Dicen que ha llegado un extranjero, un mozo encantador de la tierra de Lidia,
que se gloria de sus perfumados rizos rubios, rosado, en los ojos llevando las gracias de Afrodita,
que los días y las noches se pasa organizando fiestas báquicas con las jóvenes.
Las Bacantes. Eurípides
V
Eric
.....La insoportable previsibilidad con que se le presentaba la vida fue lo que le empujaría a la aventura. Nacido en el seno de una familia más que acomodada, siendo el menor de tres hermanos, en su futuro no se atisbaba la menor nube: un cielo esplendoroso de celeste inmaculado sería la cúpula bajo la cual se auguraba una nada azarosa vida regalada. Pero a Eric Delvaux le corría por las venas el inquieto espíritu aventurero de sus ancestros, aquellos que cimentarían la fortuna familiar adentrándose en lo desconocido de una tierra lejana y selvática, recorriendo desoladores desiertos y surcando procelosos océanos, abriendo impensables rutas y optimizando las existentes, combatiendo a hombres, alimañas y circunstancias... Ese espíritu, como suele ocurrir esporádica pero periódicamente en sagas de rancia estirpe, había resurgido poderoso en Eric.
Dotado de una gran imaginación -y ansias de ir tras ella en la vida-, en su niñez y adolescencia, siempre que sus obligaciones escolares y académicas se lo permitieron, devoró con fruición cuantos pudo vetustos libros, muchos de ellos en valiosas ediciones limitadas, que la familia había ido coleccionando en su impresionante biblioteca. Sobre todo los de biografías aventureras, de cuentos y leyendas donde lo fantástico se trenzaba a la realidad, de historia que hablaba de poderosas civilizaciones florecidas y agostadas en su cénit de forma incomprensible, de geografías imposibles que ubicaban y describían reinos improbables,... Toda aquella información, en fin, que es susceptible de ser pasto y simiente de una imaginación exacerbada. A duras penas se consiguió de él que acabara su carrera de derecho. El mismo día de su licenciatura se juramentó no volver a tocar un libro de leyes, salvo, en todo caso, el Derecho Romano, y eso más por sus connotaciones históricas que por su aplicación práctica.
.....Sus padres, de firmes convicciones liberales, no se opusieron a su deseo de viajar a África en calidad de veedor y supervisor de los negocios que la familia allí poseía. En realidad sus intenciones nada tenían que ver con la marcha o el éxito de las empresas familiares. Iba buscando aventuras, y las encontraría. Se sintió un Lord Jim -con mejor suerte- mientras bordeaba la península ibérica y la costa africana hasta alcanzar la desembocadura del gran río que tradicionalmente ha dado nombre a los territorios por donde transcurre. Ahora, en las postrimerías del dominio colonial belga, Boma, que treinta años antes había dejado de ser el centro administrativo e institucional del antiguo Estado Libre del Congo, seguía siendo el centro de operaciones del conglomerado empresarial de la Import-Export Delvaux Corporation. Desde allí, Eric cambiaría su papel de Lord Jim por el de un, así mismo enmendado, tenebroso Kurtz. Huelga decir que Joseph Conrad era uno de sus autores preferidos. Escritor de largo y elegante aliento, el polaco, que como aquel otro estadounidense, Jack London, viviera sus aventuras antes de llevarlas al papel, Conrad era el prototipo de aventurero capaz de extraer de la existencia todo su jugo, para después destilarlo en una esencia de inconfundible e intenso aroma intemporal. Remontando, pues, el gran río centro-africano siguió el itinerario inverso al que un siglo antes recorriera el intrépido Stanley. Por supuesto no encontró las mismas dificultades que aquél, pero en un país que respiraba la inminencia de la revuelta y la revolución, que pretendía -y conseguiría- más pronto que tarde la independencia, lo venturoso y el gobierno del azar era algo que no podía evitarse. Eric estaría apunto de perder la vida más de una vez. Su proverbial suerte, su ingenio, su ingenuidad también, hicieron que siempre saliera indemne de varias situaciones embarazosas, cuando no meridianamente peligrosas (incluyendo espeluznantes tormentas que convertían el río en mar, no menos pavorosos incendios inimaginables incluso en el infierno, o el acoso constante de desconocidas tribus indígenas, alimañas celosas de su privacidad y seres ponzoñosos encargados de convertir lo orgánico en detritus y alimento para la selva).
.....Cuando se cansó del riesgo y del peligro, dado que, además, el Congo conseguiría al fin su bregada independencia, y aunque los negocios familiares no sufrieran un grave deterioro con la mudanza de estatus, Eric vio el momento de cambiar la orientación de su ansia aventurera. Comenzaban los años sesenta. En el ambiente bullía una incipiente efervescencia social. La verdad es que hay épocas en que al gran reloj del tiempo le toca dar las campanadas. Aquella fue una de esas épocas. Eric decidió acudir a donde, a su juicio, más nítido resonaba el toque de cambio. Trocaría las frondosas selvas del Congo por las empinadas cuestas de San Francisco. Allí también la Delvaux Corporation administraba negocios, así pues, la excusa le sirvió para saltar de continente. Viviría la explosión primaveral del florecimiento hippie, en íntima relación con la contestación popular, sobre todo estudiantil, a la Guerra de Vietnam. El pacifismo estaba de moda, al tiempo que la guerra fría amenazaba con la destrucción del género humano. Curiosa sincronicidad. Cada cara de la moneda lleva inexorablemente implícita su cruz. Fueron años de experimentación en una nueva ilusión, nada tenía que ver aquello con las aventuras leídas en su niñez. Se trataba de una forma nueva de aventura, no por nueva menos atractiva y subyugante. Pero cuando el movimiento y la ingenuidad fueron presa de los mecanismos del stablishmen, que utilizaría los puntos débiles y la mucha inconsistencia que la ilusión suele tener, y viendo que todo aquello derivaba en un horizonte fallido por el que tantos se precipitaban al vacío (de la droga, de la contradicción, de la imposibilidad por conseguir la Arcadia en la tierra), Eric volvió a dar un golpe de timón.
.....Siempre le atrajo el Mediterráneo, su formación clásica le había inducido a amarlo. Formaba parte, además, del mito del Sur que todo centro europeo o boreal contempla como un sueño. Así es que, de otro salto, retornó a Europa. Ya no precisó de excusas. La aventura que ahora se proponía era interior. Decidió buscar un lugar en el Egeo. Una de aquellas islas donde respirar algo parecido a un natural paraíso. Allí viviría de forma austera, sencilla, en total unión con la naturaleza, asomado a aquel mar de azules incomparables, al que el mundo occidental tanto debe. Se integró en una pequeña comuna de evadidos -como él- de un proyecto finiquitado. Allí había dos americanos (hombre y mujer), un lord británico, un médico alemán, dos etnólogas francesas, y una pareja de holandeses, cuyo miembro femenino era de insólita piel acaramelada y patentes rasgos orientales. Allí llevó a cabo su aventura más arriesgada: la que le llevaría a penetrar en su alma a la busca de sí mismo.
Un día que se había alejado de la costa en su barquichuela, solo como solía, algo más de lo prudente, quizá producto de ese abismamiento en el que con frecuencia se sumergía, lo pilló desprevenido una de esas tormentas tan súbitas como habituales en el Mare Nostrum, y que son tan del gusto de Poseidón. Su barca zozobró, y él, al ser golpeado por ésta, quedó inerme a merced de las olas. Nunca se explicaría cómo llegó a la playa, ni cómo no se ahogó en medio de aquella súbita marejada en que cielo y tierra se fundieron en un único color, en un único caudal, en un mismo vaivén de olas y torbellinos. Pero lo cierto es que despertó sobre la arena sintiendo al sol lamiéndole la piel, a salvo, vivo.
.....Lo que sucedió a partir de aquel día entra dentro de lo fantástico, ya que así debe tildarse lo que no puede ser explicado de un modo coherente con la realidad. En uno de sus cotidianos baños la vio. Era una mujer hermosísima que parecía haber surgido del mar. De todos modos lo creyó más el resultado de su imaginación que de una observación real, ya que la mujer, de forma fugaz, desapareció igualmente en el mar sin dejar rastro. Nada dijo a sus compañeros de comuna. Pero al día siguiente volvió, y al otro, y al otro. Se quedaba en la costa oteando el mar, o se zambullía y buceaba y buceaba. No podía quitarse de la cabeza aquella aparición. Hasta que volvió a verla, entre las olas. Ella le miró. Después se sumergió de nuevo, como la primera vez, pero en esta ocasión para salir junto a él. Estaba claro que la aparición gozaba de una hermosa y consistente apariencia. No era ilusión, era un ser de carne y hueso... o eso parecía, al menos. Sus ojos permanecieron fijos, interpenetrándose las miradas, durante unos instantes, después ambos avanzaron hasta establecer contacto, no ya visual, sino físico.
Los contactos se siguieron produciendo los días subsiguientes. Él siguió callando, nada dijo a nadie. Un día ella quiso salir del anonimato, deseaba conocer a sus compañeros, experimentar su vida fuera del mar. Él la presentó como Ondina, una hippie residual, como ellos. Nadie preguntó nada, nadie inquirió nada. Si sospecharon, si especularon, en su coleto quedó. La aceptaron de inmediato, la agasajaron, la mimaron. No era difícil encariñarse con ella, no solo por lo bella, sino porque parecía tan ingenua como un niño recién nacido, y, a la vez, tan irreal como un sueño eterno. La apátrida, la llamaban en son de guasa; aunque también se dirigían a ella como la Afrodita que surgió del mar.
Los contactos se siguieron produciendo los días subsiguientes. Él siguió callando, nada dijo a nadie. Un día ella quiso salir del anonimato, deseaba conocer a sus compañeros, experimentar su vida fuera del mar. Él la presentó como Ondina, una hippie residual, como ellos. Nadie preguntó nada, nadie inquirió nada. Si sospecharon, si especularon, en su coleto quedó. La aceptaron de inmediato, la agasajaron, la mimaron. No era difícil encariñarse con ella, no solo por lo bella, sino porque parecía tan ingenua como un niño recién nacido, y, a la vez, tan irreal como un sueño eterno. La apátrida, la llamaban en son de guasa; aunque también se dirigían a ella como la Afrodita que surgió del mar.
.....Vivirían juntos en aquel idílico paraje isleño durante cuatro dichosos años. Al cuarto Sofía quedó embarazada. La dicha se multiplicó, si bien, a ella pareció ensombrecérsele un tanto la mirada. Sí, por supuesto, le hacía ilusión, ¡Cómo no!. Pero a medida que se acercaba el momento del parto, más notaba Eric en su amada un más tierno abandono en su regazo, unos abrazos más fuertes e intensos, unos besos más apasionados. El médico alemán observó que el niño venía mal. Eso a Ondina pareció darle igual. Le restaba importancia. El médico le dijo que podría tener problemas en el parto, aconsejándola trasladarse a la civilización, e ingresar en un hospital. Ella se negó en rotundo. Nada se pudo hacer para que cambiara de opinión. Eric comenzó a preocuparse, pero confiaba tanto en ella... Al fin el parto se produjo, también el fatal desenlace. El niño nació pero se llevó por delante la vida de la madre; fue como si el nuevo ser hubiese brotado de una incontenible y roja fuente. Eric no pudo superarlo. Ni pudo dejar de achacar al hijo la muerte de su querida ninfa del mar. El desgarro sufrido estuvo a punto de volverlo loco, o quizá lo arrojara realmente en brazos de la locura, pues decidió renegar del niño. Lo dejaría con sus padres; ellos podían darle el cariño, la educación y la vida que él se veía incapaz de ofrecer. Abandonó el Egeo, puso rumbo a Bruselas, presentó y entregó al hijo a sus abuelos y él volvió al Congo; esta vez para desaparecer definitivamente engullido por la selva.
(continuará)
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GALERÍA
GALERÍA
Bacantes en la Escultura 1
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Bacchante, relieve copia romana de un original griego (120-140 d. C.)
Bacchante - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger (1848)
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Bacchante - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger (1848)
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Bacchante - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger (1848)
Bacchante - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger (1848)
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Bacchante - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger (1848)
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Bacchante - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger (1848)
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Bacchante (detail) - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger (1848)
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Bacchante (detail) - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger (1848)
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Bacchante Couchée - Auguste Clesinger (2 quart 19ème siècle)
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Bacchante Couchée - Auguste Clesinger (2 quart 19ème siècle)
Bacchante and Satyr - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger
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Bacchante and Satyr (detail) - Jean-Baptiste (Auguste) Clesinger
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Bacchante and Faun - Boris Orlovsky (1837)
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La Bacchante - Albert-Ernst Carrière Belleuse (3e quart XIX siècle)
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La Bacchante - Albert-Ernst Carrière Belleuse (3e quart XIX siècle)
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La Bacchante - Albert-Ernst Carrière Belleuse (3e quart XIX siècle)
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La Bacchante (detail) - Albert-Ernst Carrière Belleuse (3e quart XIX siècle)
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La Bacchante (detail) - Albert-Ernst Carrière Belleuse (3e quart XIX siècle)
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Satyr and Bacchante - Albert-Ernst Carrière Belleuse (3e quart XIX siècle)
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Two Bacchantes and Hercules Supporting an Amphora - Carrière Belleuse (3e quart XIX siècle)
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Satyr et Bacchante - Après Carrier Belleuse
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A Bacchante - Charles Henri Joseph Cordier (1951)
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Bacchante and Satyr - Thorvaldsen
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A Seated Bacchante - Domenico Bacci (1922).
A Drunken Bacchante - R Bigazzi
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Bacchante and Satyr - Alfred Boucher (1898-99)
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.Satyr et Bacchante - Jean-Jacques Pradier
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Satyr et Bacchante - Jean-Jacques Pradier
Satyr et Bacchante - Jean-Jacques Pradier
Satyr et Bacchante - Jean-Jacques Pradier
Centaur graving a Bacchante - Johann Tobias Sergel (1775-1778)
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Centaur graving a Bacchante - Johann Tobias Sergel (1775-1778)
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Centaur graving a Bacchante - Johann Tobias Sergel (1775-1778)
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