Pinta, esculpe, traza, escribe;
abarca el orbe con su ansia
por enmendar cuanto existe:
forma y fondo; cuerpo y alma.
Del genio. Héctor Amado
El hombre inventó la mentira,
y no sabe vivir sin ella;
quizás solo sea la vida
una mentira verdadera.
Acerca de la Estética. Héctor Amado.
¿Alguien me conoció realmente? ¿Alguien sabe quién hay detrás de ese ser divino que es capaz de recrear la naturaleza con más verosimilitud que la naturaleza misma? ¿Acaso el común de toda esa caterva de aduladores se olvida que soy un hombre? ¿Que tengo pasiones, dudas, preocupaciones, miserias, como cualquier individuo de carne y hueso? ¿Que defeco, orino, copulo, eructo, me alivio los gases, como cualquiera? ¿Qué me diferencia del común?
Yo sé que nada me diferencia de mis colegas: de Leonardo El Magnífico, de Rafael El Delicado, de Botticelli el Precursor, de Bramante el Preferido, ellos podrían estar haciendo esta mismas reflexiones, con la única diferencia del tono que su particular forma de ser les imprime; del resto de los humanos, quizás, solo me diferencia el objeto de mi deseo, de mi pasión, de mi aptitud, de mi genio: la potencia creativa manifestada por medio del arte; y esto, al fin y al cabo, no es más que una diferencia particular asociada a mi individualidad, no de categoría, no de valor, no de preeminencia, sino de carácter; yo me considero un intermediario entre la potencia creativa de Dios y su obra, un mero medium, que interpreto su voluntad y la moldeo, la modelo, la modulo, hasta hacer patente lo que él quiere manifestar para su mayor gloria, gloria que a mí me alcanzará como brazo ejecutor. Nada más; no hay diferencia más que la que cada uno tiene por el mero hecho de ser otro respecto a los demás. ¿Que mi otreidad es más valorada que el artesano que remienda zapatos, que el campesino que hiende el arado, o que el fámulo que limpia bacinas? ¡Y a mí qué!, eso es cuestión de un sistema de valores que esta sociedad se ha dado, pero yo sé, por ser su intermediario, cuál es la voluntad de Dios (cuántas veces he hablado sobre este particular con mi añorada amiga Vittoria, quien compartía mi punto de vista).
Sé, también, que se me tiene por un hombre de carácter irascible, casi violento; envidioso, huraño, malhumorado,... Clichés, como se dice ahora; superficialidad como habría que decir, reduccionismo fácil para mentes vulgares. Quien posea un mínimo de inteligencia discernidora sabe que detrás de esta imagen, a todas luces interesada, hay un hombre inquieto, sensible, enérgico, sí, pero vital, dinámico, infatigable, hasta un poco tosco; de modales expeditivos cuando se me pone a prueba: mi tiempo es precioso, y mi paciencia limitada al valor que otorgo a mi tiempo, no puedo malgastarlo en fruslerías ni en arrimar la oreja a lisonjeros que lo único que buscan es la cercanía de mi genio para sentirse, ellos mismos, más importantes de lo insignificantes que son. Siento hablar así, quizás con ello avalo esa fama de expeditivo y descarado, pero no puedo hacer otra cosa, no sería el que soy: Michelangelo, el deseado de los Papas, el protegido de los cultos y poderosos Medicis,... el amado de Dios. Si no mostrara una alta estimación de mi mismo ante los demás... El común de la gente no ama a quien no se ama a sí mismo. Me importa un bledo el común de la gente, pero he de recabar el beneplácito de aquellos que pueden hacer posible mi obra; y éstos, sí se deben al común, a ese común que cree que no lo es, que es el más común de todos, el más ignorante, porque cree que sabe, que reconoce, que cree sentir, apreciar, lo sublime, cuando lo que él aprecia es el valor que dicen -los portadores de esa sensibilidad de la que ellos carecen- que tiene lo que yo hago. Abomino de estos aduladores de la propia mediocridad, pero mis mecenas los necesitan y yo he de darles pábulo; pues bien, aquí me tienen: genio de mal genio, carácter imposible pero divino en su expresión artística, en su excepcionalidad; excepción que justifica los excesos que se me atribuyen (¿de dónde creen que sacaría tiempo par ami obra si tuviera que realizar todo lo que se me adjudica?).
¿Divino? Puede ser. Pero, ¿Qué se considera divino? ¿La superación de la humanidad? ¿El llevar al extremo las potencias humanas? Muchos entonces deberían ser considerados divinos: el primero, Leonardo, que lo es en grado sumo, aunque sea un inconstante; demasiado genio para tan poca voluntad, demasiado disperso, demasiado amplio, quiere abarcarlo todo y se diluye; sí ha conseguido algo inimitable, ha conseguido lo que yo nunca he podido lograr: pintar saliéndose del cuadro, su pintura trasciende el lienzo para proyectarse al infinito (esa sonrisa, Dios mío, esa sonrisa, con la que sueño todos los días... es la sonrisa de Sekinah, Dios hecho mujer!).
Rafael, ese joven engreído, excelente dibujante, que no mezcla mal los colores, que sabe gestionar su taller, que no hace más que espiarme por ver si aprende algo,... cuando lo que debiera hacer es joder menos con esa bella madonna, la Fornarina, que le tiene comido el seso, y el genio; cuán grande podría ser si derivase toda esa energía, perdida en un cuerpo, si bello, corruptible, hacia su tremendo potencial de crear inmortalidad; podría ser el mejor de todos, el más sublime, pero no, ha decidido ser hombre, nada más que hombre, tocado por la divinidad, sí, mas no sumergido en ella.
Sandro, el viejo Sandro, quien abriera camino y fuera maestro de todos (sí, sí, ya sé, está ese otro holandés que pinta universos oníricos, con una imaginación desbordante; pero ese hombre es otra cosa, es humano, demasiado humano, pura ensoñación, con pies etéreos y cabeza en las estrellas, pero, aún así, humano; Hieronimus al que llaman Bosco). Estábamos con Sandro, el heraldo de un renacimiento del Arte Clásico: el más noble, el más elevado, el continuador de esa sociedad ideal que fue la griega de la Academia, la de Pericles, la de las Ciudades Estado, donde los ciudadanos eran verdaderamente los protagonistas de su historia y los muñidores de su grandeza, la de Praxiteles, la de Fidias, la de Policleto, la de Lisipo,... ¡Dios mío, cuánto daría por conocer personalmente a los autores de esa obra culmen del genio escultórico que es el grupo del Laocoonte, Agesandro, Polidoro, Atenodoro, escultores de esa arcaica Florencia que fuera Rodas.¿Dónde colocar mi pretendida divinidad ante esto? ¿A su nivel? ¿Por encima? ¿O por debajo?
Todos estos que he nombrado y muchos más podrían considerarse divinos.
¿Qué es lo que a mí me diferencia? ¿El haber sobrevivido a dos genios mayúsculos y quedar como el predilecto de los poderosos? ¿Realmente mi talento es tan sobrecogedor? Al fin y al cabo no soy más que un artesano, un hombre que trabaja con sus manos para sacar de la aparente nada algo que ya estaba ahí en potencia. Ya lo he dicho muchas veces -y es una de las expresiones que más se citan de mí- mi proceso de creación es simple; si hablamos de escultura como ejemplo paradigmático: me coloco ante el bloque de mármol, no, incluso antes -sobre todo ahora que soy ya un consagrado-, me acerco a la cantera y paseo por los niveles cuadrangularmente abiertos, robados, a la veta madre, me paseo y escucho, espero a que me hable la piedra -a veces no es la bella apariencia quien me gana, su blancura óptima, su grano pulido, su bello veteado-, y cuando oigo una voz en mi interior que responde a otra que me llega procedente de esa piedra aparentemente silenciosa, sin saber yo cómo, elijo; hago extraer el bloque por dónde éste desea ser cortado, e intimo con él, me paso días dialogando con su posibilidad, con la forma que lo habita, queriendo salir, expresarse, librarse de lo informe que como duro manto la cubre y la constriñe, la esclaviza, y hacerse imagen; una vez que logro traducir su lenguaje, que desentraño su deseo, que descubro cuál es la figura que pugna por hacerse patente, comienzo una actividad febril: como un poseso, golpeo, con decisión, con seguridad, como si una mano invisible guiara mis golpes; incluso he llegado a pensar que es la propia piedra quien lo hace, lo sé porque yo, a veces, dirijo el golpe con una intención y, en el último momento, algo hace que varíe ligerísimamente la inclinación del escoplo lo suficiente como para extraer la esquirla necesaria, la que traza la línea de la forma ideal que mi mente ha imaginado, la sugerida por el mismo mármol; hay tal simbiosis entre este ser inanimado y yo, como podría haberla entre un escribano y quien le dicta.
Cuando el gonfaloniere Soderini, en nombre de la Opera del Duomo, me pidió hacerme cargo de aquel bloque de mármol que se consideraba inservible y que había sido casi estropeado por el negado de Fiesole, y ni di Duccio ni Rossolino pudieron sacar partido de él, nunca esperó que de allí saliera una de mis mejores obras, quizás la más reconocible y representativa: mi David.
Pues bien, allí, en aquel enorme bloque de mármol de Carrara, conocido como el gigante por su fenomenal tamaño, habitaba el pasmo: yo, le oí gritar, le oí gemir por las heridas sufridas por manos no lo suficientemente hábiles para arrancar de lo informe su colosal figura; supe de su dolor y me apiadé de él; lo escuché, lo observé, determiné que era un reto fantástico, pues su grano era ligeramente esponjoso y fácilmente fracturable; sería una obra arriesgada, pero que si me salía bien podría consagrarme, allí, en mi patria. Acepté el desafío, me hice cargo del bloque y me encerré con él durante más de dos años, yo contaba entonces con veintiséis, y toda la soberbia del mundo. Fue una labor tremendamente difícil. Hice unos bocetos y unas pruebas en cera, siempre siguiendo la voz que desde el propio bloque me dictaba lo que quiere ser; sería una figura clásica, con un ligero contraposto obligado por la fragilidad en su flanco izquierdo, cargaría toda la tensión sobre el pie derecho, con las caderas ligerísimamente giradas y balanceadas entre esa pierna, afirmada, y la pierna izquierda relajada y adelantada; lo compensé con un leve escorzo del rostro hacia el lado contrario y le imprimí ese gesto desafiante, lleno de tensión (la tensión que subyacía en la figura tanto tiempo postergada e incomprendida -desde aquel lejano 1464, en que extrajeran el bloque de la cantera; hasta este 1501, en que yo me hice cargo de él): ojos fijos, ceño fruncido, aletas de nariz dilatadas, un gesto que irradiaba decisión (la misma que yo tuviera para su ejecución; al fin y al cabo, yo iba a luchar, también, contra un Goliat: la resistencia de la piedra, mi propio desánimo ante la dificultad, el enfrentamiento con la imposibilidad; al final, como David, ganaría el singular duelo).
Opté por utilizar el cincel; a pesar de las fisuras, a pesar de lo delicado de su consistencia cristalina, a pesar del maltrato anterior, comencé a escuchar, él me indicaba dónde debía golpear, y yo obedecía, lo hacía con seguridad, con resolución, con entrega; más de una vez estuve por destruirlo, porque no lograba entender su voz, o porque mis demonios me impedían oírla; en esas ocasiones lo dejaba, me iba, me desahogaba con todo el que pillaba, me entregaba a una orgía de sexo e imprecaciones... hasta que mi espíritu se aquietaba, volvía a sentir armonía interior, silencio,... Entonces regresaba a su lado, me sentaba y su voz llegaba clara, otra vez, recomenzando la faena. Así meses y meses. Cuando lo vi ya acabado, una gran risa resonó en mi pecho, poderosa, desaforada, era una risa a dos voces: la de la piedra, figura ya liberada, y la mía. En los días posteriores a su finalización reía como un loco y, aparentemente, sin motivo. Yo sí sabía el motivo; después de tanto sufrir en silencio, gritando con muda voz pétrea, al fin había surgido, como un nuevo Adán, creado por mis manos, las manos de un dios lítico, el golem que habitaba lo informe: El David. Mi risa era la risa de un Dios Creador en connivencia con la de la diosa Tierra, que veía, así, cómo un vástago de sus entrañas era parido por mi mano tras una gestación que duró más de dos años. Así creaba yo. Así obraba Dios a través de mí.
Por el momento no tengo más que decir. En la próxima ocasión quizás revele detalles de mi vida anímica, de mis sentimientos, de mis inclinaciones, pero eso, será en otra ocasión. Baste ya por hoy.
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