Pasear la mirada por las miradas capturadas,
y por siempre ya vivas floreciendo en campos de papel,
es rescatar del olvido lo que, felizmente, nunca habrá de morir.
Y si desde esas miradas presas, además, es la belleza quien nos mira,
será ella la que nos rescatará a nosotros de la insoportable gravedad del ser.
De las cosas inefables. Héctor Amado
Diana capturada por la mirada del Cíclope
.....21, Boulevard Montmartre. Es mi domicilio ahí es donde vivo. Un sobrio edificio de cinco plantas al final del bulevar, en su confluencia con el de Haussman (su continuación natural) y el de los Italianos. Posee uno de esos portales altos, cuyo dintel se alza hasta ocupar el piso de entresuelo. Por él se accede a un coqueto patio interior que sirve de lucernario a los pisos y estancias alejadas de la calle. Y por él penetran los carruajes y las personas a los hogares y a los negocios particulares de algunos ciudadanos. Costureras, modistos (la cercanía de los teatros y de la Ópera propician una floreciente dedicación a los trabajos de aguja), un despacho de abogados, una oficina de un corredor de comercio (la Bolsa se encuentra a poco más de quince minutos andando a buen paso) y, sobre todo, el estudio fotográfico de los hermanos Reutlinger (Charles y Emile), que ahora regenta el hijo-sobrino Léopold-Émile.
.....Léo (como le conocemos familiarmente en el barrio), no nació en París, ni tan siquiera en Francia, sino que lo hizo en Callao, en el Perú. Parece ser que Charles, su padre, antes de asentarse definitivamente en la Cité Lumière, dio el salto a la pretendida tierra prometida allende los mares, de la que regresó poco menos que como expulsado del paraíso. Pues bien, Léo poseía, yo creo, ese ansia aventurero y romántico que a su padre le llevó a tan lejanas tierras, pero también poseía el afán de revancha por un destino paterno tan esquivo. Desde el momento en que se hizo cargo del negocio familiar, en ese momento en manos de su tío Emile, tuvo claro que debía dar un golpe de timón en el enfoque y la perspectiva profesional de una actividad, por una parte boyante, pero abocada a la monotonía y la rutina de los retratos anodinos.
.....Pues bien, Léo, que era todo un dandi, llegó al estudio, miró, vio las posibilidades y, cruzando el Rubicón de un negocio solvente pero limitado, tomó al asalto las inmensas posibilidades que ofrecía. El verdadero negocio, la verdadera fama —decía—, no se encontraba en los espléndidos retratos que su familia sabía hacer como nadie, y que propició que el prestigio profesional del Estudio Fotográfico Reutlinger cruzara fronteras, sino en abrirse a horizontes aún más universales, a dimensiones más lúdicas, a posibilidades más intimistas... Aprovechando esa alegría de vivir que irradiaba la vida social de un París rozagante, bullicioso y despreocupado, a este gentleman germano-peruanose le ocurrió que una fotografía en formato de bolsillo, que se explayara en la belleza de las mujeres que daban ese inconfundible clima pétillant a la capital francesa, podría ser todo un éxito. Lo mismo que él, al mismo tiempo, pensaron otros profesionales de la fotografía coetáneos. Así nacería la carte postale, fácil de llevar en el bolsillo interior de la americana o en el bolso de mano, que, además de servir para enviar inocentes mensajes ilustrados, proporcionaba un sencillo y portátil acceso a miradas más coquines
.....El avisado —y avispado— Léo vio esta tremenda oportunidad y se lanzó sobre ella. Realizó un listado de las bellezas del momento, aquellas mujeres que triunfaban en los cabarets, teatros y vodeviles de la ciudad, las que se codeaban con la farándula y frecuentaban el mundillo del arte, que allí, en París, era tanto como decir estar en el escaparate artístico del mundo. No importara el cariz o matiz de su fama, aunque, indudablemente, ese tipo de celebridad se labra en terrenos más bien escabrosos, y no pocas veces en territorios decididamente prohibidos. De esa lista de aspirantes, donde figuraba una docena de nombres, se centró en no más de media docena. Y de esa media docena aspiraba a tener en exclusiva al menos a la mitad. Las artistas, que no exentas de vanidad y frívola tendencia al exhibicionismo, vieron en ello ocasión para traspasar fronteras y ámbitos, saliendo de los circunscritos centros lúdicos (de mejor o peor reputación), para divulgarse urbi et orbe por todos los ámbitos y capas sociales, vieron también la oportunidad de establecer un caché profesional de la utilización gráfica de su imagen, consiguiendo así contratos que les aseguraban unos ingresos de popularidad crecientes.
.....Pero, como siempre suele pasar en estos casos, Léo, el señor Reutlinger, se encontró en ese su quehacer cinegético de búsqueda de bellezas que llevarse al morral de su Estudio, con una que no esperaba. Él pretendía aquellas que levantasen —y, a ser posible, derribasen con estrépito— las más furibundas pasiones, aquellas capaces de hacer perder el sentido a los hombres (y mujeres), bien por conseguir alguna mirada, bien alguna atención, o, en este caso, obligar a coleccionar cuantos enfoques de la bella salieran al mercado. Una vez se ha hecho presa en el afán coleccionista del ser humano, el resto, en manos de la obsesión, es cosa fácil: no hay más que ofrecer de forma continuada e inacabable una secuencia de perspectivas, detalles y/o variaciones, sobre el mismo tema —la belleza de la mujer que embelesa. Pues bien, Léo, decía, se topó con una prometedora jovencita que en ese momento bailaba en el nada sospechoso Ballet de la Ópera (de París). Y no se trataba, como solía ser lo habitual, de una muchacha de extracción humilde, que hubiera escalado las escarpadas cumbres de la fama a base de desparpajo, gracia y ausencia de prejuicios condicionados por hipócritas moralinas. Nada de eso. Esta singular y extraordinariamente bella ninfa poseía sangre azul en sus venas. Parece ser que su madre, Vicentia, actriz de moderado éxito, había emparentado con un bohemio pintor perteneciente a una ramificación belga de un rancio tronco aristocrático austriaco: los De Mérode. Ya saben, de cuando el Sacro Imperio Romano Germánico lo detentaron los Austrias, y la Casa de Borgoña, afecta a él, enraizó en los Países Bajos.
.....El caso es que esta linda joven, hasta entonces sólo fotografiada por el propio departamento de imagen de la Ópera, apareció un día sobre un coche de caballos traspasando el umbral del gran portón de entrada del número 21 del Boulevard Montmartre. Venía con su madre y con monsieur Reutlinger. Cuando mis amigos y yo, que andábamos a esas tempranas horas de la tarde zascandileando por el patio, la vimos descender del coche se diría que hubiésemos visto una de esas improbables heroínas que poblaban nuestras lecturas fantásticas. Sólo que esta era real. Recuerdo que a partir de ese día, todos a una, mis amigos y yo, decidimos prescindir en adelante de nuestros pantalones cortos. Aquella aparición, de modo prodigioso, nos arrancó de golpe del inocente paraíso de una infancia —ya por otra parte agotada— para sumergirnos en el azaroso purgatorio de una adolescencia poblada de contradictorios y solapados sentimientos de gozo y culpa.
.....¡Qué ojazos, madre mía! ¡Qué rostro de angelical belleza! ¡Qué labios, qué nariz, qué mejillas! ¡Qué divinas proporciones en todo! ¡Qué elegancia y delicadeza en los movimientos! ¡Qué elástico cuerpo se adivinaba bajo aquellos rasos y sedas!. A partir de ese día mis sueños (los de todos nosotros, convecinos y compañeros de juegos) se hicieron más turbadoramente vívidos. Al poco supimos que tenía más edad de la que aparentaba, pues ya rebasaba los dieciocho, cuando no representaba más allá de dieciséis (igual nos hubiera dado, e igual hubiéramos creído, enterarnos de que se trataba de un ser inmortal, ajena a la inexorable tiranía del tiempo). Nosotros, que oscilábamos entre los trece y los catorce, nos consideramos afortunados espectadores de las periódicas visitas que la bella realizaba al estudio situado en el cuarto piso. Hasta llegamos a reclamar al fotógrafo la agenda de sesiones con nuestra reina de corazones, para, así prevenidos, apostarnos estratégicamente en portal y escalera por dilatar al máximo nuestra absorta contemplación del más mínimo detalle de todos sus movimientos y miradas; atentos a cualquier imprevisto que nos regalara algo inesperado (aprendida ya de memoria la litúrgica rutina de su llegada en el coche, su descenso del mismo levantando graciosa y levemente el largo vestido que nos dejaba ver a veces hasta el tobillo, la cadenciosa y grácil ascensión de los escalones...).
.....Yo fui el que tuvo más suerte de toda la pandilla, pues al cumplir los quince años (apenas transcurridos unos meses, por tanto, de la primera aparición de Cléo) entré a trabajar al estudio como aprendiz y mozo de los recados. He de confesar que mi incipiente espíritu artístico, precozmente desarrollado desde la más tierna infancia en el ámbito del dibujo y la ilustración, propició mi contratación —a prueba durante un año— por parte de monsieur Reutlinger. La insistencia de mi madre, que mostró a monsieur Léo las pruebas gráficas de mi talento, acompañadas del boletín de notas del colegio, logró lo que para mí no era más que un lejano sueño. Y allí me tenéis, pasando de ajeno espectador y testigo ocasional de la escena a ser parte del elenco, si humilde, protagonista. Si antes me debía conformar con asistir, desde el portal, al paso de aquella diosa de la belleza, ahora gozaba de la oportunidad de recibirla en el estudio, de asistir a sus sesiones fotográficas, de disfrutar con la contemplación embelesada de su manera de estar, que no era otra que su manera de ser. Porque Cléo de Mérode, Cléopâtre Diane de Mérode, era todo lo que representaba, con todo lo que ese representar sugería. No tenía que actuar, le bastaba con colocarse, con mirar de frente o al sesgo, dirigir sus ojos a lo alto o hacia abajo... con eso, a la cámara, que la amaba más que nosotros, le era suficiente para capturar en una instantánea —poco más que un asombrado parpadeo— la perdurable y prodigiosa belleza que allí se desplegaba.
.....Era imposible no enamorarse de ella. Pero es necesario precisar que el amor que suscitaba no era el que arrebata de pasión sensual y ansias de posesión. La voluptuosidad que suscitaba la contemplación de esta virginal Diana era más de carácter platónico, casi onírico, pues a uno le parecía cosa de ensueño semejante hermosura. A veces, eso sí, el sentimiento se hacía tan vivo que se volvía dolorosamente ideal, como si las entrañas quisieran sublimarse, hacerse espíritu, para poder acceder así a la única unión posible con tan elevada expresión de la femenina perfección: la unión mística con la más pura y genuina expresión del ser sustanciado en forma de mujer.
.....No era extraño pues que Léo, cuando la fotografiaba, se transformara, haciéndose uno con la cámara fotográfica, donde sus ojos, confluidos en uno, se refundían en visor del objetivo. Y así, cíclope distante —mas venturoso—, disponía de la ocasión para capturar libremente la belleza de aquella Diana cazadora. Pues es manifiesto que Cléo, en su diario vivir, y casi sin querer, cuando salía a la calle y se mezclaba entre el público, o cuando actuaba en un escenario, cazaba. Sí, cazaba miradas, apresaba ojos, cautivaba la atención de cuantos se hallasen en su presencia. Y en esa su relativamente involuntaria actividad cinegética era despiadada. Su belleza lo era, no su intención; aunque ésta a posteriori, como recompensa, se sintiese halagada. ¿A quién no le gusta gustar? Y si ese gustar no es buscado, no es impostado, sino la consecuencia lógica del ser natural, ¿es criticable por eso?. ¿Hay delito en saberse inevitable dispensadora de gozo? ¿Lo hay en procurar potenciar ese gozo regalado, no con medios espúreos, enmascaradores, sino con una adecuada puesta en escena que potencie la virtud natural? ¿No deberán sentirse aún más agradecidos —y satisfechos— los así benditos obsequiados? Me consta que Cléo de Mérode era consciente de todo esto, de hecho no sólo nunca alimentó, sino que tampoco permitió, leyendas que tergiversaran su forma de ser y de estar. Las que surgieron y se le achacaron cuando, siendo ya una celebridad, tenía al tout Paris a sus pies ella las desmintió de inmediato. Y yo, que la conocí todo lo que se puede llegar a conocer a un ser tan angelical como aquel, avalo esa disposición suya a ponerse en juego de manera limpia; su puesta en escena nada tenía de teatral y sí mucho de asunción de su real papel: el de adalid y quintaesencia de la hermosura.
.....Era consciente de su don (¡cómo no serlo?), pero también fue consciente de que no sólo le bastaba con ser un prodigio formal, y consecuentemente estético, de la naturaleza. Su formación, su educación, su cultivada inteligencia siempre estuvo enfocada a armonizar con ese natural don, a no desentonar con la perfección formal graciosamente recibida. Ese afán, a primera vista, quizás pudiera dar como resultado la impresión de una actitud de distanciamiento o frialdad, como de prodigioso ideal inalcanzable, de imagen o modelo no más accesible que una de esas Venus esculpidas en mármol Pentélico o de Paros; más un producto de la fusión de una imaginación artística con un anhelo de irreal perfección, que resultado de una azarosa y feliz recombinación genética. Era inevitable no sentirse ante ella como inmerso en un sueño. Uno se decía que si tal grado de bella culminación era el producto de cien generaciones de esfuerzo evolutivo, bien habría merecido la pena, y justificado estaría un tal esfuerzo; y nosotros, que teníamos la suerte de ser testigos, no podíamos dejar de sentirnos tremendamente afortunados por ello.
.....Ahora quizás se entienda mejor ese afán de Léopold, del señor Reutlinger, del dandi germano alumbrado en Callao, por capturar lo inasible: la suma de belleza contenida en una tan diamantina manifestación de lo bello. Cada gesto, cada mirada, cada detalle modificado por la luz cambiante, cada estado de ánimo, cada variación del mismo,... todo, todo, intentaba Léo capturarlo, para, una vez obtenido, fijarlo y compartirlo con el mundo.
.....Más pictórica que la pintura más idealizada, más inequívocamente real que los seres con quienes nos cruzamos en la calle —con los que compartimos gozos e inquietudes—, más irrepetible que una determinada forma de nube, así era Cléo de Mérode. Así es como yo la recuerdo, y así es como sigue permaneciendo en las múltiples capturas —de su imagen, de su ser— realizadas con aquel ojo de cíclope que fuera la cámara de Léopold Reutlinger. Titánico esfuerzo, olímpica recompensa, que ahí está, de forma imperecedera, en las retinas de tanto soñador que se acerca a las fuentes del prodigio para calmar su sed de belleza.
GALERÍA
CLÉO de MÉRODE
en la FOTOGRAFÍA
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Enfance et Jeunesse
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