Nuevamente el muchachito -pies intrépidos, manos de cotorra consentida- ha traído un pez tan largo como su captor.
-Marcha ligero con tu pez a la casa del Otiún-cabá, tu más viejo abuelo, para que lo tenga por comida.
Y se ha ido trotando con el animal sobre su pescuezo. Ni el mango me deleita esta mañana.
Se me está muriendo el sol que llevaba dentro del cuerpo. La luna sube del mar y regresa a la morada del agua y el hombre de la casa no retorna. La mujer de Ataz-cabá me ha regalado plátanos de su cuñada y huevos de culebra que sus muchachos trajeron de las incursiones por los pantanos del Tiún-tepé. Malo está el río. Trae demasiada agua y arroja rabiando los pescaditos entre las ondulantes aguas del mar y los jóvenes tiburones que aparecieron con las olas calientes, los devoran sin el menor esfuerzo.
-Ilch -dije a la mujer de Ataz-cabá- todo lo que acaba de nacer, todo lo que está muriendo ni tu marido ni el mío lo ven. Ningún hombre de los nuestros ha quedado. Sólo los muy viejos que se ponen a la puerta del bohío esperando de qué parte del camino aparecerá un nieto, que le traiga comida y agua de beber.
Tu hija y la mía están en flor. Pero no hay pretendiente para ellas en toda la extensión que abarca nuestra mirada. Tendrán pues que esperar por los varones imberbes.
¿Por qué la guerra, vecina mía?
Se levanta un día el cacique y proclama: "¡Quiero beber y que mi pueblo beba de las buenas aguas, que ni un solo jején ha contaminado!" Viene y se lleva a todos los hombres con sus flechas y arcos.
Se acabó la paz.
Entonces la mujer queda pensando en las cosas ocultas en el corazón del hombre. El hombre era dulce; sí, era dulce.
Y cuanto más dulce era, más amargo se volvía y más envenenado cuando satisfacía su capricho. Va y vuelve. Quiero, quiero. La jícara de guardas negras. Las plumas de las garzas. Los huevos de la culebra. Los huesos del tiburón.
Sé cuidar del fuego y del hombre aún no sé cuidar, y mientras aprendo soy mi madre, mi abuela, mi bisabuela. Me acomete el temor de que el sueño me venza y entre pues nuevamente la iguana y se lleve mis ascuas. ¿Quién me concediera ahora ser muy vieja? Curtidas mis pieles, vencido el animal que cantaba y reía, mientras los pequeños hijos de mi marido pataleaban dentro mío y me cuchicheaban su sabiduría primera:
"¡Sigue madre este camino y hallarás a la rana que salta lindo; Atrápala madre y cómele sus excelentes tendones para que yo pueda nacer brincando!" Ah, sí. Percibía la voz menudísima de los hijos de mi marido. Nunca se equivocaban. "Un pájaro muy hermoso está posado en lo alto de la palma real, ve a contemplarlo madre, para que nazca yo con un penacho rojo igual al del pájaro".
Salía del bohío, alzaba la cabeza y allí, majestuosa y serena, estaba columpiándose el ave.
Algunas noches el niño de mi vientre se la pasaba en un "brí-brí" llamando a las luciérnagas y todas las luciérnagas de la Isla se le encendían. Entonces yo estaba segura. Cada animal que venía a mi bohío, venía para mi felicidad. Cada nueva semilla que caía en tierra y germinaba, por mi felicidad estaba. Cada carozo que se apretaba contra mi paladar, fruto de incalculable dulzor me habla regalado.
Y lo mismo sucedía con las piedras. Gritaban las piedras en la playa que se perdió: "¡Ven que aquí están entre mis oquedades los sabrosos cangrejos y los caracoles que son tu manjar!".
¿Cuándo comenzó la memoria a recorrerme el cuerpo? ¿Cuándo? ¿Cuándo?
Mi hermano pequeño, que lo seguía con la mirada, vio un alcatraz y se lo señaló. El cacique lo dejó probar la puntería y con la primera flecha lo derribó. Lo certero del disparo le valió al niño seguir ya para siempre tras el cacique.
Desde ahí que nadie pronuncia mi nombre: Zinogay. Sólo se me mira por ser la hermana de Alcatraz-cabá y los pájaros cuya carne devoro vuelven ácido mi corazón. Igual que mueren los pétalos de las flores, silenciosamente, pasó el hechicero y vino a sentarse bajo las palmeras.
Mi madre asaba ñame. Siguió asándolos cuidadosamente y dejando que el olor abasteciera la nariz del brujo. Recién entonces se dio por advertida de su presencia y fue a sentarse frente a él.
Ni el hechicero ni mi madre hablaron. Tuvo el Sol que ocultarse sin que la humana voz del uno o de la otra se escuchara. Llegó el alba y ambos fumaban en silencio sus pipas. Sólo eso. Fumaban.
Le brillaban al hombre los ungüentos con que pintaba su cara y su aspecto feroz se había tornado una tristísima máscara.
Pasaron chillando los patos silvestres. Las cotorras ensayaron sus divertidas voces y los vecinos querían ser montón que vigilaba a prudente distancia.
Pero ellos no estaban en parte alguna de la isla. Fumaban sus cuerpos bajo las palmeras, pero sus espíritus combatían en algún lugar del Universo. Blanquearon aquel día los cabellos de mi madre y todas las cosas se volvían delgadas.
Para los adioses del Sol mi hermano mayor apareció trayendo calabazas y boniatos que él hacia crecer en la tierra. El hechicero majestuosamente se puso de pie. Clavó sus ojos en el que llegaba y le hacia ofrenda de cuanto traía. Se pudo oír a la voz cavernosa ordenarle: "Sígueme" y mi hermano, sumisamente, lo siguió.
Sólo mi madre continuó fumando, hasta que el espíritu le retornó al cuerpo, y no le alcanzaban los dedos de una mano para contar el tiempo que se le había huido.
-La selva se llevó mi hombre. Mi hijo menor marchó tras el cacique. Mi hijo mayor acaba de seguir al hechicero. ¿Qué más, pues? -se lamentó- y a la luz de las celosas ascuas que cursaban la noche, incineró bolitas de copal.
Al cabo de muchas lunaciones Alcatraz-cabá volvió al bohío.
Guerrero fornido. Piel lustrosa, ojos centelleantes. Tres perros le seguían. Dos patos que atrapó vivos en una laguna, fueron su presente. Aunque decía poco, manifestó con palabra elocuente un mensaje secreto. Rápida como una culebra, nuestra madre no hizo esperar la respuesta. Sin mover cejas ni pestañas, el guerrero tragó su bocado, recogió sus pertrechos y abandonó la aldea.
Alcatraz-cabá se topó conmigo cuando cruzaba por el ceibal.
-Zinogay -dijo- así marcha un bravo guerrero, derrotado por la lengua habilísima de su madre. Sin obtener la mano de Zinogay para el hijo del Cacique y con una piel de manatí por salario.
Ahíta. Colmada por la dulzura del marido, mis pies danzaban y la extensa playa danzaba con mis pies. Los peces se dejaban atrapar por mi mano y los guacamayos venían a conversar largamente conmigo.
"¡Mirad! ¡Es la misma playa, y son las mismas flores; el mismo mar que se deja caminar interminables leguas y los pájaros no se cambiaron! Pero algo que no conozco, que no sé explicar me rebasa como una vasija llena. No se parece a la muerte por agua, ni al vómito del volcán es parecida.
Me acurruco entre las piedras de la playa que se perdió y creo verla, monstruosa y lejana, llegando desde el mar. Interrogo al sol y no responde. Pregunto a la Luna, mi Señora, mi Ama, la que me ha criado, y me explica algo que no entiendo. Duermo y veo un rostro horrible, como de hombre sin color, blanco igual que los condenados por la peste.
He mirado largamente los pies de mis muchachos y algo fatal va sujetando diestramente sus tobillos. En vano dejo posar mi cuerpo en el arenal, para que recuerde los viejos secretos de las estrellas y los hombres.
Ahora mismo, siento como si nuestros hombres, con sus mujeres y sus hijos fuesen condenados a una muerte innoble, jamás conocida o sospechada, para la que ni los recios brebajes que los maridos mixturaban los días de fiesta, nos darían coraje.
Quería ver.
¿Y qué vieron? Vieron cómo era desollado el animal y extendida su preciada piel. Vieron como era descuartizado primero y repartido después, en tanto que, atraídos por la sangre del manatí, filas de tiburones se hacían visibles en las cercanas aguas.
Y observando lo próximo, nadie vio lo lejano. Una canoa inmensa, inmensa, amparada por lienzos enormes y raros cordajes. Una inmensa canoa, del tamaño de todos los miedos, que venía del Este. Habitada por hombres blancos.
Beatriz Basenji lasalsamadre.blogspot.com/