V
Apenas había cumplido los tres años cuando les dio el primer susto. Su cuerpecito se abatió como el de una marioneta a la que se ha cortado los hilos. Gracias a que el episodio le sobrevino en la trona, justo antes de comer, no sufrió ningún golpe. Con la cabeza inclinada hacia adelante, sobre la bandeja de la alta silla, y los bracitos colgando a los lados, daba la impresión de haberse quedado súbitamente dormido. No tenía signos de rigidez, ni convulsiones; quedó como si alguien lo hubiera desenchufado. Lo zarandearon pero el niño no despertaba. Parecía estar ausente, como si su consciencia hubiese huido dejando allí el sustrato material al que pertenecía. Lo llevaron a la cama antes de llamar al médico. Le tomaron el pulso, su corazón seguía latiendo regularmente, aunque con latidos más débiles y espaciados; los ojos permanecían cerrados, los párpados relajados,... no perdió el color, pero sí el calor. El aliento empañaba el espejo de mano que le aplicó su hermana adolescente ante la naricilla, aún levemente respingona -tal y como había visto hacer en aquellos films de serie B, cuando se querían comprobar las constantes vitales: pulso, ojos y aliento, siempre en este orden, como una reiterada e invariable fórmula, como un infalible test vital.
Volvió en sí antes de que el doctor llegara. Miró a su alrededor y sonrió viendo todas las caras de preocupación en torno a él: su madre, que sentada en la cama le acariciaba una manita; su padre, que con ceño fruncido estaba de pie junto a la cabecera; el abuelo que lo miraba como si nunca hubiera visto un niño; sus hermanos mayores, que observaban curiosos; y la aya, que mostraba ojos y mejillas húmedas mientras con las manos mantenía una punta del blanco delantal tapándose la boca.
El médico, tras examinarlo, determinó que sin duda se había tratado de un prematuro episodio de epilepsia infantil atípica. Deberían enviarlo al hospital para confirmar su diagnóstico. De todas formas, no estaría de más -recomendó- que tomara baños de sol y un suplemento vitamínico, cuando la madre le hubo informado de su mal comer.
A partir de aquel día los episodios se sucederían con periodicidad variable: lo mismo estaba semanas sin padecer ninguno, que caía en la languidez dos veces seguidas con pocos días de diferencia. Ni qué decir tiene que en el hospital no hallaron causa ninguna que justificase esos estados de ausencia pasajera -nunca duraban más allá de unos minutos, o incluso segundos-, ni tras ese primer episodio, ni tras los que sobrevinieron después. Se le analizó el sistema nervioso, el hormonal, el centro del sueño, el del equilibrio, se le hicieron análisis de todo tipo,... sin ningún resultado; todo completamente normal. Tan solo el peso era un poco inferior a lo que correspondía, pero nada más. Tras las variadas pruebas y observaciones acabarían achacando tales episodios a alteraciones temporales, de origen bioquímico e impredecible, de la glándula pineal que provocaban en el niño episodios de oscurecimiento consciente, sumergiéndole en un estado semejante al del sueño profundo. No se encontró explicación a la bradicardia ni al descenso de temperatura durante las crisis, salvo el de un menor requerimiento metabólico en tal estado pseudo-catatónico; tampoco se la encontraron a la curiosa circunstancia de que al volver en sí lo hacia siempre con una radiante sonrisa iluminando su cara; como si regresara de una fiesta...
Dado que no parecía revestir gravedad, y que los episodios se anunciaban con una especie de ensimismamiento que permitía al niño detener su actividad y buscar el acomodo de un lugar seguro donde pasar el trance, su familia, amigos, maestros y conocidos en general, sin dejar de observarlo, se acostumbraron a las ocasionales ausencias, esperando su regreso para continuar con la actividad abruptamente abandonada.
VI
El niño creció: delgado, pálido, taciturno. Huía del sol incluso en invierno, por ello su piel siempre mostraba una palidez casi cristalina. Inteligente, tímido, pero audaz, no desdeñaba la compañía de familia y amigos, pero le gustaba jugar en soledad, y no era extraño verlo deambular por campos, jardines o ribazos entregado a una de sus distracciones favoritas: olisquear. Husmeaba todo lo que caía en sus manos, ya fuera del reino animal, vegetal o mineral. A veces, un determinado aroma le mantenía ensimismado, temiendo, quien con él estuviere, una de sus ausencias, pero este ensimismamiento era diferente al heraldo de la languidez; era una especie de recogimiento consciente, atento, que se producía con los ojos abiertos, estando de pie, sentado o tumbado, y parecía obedecer más a un proceso de asimilación cognoscitiva, de análisis, de atención, que de dejadez o abandono.
Ya en el colegio mostró un interés -y aprovechamiento, todo hay que decirlo- desmesurado por las Ciencias Naturales y Aplicadas, sobre todo la biología, la botánica o la geología; gran facilidad de comprensión matemática y un gran ingenio deductivo que lo hizo dominar la física y la química. Su memoria no se remitía al proceso por el cual se archivan conceptos e imágenes, aprendidos o vividos, ni al establecimiento de asociaciones entre las diversas materias, ni a la mera función de recuerdo que caracteriza a la experiencia, sino que su ámbito se extendía al terreno más impreciso de los olores, y las sensaciones relacionadas con ellos, con un poder de evocación tan asombroso, que lo convertía, a todas luces, en algo totalmente inusual. Se podría decir que en su alma cohabitaban dos universos: el convencional, compartido con todos, de apariencias sujetas a contingencias evidentes; y otro, propio, de astros que brillaban con toda la intensidad de soles aromáticos cuya radiación se expresaba en forma sensorial creando una especie de planisferio emocional de las cosas que le rodeaban, y que constituían aquel otro universo convencional, el de todos.
También demostró un interés nada común por la filosofía; por aquella ciencia -o arte- que basa su cometido en las preguntas sin respuesta, y que constituía -como aprendiera en clase- la más alta ocupación a la que un ser humano podía dedicarse, a decir de aquella sociedad envidiable que fuera germen de la democracia y fundamento de la cultura occidental. Su espíritu flotaba hacia la Academia que fundara Platón, o el Liceo de Aristóteles, donde asistía a aquellas sesiones magistrales que acababan o se continuaban en simposios privados, en que el ingenio se batía, excitado y estimulado por los restantes sentidos, hasta prevalecer o ser persuadido por las armas de la razón; pero, así mismo, no dejaba de sentir una íntima identificación con todos aquellos espíritus libres en el pensar, aquellos pre-socráticos y sofistas que ideaban justificaciones originales al universo y a la vida en él contenida, aquellos espíritus llenos de coraje intelectual que serían tachados de místicos -cuando no de locos, directamente- por los sesudos académicos atenienses.
De esta forma fue construyendo una personalidad acorde, por un lado, con los dos universos que, conciliados, percibía a través de los sentidos; y, por otro, con las dos corrientes, ortodoxa y heterodoxa, con que el mundo de las ideas, el intelecto soberano, interpretaba el lugar del hombre en el mundo.
VII
Se quedó con la mano en alto, a un palmo de la puerta; permaneció con ella así, dos o tres segundos, dudando..., al fin, siguiendo un impulso interior, la bajó. Su curiosidad no llegaba a tanto como para entrometerse tan directamente en un lugar desconocido. Dio un paso atrás, contempló la fachada... no se veía ni se oía nada... solo se olía. Se olía una mezcla de aromas, un perfume disgregado en sus notas singulares, sin llegar a fusionarse del todo en la sustancia compleja que constituye la razón de ser del perfume; era como si las diversas esencias, allí dentro, estuvieran por separado colocadas una al lado de la otra, sin mezclarse. Pensó que quizás se tratase de una especie de almacén de absolutos, de droguería perfumista, desde el cual se expendiesen, bajo demanda, hacia laboratorios donde se elaboran esas mezclas diluidas, eau de cologne, de bajo coste, que se pueden ver en los anaqueles de cualquier perfumería de barrio, o en los grandes almacenes.
Pero, si así fuera, los diversos frascos con sus esencias correspondientes deberían estar herméticamente cerrados... Bien está que hubiese un cierto olor indefinido, una mezcolanza aromática imprecisa, un batiburrillo de aromas solapados, pero lo que le llegaba a Héctor desde el otro lado de aquella puerta eran aromas de gran calidad, netos, limpios, puros, a esencias florales, vegetales, animales,... y a aquel matiz indescriptible que no podía reconocer.
Decidió realizar otras averiguaciones antes de llamar. Abordaría aquel misterio indirectamente.
Para alguien ajeno al mundo de los aromas le resultará fútil tomarse todas estas molestias por un simple olor; si uno, además, ha de preocuparse de su trabajo diario, de su familia, de sus estudios, en una palabra, de sus preocupaciones cotidianas, es posible que le dijera a nuestro amigo Héctor, si no tenía algo mejor que hacer. Pero cada cual es cada cual, y bien está que cada cual se cree sus propias preocupaciones. Nuestro recién descubierto aficionado a la gastronomía y al mundo del perfume llevaba tiempo investigando a cerca de la relación existente entre el aroma que ciertas sustancias ejercen sobre los estados anímicos de las personas que los portan o los sufren, es lógico que sintiera curiosidad por algo que le causaba extrañeza, referente al tema en cuestión. Solo quien haya experimentado el dominio de una obsesión puede comprender esto; y más, cuanto más se resista la satisfacción que uno espera obtener del objeto de su obsesión, ya sea éste el afán coleccionista, el amor de una mujer, o la resolución de un misterio.
Otro olor menos enigmático y más prosaico empezó a invadir aquel estrecho corredor empedrado. Héctor giró la cabeza y se dio cuenta de que al otro lado de la calleja -de donde provenía el aroma intruso- se encontraba el acceso trasero de un famoso café-restaurant de París, Le Procope. Este acceso daba directamente al café, que a esa primera hora de la mañana estaba aún vacío y con las puertas abiertas. Las cocinas comenzaban a funcionar: se preparaban los caldos, los fondos, las reducciones, las salsas, les pot au feu, la repostería,... el proceso de su alquimia, la transmutación de las materias primas en productos sofisticados dignos de degustación comenzaba a dejarse sentir en su forma más sutil: el aroma.
Pronto una troupe de proveedores tomarían el pasaje, y otra barahúnda de olores se añadirían a los de los fogones, enmascarando aún más aquellos que con delicada intensidad salían a través de aquella puerta cerrada. Resolvió abandonar el lugar y dedicarse a establecer una estrategia. De momento, le pareció buena idea tomar un café en Le Procope; quizás allí podía averiguar algo del local situado enfrente, algo más alejado del bulevar y, por lo tanto, más cercano a la rue Saint André des Arts.
(continuará)
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