XIV
Confidencias en Le Procope
Es curioso cómo nos puede cambiar el foco de nuestro interés vital atendiendo a las circunstancias puntuales, fortuitas e inesperadas, que ese mismo fluir por la vida nos depara. Si bien, siempre he creído que existe una inteligencia no percibida, no directamente consciente, que es quien dirige o encamina nuestros pasos. Sucede a veces que creemos orientarnos en una dirección determinada, cuando, de improviso, algo ocurre que nos desvía de esa orientación prevista -y elegida- para conducirnos a un derrotero sustancialmente diferente al que creía uno dirigirse; pero, lo curioso, es que si no hubiéramos elegido esa orientación, no habríamos topado con lo imprevisto, que nos estaba esperando ahí, agazapado, acechando nuestro paso, para saltar sobre nosotros y modificar nuestro destino. Por tanto, uno nunca está seguro del todo de haber elegido, decidido u optado, siendo plenamente consciente de hacia dónde realmente nos llevaría tal elección, decisión u opción; quizás la elección sea inconsciente, enmascarada en una apariencia engañosa que tenga su justificación en causas subconscientes, soterradas, escondidas (esos miedos o anhelos que todos vamos acumulando desde que nacemos y que son, en resumidas cuentas, tan determinantes en los momentos decisivos).
Cuando Héctor cruzaba por el fronterizo Pont Neuf el Rubicón en que se había convertido la Seine desde que decidió embarcarse en aquella aventura, no dejaba de pensar hacia dónde le llevaría todo esto. Su innata curiosidad había sido siempre más especulativa que práctica, su anhelo de aventura, más intelectivo que físico; aunque como suele suceder en estos casos, quien así siente, esconde un íntimo deseo de vivir lo que imagina, y solo una timidez que va más allá de los justificable puede explicar la aparente contradicción. Esta vez la timidez tuvo que echarse a un lado, o, mejor dicho, no pudo asomarse siquiera a la voluntad decidida de Héctor por vivir lo que estaba viviendo, le llevara a donde le llevase.
Qué circunstancias sean necesarias para provocar en nosotros la supresión de las barreras, la salida a campo abierto, el abandono de la torre de marfil en que habitualmente nos encastillamos, e ir en busca de lo desconocido, eso es algo demasiado complejo como para intentar desarrollarlo aquí. Simplemente diré que, en un momento determinado de nuestra vida, eso sucede de forma natural, sin proponérnoslo, pero imperativamente; cuando así ocurre suele coincidir con un movimiento íntimo del corazón que ha sentido la llamada, el canto de sirena seductor, ante el que no cabe resistirse y que tan pronto nos puede arrojar contra las afiladas rocas, como nos puede conducir a paraísos inimaginables.
Llegó pasado el mediodía, que anunció, puntual y melódico, el carillón de Nôtre Dame mientras cruzaba el puente plasmado en lienzo una y otra vez por Pisarro. Como español, Héctor, tenía costumbre de almorzar más tarde, pero sabiendo que estaba en París, y, suponiendo que Le Procope en esto sería tan parisino como cualquier otro restaurante de la ciudad, prefirió llegar temprano y tomar un aperitivo a hacerse esperar. No se equivocó. Sebastien le saludó y le ofreció el cóctel de bienvenida que ese día correspondía al menú. La persona que quería presentarle llegaría en cualquier momento. Le condujo a una de las salas en que las mesas estaban más separadas unas de otras y le acomodó en una que ocupaba el rincón que ofrecía la posición más estratégicamente privilegiada del local. De frente y al fondo, los ventanales que daban directamente al bulevar -es decir a la fachada principal de Le Procope- dejaban pasar esa túrbida luz, ligeramente velada, de los días nublados que tanta fama han dado París .
El cóctel era una acertada combinación de espumoso -muy posiblemente un brut nature de pinot-, cítricos, hojas de salvia y unas gotas de angostura. Sencillo y perfecto para cumplir su función aperitiva.
Mientras saboreaba con detenimiento y delectación el aperitivo no pudo evitar las cábalas que bullían en su mente -con efervescencia tan patente como la de la bebida que estaba degustando- a cerca del personaje que iba a conocer. Si debía satisfacer su curiosidad sobre lo que se encontraba tras aquella puerta que parecía transpirar perfume, y debía esclarecer, así mismo, el emblemático misterio que albergaba aquella otra apenas simulada en el vano de la escalera, debería ser alguien, cuanto menos, interesante -quizás un masón, un maestro de alguna logia relacionada de alguna manera con aquel lugar-; pero,... ¿Y el perfume? ¿Qué pintaba allí un producto tan... aparentemente frívolo, en relación con una organización tan presumiblemente seria? ¿Qué significaba aquella alusión al plural expresada por Sebastien el día anterior cuando dijo: "preferimos tenerlo de nuestro lado..."? ¿Se trataba, tal vez, de alguna organización delictiva que temiera ser descubierta? ¿Algún laboratorio clandestino dedicado a la elaboración de esencias de alta gama para perfumería que actuara al margen del fisco? En estas estaba cuando apareció Sebastian precediendo a un hombre de mediana edad, pelo castaño entrecano, que andaba de manera peculiar, como si flotara, sin apenas bascular las caderas; vestía ropa informal: suéter gris oscuro de lana inglesa y pantalones chinos marrones, un pañuelo de colores cálidos alrededor del cuello le daba un aire chic e intelectual. Héctor se levantó cuando le tuvo ante sí adelantando su mano ofrecida al saludo; aquel hombre de edad indefinible -ahora que lo tenía cerca aspiró el aura intemporal que Laurent había adquirido con los años-, se la estrechó con medida cordialidad. Sonreía con aquellos labios finos -más afinados aún con el tiempo- de una manera tan diáfana que daba un aspecto a su cara aún más desconcertante: ojos grandes y claros, muy abiertos, verde-grisáceos, nariz ligeramente aguileña, absolutamente lampiño y de tez nívea -tal parecía que su piel no hubiera estado nunca expuesta al efecto de los rayos del sol. Aquella cara... tenía algo raro, a pesar de la sonrisa franca.
Sebastien hizo las presentaciones con esa mezcla de elegancia y calidez que ya Héctor conocía bien y que tanto contribuía a favorecer la confianza en la comunicación. Después se retiró.
Los dos hombres se sentaron y se observaron durante un par de segundos. Ninguno de los dos era de ese tipo de persona que rompe el hielo hablando del tiempo, o cualquier otra fruslería semejante.
-Por lo que parece Uvd posee buen olfato, además de sensibilidad, si hacemos caso a las referencias que he recibido por parte de nuestro común amigo -inició la conversación, de modo directo, Laurent; para proseguir...-. Probablemente a estas dos se sume otro rosario de virtudes más. Las personas sensibles suelen tener su vida llena de matices. Eso y curiosidad, claro. Sebastien me ha hablado de su curiosidad; en absoluta malsana, sino... audaz.
Héctor sintió de inmediato la seducción de aquella voz perfectamente modulada, una voz de claro timbre y precisa inflexión, una voz que parecía provenir directamente del intelecto que la gobernaba, sin intermediarios, sin aparato fonador, sin articulación, como una emanación sonora del pensamiento. En definitiva: era una bella voz que auguraba un gran poder de convicción. Debería estar alerta.
-Le agradezco sus palabras. Efectivamente, soy un hombre curioso, pero solo en aquellos temas que son de mi interés y en la medida que la cortesía, el decoro, o mi seguridad me lo aconsejan. Siempre antepongo el derecho a la intimidad o privacidad de mis congéneres a mi propio interés. No soy chismoso, si a eso se refiere, ni atrevido, mucho menos, desvergonzado; pero si veo un resquicio, si se me abre una puerta, entonces, no tengo inconveniente en pasar. En cuanto a mi nariz y mi sensibilidad en general, deduzco, por estos breves minutos que llevamos juntos, que a Uvd no le son ajenas estas... características, llamémoslas, fisiológicas.
Los dos sonrieron mientras entrechocaban sus cónicas copas de cóctel deseándose el obligado !Salud!.
-Creo que vamos a gozar de una buena comida -repuso Laurent, mientras degustaba pausadamente la frescura pétillant del combinado-. Al menos no habremos de andar mordiéndonos la lengua a la hora de expresar nuestras sensaciones -y, bajando la voz- (como debemos hacer habitualmente cuando compartimos mesa con comensales menos... digamos, sensorialmente sensitivos...)
-O majaderos, como dirían otros -puntualizó Héctor, profiriendo una risa cómplice que secundó Laurent.
Des Petits Choux Salads, Crème de Crevettes, abrieron la contienda como una salva graneada de sabor a mar envuelta en una sutilísima y crujiente masa de choux que se deshacía en contacto con la saliva.
Por lo que parecía, tendríamos un serveur dedicado a nuestro servicio. Un muchacho de poco más de veinte años, de modales impecables y movimientos perfectamente aprendidos: se movía con la gracilidad, exenta de servilismo, de un gran profesional, a pesar de su juventud (ah!, París, París). Fue el encargado de presentar, descorchar y servir -tal y como mandan los cánones de la gracia y el buen gusto, con una mano a la espalda- el Chablis que iniciaba la parte más espiritual de la comida. Era un chardonnay soberbio, fresco, pero untuoso, con la densidad propia de esta subzona de Borgoña, enclavada al norte, en el Yonne, de terrenos calcáreos, plagados de restos crustáceos que una vez pertenecieron al fondo del mar (de aquí el recuerdo salino de su post gusto). Acompañaría perfectamente al primer plato...
Pero antes de que éste llegara, y tras alabar las virtudes del chablis (primero, sometiéndolo al previo juicio de su exigente nariz; y, después, a la definitiva sanción de su paladar), nuestros gourmands convictos y confesos, ya habían entrado en materia.
-¿Qué le gustaría descubrir primero: el aromático enigma que esconde la puerta de la calleja, o el masónico misterio que hay tras la puerta del vano de la escalera? -dijo Laurent, dejando con suavidad la copa del chablis sobre la mesa y mirando a Héctor con aquellos ojos sin pestañas. -¡Eso era!, reparó, por fin, Héctor: sus ojos... aquella mirada... su rostro... Le recordaba a un búho; de hecho se sintió, en ese momento y en cierta medida, un incauto ratón dando cuenta de una apetitosa comida mientras dos grandes ojos lo observan al acecho... Pero, descubrió algo sorprenderte: le gustaba; esa sensación de exposición a un riesgo le causaba un íntimo placer que le hacía gozar aún más ese momento. A la urdimbre de la aventura gastronómica se hilvanaba, en apasionante recamado, la trama de un hilo cuya naturaleza aún ignoraba pero que intuía rara y valiosa.
-¿Hay alguna conexión entre ambas?
-La hay; aunque de modo accidental, pero la hay. Podía muy bien no haber existido, pero, si así fuera, probablemente Uvd y yo no estaríamos aquí, no nos hubiéramos conocido. Por lo que es una suerte que la haya, ¿no? -Héctor asintió con un gesto sutil, y esperó-.
Laurent, tras recibir el asertivo mensaje, continuó.
-Antes de comentarle nada acerca de terceras personas (cosa que deberé hacer cuando le hable sobre la puerta del vano), creo conveniente ponerle en antecedentes sobre la índole de mi implicación en todo esto. Al fin y al cabo, yo soy el causante, en gran medida, de la ensalada de aromas que Uvd ha detectado procedentes de la puerta de la calleja. Mi protagonismo en lo que se cuece tras la otra puerta es circunstancial, temporal, si bien determinante (al menos para mí; en qué medida lo pueda ser para los demás eso es algo que no me pertenece calibrar).
Laurent le habló de su infancia, de sus languideces, de los resultados negativos en las múltiples pruebas diagnósticas realizadas, de su determinación para hallar una respuesta a sus ausencias involuntarias sometiéndose a un auto análisis, de sus búsquedas infructuosas, en un primer momento, de sus hallazgos interiores, de su barruntar hacia dónde encaminar sus pesquisas, de su asociación con los aromas (quizás un detonante provocado por el estímulo sensorial del nervio olfativo que de alguna manera ejercía una influencia sobre la glándula pineal), de su dedicación a una labor analítica, valga clasificación, de los aromas para intentar hallar el causante de ese detonante, de su análisis introspectivo... Todo ello mientras daban cuenta de un espléndido Homard Grillé à l'Estragon, perfecto de punto -carne ligeramente crujiente y plena de sabor marino, con ese punto de caramelizado que solo dan las brasas bien aplicadas- y sabiamente matizado por el delicado sabor anisado de esta artemisia que parece haber sido creada para maridarse perfectamente con los más exquisitos frutos del mar.
No obstante estar ubicados en la zona más alejada, Héctor pudo apreciar cómo el Maître iba emplazando por toda la sala a los clientes que llegaban, pero respetando una zona de seguridad; es decir, dejó sin ocupar las mesas inmediatas a la que ellos ocupaban. Se ve que había consignas al respecto: se pretendía la mayor confidencialidad. Le Procope, de todas formas, era lo suficientemente grande como para no tener problemas de aforo; varios comedores públicos y otros tantos privés eran difíciles de llenar salvo en fechas muy señaladas, a pesar de tratarse de París.
Retirado el servicio del pescado y dispuesto el de la carne -realizado con coreográfica maestría por el hábil ganímedes que estaba a su exclusivo servicio-, y cambiadas las copas de blanco por las de tinto -aquellas copas de cristal tan fino y tan puramente traslúcido que parecía contuvieran el líquido por arte de magia-, le serveur les presentó un Latour à Pomerol (el Gran Cru no clasificado de esa prestigiosa región de margas arcillosas; lo que le hace uno de los vinos más apropiados para disfrutar de la zona vinícola más exclusiva del mundo, tras Borgoña, y equiparada a sus vecinos del Médoc, sin tener que poseer una cuenta millonaria). Héctor no sabía qué pensar. ¿Estarían tratando de ganar su voluntad a base de halagar su sensibilidad de gourmet? ¿Querrían someterle a una prueba, hacer que bajara la guardia para que les confiase sus más íntimas intenciones o pretensiones? Desde luego no podían emplear método más efectivo, pues si por algo se caracterizaba aquel bohemio de Valladolid era por su irreprimible tendencia al agradecimiento: cuando alguien lo halagaba, podía estar seguro que lo pagaría con creces. El vino que, por supuesto, le cupo el honor de catar era, en la copa, una explosión de aromas frutosos -cassis, frambuesas-, especiados del roble de tostado alto -clavo, pimienta negra-, empireumáticos -humo de cedro, sotobosque-, balsámicos, apuntes de lácteos como yogur de frutillas del bosque; ya en boca se mostraba corpóreo, redondo, casi aterciopelado, un deje de elegante amargor final devolvía un retro-gusto pleno de las reminiscencias olfativas; en resumidas cuentas, un gran vino para una singular ocasión. De lo que estaba seguro es que las sensaciones que ahora disfrutaba, fuera cual fuese el resultado de aquel ágape, nunca se le olvidarían; es lo que tiene la memoria sensorial, su capacidad de evocación, su poder de permanencia,... y de traslación a través del tiempo y del espacio. No sabía hasta qué punto, en esta ocasión, este aserto cobraría cuerpo, un cuerpo increíblemente sugestivo, extraordinario y prodigioso.
Y llegamos al momento crucial de la comida, en lo gastronómico y en lo informativo: en el plato, un chateaubriand jugoso, de color rojo encendido en el centro pero milagrosamente hecho, acompañado de pommes de terre soufflés y una isla de Sauce Béarnaise impecablemente emulsionada sobre la que aparecía una lluvia de hojitas de perifollo, invitaba a realizar todas las confidencias del mundo arrebatado por la sublimación de una carne resucitada para mayor gloria de la gastronomía, sublimada su condición cadavérica a la de portadora de gracia sápida, de empírea condición que unos paladares exigentes como aquellos sabrían apreciar, dignificando su procedencia. Por otra parte, la conversación entró en una fase más profunda, más... reveladora.
-¿Es portentoso, verdad Héctor?
-¿El qué? -contestó, éste, barruntando ya a qué apuntaba su compañero de mesa.
-El proceso, la transformación, la transmutación, a la que el ser humano somete las materias primas que empleará en su alimentación. Ha llegado a tal grado de sofisticación que frecuentemente se olvida que se come para mantener las funciones vitales; ya no se come como un mero acto de nutrición, de reponer la energía consumida, no, se come para disfrutar, para estimular nuestra emotividad, con fin hedonista, pero no de mero disfrute sensorial. Creo que lo que más apreciamos es su valor como ocasión de una aventura emocionalmente placentera, de categoría casi espiritual. Lo que menos importa es la digestión, esos procesos químicos que se hacen al abrigo de nuestra consciencia; lo realmente importante es el disfrute mientras los aromas, las texturas, los sabores, hasta los colores, impactan nuestra sensibilidad y nos hacen gozar de una experiencia sensorial equiparable a la sexual o a la que se experimenta en una aventura; de hecho una comida (como esta) tiene todas las característica de una peripecia vital en la que se descubren nuevos territorios de nuestro panorama sensitivo, haciéndonos sentir, por tanto, algo así como conquistadores o exploradores de los espacios ignotos, aún por descubrir, en la vasta inmensidad de nosotros mismos. Y esta aventura comienza en ese doméstico laboratorio que es la cocina, con técnicas, métodos, instrumentos, utensilios, y utilizando esa áurea proporción entre el tiempo y el fuego, como lo haría un químico, o, mejor, un alquimista, para sublimar, o purificar, la materia extrayendo de ella su quintaesencia.
Héctor no podía creer lo que estaba oyendo. ¡Si eran sus propios pensamientos! Cogiendo la copa de vino, la levantó invitando al brindis...
-Brindo por eso, monsieur. Yo no lo hubiera expresado mejor. -y, seguidamente...- ¿Puedo hacerle una pregunta... (para empezar)?
-Por supuesto, amigo mío -por primera vez empleaba esa fórmula, utilizaba la palabra "amigo"- Estoy aquí para contestar sus preguntas... en la medida que me sea posible.
-¿Qué pretende realmente descubrir con sus investigaciones acerca de sus languideces, como Uvd las llama? Y, si me permite, una segunda pregunta: ¿Qué relación tiene esto con las esencias que hay detrás de esa puerta? y, ya puestos a preguntar... ¿Y esa relación con la masonería?
-Bien, Héctor, veo que su curiosidad aprovecha el resquicio. En cuanto a la primera pregunta, he de contestarle, por ahora, que mi intención es desentrañar el mecanismo por el cual se producen mis estados de aparente postración no para intentar evitarlos, sino para poder controlarlos y reproducirlos a voluntad... -aquí se calló, para observar la reacción de Héctor. Éste solamente detuvo su cadencioso masticar el delicioso chateaubriand, al tiempo que lo miraba a los ojos-.
-Sí, amigo mío, mi intención es controlar el proceso, dirigirlo. Lo entenderá cuando le hable a cerca de la naturaleza de esas ausencias. Pero, primero, déjeme que le conteste a las otras dos cuestiones. La segunda pregunta se contesta sola con la información que ya posee: las esencias son de fabricación propia. Tras esa puerta, no se equivoca en sus suposiciones, hay un... digamos laboratorio casero, donde obtengo esas esencias y realizo otra serie de experimentos que, quizás, le cuente más adelante, con el fin de hallar una fórmula magistral, la fórmula que realice la función de detonador del estímulo que provoca mis estados; ya que una de las conclusiones a las que he llegado como resultado de mis primeros años de investigación (aproximadamente hasta mi entrada en la universidad como estudiante de Química y Filosofía) es que esos estados están directamente relacionados con un cierto aroma percibido, un aroma complejo, no un simple. En cuanto a la tercera pregunta, no es corto ni fácil de contar, pero, como espero que nos sigamos viendo, le iré poniendo al corriente a medida que me acompañe en este viaje. De momento le puedo decir que estos señores, masones, por supuesto, de una logia perteneciente al Gran Oriente de Francia y a la que, por deferencia, me he unido, han puesto en mis manos documentos y contactos decisivos para mis objetivos. Según dicen ellos mismos, si alcanzo por fin lo que ansío, toda la humanidad se verá, con ello, beneficiada. Siento la extensión en mi respuesta, y, a pesar de ello, también siento la falta de concrección. Creo, no obstante, que para colocarlo en situación, es suficiente.
Ahora sí, Héctor, dejó los cubiertos en la mesa (apenas restaba un último bocado de la espléndida carne), para, seguidamente echarse hacia atrás contra el respaldo de la silla, y, dejando caer los brazos en su regazo, mirarlo de hito en hito, . Después se sirvió un poco más de vino, llevó la copa a su nariz, inhaló detenidamente, cerró los ojos, los abrió, dio un sorbo a aquel rubí fluido, lo paladeó, y rompió el silencio que reinó durante toda esta secuencia (sólo ojos dialogando), para decir
-¿Me está hablando en serio? ¿Quiere que crea que Uvd es una especie de alquimista moderno que va tras la piedra filosofal? ¿No cree que somos ya bastante mayorcitos para jugar a estas historias? La cosa iba bastante bien hasta que hemos llegado a este punto. Ahora creo que, una de dos: o Uvd está bromeando, y me está poniendo a prueba otra vez (quizás sea más irónico de lo que me ha demostrado); o está metido en un buen lío con su propia mente -y se calló para sí la tremenda decepción que estaba experimentando.
-Tenía prevista esa reacción, mi querido amigo. No me he equivocado con Uvd., yo, no. Efectivamente es algo difícil de creer, inverosímil, hasta estrambótico, si me apura. Por eso ya había tomado mis precauciones y preparado mi coartada (debo decirle que sin su permiso, cosa que deploro, mas inevitable; ahora comprenderá por qué), una prueba que le hiciera creer lo increíble. Somos seres humanos, seres humanos con una gran sofisticación en las relaciones sociales, en nuestra vida cotidiana, dependemos de demasiadas cosas, hemos de aprender a confiar, pero, por lo mismo, como mecanismo de defensa, estamos preparados para reaccionar con desconfianza e incredulidad ante lo... extraordinario, ante lo que se escapa a nuestras referencias, aquellas entre las que nos sentimos seguros.
Lo que le voy a contar ahora quiero que lo escuche bien, que lo asimile bien, no tenga prejuicios, abra su horizonte intelectivo y sensible (los dos a un tiempo). -En este punto detuvo su discurso, como midiendo las palabras exactas que seguidamente iba a pronunciar-. ¿Recuerda el sueño que tuvo la noche en que estuvo en Le Procope por primera vez, es decir hace dos días? ¿Recuerda una presencia extraña? ¿Una presencia que lo llevaba a conocer lugares para Uvd desconocidos que un ser trazaba con escuadra y compás, sacándolos de la nada? ¿Recuerda la luz, el puente de luz, el vehículo de luz, que le permitió viajar al interior de aquellos personajes de la Ilustración que dialogaban sentados a una mesa de este café-restaurant? Lo recuerda ¿verdad?
Héctor, mientras oía el relato pormenorizado del sueño que tuvo dos días antes y que nadie podía conocer, puesto que a nadie lo había contado, sintió cómo se le erizaba el vello, cómo un escalofrío recorría su espalda... Después se levantó de la mesa como un resorte, como si el asiento de repente se hubiera transmutado en parrilla donde unos minutos antes se cocinaba el chateaubriand; se volvió a sentar, como privado súbitamente de fuerza. Miraba a la mesa, miraba a Laurent, miraba al local, alternativamente; volvió a escanciar más vino, y, esta vez, se lo llevó a los labios sin olfatearlo, lo bebió de un trago.
-¿Quién es Uvd? -alcanzó a balbucear.
(Continuará)
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