Imposible parece y nos lo advierte
empero la experiencia, que más dura
de mármol insensible una figura
que su autor, presa en breve de la muerte.
Más que la causa es el efecto fuerte,
por el arte es vencida la natura:
lo sé yo a quien da gloria la escultura,
y ya me acerco a la vejez inerte.
Tal vez a ti y a mí dar larga vida
puedo con el cincel o los colores,
adunando mi amor y tu semblante.
Y mil años después de la partida,
se verán tus hechizos vencedores,
y cuanta razón tuve en ser tu amante.
A Vittoria Colonna. Miguel Angel Buonarroti
Cuando le conocí ninguno de los dos estábamos ya en esa edad en que los corazones corren libres sin sentir las férreas ligaduras de la razón, su lastre, su efecto disolvente, su injerencia disuasoria, su prudencia, o su miedo suma de todos los miedos incrustados en la experiencia... No, nada de eso. Yo, ya desgraciadamente viuda -pues amé a mi esposo Ferrante, el batallador, el valiente y aguerrido general de Carlos V, más de lo que yo misma pude imaginar-, aún estoy de duelo por aquella pérdida inconsolable; sé que puede le resultar algo relativamente lógico a quien no me conozca: una mujer joven, casada niña por poderes, que va descubriendo el amor junto a su esposo del que acaba profunda y felizmente enamorada, y que, al perderlo cuando más fuerte, firme y satisfactorio es ese amor, siente tal desgarro que ya nunca curará, herida abierta de la que mana el deseo a borbotones, y que, recogida en sí misma, envuelta en su propia desesperación, no siente ya un motivo para seguir viviendo, salvo la total entrega y dedicación a un consuelo mayor: el que Dios la proporciona, su promesa de vida futura, y con ella, la ilusión de recuperar un día a aquél a quien se amó hasta el el extremo del llanto jubiloso; pero, para aquel que me conozca, le será difícil conciliar la impresión que sobre mi tiene, mi perspectiva dialéctica de la vida, mi lucidez inquisitiva, mi espíritu polemizador e irremediablemente curioso... con la de una mujer aparentemente convencional en quien ha hecho presa esa enfermedad de la razón que es el amor; sí, sé que es inverosímil; no obstante, aquellos que me frecuentan saben que la paradoja es aparente, pues mi pasión por la vida, por el conocimiento, por la belleza, no me impide, dado mi innato carácter romántico, esta veleidad contradictoria que, en mí, se resuelve e ilustra más que con ningún esfuerzo introspectivo y analítico, con el ejemplo vivo de mi relación con Él, con Michelangelo, il mio bambino eternamente adolescente, ese hombre, que si lo fue, participó más que ninguno de lo divino, de esa divinidad clásica, olímpica (que Cristo, en quien creo y a quien busco, me perdone).
Si yo hubiera sido una mujer menos intelectualmente dotada de emoción, si la balanza se hubiera inclinado hacia la pasión, hacia el vértigo de la carne, sin contrapeso racional, probablemente él no me habría amado, no, al menos, como lo hizo: con ese deseo inmarcesible que da el saber que la pasión que puja y hierve en el corazón mana hacia arriba, a contra gravedad, imposibilitada de su satisfacción terrena, y, por ello mismo, vuela como Fénix incinerado buscándola en las alturas, no sin antes, hecha magma incandescente, abrasar el propio interior antes de salir expulsada hacia afuera, buscando su legítimo objetivo, pero transmutada, ya, en obra de arte, en impulso sublime de poder avasallador cuando el genio es grande, como el suyo; sí, yo tuve esa suerte, esa infinita suerte, de penetrar en su alma a través de su pasión por la vida, quizás porque la vida latía en mí con la fuerza de mil corazones insatisfechos, (¡tanto le quise -a Ferrante! ¡tanto aprecio tengo al valor que sé que un sentimiento así tiene!), Él sintió eso en mí, esa fuente de vida brotando tumultuosa y evaporándose en espíritu como bruma al amanecer (ese mismo espíritu que tanto ansiaba Él, que dibujaba, pintaba y esculpía los cuerpos como nadie antes lo ha hecho, ni nadie lo hará jamás: con esa vitalidad exultante e insultante, inimaginada incluso por Dios cuando creó al ser humano (que Cristo, en quien creo, y a quien busco, me perdone) que es toda una declaración de amor a la vida y a la Belleza; sí, Él, que era capaz de reinterpretar el gozo de vivir, la potencia que habita en los hombres y mujeres, en los volúmenes, en los colores, en las formas, en la expresión que es exaltación de la carne, y presentarlo aún más esplendoroso y exuberante, más deseable, buscaba afanosamente tranquilidad de espíritu, transcendentalismo, quizás porque sentía en sí mismo el aliento de la divinidad, quizás porque su inmensa capacidad creativa le hiciera sentirse un hombre divino, sin sentir nunca el menor síntoma de desfallecimiento, de abatimiento.
Pero no, esto no es del todo cierto, yo sí sé que era proclive a la duda, no cuando trabajaba, inmerso ya en le proceso creativo, cuando manejaba el lápiz, el pincel, el escoplo, o el compás, no, dudaba cuando encaraba un proyecto, pero dudaba porque le costaba elegir cuál de las perfectas formas que él barruntaba fuera la mejor, la solución ideal; me imagino a Dios en el instante de la creación (que Cristo, en quien creo y a quien busco, me perdone), determinando la forma definitiva de las criaturas; pero en el caso de Michelangelo era peor, porque en sus obras no existía posibilidad de enmienda mediante un proceso evolutivo; la obra una vez hecha, allí quedaría por siempre, expuesta, acabada, perfecta o imperfecta, siendo reflejo del genio que la creó; era esto lo que, al mio bambino eternamente adolescente, le hacía dudar, por eso se urdió una leyenda -verdadera en esta ocasión- en torno a sus momentos de previa reflexión ante el lienzo, la pechina, el tondo, los techos, las paredes, el mármol informe, el espacio vacío,... donde habría de plasmar en dos o tres dimensiones escenas reales o imaginarias cargadas de sentido, o levantar un edificio, diseñar un jardín, ordenar la distribución de una plaza,... esa era su duda: la de la creación excepcional, óptima; tal era su inmenso caudal creativo.
Sé que estuve más cerca de Michelangelo de lo que nadie antes estuvo, incluido su amado Tommaso, il giovane Cavalieri; estuve tan cerca de Él que incluso a veces teníamos ambos la vívida sensación de la fusión de nuestras almas, llegando a sentirlas como una sola: alma hermafrodita, de sexo bifurcado en dos cuerpos abocados a un mismo sentir.
En los versos que me escribió había, aparentemente, más sensualidad material de la que mostraba en mi presencia, pero yo sé que era una manera de soltar tensión, un a modo de espita por donde dejar escapar los gases que se expanden, y se expanden, y amenazan con hacer reventar el continente. Así era Michelangelo, vehemente, impetuoso, fuerte como el roble, no, más bien como el granito dolomítico, y más incansable que los caballos del carro en que el sol cruza todos los días el cielo; se enamoraba de algo, de alguien, y eso, ese, se convertía instantáneamente en lo más elevado de estrellas abajo, el culmen, el zenit, la perfección más inalcanzable; no creo que ignorara que era su propio genio el que, desbordante, se extendía al objeto amado, era su propio sentimiento, tan descomunal como su talento, lo que veía reflejado en el objeto de su atracción (repito, fuera ello cosa animada o inanimada, hombre, mujer o elemento). En los versos que le dediqué yo a Él, en cambio, intenté alimentar esa sed suya de espiritualidad, llenar ese vacío que él sentía al estar vaciándose continuamente, ese ansia de trascendencia que veía en todas sus obras, y hasta en su mismo obrar.
Era atractivo, poderosa y peligrosamente atractivo, como lo puede ser un dios para una mujer: por abrumadora vitalidad; de cuerpo potente, algo tosco, y rostro en absoluto hermoso, era el fuego que irradiaba su mirada, que destilaba su sudor creativo, lo que actuaba en quien se encontrara ante su presencia embargándolo, dejándolo inerme, entregado, sin voluntad, ya , para resistirse al encanto de su dinamismo, de su exultante actividad, de su expresión taumatúrgica, capaz de ir derrochando prodigios a cada paso.
Tremendamente sensual, su sexualidad exacerbada fluía en todas direcciones, pero, sobre todo, hacia su obra, en ella volcaba lo mejor de su pasión; necesitando el abrazo, la mirada, el tacto, de los demás, siempre estaba en tensión, en lucha consigo mismo; siempre tensando el arco de su voluntad de poder (expresión que acuñaría siglos más tarde otro maravilloso ser atormentado); satisfacía sus deseos carnales, por supuesto, y lo podía hacer con una ternura infinita, tanta como la que empleaba en acariciar hasta el último rincón de su David, de su Pietá, de su Baco, de su Moisés, antes de entregarlos como obra acabada, o con la animalidad propia del instinto más imperioso, hasta en eso era olímpico; pero, a pesar de este derroche, nunca se extenuaba (en esto fue distinto a Rafael Sanzio -a quien, por cierto, admiraba en secreto, aunque en público se mostrara celoso y violento con él), siempre se reservaba: decía que su obra lo necesitaba más que su cuerpo, es decir, que su espíritu lo necesitaba más que su materia. Era el ejemplo perfecto de sublimación del apetito de la carne, pero no por ascesis, no por contención, no por amputación, no por represión, no, nada de eso, todo lo contrario: daba rienda suelta a su deseo pero sin saciarlo, casi como una manera de hacer surgir desde su interior el afán por la creación, se servía, en primer y último caso, de la naturaleza, de su impulso creador, para utilizar su irrefrenable pujanza, esa misma naturaleza a la que todos nos sometemos, en mayor o menor grado, pero a la que Él nunca se sometió.
Gustaba decirme, medio en broma, medio en serio, y siempre en confidencia, con aquella carita de picaruelo que ponía cuando hablaba de estos temas, que sentía más fuerza y más placer con la cópula entre nuestros espíritus que la obtenida con los mancebos que frecuentaba su cuerpo. Era su formación neoplatónica, su creencia era neoplatónica, positivista, de gusto y disfrute de la vida, aunque a él poco tiempo le dejara su obra para el disfrute al margen de su constante crear. En ella, en su abstracción laboriosa, en ocasiones, sentía un disfrute tremendamente hedonista a la vez que un tremendo dolor de parto. Me llegó a referir que en no pocas ocasiones había experimentado, durante la excitación febril en que caía cuando veía ya cercano el resultado feliz de la obra imaginada, una sensación orgásmica de plenitud y exaltación mística que se derramaba a través del cuerpo como una eyaculación espiritual, en que el semen anímico que salpicaba su consciencia -simultáneo, a veces, a ese otro que fluía de su sexo- lejos de proporcionar aplacamiento y hastío, era ocasión para el nacimiento de un nuevo deseo con el que seguir entregado al intenso juego de entusiasmo, placer, esfuerzo, dolor, sublimación, exaltación, más placer y... satisfacción insatisfecha, dando lugar a un nuevo ciclo.
A pesar de ser su genio incuestionado e incuestionable, siempre se ha discutido a cerca de cuál era su mayor virtud, la más excelsa de sus excelsas cualidades: ¿la de dibujante? ¿la de pintor? ¿la de escultor? ¿la de arquitecto? Mucho se ha dicho, pero lo que se ha dicho casi siempre era bajo la referencia comparativa; es indudable que la simultaneidad con esos otros genios superlativos que fueron Leonardo y Rafael, ha dado, da y dará pie a establecer este tipo de valoraciones. Hay quien dice que Rafael fue un pintor más fino, más elevado, más sutil, que Leonardo fue más divino, más trascendente, más perfecto; que como escultor su preeminencia es indiscutible -esto casi nadie lo duda- y que como arquitecto también superó a sus soberbios coetáneos; ahí están sus obras para que quien quiera pueda inclinarse por uno u otro, al final, los gustos particulares son los que distribuyen las afinidades.
¿Qué obra es más sublime: La Capilla Sixtina o la Stanza della Segnatura? ¿Qué edificio más imponente Villa Farnesina o el Palacio Farnesio? Lo que también es incuestionable es el mayor eclecticismo de Leonardo, su mayor diversidad creativa, su mayor carácter científico, su infinita curiosidad; en cambio, Michelangelo fue todo vigor, fuerza inusitada, joie de vivre, festival de exaltación del cuerpo y el color.
Pocos conocen, desviada su atención por sus grandes realizaciones, su afición a las letras, su tendencia y gusto por la poesía, su petrarquismo irredento (y quién no, de todos nosotros que absorbimos con avidez la originalidad y el talento compositivo de la nuova stanza dei Canzoniere). Fue este gusto común por la lírica lo que nos uniera; espíritus sensibles ambos, ambos abocados a sublimar el sentir en expresión conceptual, enseguida comenzamos a dedicarnos sonetos, y a experimentar por medio de este lirismo compartido una unión fecunda y fértil, una creciente armonía emocional. Lástima que nuestra relación no durara más que doce años. Durante este tiempo me regaló algunos dibujos que hizo ex-profeso para mí, como la crucifixión que figura aquí al lado, y que, muerta yo al poco tiempo, recuperó, para añadir a los tres personajes originales (Cristo, María y Juan) un cuarto, que soy yo misma representando a María Magdalena, arrodillada y abrazada a la cruz. A decir verdad no me asiste el derecho a la queja por no haber podido disfrutar más ampliamente de su amistad; soy una mujer dichosa: sentí el amor más profundo, la pasión más arrebatadora, la curiosidad más incisiva, un místico placer por las bellezas del mundo, y pude disfrutar de la amistad enamorada de uno de los mayores genios que ha dado la humanidad. ¿Qué más puedo pedir?
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