Diana: Una Historia Mitológica
Segunda Parte
La Ceremonia de Iniciación
.....Acompañados por el ocasional aleteo de las codornices que campaban a sus anchas por la isla —sin depredadores de los que cuidarse— nos dirigimos hacia el interior. Cruzamos las ruinas monumentales y comenzamos a ascender el Monte Cynthos. A media altura tomamos una trocha dirección sureste que nos condujo hasta un falso llano cubierto de vegetación arbustiva, que hacía las veces de marco o empalizada de un reducto ovalado. Se trataba de la zona más sombría y fresca de toda la isla. Estábamos ante el que fuera Lago Sagrado, hoy ya desecado. En sus riberas cuenta el mito que Leto parió a los dioses mellizos, Apolo/Febo y Artemisa/Diana. En las orillas de ese lago, unos campesinos que se acercaron a contemplar el parto fueron transformados en ranas por Zeus (Ovidio lo cuenta en sus Metamorfosis, y la escena ha sido recurrente tema pictórico, por lo pintortesco). Una losa de mármol medio cubierta de verdín colocada de forma transversal en el suelo indica el lugar en que nos encontramos.
.....Bien, aquí estamos, dijo El Profesor. Todos le miramos y nos miramos. Egeria, sin mediar palabra, se colocó frente a nosotros, con la espalda contra la roqueda. El acólito colocó cuidadosamente el maletín de tamaño mediano (que en todo momento portaba tras descender del quaique) sobre lo que parecía un ara sacrificial medio cubierto por las zarzas. De él extrajo una ligera túnica de lino crudo con ribetes púrpuras y lo que parecían tres estolas doradas, una de las cuales también estaba ribeteada de rojo; en las tres figuraba bordada una luna creciente en plata. La túnica se la entregó a la galerista, la estola ribeteada en rojo al Profesor, él se quedó con una y entregó la otra a la hermosa rubia. El Profesor indicó entonces que debíamos volvernos y dar la espalda a Egeria. Así lo hicimos. Tanto él, como los acólitos, tras tocar con su frente la luna creciente de la estola se la colocaron, como hacen los sacerdotes católicos, alrededor del cuello dejándola caer por ambos lados del pecho hasta quedar a la altura de las rodillas.
.....Entonces, a un ¡Evoé! del Profesor, comenzaron todos a salmodiar una especie de letanía en una lengua desconocida para mí, pero que yo entendía (aunque desconozco por qué extraña razón lo lograba entender —aquí empezó lo fantástico de la ceremonia), y que barrunto pudiera ser una suerte de griego arcaico. Terminada esta primera fase, a una señal del maestro de ceremonias, nos dimos la vuelta (yo, que en todo momento estaba colocado entre el acólito y la rubia, recibía las indicaciones de éstos). Ante nosotros estaba Egeria, pero no parecía la misma. Y no sólo porque se hubiese despojado de toda su ropa occidental, dejando que su cuerpo desnudo se insinuara bajo la túnica que apenas le llegaba a las rodillas y que ceñía a su esbelta cintura con una cinta de cuero, sino porque su pelo suelto caía sobre los hombros como en una cascada de agua de ébano, pero, además, y esto era lo más impresionante, sus ojos brillaban con una luz que antes no había observado, una luz intensa que parecía surgir de una pupila en llamas. Era la suya una mirada salvaje, la expresión del fuego sagrado que anima la vida y que puede observarse de forma inquietante en las fieras de aguzadas garras y afilados colmillos. No diría que era miedo lo que transmitía, pero sí turbación. Tanto el profesor como los acólitos realizaron una ligera inclinación de la cabeza, para después, alzando el rostro y los brazos hacia un cielo azul intenso, comenzar una nueva salmodia diferente a la otra: una especie de invocación (yo así lo entendía, sin entender cómo) a la diosa...
.....Entonces, a un ¡Evoé! del Profesor, comenzaron todos a salmodiar una especie de letanía en una lengua desconocida para mí, pero que yo entendía (aunque desconozco por qué extraña razón lo lograba entender —aquí empezó lo fantástico de la ceremonia), y que barrunto pudiera ser una suerte de griego arcaico. Terminada esta primera fase, a una señal del maestro de ceremonias, nos dimos la vuelta (yo, que en todo momento estaba colocado entre el acólito y la rubia, recibía las indicaciones de éstos). Ante nosotros estaba Egeria, pero no parecía la misma. Y no sólo porque se hubiese despojado de toda su ropa occidental, dejando que su cuerpo desnudo se insinuara bajo la túnica que apenas le llegaba a las rodillas y que ceñía a su esbelta cintura con una cinta de cuero, sino porque su pelo suelto caía sobre los hombros como en una cascada de agua de ébano, pero, además, y esto era lo más impresionante, sus ojos brillaban con una luz que antes no había observado, una luz intensa que parecía surgir de una pupila en llamas. Era la suya una mirada salvaje, la expresión del fuego sagrado que anima la vida y que puede observarse de forma inquietante en las fieras de aguzadas garras y afilados colmillos. No diría que era miedo lo que transmitía, pero sí turbación. Tanto el profesor como los acólitos realizaron una ligera inclinación de la cabeza, para después, alzando el rostro y los brazos hacia un cielo azul intenso, comenzar una nueva salmodia diferente a la otra: una especie de invocación (yo así lo entendía, sin entender cómo) a la diosa...
¡Evoé! ¡Evoé! ¡Diana areté!
¡Diana areté! ¡Evoé! ¡Evoé!
.....A medida que la letanía avanzaba, perdiéndose el sentido de las palabras, permaneciendo sólo el rítmico acento de su pronunciación, la conciencia, mi conciencia, comenzó a transformarse. Egeria, los brazos en alto, los ojos en el cielo, parecía nimbarse con una especie vaharada resplandeciente, como esas cincelladas que se dan en raras circunstancias en la meseta castellana los días en que la niebla se hiela y el sol, apenas unos metros por encima, logra permear parte de sus rayos. La cabeza me daba vueltas, todo en torno mío daba vueltas. Intenté recordar si había tomado, descuidadamente, algún tipo de sustancia esa mañana. Sólo recordé, ahora reparaba en ello, en un vasito de aguardiente que El Profesor nos sirviera, al salir de Mykonos, de una petaca que guardaba en el bolsillo interior de su americana ("para mejor acometer los rigores de la travesía" nos dijo). Y lo cierto es que me calentó el cuerpo de una muy agradable manera, que yo achaqué a la emoción provocada por el mero destino que me esperaba: la inmersión en el mito, el conocimiento del lugar por donde un día anduvieron los dioses.
.....De repente sentí que algo me empujaba fuera de mí; fuera de mi cuerpo, quiero decir, de esa familiar sensación con que la percepción de nuestros sentidos nos envían los inputs de nuestro ser material, gracias a la cual, incluso con los ojos cerrados, sentimos nuestra dimensión corporal. Abrí los ojos —que creí tener cerrados— y me encontré con una realidad transformada. Sentí la prtesencia de la diosa a mi lado, tan cercana que parecía estar fusionada a mí, hasta podría decir que percibía el contorno de su rotunda figura ceñirse a mi contorno. Era una sensación tan nueva para mí, tan inaudita, tan física y al mismo tiempo tan etérea que no dudaría en denominarla orgásmica, pero sin el clímax que indefectiblemente conduce al abrupto descenso. La sensación, siendo algo menos intensa, se mantenía milagrosamente constante. Y parecía que el causante de tal satisfactoria sensación era el mismo calor que la proximidad de la diosa (porque eso me pareció que era) me transmitía.
.....Ibamos por los aires, por el éter, qué se yo, pues no percibía que mi aparato locomotor realizara ningún esfuerzo, pero sí que estábamos en movimiento. La diosa me llevaba —escuché de su pensamiento— para mostrarme quién fue en realidad (en esa realidad precipitada en el mito), para que asistiera, como observador privilegiado, como espectador afortunado, a las escenas más representativas de su mitológica existencia.
.....Y es así como me vi y me sentí, con ojos y sentidos inauditos, en el interior del vientre de Leto, sintiendo la zozobra y la angustia de la madre perseguida, y a punto de parir. Percibí su miedo, que no el de la extraordinaria pareja que compartía conmigo el dilatado antro uterino. Allí, sumergidos en el líquido amniótico, como tritón y sirena, Apolo/Febo y Artemisa/Diana estaban deseosos por salir a la superficie, de ser paridos a la vida, de tomar las riendas de la suya propia, de hacerse cargo de la situación, de nacer a la existencia separada que da la personalidad y la posibilidad de ser el que se es... No fui testigo de algo ya sabido por mí (la implacable persecución de la reina de las diosas, la esposa de aquel que había depositado en aquel vientre su fecunda semilla), pues mi perspectiva interior me lo impedía; pero sí que lo fui de cómo se siente el miedo del ser que te da la vida, desde dentro: los latidos acelerados, la respiración agitada, la angustia que se traduce en bloqueos orgánicos. Todo eso lo sentí como propio. Como fui copartícipe del sentimiento de rabia que la pareja de dioses por nacer iba acumulando. Por fin me vi saliendo al exterior, acompañando a Artemisa/Diana, que valerosa y encorajinada enseguida se puso al lado de su madre para favorecerla en el parto de su poderoso hermano: una mano enjugando la frente sudorosa, la otra mano en el vientre aún abombado, dilatando el umbral dolorido por el que ella, instantes antes, había salido.
.....Vi el nacimiento de Apolo/Febo en toda su majestad: radiantes rayos todo su cabello, fiereza fulgurante irradiando sus ojos, tensión en sus manos que asiendo el dorado arco y calzando la dorada flecha, se disponían a conjurar cualquiera que fuese el peligro que causaba a la madre su angustia. Vi cómo, traspasando la impenetrable y protectora cúpula de agua que labores de escudo, el dios-sol, el dios-poeta, el señor de las musas, pero también el guerrero del cielo, se dirigió hacia donde la horrorosa Pitón, la guardiana del oráculo de Delfos en el Monte Parnaso, la hija de Gea, convocada y azuzada por Hera/Juno, aguardaba emboscada, y cómo la ensartó con esa su flecha forjada de radiación en hornos solares, reclamando de paso la potestad del oráculo para sí.
.....Vi cómo los campesinos sorprendieron a la madre recién parida, y cómo se mofaban de ella, y cómo por ensalmo, sus risas y mofas se tornaron croar de viscosas ranas, sus miembros curvadas patas, sus musculados cuerpos fofas bolsas verduzcas de mórbidas vísceras, sus rostros estúpidas e inexpresivas máscaras de ojos saltones y boca hiperbólica.
.....Después (quizás, como dicen algunos, fuera tres años más tarde; aunque a mí, en aquella situación, el tiempo me parecía un mero convencionalismo), fusionado a la misma conciencia de mi anfitriona Artemisa/Diana, visitamos al tonante padre para rogarle una serie de peticiones, que se convertirían en los atributos y las funciones de la diosa naciente: permanecer siempre virgen para no tener que sufrir, como su madre, los dolores del parto; poseer multitud de nombres, para diferenciarse de su hermano mellizo; ser la Phaesporía, la dadora de luz a todos los seres, pero preferentemente a los de origen animal; tener un arco confeccionado con astas de ciervo consagrado y un carcaj hecho con su piel curtida con tanino de roble crecido en las faldas del Parnaso y vinagre de ambrosía, y argénteas flechas frojadas por Hefestos, y una jabalina de fresno con punta de diamante, y un ligero vestido talar inconsútil, tejido con lino evanescente por manos de vírgenes ninfas, que la cubriera el cuerpo —salvo el pecho derecho— hasta las rodillas, ceñido a la cintura por un fino cinturón de cordobán que la permitiera correr detrás de las presas, pues quería dedicarse a la caza; poseer 60 hijas del Océano de, exactamente, nueve años de edad, todas ellas de la estirpe de las sirenas, para su coro privado; tener, así mismo, 20 ninfas amnisíades a su servicio, con funciones de doncellas que cuidaran de sus perros, de sus armas de caza y la acompañaran en los momentos de solaz. Y también pidió al Crónida, su padre, gobernar sobre montañas y tierras salvajes, impolutas, que no conocen la doblez, no sobre ciudades colmadas de falsedad y apariencias engañosas; y además la facultad de favorecer los partos de las mujeres que pidieran su intercesión. Peticiones, todas ellas, que el embelesado padre atendería, orgulloso de su indómita hija. Y es así cómo, quien se jactaba de ser el más lujurioso y prolífico de cuantos seres poblaban cielos y tierras, consentiría en tener dos poderosas hijas vírgenes, llamadas Vírgenes Blancas: la recién nacida Artemisa/Diana y la muy querida Atenea/Minerva (nacida anteriormente del propio cerebro del Olimpio, por una suerte de prodigiosa partenogénesis).
.....Ibamos por los aires, por el éter, qué se yo, pues no percibía que mi aparato locomotor realizara ningún esfuerzo, pero sí que estábamos en movimiento. La diosa me llevaba —escuché de su pensamiento— para mostrarme quién fue en realidad (en esa realidad precipitada en el mito), para que asistiera, como observador privilegiado, como espectador afortunado, a las escenas más representativas de su mitológica existencia.
.....Y es así como me vi y me sentí, con ojos y sentidos inauditos, en el interior del vientre de Leto, sintiendo la zozobra y la angustia de la madre perseguida, y a punto de parir. Percibí su miedo, que no el de la extraordinaria pareja que compartía conmigo el dilatado antro uterino. Allí, sumergidos en el líquido amniótico, como tritón y sirena, Apolo/Febo y Artemisa/Diana estaban deseosos por salir a la superficie, de ser paridos a la vida, de tomar las riendas de la suya propia, de hacerse cargo de la situación, de nacer a la existencia separada que da la personalidad y la posibilidad de ser el que se es... No fui testigo de algo ya sabido por mí (la implacable persecución de la reina de las diosas, la esposa de aquel que había depositado en aquel vientre su fecunda semilla), pues mi perspectiva interior me lo impedía; pero sí que lo fui de cómo se siente el miedo del ser que te da la vida, desde dentro: los latidos acelerados, la respiración agitada, la angustia que se traduce en bloqueos orgánicos. Todo eso lo sentí como propio. Como fui copartícipe del sentimiento de rabia que la pareja de dioses por nacer iba acumulando. Por fin me vi saliendo al exterior, acompañando a Artemisa/Diana, que valerosa y encorajinada enseguida se puso al lado de su madre para favorecerla en el parto de su poderoso hermano: una mano enjugando la frente sudorosa, la otra mano en el vientre aún abombado, dilatando el umbral dolorido por el que ella, instantes antes, había salido.
.....Vi el nacimiento de Apolo/Febo en toda su majestad: radiantes rayos todo su cabello, fiereza fulgurante irradiando sus ojos, tensión en sus manos que asiendo el dorado arco y calzando la dorada flecha, se disponían a conjurar cualquiera que fuese el peligro que causaba a la madre su angustia. Vi cómo, traspasando la impenetrable y protectora cúpula de agua que labores de escudo, el dios-sol, el dios-poeta, el señor de las musas, pero también el guerrero del cielo, se dirigió hacia donde la horrorosa Pitón, la guardiana del oráculo de Delfos en el Monte Parnaso, la hija de Gea, convocada y azuzada por Hera/Juno, aguardaba emboscada, y cómo la ensartó con esa su flecha forjada de radiación en hornos solares, reclamando de paso la potestad del oráculo para sí.
.....Vi cómo los campesinos sorprendieron a la madre recién parida, y cómo se mofaban de ella, y cómo por ensalmo, sus risas y mofas se tornaron croar de viscosas ranas, sus miembros curvadas patas, sus musculados cuerpos fofas bolsas verduzcas de mórbidas vísceras, sus rostros estúpidas e inexpresivas máscaras de ojos saltones y boca hiperbólica.
.....Después (quizás, como dicen algunos, fuera tres años más tarde; aunque a mí, en aquella situación, el tiempo me parecía un mero convencionalismo), fusionado a la misma conciencia de mi anfitriona Artemisa/Diana, visitamos al tonante padre para rogarle una serie de peticiones, que se convertirían en los atributos y las funciones de la diosa naciente: permanecer siempre virgen para no tener que sufrir, como su madre, los dolores del parto; poseer multitud de nombres, para diferenciarse de su hermano mellizo; ser la Phaesporía, la dadora de luz a todos los seres, pero preferentemente a los de origen animal; tener un arco confeccionado con astas de ciervo consagrado y un carcaj hecho con su piel curtida con tanino de roble crecido en las faldas del Parnaso y vinagre de ambrosía, y argénteas flechas frojadas por Hefestos, y una jabalina de fresno con punta de diamante, y un ligero vestido talar inconsútil, tejido con lino evanescente por manos de vírgenes ninfas, que la cubriera el cuerpo —salvo el pecho derecho— hasta las rodillas, ceñido a la cintura por un fino cinturón de cordobán que la permitiera correr detrás de las presas, pues quería dedicarse a la caza; poseer 60 hijas del Océano de, exactamente, nueve años de edad, todas ellas de la estirpe de las sirenas, para su coro privado; tener, así mismo, 20 ninfas amnisíades a su servicio, con funciones de doncellas que cuidaran de sus perros, de sus armas de caza y la acompañaran en los momentos de solaz. Y también pidió al Crónida, su padre, gobernar sobre montañas y tierras salvajes, impolutas, que no conocen la doblez, no sobre ciudades colmadas de falsedad y apariencias engañosas; y además la facultad de favorecer los partos de las mujeres que pidieran su intercesión. Peticiones, todas ellas, que el embelesado padre atendería, orgulloso de su indómita hija. Y es así cómo, quien se jactaba de ser el más lujurioso y prolífico de cuantos seres poblaban cielos y tierras, consentiría en tener dos poderosas hijas vírgenes, llamadas Vírgenes Blancas: la recién nacida Artemisa/Diana y la muy querida Atenea/Minerva (nacida anteriormente del propio cerebro del Olimpio, por una suerte de prodigiosa partenogénesis).
.....Más tarde fui testigo de todos aquellos episodios que los mitos relatan y las leyendas difunden:
la conversión del infausto cazador Acteón en ciervo, al sorprender a la diosa desnuda mientras ésta se bañaba, y su horrorosa muerte a dentelladas propinadas por las fauces de sus propios perros; la despiadada actitud para con la desdichada Calisto (Kallistô, "la más bella") una de las ninfas de su cortejo de caza, que había jurado, como todas las demás al servicio de la diosa, guardar su virginidad, y que el taimado Zeus/Júpiter, por medio de una de sus añagazas (en este caso suplantar a su propia hija), logró engañar yaciendo con ella y dejándola preñada (nunca dio, el Crónida, ningún tiro al aire; todos dieron, con su densa y fértil alma blanca, en la sonrosada diana de las entrañas gozadas), que, siendo descubierta su preñez, fue convertida en osa y asaeteada por la misma Cazadora (Zeus, apiadándose de ella la enviaría al firmamento, constituyendo la Osa Mayor); el famoso episodio del enamoramiento platónico de la diosa —aquí suplantadora de la luna— por el cazador Endimión, bello como un Adonis, al que besaba todas las noches con tal entrega, pero con tal delicadeza, que no lo despertaba para no romper el, así, insaciable hechizo de su amor ni sus propios votos de castidad; y el triste caso de Orión, otro infausto cazador, que: o bien pagara caro el pecado de impiedad, por haber abandonado a su esposa, la diosa Eos; o el de soberbia, por alardear de ser mejor cazador que Diana/Artemisa—; o de lujuria, al violar a Opis, una de las ninfas consagradas a la diosa—, por lo que ésta no dudaría en traspasarlo con sus flechas (aunque hay quien defiende que su muerte fue debida a la picadura de un gigantesco escorpión , enviado por Gea en castigo por sus ofensas a los dioses. Sea como fuere, la misma Artemisa/Diana pidió a Zeus su inclusión en el firmamento en forma de constelación eternamente perseguida por (la de) el Escorpión, para ejemplo de todas las generaciones).
.....No todo fueron escenas cuyos desgraciados protagonistas eran varones, contemplé también dos, de signo contrario, donde la crueldad y la compasión llevaron nombre de mujer: los casos de Níobe y de Ifigenia. Aquélla, por jactarse de ser más madre que Leto, pues esta sólo había tenido dos hijos, un varón y una hembra (Apolo/Febo y Artemisa/Diana), mientras que ella alumbraría siete hembras y siete varones. De esta impiedad dieron cuenta los vengativos y olímpicos hijos, pues el dios-sol con sus radiantes saetas doradas, y la diosa lunar de la caza, con sus argénteos dardos, fueron matando selectivamente, cada uno a los miembros de su propio sexo, a los hijos de la desgraciada e impía Níobe. Así serían mortal y despiadadamente ensartados: por parte de Artemisa/Diana, las siete hijas; y por parte de Apolo/Febo, los siete varones. Quedando en la más absoluta desolación a la antes presumida madre. El episodio de Ifigenia, por una vez, no lleva la marca de la sangre humana derramada, sino el de la sangre hurtada al cuchillo interesado.
.....El gran Eurípides lo contaría inmejorablemente en dos episodios: Ifigenia en Áulide e Ifigenia en Táuride. Era Ifigenia hija de Clitemnestra y del gran rey de hombres, Agamenón, primus interpares de los dánaos o aqueos, afrentados por Paris al raptar a Helena, esposa de Menelao, hermano del rey de reyes. Éste cometió el gran delito de matar un ciervo de un bosque consagrado a la diosa de las bestias, y ésta se vengó pidiendo a Eolo, dios de los vientos, que se retirara en la hora de la partida de la flota aquea con destino a Troya. Los barcos detenidos, los dánaos impotentes, sin posibilidad de surcar la mar, determinaban acciones enérgicas. Calcas, el adivino, tras un oráculo realizado para pedir consejo a los dioses, transmitió a Agamenón que debía realizar un sacrificio en homenaje a la diosa agraviada. La víctima sacrificial debía ser su propia hija, cosa que éste no dudó, pese al íntimo dolor, en llevar a cabo. Pero, hete aquí, que la protectora de las vírgenes, la casta, la Artemisa/Diana mujer, no consentiría una tal injusticia, sustituyendo en el último momento, cuando el puñal de bronce se elevaba para descargar su golpe mortal, a la inocente Ifigenia por una cierva. La hurtada virgen sería llevada por la voluntad olímpica a la Táurica, ubicada en la península de Crimea, donde se haría cargo de un santuario en honor a Diana/Artemisa. Allí quedaría consagrada como gran sacerdotisa al servicio de la diosa.
la conversión del infausto cazador Acteón en ciervo, al sorprender a la diosa desnuda mientras ésta se bañaba, y su horrorosa muerte a dentelladas propinadas por las fauces de sus propios perros; la despiadada actitud para con la desdichada Calisto (Kallistô, "la más bella") una de las ninfas de su cortejo de caza, que había jurado, como todas las demás al servicio de la diosa, guardar su virginidad, y que el taimado Zeus/Júpiter, por medio de una de sus añagazas (en este caso suplantar a su propia hija), logró engañar yaciendo con ella y dejándola preñada (nunca dio, el Crónida, ningún tiro al aire; todos dieron, con su densa y fértil alma blanca, en la sonrosada diana de las entrañas gozadas), que, siendo descubierta su preñez, fue convertida en osa y asaeteada por la misma Cazadora (Zeus, apiadándose de ella la enviaría al firmamento, constituyendo la Osa Mayor); el famoso episodio del enamoramiento platónico de la diosa —aquí suplantadora de la luna— por el cazador Endimión, bello como un Adonis, al que besaba todas las noches con tal entrega, pero con tal delicadeza, que no lo despertaba para no romper el, así, insaciable hechizo de su amor ni sus propios votos de castidad; y el triste caso de Orión, otro infausto cazador, que: o bien pagara caro el pecado de impiedad, por haber abandonado a su esposa, la diosa Eos; o el de soberbia, por alardear de ser mejor cazador que Diana/Artemisa—; o de lujuria, al violar a Opis, una de las ninfas consagradas a la diosa—, por lo que ésta no dudaría en traspasarlo con sus flechas (aunque hay quien defiende que su muerte fue debida a la picadura de un gigantesco escorpión , enviado por Gea en castigo por sus ofensas a los dioses. Sea como fuere, la misma Artemisa/Diana pidió a Zeus su inclusión en el firmamento en forma de constelación eternamente perseguida por (la de) el Escorpión, para ejemplo de todas las generaciones).
.....No todo fueron escenas cuyos desgraciados protagonistas eran varones, contemplé también dos, de signo contrario, donde la crueldad y la compasión llevaron nombre de mujer: los casos de Níobe y de Ifigenia. Aquélla, por jactarse de ser más madre que Leto, pues esta sólo había tenido dos hijos, un varón y una hembra (Apolo/Febo y Artemisa/Diana), mientras que ella alumbraría siete hembras y siete varones. De esta impiedad dieron cuenta los vengativos y olímpicos hijos, pues el dios-sol con sus radiantes saetas doradas, y la diosa lunar de la caza, con sus argénteos dardos, fueron matando selectivamente, cada uno a los miembros de su propio sexo, a los hijos de la desgraciada e impía Níobe. Así serían mortal y despiadadamente ensartados: por parte de Artemisa/Diana, las siete hijas; y por parte de Apolo/Febo, los siete varones. Quedando en la más absoluta desolación a la antes presumida madre. El episodio de Ifigenia, por una vez, no lleva la marca de la sangre humana derramada, sino el de la sangre hurtada al cuchillo interesado.
.....El gran Eurípides lo contaría inmejorablemente en dos episodios: Ifigenia en Áulide e Ifigenia en Táuride. Era Ifigenia hija de Clitemnestra y del gran rey de hombres, Agamenón, primus interpares de los dánaos o aqueos, afrentados por Paris al raptar a Helena, esposa de Menelao, hermano del rey de reyes. Éste cometió el gran delito de matar un ciervo de un bosque consagrado a la diosa de las bestias, y ésta se vengó pidiendo a Eolo, dios de los vientos, que se retirara en la hora de la partida de la flota aquea con destino a Troya. Los barcos detenidos, los dánaos impotentes, sin posibilidad de surcar la mar, determinaban acciones enérgicas. Calcas, el adivino, tras un oráculo realizado para pedir consejo a los dioses, transmitió a Agamenón que debía realizar un sacrificio en homenaje a la diosa agraviada. La víctima sacrificial debía ser su propia hija, cosa que éste no dudó, pese al íntimo dolor, en llevar a cabo. Pero, hete aquí, que la protectora de las vírgenes, la casta, la Artemisa/Diana mujer, no consentiría una tal injusticia, sustituyendo en el último momento, cuando el puñal de bronce se elevaba para descargar su golpe mortal, a la inocente Ifigenia por una cierva. La hurtada virgen sería llevada por la voluntad olímpica a la Táurica, ubicada en la península de Crimea, donde se haría cargo de un santuario en honor a Diana/Artemisa. Allí quedaría consagrada como gran sacerdotisa al servicio de la diosa.
.....El viaje acabaría haciéndome testigo de uno de esos momentos de solaz que la reina, antes o después de la caza, compartía con sus ninfas, siempre animados por el coro de oceánides blancas. En esta última escena tuve el placer de experimentar la vista de los cuerpos femeninos más hermosos que pueda imaginarse: unos lánguidamente extendidos sobre el alfombrado y suave musgo, otros jugando con las aguas del estanque, otros dedicados a las recíprocas caricias, otros, en fin, limpiando y disponiendo las herramientas de caza para la próxima batida. Diana/Artemisa, cuyo cuerpo atlético y esplendoroso no dejaba de poseer la necesaria femineidad que apasiona, excita y seduce, se dejaba regalar los sentidos por la mucha belleza que en derredor suyo se concitaba: dos de las ninfas la extendían con sus níveas manos el agua fresca por su piel, otras dos se la secaban con sus caudalosas cabelleras, otras le aplicaban esencia de flores (según la estación o el capricho) y otras, en fin, se dejaban acariciar o acariciaban, se dejaban besar o besaban, se dejaban complacer o complacían. El coro de oceánides, como si del incansable oleaje se tratara, no cesaba de cantar con tan deliciosa voz, de tan dulce manera, que los sentidos florecían como abonados por una copiosa lluvia de primavera. Era una escena que causaba tal voluptuosidad en el alma (ese alma que yo no sabía si era el mío o el de la diosa, de tan fundido a ella que me sentía) que podía calificarlo como de un éxtasis sensual mantenido en su cenit, demorado en el punto más alto de una excitación que trascendía los sentidos corporales.
.....Fue en este momento que la diosa me habló; y lo hizo sin palabras, sólo con la intención, por una especie de comunicación no ya telepática sino inmanente. ¿Qué te ha parecido?, me preguntó. Yo le dije lo que sentía: que su existencia olímpica estaba llena de crueldad y de sangre, y de despiadados procederes; que parecía actuar con una falta absoluta de moralidad o de ética, que no hacía sino cumplir el mero capricho de su omnipotente voluntad. Ella se rió a carcajadas (deliciosas carcajadas que me estremecieron por su franqueza y su seguridad). Los dioses somos así, querido mío. Sentimos así, actuamos así. La moralidad, la ética, son invenciones vuestras, de los débiles humanos incapaces de desear olímpicamente, sin prejuicios, sin temores, sin consideraciones serviles, que encadenan la auténtica libertad al estrecho ámbito de las referencias temporales y culturales. Nosotros, debido a nuestra inmortalidad, no nos debemos a todas esas consideraciones empequeñecedoras. Vivimos plenamente nuestro ser, y si disputamos entre nosotros, lo hacemos más por juego que por afán de prevalecer.
.....Según tú (me decía sonriente la diosa) yo soy cruel y veleidosa porque cazo, asaeteando con mis argénteas flechas o ensartando con mi jabalina, sin miramientos los mismos animales que venero y a los que protejo; porque no dudo en matar a quien, mortal, descubre mi cuerpo desnudo en el baño, a quien ofende a mi madre, a quien ningunea a los dioses. Cuando así actúo no lo hago llevada por la crueldad, ni por la violencia, ni por el despecho, ni mucho menos por el capricho, sino por la justicia que ordena las cosas y que obliga a que cada una cumpla su función. No soy justiciera, tampoco veleidosa, soy protectora de aquello que me está consagrado; y quien infringe los interdictos, poniendo en peligro ese orden inmutable al que las cosas del mundo se deben, en mi ámbito, entonces obro en consecuencia y restablezco el orden infringido. Para nosotros, los dioses, la muerte —que nos es ajena— no es más que un trámite, un estado más de la vida que nunca se detiene. Vosotros le dais excesiva importancia. Si acabarais de convenceros de que la muerte no es más que otro parto, pero a la inversa, que facilita la regresión al seno de donde todo sale... Probablemente no tendríais tanto miedo. Pero claro, eso os acercaría demasiado a nosotros... Ja, ja, ja... Y eso sería perturbar el orden... y estaríamos obligados a actuar... Ja, ja, ja... Su risa resonaba en mi interior como manantial claro cayendo en cascada sobre mi conciencia...
.....De pronto, todo cambió. Sufrí una especie de zarandeo, una sacudida que semejaba la de un súbito frenazo, o la de un agujero abierto de improviso bajo los pies... Me precipité de vuelta a la realidad. Estaba tendido en el suelo, sin ninguna sensación en particular. Ni bienestar, ni malestar. Simplemente estaba. Egeria, El Profesor y la pareja de acólitos permanecían sentados en el suelo, charlando sosegadamente entre sí. Fue la galerista quien primero giró la cabeza para descubrirme despierto. En su mirada aún saltaba alguna chispa de un fulgor que yo ya sentía muy familiar. En su boca se esbozó —o eso creí ver— el rictus de una sonrisa cómplice. Tras ella los otros tres me miraron, todos sonriendo abiertamente.
.....Fue El Profesor el primero en hablar (las estolas y la túnica habían desaparecido; el maletín descansaba sobre el ara recubierto de líquenes y verdín). Espero que haya sido enriquecedora y didáctica la experiencia —dijo el maestro de ceremonias. Yo no supe, o no pude, contestar. Bueno, ya está —con El Profesor se levantaron todos del suelo—, ya eres uno de los nuestros, ya estás introducido en nuestro misterio. Pero no creas que esto ha acabado. Esto no es más que el acceso al Primer Grado. Aún habrás de pasar por lo más difícil, un paso del que algunos no han emergido, o lo han hecho con la razón perturbada, el alma huida, el espíritu disuelto... Pero, va, todo se andará. Tras lo cual abandonamos aquel recóndito reducto, que fuera ribera del Lago Sagrado, y nos dedicamos a realizar la visita turístico-académica convencional. Nos reunimos con Basilides y el tercer acólito, y recorrimos las diversas ruinas mientras unos y otros iban glosando su historia o su leyenda.
Fin de
Diana: una Historia Mitológica
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.DIANA Y CALISTO
Diana y Calisto, 1556-59. Tiziano Vecellio
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Diana y Calisto, 1556-59. Tiziano Vecellio
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Diana y Calisto (detalle), 1556-59. Tiziano Vecellio
Diana y Calisto - Diana y Acteon. Peter Paul Rubens
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1580. Gillis Coignet
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Diana discovering the Pregnancy of Callisto, 1599. Hendrick Goltzius
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Diana discovering the Pregnancy of Callisto, 1599. Hendrick Goltzius
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1605-08, Jan Brueghel the Elder and Hendrick van Balen
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1600's Gaetano Gandolfi
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1613. Peter Paul Rubens
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Diana discovering the Pregnancy of Callisto, 1615-20. Paul Bril (attributed)
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Jupiter desguised as Diana seducing Callisto, 1625-1650. Gerrit van Honthorst
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1638-39. Eustache Le Sueur
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1635-40. Hendrick Bloemaert
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Diana discovering the Pregnancy of Callisto, 1599. Hendrick Goltzius
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Diana discovering the Pregnancy of Callisto, 1599. Hendrick Goltzius
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1605-08, Jan Brueghel the Elder and Hendrick van Balen
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1600's Gaetano Gandolfi
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1613. Peter Paul Rubens
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Diana discovering the Pregnancy of Callisto, 1615-20. Paul Bril (attributed)
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Jupiter desguised as Diana seducing Callisto, 1625-1650. Gerrit van Honthorst
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1638-39. Eustache Le Sueur
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1635-40. Hendrick Bloemaert
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Diana y Calisto, 1635. Peter Paul Rubens
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Diana y Calisto (detalle), 1635. Peter Paul Rubens
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1st half of 17th century. Circle of Johann Koenig (Kreis)
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Diana discovering the pregnancy of Callisto, Early 17th century. Hans Rottenhammer
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1655. Caesar van Everdingen
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1st half of 17th century. Cornelis van Poelenburgh
.1st half of 17th century. Circle of Johann Koenig (Kreis)
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Diana discovering the pregnancy of Callisto, Early 17th century. Hans Rottenhammer
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1655. Caesar van Everdingen
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Diana y Calisto (2ª mitad siglo XVII), Federico Cervelli
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Diana discovering the Pregnancy of Callisto, 1705. Jan van Haensberger (attributed).
Diana y Calisto, 1712-16. Sebastiano Ricci
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1723. François Lemoyne
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Jupiter disguised as Diana, seducing Callisto, 1727. Jacob de Wit
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Nöel Hallé (1711-1781)1723. François Lemoyne
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Jupiter disguised as Diana, seducing Callisto, 1727. Jacob de Wit
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1st half of 18th century. Jacopo Amigoni.
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Jupiter (in the Guise of Diana) and the Nymph Callisto, 1744. François Boucher
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Jupiter (in the Guise of Diana) and the Nymph Callisto, 1744. François Boucher
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Jupiter (in the Guise of Diana) and the Nymph Callisto, 1744. François Boucher
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Jupiter in the Guise of Diana and the Nymph Callisto, 1759. François Boucher
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Jupiter (as Diana) Surprises Callisto, 1769. François Boucher
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Jupiter as Diana surprises Callisto. François Boucher
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Jupiter (as Diana) Surprises Callisto, 1769. François Boucher
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Jupiter as Diana surprises Callisto. François Boucher
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Jupiter in the guise of Diana with the Nymph Callisto, 1745-49. Jean-Baptiste-Marie Pierre
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Jupiter in the guise of Diana with the Nymph Callisto, 1745-49. Jean-Baptiste-Marie Pierre
1770. Nicolas-René Jollain
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19th century. Jean-Simon Barthélemy (1743-1811)
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Diana and Callisto Conversation
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19th century. Jean-Simon Barthélemy (1743-1811)
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Diana and Callisto Conversation
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DIANA Y ACTEON
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Diana and Acteon, 1525. Lucas Cranach the Elder
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Diana y Acteon, Lucas Cranach the Elder
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Diana and Acteon, 1550. Lucas Cranach the Younger
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Diana y Acteon, (s XVI). Matteo Balducci
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Diana Surprisd by Acteon, 1556-59. Tiziano Vecellio
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The Death of Acteon, 1565. Tiziano Vecellio
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The Death of Acteon, 1565. Tiziano Vecellio
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Diana y Acteón, Giuseppe Cesari (Cavalier d'Arpino)
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Diana y Acteón, Giuseppe Cesari (Cavalier d'Arpino)
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Diana Turns Acteon into a Stag, 1582. Bernaert Deryckere
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Diana and Acteon, 1590's. Joseph Heintz the Elder
Diana and Acteon, c 1595. Jan Brueghel de Elder and Jacob de Backer
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Diana convierte a Acteon en un ciervo. 1605. Hendrick van Balen
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Diana y Acteon, 1608. Joachim Wtevael
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Diana y Acteon,1625-30. Francesco Albani
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Diana y Acteon,1625-30. Francesco Albani
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1st quarter of 17th century. Hendrick van Balen with Jan Brueghel the Younger
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Diana and Acteon, 1630. Alessandro Turchi
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1st quarter of 17th century. Hendrick van Balen with Jan Brueghel the Younger
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Diana and Acteon, 1630. Alessandro Turchi
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Diana y Acteon, 1634. Rembrand van Rijn
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Diana y Acteon (detalle), 1634. Rembrand van Rijn
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Diana and Acteon, 1640. Jacob Jordaens
Diana surprised by Acteon, 1734. Jean-François de Troy
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Diana and Acteon, 1725. Louis Galloche
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Diana and her Nymphs surprised by Acteon, 1744. Giacomo Ceruti (Il Pitrochetto)
Diana surprise au bain par Acteon, 1836. Corot
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L'été: Diana surprise au bain par Actéon, 1856-63. Eugène Delacroix avec Pierre Andrieu
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Diana surprise au Bain par Actéon. Charles-Frederick Moench
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DIANA Y ENDIMION
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1597. Annibale Carracci
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1630. Nicolas Poussin
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1630. Giovanni Antonio Burrini
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Pietro da Cortona (1596-1669)
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1660. Pier Francesco Mola
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Diana and Endymion, 1672-74. Benedetto Genari
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1680. Gerard de Lairesse
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Luca Giordano (1632-1705)
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Stefano Torelli
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Stefano Torelli
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Filippo Lauri (1623-1694)
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Francesco Trevisani (1656-1746)
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1690-95. Johann Michael Rotmayr
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1705-1710. Francesco Solimena
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Diana (Selene) and Endymion, 1708-19. Giovanni Antonio pellegrini
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Diana and Endymion, 1713. Sebastiano Ricci
1730. Jacob van Shuppen
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Franz Christoph Jannek (1703-1761)
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1770. Ubaldo Gandolfi
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1770. Ubaldo Gandolfi
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Gaetano Gandolfi (1734-1802)
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Diana and Endymion, 1753-56. Jean-Honoré Fragonard
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1740. Pierre Subleyras
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(Allegory of Fidelity), 1760-65. Louis-Jean-François Lagrenée
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1776. Louis-Jean-François Lagrenée
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1822. Jerome-Martin Langlois
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1832. John Wood
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Diana, Endymion and Satyr, 1849. Karl Pavlovich Briullov
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Selene (Diana) and Endymion, 1850-60. Victor-Florence Pollet
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Diana and Endymion, Johann Grund (1808-87)
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1872. Georg Frederic Watts
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1883. Walter Crane
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The Vision of Endymion, 1913 Edward Poynter (v 1)
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The Vision of Endymion, 1913 Edward Poynter (v 2)
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1921. Magnus Enckell