Somos astros
que llevamos
universos
en las manos,
y en el corazón ardiente
la potencia de mil soles.
Héctor Amado
Afuera aún resiste el verano. Ya estamos en otoño, pero da igual; es como si el tiempo se hubiera encasquillado en un bucle. Además, la cercanía del mar, las brumas salinas, el sol tamizado entre las finísimas gotas de vapor suspendidas, provocan una sensación de cálida humedad más propia de épocas caniculares que de fechas de vendimia.
Es lo que tiene Levante, es lo que alimenta su bien ganada fama de luz y climática bonanza: el Mare Nostrum, tan doméstico él, mimando y lamiendo una costa cóncava, de playas recoletas entre escarpados farallones; sus olas comiéndose la tierra a cucharadas como si fuese un flan de ibérica cuajada.
Revisando los múltiples archivos que Héctor me legara a su vuelta de París, doy con una pequeña carpeta de cartón que un día fue negra y ahora, tras la acción del uso y el ajado del tiempo, muestra un inconstante gris oscuro de bordes blanquecinos. Es tanto lo que este soñador acumuló que aún no he visto ni ordenado casi la mitad del material distribuido en diez cajas de grueso cartón de mediano tamaño. Esta carpeta aparece por primera vez ante mis ojos; está ligeramente abombada, delatando, así, un contenido diverso. Sobre dos trazos gruesos, centrados y dispuestos a media altura de la tapa superior, leo: Près des Étoiles -en la línea superior-, y: Pekenikes -sobre la inferior-. Las gomas elásticas han perdido parte de su tono y apenas ya se retraen al retirarlas...
Sobre todo, envuelta en papel de seda, una cajita metálica de hojalata, de esas que se suelen utilizar para las pastillas de regaliz -o cualquier otra pastilla que se quiera camuflar-, y que están decoradas con escenas diversas, pero que en este caso se trataba de una escena costumbrista dieciochesca, donde unas damas aparecían mirando de frente, sonrientes, con sus altas y rocambolescas pelucas de colores que tanto frecuentaron los salones de las Cortes de los Luises, mientras en las manos sostenían unos naipes en abanico; sobre la mesa, dos lulús almidonados, con cintas de colores en las orejas y alrededor del cuello, parecían comer de un plato lo que parecían pasteles dignos de un Vatel. Deposité cuidadosamente la cajita, que apenas pesaba -ni rastro de las pastillas, si es que alguna vez las tuvo-, sobre el chifonier donde iba archivando lo ya catalogado. Bajo la petite boîte, y colocados alineados, varios posavasos: tres, para ser exactos, de cartón rígido, con restos semicirculares de un ocre desvaído que revelaban haber sido usados antes de ser guardados; por su haz, manchado, lucían unas serigrafías en la que podía verse un grupo musical de cinco miembros en medio de un sembrado, y debajo, en letras minúsculas azulonas, se leía: pekenikes.
Una vez depositados los posavasos junto al pastillero, saco el contenido de la carpeta: dos cuadernos de gusanillo metálico y pastas de cartoné marrón, varias cuartillas, y folios doblados por la mitad, todos ellos garabateados con notas o densamente poblados de una caligrafía desigual; a veces, frases enteras, en mayúsculas, subrayadas repetidamente; otras, son números de varias cifras -lo que a todas luces parecen números telefónicos-, o direcciones. Aquí hay de todo: prosa, poesía, listas con nombres o alimentos; y... una carta.
Es una carta apaisada, de papel vegetal; en la cara anterior la dirección de Héctor, en Montmartre, en la posterior, nada, en blanco.
Dejo todo sobre la mesa y me dispongo a abrir la carta. Es curioso cómo una carta, una sola carta, encontrada entre un montón de documentos puede atraer nuestra atención hasta el punto de eclipsar todo lo demás. Quizás sea la promesa de lo confidencial, lo secreto, eso que solo dos personas pueden decirse privadamente. Una curiosidad morbosa por ser testigo desapercibido de lo íntimo de otra persona -apenas conocida- se apodera de mí. Titubeo un momento... quizás no debiera... pero, salvando mi absurda discreción, producto de una más absurda moralina, la abro y extraigo su interior: una simple cuartilla doblada en dos, la desdoblo y leo.
No sé si reír o llorar, de hecho, creo que esbozo una ligera sonrisa al tiempo que los ojos se me humedecen. Me quedo un rato mirando y releyendo; después, levanto la mirada y observo el mar que aparece azul intenso en el horizonte, bajo un cielo también azul pero más claro y ligeramente velado por la calima; una lágrima, al fin, resbala por mi mejilla, y una tímida sonrisa va haciéndose cada vez más amplia hasta convertirse en carcajada...
-Jajajajajajajaja -río yo solo, escuchando mi propio eco en el silencio de esta mañana de otoño que se niega a serlo...
-Jajajajajajajaja, ¡Lo consiguió...! -apenas puedo articular.
Ya más calmado, me dispongo a leer toda aquella documentación. Prosa y poesía llenan los cuadernos. Tinta azul y negra, letruja ilegible y elegante caligrafía, siempre una leve inclinación hacia adelante, como queriendo adelantarse al significado que las palabras debían expresar.
Hay muchas referencias al Près des Étoiles, un tugurio-bistró que ocupaba una planta semi-sótano de un vetusto edificio de cuatro plantas en la zona alta del barrio, cerca ya du Sacre Coeur. Allí se habían escrito varios de los textos que ahora leía -al menos eso figuraba en alguno de ellos, con fecha y hora, en la parte superior izquierda de la página-.
Parece que el local estaba regentado por un español, emigrante a finales de los años sesenta, fan, casi acólito, de culto de esa gran banda del pop instrumental español de aquella fantástica época en que el mundo respiraba aires de revolución que, aun fracasada, no dejaría de ejercer su influencia hasta nuestros días. Era un extremeño, de Mérida, hijo de republicanos, que no pudiendo aguantar más el clima opresivo de una dictadura pacata y gris, vendió casa y tierras y se fue a París, compró aquel local semi-iluminado, semi-enterrado, y lo decoró con todas cuantas portadas de Lp's y carteles encontró de Los Pekenikes.
Allí siempre sonaban Los Pekenikes, salvo algún que otro rato de descanso en que se podía escuchar el rock sinfónico y psicodélico del primer Pink Floyd de Syd Barret, el progresivo y audaz del primer Génesis de Peter Gabriel o el electrónico y oceánico de Yes... Pero, sobre todo, a todas horas: Los Pekenikes, el mejor grupo instrumental español de toda la historia del pop; comparable y equiparable a cualquier otro grupo internacional, con estilo y sello propio; personalísimos, de altísima calidad interpretativa y arreglística.
De ellos presento, aquí, una selección de sus temas más conocidos y algún otro que lo es menos.
También traslado un ciclo de poemas de Héctor compuestos en aquellas fechas, bajo la influencia, no solo de la música de Pekenikes, sino de las primeras aproximaciones a la teoría del caos y las bellas representaciones fractales. De aquí, las imágenes ilustrativas.
Para otro día desvelaremos el enigma contenido en la cajita de hojalata y el contenido de la carta, de momento, vaya este preámbulo para ir haciendo boca.
Para otro día desvelaremos el enigma contenido en la cajita de hojalata y el contenido de la carta, de momento, vaya este preámbulo para ir haciendo boca.
Espero que disfruten de todo ello.
***
FRACTALIDAD
1
Nudo, torbellino, bloqueo,
Nudo, torbellino, bloqueo,
ideas contra la pared,
súbita sequía, aridez,
imaginación amordazada,
creatividad engrilletada;
prisión hondísima,
reino de la confusión.
Los ojos ya no enfocan
fatigados por luz que no es la suya.
Negación de la dicha, penumbra,
desolación,
reclusión de la luz en sí misma.
Desierto de penumbra, implacable,
con sus escorpiones bajo las piedras
y sus víboras agazapadas.
No me resigno,
del fango surge la forma,
surge la vida, imparable.
Verde sobre negro,
luz sobre tinieblas, alzándose.
No me resigno.
2
¿Dónde está la luz,
dónde la puerta,
dónde la revelación?
Silencio...
No hay respuesta.
Tanteando en la oscuridad
me golpeo con las esquinas
de mi impotencia.
¿Dónde está la luz,
dónde la puerta?
Silencio...
No hay revelación,
tampoco respuesta.
Mis ojos no ven,
mi mente no piensa;
sólo imágenes confusas,
apenas girones de ideas.
¿Dónde está la luz?
Silencio... No veo...
No hay puerta
que revele
una respuesta;
tanteo por las paredes
de mi conciencia:
no hay fisuras,
no hay grietas.
Me ahogo en la oscuridad
¿Dónde está la luz?
La luz está afuera.
3
En la oscuridad.
Súbitamente: una estela,
un destello de luz,
un reflejo de diamante
que durante un instante
en la penumbra tiembla.
No sé por qué rendija
se coló, efímera,
una tímida centella;
ligera de pies, temerosa,
sin casi dejarse ver,
cruzó, creo, una idea.
4
Mirar los cuerpos reales,
rotundos en su materia,
desde una perspectiva interior,
a la luz de la conciencia,
con ojos como lámparas,
como autónomas linternas;
focos luminosos que desvelen
las formas y los colores
de todas las cosas ajenas.
5
Luz que es reflejo de un reflejo,...
El rayo de sol incidiendo en la luna
que incide en el mar
que incide en tus pupilas
hasta llegar a mis ojos,
tragaluces del alma,
por donde descenderá,
transversal,
hasta iluminar ese rincón
de mi corazón en penumbra,
que, a su vez, lo reenviará
por mis venas hasta mi conciencia,
donde rebotará para, transformado ya
en fluído haz de luz negra,
dibujar sobre la blancura
despiadada y virginal
de la página en blanco
una imagen de la luz primigenia.
TEDIO
Qué tedio el de este tenaz repetirse
siempre lo mismo:
día tras día, sale el mismo sol
con el mismo brillo,
día tras día, la misma noche
trayendo el olvido;
transitando por generaciones
los mismos caminos,
atentos al matiz de lo igual
que lo haga distinto;
diciendo una y otra y otra vez
lo mil veces dicho,
con palabras que ya están gastadas
de tanto decirlo.
Qué vértigo el de este ciego girar,
polillas, en círculo,
y qué empecinada voluntad
en querer infinitos.
***
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Y para dejar un mejor sabor de boca y un plus de alegría y buen humor...
***
Ilustración de Encabezamiento
Great Orion Nebula
APOD 2008, October 23
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Links de interés
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