El Guerrero Prehistórico
De la humanidad el alba,
irisado, lisonjea
un cerebro que ya sabe,
y sabe porque ya piensa.
Amaneció para el hombre
cuando alumbró su conciencia,
cuando supo que la vida
al llegar la muerte, cesa;
cuando sintió qué era el miedo
sin tener peligro cerca;
cuando surgió una pregunta,
y otras muchas detrás de ella,
rebotándole en la mente
sin hallar una respuesta;
cuando, en fin, protagonista
se creyó de la Gran Feria.
Así dio comienzo todo,
y, con todo, la pendencia:
ese disputar constante
por los bienes de la Tierra,
por el agua, la comida,
por el fuego, por las hembras,
por el área de la caza,
o el amparo de una cueva.
Al principio, con las manos,
y después, con armas cruentas,
el hombre, en constante lucha,
se fue abriendo una ancha brecha;
al espíritu gregario
se le agregó la estrategia
-el pensar cómo vencer
sin sufrir daño ni ofensa-.
Pero, acerquemos el foco,
fijémonos en la escena...
Aquí está El Primer Guerrero
que a la tribu bien lidera;
lo de menos es su nombre,
un gruñido quizás fuera
que, al oírse entre la tribu,
infundiera reverencia.
No se elige nunca al líder
por tamaño o fortaleza,
sino a quien es más capaz
ejerciendo de estratega,
aquel que mejor esgrima
el arma de más potencia,
esa que posee el hombre
enfundada en su cabeza,
el arma más afilada,
más incisiva y certera,
la que le hará más humano:
su implacable inteligencia.
Aquí está (no hagamos ruido),
desplegando su destreza
-y a los hombres que le siguen-
a la caza de una presa.
Viste pieles sin curtir
de alimañas y otras bestias,
y porta lanzas de fresno
aguzadas con raederas.
Es, su apariencia, robusta
-pecho fuerte, espalda recia,
piernas cortas, brazos largos-,
mas se mueve como fiera:
acechando sigiloso
a la presa desatenta,
-como ya a dientes de sable
tantas veces hacer viera-.
Cuando estima que es llegado
el momento, se revela,
grita, corre y acomete,
los que le siguen cooperan,
la presa intenta escapar...,
mas la fuga le condena
pues a sus pies cede el suelo
que, mentido, trampa cela.
Los hombres gritan victoria
saltan, bailan, hacen fiestas,
felicitan al gran líder
con gruñidos y zalemas.
Pero un olor les detiene;
su celebración silencia...
el líder husmea el aire,
los demás también husmean.
De pronto, todos se paran,
y, girando sus cabezas,
descubren a unas figuras
hurtarse tras unas peñas.
Los declaran enemigos
la asechanza y la cautela,
y el olor reconocible
que su origen evidencia:
es la tribu convecina,
con la que tienen contienda,
la misma que les porfía
agua, fuego o mejor tierra,
(compartiendo solo el aire,
de momento, pues no vuelan;
aunque un día ha de llegar
que del aire harán palestra).
Nuestro guerrero se encara,
amenaza, balancea
su cuerpo aún sudoroso,
y, determinado, espera...
Ya de entre las peñas salen
quienes instigan pelea:
por hacerse con la caza
y disputar preeminencia.
El Guerrero se prepara,
tensa el cuerpo, lanza eleva,
los suyos hacen lo mismo
(en su jefe la fe es ciega).
Aunque son más los intrusos,
y de extraordinaria fuerza,
portan por todo armamento
garrotes con su corteza,
que golpean contra el suelo
causando gran estridencia,
al tiempo avanzan gritando
mientras los dientes enseñan...
Blandiendo hacia atrás la pica
el Guerrero la proyecta
contra el que parece ser
mandamás de la caterva:
un homínido monstruoso
de profusa pelambrera
que más tiene de gorila
que de humana procedencia.
Con un grito de dolor,
que es más berrido que queja,
se hace funda de la lanza
aquel ser de estampa horrenda.
Sus compinches que lo ven
en sus intenciones cesan
y despavoridos huyen
como almas que el diablo lleva.
El Guerrero, enardecido,
en el pecho se golpea
con la mano que fue heraldo
de tan mortal mensajera.
Ahora sí celebran todos,
por duplicado, la fiesta:
la derrota del contrario,
y la obtención de despensa.
Mas, de soslayo, El Guerrero
echa una mirada, mientras,
al que, inmóvil, ya parece
de su propia muerte, esquela
(algo siente en su interior
que le turba aunque no sepa
elucidar su sentido,
algo que le desconcierta...).
La comitiva al completo
hacia la cueva regresa,
porteando la comida
y la expresión satisfecha;
en sus torvos ojos luce
el fulgor de mil centellas,
y en sus primitivas mentes
una imagen rara y nueva:
la de ver cómo El Guerrero,
grave y solemne, cubriera,
a quien matarlo quería,
con un túmulo de piedras.
Fin del Guerrero Prehistórico
-o-o-o-