariencia femenina, antes al contrario, se habría dirigido a él con la complicidad y el compadreo desinhibido propio de las conversaciones masculinas. Hizo una seña al garçon, reclamando su presencia. El barman se acercó con la misma sonrisa con la que siempre acudía a atender a todos los clientes (un gran profesional de la hostelería tiene una limitada gama de gestos que adecua perfectamente al ámbito para el que están previstos, así puede disponer de una par de muecas diferentes para el semblante sonriente --uno para atender y otro para contestar al cliente las gracias--, un gesto serio de atención --el de escucha--, otro de grave consternación y rendida súplica --propio para las ocasiones en que el cliente parecía contrariado--, e incluso uno para la sorpresa --éste sólo lo utilizaba ocasionalmente, y podía tratarse de sorpresa negativa o positiva--, el resto del tiempo, el tiempo de espera, su cara carecía de expresión, como la de un muñeco de cera colocado al pie de la barra (un muñeco de cera que controlaba perfectamente todo el museo que tenía delante).
--Le parecerá una tontería --preparó el camino Héctor--. Tómeselo como un juego de un cliente algo loco, pero sin mala intención. Le voy a hacer una pregunta y quiero que me la conteste sinceramente, sin ambages. --el camarero le escuchaba con el gesto serio de atención. Héctor preguntó--. ¿Qué tiene usted delante, un hombre o una mujer? --el camarero, en ese instante, cambió de gesto sin solución de continuidad: ahora lucía el menos prodigado, el de sorpresa. Miró a un lado y a otro, detrás de Héctor, hacia la cristalera que daba a la calle...
Héctor viendo el embarazo y desconcierto del camarero, insistió:
--No, no. Aquí, delante de usted. Yo, ¿qué soy yo?, ¿le parezco hombre o mujer? No es ninguna broma, por favor. Le ruego que conteste lo que esté viendo. --el camarero lo miró en silencio como si lo auscultase con un gesto que no estaba en su catálogo y que, por tanto, brotaba natural, lo que le causaba no poca incomodidad.
--No, no, no entiendo a qué se refiere, señor --balbuceó el buen hombre, no sin un mohín de contrariedad y desconfianza.
--Vale, vale, es suficiente. Ya me ha contestado. Disculpe la molestia y mi impertinencia, en caso de haberla supuesto --el camarero siguió mirándolo mientras se retiraba, con otro gesto distinto al anterior, y que tampoco estaba en el catálogo de gestos que todo buen profesional de la hostelería posee.
Héctor se quedó aún más confundido. Le dieron ganas de levantarse y dirigirse hacia aquél voyeur para inquirir los motivos de su insistente y repetida mirada (no había dejado de lanzar sus ojos hacía el caladero de sus muslos en todo el rato, a pesar de que Raquel se había colocado de medio lado en la silla). No tendría necesidad: un vendedor ambulante, uno de tantos subsaharianos que se juegan la vida lanzándose en patera hacia un futuro mejor, se le acercó, con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba ver una envidiable dentadura, ofreciéndole falaces relojes joya de impostada marca, pulseras de fingidos oro y plata con incrustaciones de falsas piedras preciosas y pequeños bolsos de fiesta de formas, colores y materiales imposibles... Todo el género era, efectivamente, de mujer.
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(continuará)
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GALERÍA
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George Frederick Watts
(1817-190)
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Endimión
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