I
Para cualquiera podría ser un día cualquiera. Un contumaz cielo gris plomizo, ya plomizo y gris desde el amanecer, con una contumaz llovizna que se deja caer vertical y displicente sobre el pavés de las calles espejadas... Gentes con paraguas desplazándose apresurada y mecánicamente de un lado para otro; miradas perdidas, gestos inexpresivos,... todos transportando sus mundos interiores con la mayor de las discreciones. Nada que no sea habitual en uno de tantos días de la incipiente primavera parisiense. Todo comme il faut; al fin y al cabo se trata de Paris.
Pero para Héctor no sería un día cualquiera. Él lo sabía. Lo intuía. Los acontecimientos, precipitados durante las últimas semanas, así lo anunciaban. Su mirada no parecía perdida, ni su gesto afloraba inexpresivo; su mundo interior bullía, y eso se reflejaba en su apariencia: en su rostro, con un cierto rictus de inquietud y preocupación; en su caminar, por el paso resuelto y al mismo tiempo vacilante, como si en su interior algo se negara a dar el paso que debía dar; en que iba sin paraguas, ajeno a la fina pero fría lluvia que acabaría por empaparle, cubierto únicamente con la gorra de oscuro tartán que disimulaba su incipiente calvicie...
Mientras cruzaba por Le Pont Neuf, contemplando el tranquilo transcurrir de la corriente salpicada de infinitesimales surtidores, y, al fondo, la familiar silueta velada de las chatas torres de Nôtre Dame, recordaba, en una fluida sucesión de imágenes encadenadas, todo lo acaecido en este último mes; ese extraño y, por momentos, onírico periodo en que su vida se había puesto patas arriba, y que, esperaba, tuviera un desenlace en las próximas horas. En Le Procope esperaba encontrar respuesta a las múltiples preguntas surgidas en los días anteriores, así como calmar una desazón que fue creciendo a medida que se desgranaban esos días hasta convertirse en un íntimo desasosiego que llegó a alterarle el sueño.
II
Como suele ser habitual cuando se produce lo fantástico, todo comenzó, por azar, en uno de esos paseos que Héctor realizaba al albur de su ánimo por calles poco concurridas, no solo de su Montmartre residencial, sino allende la otra orilla de La Seine. Propio del espíritu moderadamente curioso y discretamente aventurero con que le proveyó la naturaleza, se adentraba por toda vía que partiendo de los ajetreados boulevards le condujera hacia lo desconocido, lo nuevo, el hallazgo maravilloso o simplemente el detalle sorprendente: una fachada inusual, un balcón insólito, un jardín exótico, un portal misterioso, un color, un olor, un sonido, chocantes... eran suficientes indicios para atraer su atención y obligarle a cambiar de ruta en pos del reclamo.
En este caso había sido un olor. Mientras paseaba un domingo por la mañana temprano por le Boulevard Saint Germain, a esa hora tranquilo y silencioso, llegó hasta él un aroma vagamente familiar y agradable, a medio camino entre la sutileza floral del jazmín y la untuosa densidad animal del almizcle. Husmeó el aire. Desanduvo los pasos, volvió a girar, y determinó que el olor procedía de una calleja que se abría en medio de la línea de fachada traspasando un edificio de cinco plantas por medio de un pasaje con techo en forma de bóveda de cañón. Lo cruzó y se adentró por ella. No vio a nadie. Se trataba del típico espacio entre manzanas que, sin constituir calle, proporcionan luz a las partes más alejadas e interiores de los bulevares. Más corredor que paseo, a él suelen dar las puertas traseras de los locales cuya fachada mira al bulevar, y a él se abren otros locales, donde se ubican negocios más modestos, que buscan adrede mayor privacidad por muy diferentes motivos, o bien por ser locales cuya renta, obviamente, es más asequible.
Caminando por un suelo de pavés que más parecía calzada romana que calle adoquinada se detuvo ante una puerta donde no solo no desaparecía el olor que perseguía sino que ganaba en potencia y complejidad: al jazmín y al almizcle, se le unía ahora el matiz cítrico de la bergamota, junto a un ligero toque balsámico a... sí, a estoraque -inconfundible por ser ingrediente utilizado en ese bálsamo con el que se untaba el pecho de los niños resfriados-, y otro aroma raro e indescriptible que no pudo reconocer. La puerta en cuestión, de vieja madera rebarnizada mil veces, con cerradura y pomo de latón sin brillo y ligeramente oxidado, estaba inserta en un muro de ladrillo enlucido simulando piedra que hacia arriba se continuaba hasta una altura de dos pisos rematado por uno de esos canalones cóncavos de zinc que evitan que el agua de lluvia caiga directamente del tejado a la calle; en medio del muro, tanto en la planta de calle como en las plantas superiores, estrechos ventanales mal cerrados por cuarterones desvencijados daban la sensación de abandono; el umbral despejado y el perfume procedente del otro lado de la puerta lo desmentía. Allí adentro había algo o alguien que no guardaba relación aparente con el lugar, lo cual atrajo poderosamente la atención de Héctor.
III
La adicción de nuestro amigo por los aromas le venía de lejos. Ya en la niñez el mundo accedía a él a través de su fino olfato. Criado en un viejo y amplio caserón de pueblo, antigua casa de postas, enseguida asoció los diferentes ámbitos con su marco odorífero específico: ya fuesen las antiguas cuadras, donde se alojaban las caballerías, se encerraban los cerdos, y donde se ensilaba el heno; ya los desvanes donde se acumulaban polvorientos muebles y cachivaches de muy diversos materiales; ya el corralón de suelo empedrado donde crecía orgullosa una parra y a dónde daban el gallinero y el retrete; ya las habitaciones del piso superior, ahora vacías, de lo que fuera hostería; ya las estancias interiores de la vivienda: el largo portal que comunicaba la calle con el corral y que servía de almacén ocasional, el salón comedor con su caldera de cisco o piñón, la cocina con sus fogones de hierro fundido, la despensa con anaqueles de obra colmados de mercancías, los húmedos dormitorios, la luminosa y aireada salita de recibir; todo tenía su sello aromático, su gama de matices fácilmente reconocibles. Podría decirse que el mundo del Héctor niño fue un mundo misterioso, únicamente revelado a través de sus aromas. Muchas veces jugaba a explorar aquél caserón con los ojos cerrados orientándose por el único sentido del olfato.
Más de una vez su madre lo reñía, censurando su manía de oler todo lo que comía. Algo de razón no le faltaba a la buena mujer, pues fue un mal comedor -lo que se llama un tiquis miquis-, y no pocas veces se resistía a ingerir la comida del plato solo por el olor que desprendía; aunque no lo hubiera probado nunca antes. Olía los alimentos antes de cocinarlos, incluso los que para el común de los mortales no tienen olor, como las legumbres secas o la pasta de trigo duro, el arroz blanco o las patatas sin mondar; por supuesto, las verduras, las frutas, las carnes, el aceite, las especias... todo, absolutamente todo pasaba por el filtro de su nariz. Hasta la tierra, las distintas tierras por las que jugaba o pasaba, ya fueran arcillosas, calizas, humus rico en aromas amoniacales o los cañaverales donde se dedicaba con los amigos a cazar ranas en aguas estancadas cubiertas de verde légamo; el musgo que cubría el centenario mortero de los restos amurallados de su pueblo, las escorias que se hacinaban en los depósitos de la estación, las pinadas que cercaban el castillo, los árboles a los que se subía -olmos vetustos, álamos temblones, falsas acacias, nervudos plataneros, cada uno con su olor singular-; la lluvia al caer, el pelo húmedo, la ropa mojada -y sus distintos matices, ya fuera algodón, lana, cuero o tejido sintético-. Llegaba al punto de olisquear incluso el agua que bebía -y esto antes de que se potabilizara al agua de grifo-, identificando la época del año a la que correspondía, ya fuera por la mayor o menor densidad de materia en suspensión, o por el recuerdo de los lodos que tuviera antes de su filtración: el sabor terroso de primavera, el deje levemente corruptible de verano, el aromático de otoño, el insípido de invierno.
IV
No es extraño que con el tiempo acabara atraído por una de las dos misiones a las que una nariz sensible pueda destinarse: el mundo del perfume o el de la gastronomía. La vida le abocaría al segundo de ellos, si bien no de manera profesional sino por simple gusto de sistematizar y desarrollar una capacidad innata que le hacía disfrutar sobremanera y que le provocaría no pocos momentos de éxtasis sensorial.
Accedió al mundo del vino muy temprano y de la mejor manera posible, pues el primer caldo que saboreó su paladar fue el más prestigioso de los que por entonces se elaboraba en las riberas de un río, el Duero, famoso por criar en sus aluviales terrazas varios de los mejores vinos del mundo. Era costumbre que, cuando en la casa familiar la economía ya lo permitió -y eso sucedió cuando Héctor abordaba la adolescencia-, en los ágapes Navideños, una botella de este preciado mosto fermentado acompañara los corderos, pavos o capones que arribaban a la mesa pascual. El agradable efecto ensoñador que le proporcionaba la degustación de aquel corpulento y redondo elixir amoratado actuó de acicate para adentrarse cada vez más en el descubrimiento de un inmenso caudal de sensaciones organolépticas. No pudo tener mejor introductor al mundo dionisíaco... y, por medio de él, al de la percepción ultrasensorial que la sutileza de determinados aromas le proporcionarían.
No obstante enfocar su capacidad sensitiva hacia la gastronomía, no dejó de sentirse atraído por el inagotable universo de los perfumes. Gozó, como tantos, con la lectura de aquella pequeña maravilla que escribiera Patrick Suskind, narrando las vicisitudes de un portentoso Jean Baptiste Grenouille obsesionado con la elaboración del perfume definitivo que concitara la seducción irremisible de quien lo oliese, hasta el punto de hacerse perdonar los más execrables crímenes. Indagó en las entrañas de la composición y elaboración de sustancias aromáticas: la extracción de los absolutos, las diluciones que permitían obtener aromas agradables de las concentraciones caústicas, las compatibilidades olorosas,... Empero, lo que más le atraía era el poder de los aromas sobre las emociones, más allá de su efecto seductor o repulsivo, su capacidad para influir en los estados de conciencia. Ello le indujo a consultar en archivos y bibliotecas textos referentes al tema, antecedentes históricos de lo que para él era obvio; pero todo lo que encontró fueron, en el mejor de los casos, ensayos de contenido alquímico que ofrecían poca credibilidad, entre ellos algunos apuntes de Nostradamus, quien combatiera eficazmente epidemias (la del carbón provenzal, verídicamente documentada) o revocara infertilidades (la de Catalina de Médicis, quien tras once años sin conseguir concebir, tras la administración de la triaca tuvo diez hijos de seguido) a base de fórmulas magistrales -mejunjes imbebibles, al decir de algunos, obtenidos de las más diversas fuentes minerales, vegetales o animales-; no dudó, Héctor, incluso en escribir a la patria del perfume, Grasse, en busca de datos sobre esta relación aroma-espíritu que barruntaba no solo posible, sino segura. Poco obtuvo de sus pesquisas con el rigor suficiente para satisfacer su académico escepticismo. Hasta que... aquel día, de modo fortuito, siguió un aroma que le conduciría ante una enigmática puerta sita en una calleja aledaña al Boulevard de Saint Germain.
(continuará)
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