El Sueño de Endimión
...Ya fuere rey de Élide --como aseguran los elisios--, ya pastor de Caria --como atestiguan los milenses--, ya primigenio astrónomo --como quiere Plinio el Viejo--, o ya rey destronado, exiliado y reconvertido pastor escrutador del empíreo en las abruptas laderas del Monte Latmos, donde, para más señas, en una cueva tenía casa y cobijo --como, conciliadores, defienden los adictos al sincretismo--, lo cierto es que, desde este bucólico y privilegiado lugar (cónica atalaya asomada al Egeo), todas las noches observaba el firmamento, y en especial a la luna, de la que, irremediablemente subyugado por su influjo --y tal vez acuciado por la soledad--, acabaría enamorado. Como también cierto es --si hemos de creer la leyenda referida por el antedicho Plinio, y nunca desmentida-- que la proverbial belleza de Endimión, quien solía tenderse desnudo a la puerta de su cueva para sumergirse en el sueño dejándose abrazar por la luz de su amada, seduciría a su vez a Selene, conmovida y excitada por tan entregado y apuesto galán, que se deleitaba en amarlo mientras éste dormía. Hasta tal punto llegó el amor de la diosa por Endimión que pediría al padre de los dioses, Zeus omnipotente, le conservara la belleza sin marchitarse durante toda la eternidad, a lo que el primero en el Olimpo accedió, mas con la condición de que la eternidad la pasara dormido, por lo que dotó al hermoso mancebo de sueño eterno. Desde entonces Endimión vive eterna y dulcemente, al abrigo de su cueva, en el Reino de los Sueños del que nunca sale y donde todas las noches es visitado y amado con argentina pasión por la pálida e insaciable Luna. Fruto de esos amores son las Menaes, que en número de cincuenta designan los meses lunares que intermedian cada Olimpiada.
Este prodigio, que tiene lugar, como ya se ha dicho, en el Monte Latmos, puede comprobarse en las noches de plenilunio. Pues, a decir de quienes se aventuran esos señalados días por sus agrestes laderas, en el silencio luminoso de la noche, se oyen, en las cercanías de una cueva que allí hay cercana a la cima, los gemidos y jadeos con que el placer de los amantes sin reparos se manifiesta. También se dice que las parejas de los alrededores hasta allí se encaraman las citadas noches en busca de tan deleitosa sinfonía por mor de alentar y excitar sus propios deseos, por lo que podría concluirse que el Monte Latmos posee una bien ganada fama de monte lujurioso; al que peregrinan, así mismo --y por dicha, más que justificada, razón-- quienes sienten decaer el ímpetu genésico (líbido, de otra forma, para los modernos), algunos alambicados imitadores de Onán, y, por supuesto, simples voyeurs que intentan pescar en caladero ajeno.
Aunque hay quien alternativamente sostiene que tales sonoras señas de amor las arranca el dios del viento, Eolo, al acariciar y penetrar las oquedades, hendiduras y conductos de la así estimulada y gutural gruta (lo que no solo no quita motivo sino que lo añade para la variopinta peregrinación en pos del asegurado y fricativo goce).
Yo, que no soy nada sospechoso de abrigar fantasías gratuitas, estimo que tanto una como otra versión tienen de Verdad lo que estime conveniente la credulidad, la necesidad, el lirismo o la calentura de quien las dé pábulo. Ni quito ni pongo rey, por tanto.
Apuntes de Mitología Parda. Héctor Amado
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...¿Cómo describir lo extraordinario sin caer en la pretenciosidad ni en la exageración? ¿Cómo esperar del auditorio credulidad cuando lo que se ha de decir pertenece más al mundo de la gratuita fantasía que al de las verdades con que se compra habitualmente la realidad? Troquelados en la ceca de la imaginación, los hechos que seguidamente se relatarán lo mismo pudieran ser considerados tesoro de incalculable valor que moneda falsa, depende de que quien los reciba reconozca su curso legal o, al contrario, los estime fraudulentos. Lo que en último caso, y en rigor, ni les quita razón de ser, ni les cuestiona posibilidad; lo mismo que el tailandés que rechaza un sol peruano no lo desvaloriza por ello, aunque sea incapaz de reconocer, en esa moneda que desconoce, valor alguno; no por ello el sol peruano, en Perú, deja de ser la moneda oficial. Pues bien, a lo que voy. Siendo franco y honesto he de prevenir acerca de la disposición con que se ha de tomar el contenido de esta tercera y última entrega del relato. Cuando hablo al inicio de "extraordinario" con ello quiero apuntar a un blanco que se haya fuera del campo visual de la "normalidad", de eso que suele considerarse como "ordinario" (aquí no entraré en el círculo vicioso de cuestionar qué se pueda tener por universalmente ordinario. Lo que para unas culturas puede serlo, en otras no lo será; siempre, ineludiblemente, acabaremos por convenir que depende reiterativa y tozudamente de la convención). Por tanto hemos de admitir que debemos confiar en la buena dirección del tiro (flecha, saeta, proyectil de trayectoria necesariamente parabólica), porque no podremos comprobar, con los sentidos habitualmente empleados para ello, lo acertado de nuestro intento (me refiero a la comprensión o aceptación, lo que implica veracidad, de lo que aquí se dirá). La disposición, pues, deberá de ser de total apertura y exención de prejuicios. Sólo así uno podrá dejar que los hechos relatados hablen dentro de él (acierten o no el blanco). Aquél que no esté preparado para admitir la posibilidad de que lo fantástico está mechado en nuestra vida mucho más de lo que nos creemos, de entrada, ya adelanto, errará el tiro. Pues ¿qué es aquello que denominamos convencionalmente la realidad? ¿Lo que nos hace sangrar? ¿lo que nos provoca hambre, sed, calor, frío? ¿Y quién dice que estas realidades no están mediatizadas por las convenciones? ¿Se puede creer que un Dios Único pueda encarnarse en un mortal, someterse a martirologio y, después, resucitar para volverse a subsumir en sí mismo, y en cambio no se debería creer en duendes, hadas, unicornios, teletransportación o multiversos simultáneos a éste que conocemos y reconocemos? ¿Quién, con la suficiente e incuestionable autoridad, lo determina? En resumen: la disposición para asistir a la escena final que, en forma de largo capítulo, resolverá el misterio de la desdoblada personalidad de Héctor/Raquel, la aparición y desaparición de lugares por arte de birli-birloque, o los insospechados saltos en el tiempo, deberá de ser la del niño al escuchar un cuento, mas un niño con experiencia que reconozca contenidos y emociones, que pueda establecer analogías y conexiones, es decir, reclamo simpleza de espíritu y complejidad de razón, pero, sobretodo, confianza.. en que la moneda no es falsa..
...En el capítulo anterior (4) del presente relato dejamos a un confundido Héctor sentado en un vetusto banco de piedra, en mitad de la noche, esperando algo que sin lugar a dudas debía suceder. Su intuición, ese sexto sentido que él tenía muy desarrollado, pero de modo tan difuso que realmente no le servía para prevenir los acontecimientos, sino para justificarlos después, le decía que debía estar allí, en aquel banco, en aquella noche (en esto, nuestro amigo, no se diferenciaba mucho de un mal adivino o un economista, que barruntan acontecimientos críticos en situaciones críticas, pero sin entrever lo que realmente ha de ocurrir, limitándose a pronosticar vaguedades o generalidades o, en el summum del descaro, aventurar una cosa y la contraria sirviéndose del siempre aliado y maleable lenguaje embozado, cuando no de la estupidez en quien no es capaz de detectar la vulgar estratagema). Las señales recibidas durante todo el día, el cúmulo de sucesos inexplicables que desde el alba, como brotados de las fuentes del sueño, le venían ocurriendo de forma continuada hasta la noche, parecían apuntar indefectiblemente hacia donde se encontraba en ese momento: aquel rincón apartado del Parque Grande que ahora, amparado en la oscuridad envolvente y en la sugestión vigilante, semejaba irreal cenador, pórtico de sombras o recóndita logia. A medida que la luna se alzaba y la blancura de su alma cobraba fuerza y presencia estaba claro que las tinieblas tenían perdida la batalla. Héctor recordó haber visto en el periódico, en la página donde se reseñan el tiempo, la agenda y las efemérides, que la fase lunar de aquella noche era la que correspondía al plenilunio. Así pues, sus ojos sensibilizados a la tenue luz, ante el pórtico comenzaron a hacerse visibles sendas, árboles y espacios de un parque mágica y sutilmente iluminado: un sol de medianoche más parecía que luna. El silencio que hasta ese momento acompañó al apagamiento general, poco a poco cedió el paso a un murmullo in crescendo en el que parecían hablar todas las cosas. La ligera brisa en la cara reveló a Héctor que el rumor quizá proviniese de las temblorosas hojas acariciadas por un suave y cálido zéfiro nocturno levantado de improviso. Portaba el airecillo tal voluptuosidad que parecieran delicados dedos de éter pasando sus yemas sobre las cosas. Abruptamente, un fuerte aleteo lo sobresaltó: ante él, en la abierta copa de un atípico pinsapo, majestuosa y solemne, se había posado una enorme lechuza. Sus enormes ojos, que parecían llevar la luz con ellos, lo miraron con fijeza. Poseían aquellos ojos la intensidad y amplitud de dos lucernas abiertas hacia el universo infinito. Héctor no podía separar, a su vez, la mirada de aquella otra que lo penetraba --pues era lo que hacía: penetrarlo--. Tras unos minutos de aquel mirarse recíproco, las membranas nictitantes del símbolo de Atenea se corrieron como tupidos velos que ocultasen un escenario... Con ello las lucernas apagaron su luz, pero Héctor sintió como si, por medio de este hecho, aquellos esplendentes ojos se hubieran instalado, ya decididamente, en su mente o su consciencia: ahora estaban dentro de él, los sentía escudriñar en su interior, mirar en sus rincones y recovecos. Los percibía como esos focos de batiscafo que alumbran las profundidades marinas: revelando lo oculto, lo olvidado, lo largamente sedimentado e impertubablemente quieto... De una similar manera, parecían buscar algo, algo de lo que él no era consciente, pero que intuía importante; quizá se tratase de la clave que aclarara por fin ese disturbio de la realidad sufrido a lo largo del día. Los focos se detuvieron: orientaron su luz hacia una zona oscura de su conciencia... Allí descubrieron lo que parecía el umbral de una caverna. Se acercaron, aumentaron su potencia. Efectivamente era la entrada de lo que parecía una disimulada gruta. Daba la sensación de que, de alguna manera, lo que allí dentro hubiese, se había querido arrumbar, esconder, soslayar... La entrada estaba tan tenaz y reiteradamente obstruida que fuera lo que fuese que allí se ocultase, debía ser algo muy terrible o muy vergonzoso, la personificación misma del horror. Eso pensaba Héctor, que, a todo esto, contemplaba la alucinante escena como si se hallase en un palco preferente de su alma, disfrutando de las evoluciones de aquellos ojos luminosos en su afán revelador: era, por decirlo pronto, espectador de su mismo contemplar, y era, también, el escenario donde aquella obra se estaba representando. Los ojos de la lechuza (¿eran de lechuza?) lograron introducirse entre las exiguas fisuras de aquella entrada. Héctor comenzó a sentirse mal, pero se sentía mal no con signos físicos, sino con una especie de mareo emocional, y a la vez intelectivo. A medida que los focos penetraban por el estrecho corredor que mil pesadas losas de voluntad inconsciente intentaban obliterar, la inquietud, la angustia, el miedo, comenzaron a crecer en él. Estaba temblando, acudían a su consciencia evocaciones de tiempos olvidados, de sensaciones sepultadas, de vivencias que no recordaba. Todo muy vago, pero con la suficiente entidad como para causarle malestar. Intentó huir, retroceder, salir de aquel corredor... Pero no pudo, estaba atenazado, encadenado a los focos que, haciendo caso omiso de su turbación, seguían adelante, adelante, adelante... Hasta que llegaron, tras torcer un último (¿?) recodo de prejuicios inconscientes, a un espacio diáfano aunque en penumbra. Parecía una celda, pero, al mismo tiempo, no tenía paredes, ni techo, ni suelo, mas sí límites (¡vaya si tenía límites!), unos límites como barrotes de espanto, invisibles rejas de horror, que parecían encerrar a un ser agazapado, allá, al fondo. Los focos alumbraron hacia aquella forma: algo o alguien hecho un ovillo temblaba presa de frío o pánico... Se acercaron aún más (Héctor estaba sufriendo arcadas, vértigos, más no desmayó): era un niño (¿o una niña?), un niño que gimoteaba, la cabecita escondida entre las piernas, y éstas abrazadas por unos bracitos de alambre. La luz de los focos, la luz de los ojos de la lechuza, la luz, la luz, la luz, iluminó a aquel niño que gimoteaba...
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Y Héctor sintió que estaba llorando. Las lágrimas que caían por sus mejillas se convertían en diminutos ríos de plata iluminados por la pálida luz de la luna que los delicados dedos de la brisa, aplicándolos solícita, secaba antes de caer al vacío. Allí, frente a él, bajo la copa del pinsapo donde seguía, hierática, la lechuza, estaba el niño gimoteante de su conciencia, aún hecho un ovillo, pero silencioso. La lechuza volvió a descorrer el tupido velo de sus enormes ojos, y de ellos volvió a salir la luz: una luz argentina, lunar, mágica, extrañamente radiante, que inundó la pequeña bola extraída de la conciencia de Héctor: el niño comenzó a moverse, se desovilló, alzó la cara y Héctor lo vió. Sí, amigos míos, era él, él mismo, en una edad, en un instante, en una experiencia vital ya olvidada. Había en los ojos de aquel niño el rastro de una súplica, y también el rescoldo de una ilusión calcinada. Se miraron durante unos instantes: Héctor a sí mismo, de cuando niño temeroso. Intentaron reconocerse, no sé si lo lograron, pero, como suele suceder con las miradas sostenidas, desembocaron en una sonrisa: la de Héctor, tierna; la del niño, inocente. Es extraño, pero no sabría decir, quién consolaba a quién (porque de consolar se trataba, claro). El niño se puso de pié: su cuerpecito flaco, sus bracitos de alambre, sus piernecitas extrovertidas, sus ojos enormes (más de mirlo que de lechuza). Avanzando sobre la floresta se llegó hasta donde estaba sentado quien sería bastantes años después. Se abrazaron, se fundieron en sí mismos, siendo el mismo pero desglosado en otros: ya otro, aún otro. Durante una eternidad de abrazo, Héctor escuchó, por boca de quien fuera alguna vez pero al que durante tanto tiempo había mantenido amordazado en una oscura celda en lo más recóndito de su conciencia, el relato de su gran secreto: aquél tanto tiempo olvidado, escondido, sepultado; por vergüenza, por miedo, por ignorancia o por culpabilidad. Tras la liberadora confidencia, el niño, tristemente sonriente, le cogió de la mano y le condujo hacia donde estaba la lechuza. Ésta los había estado mirando todo el rato, enfocando todo el rato, iluminando todo el rato. Al acercarse a ella, ésta comenzó a transmutar su forma: Héctor y el niño se miraron. Éste, con la mirada, parecía decir a su yo futuro --ahora presente-- que no temiera, que confiara. Volvieron la vista hacia la revelación... Ante ellos, luminosa, esplendorosa, nívea, bellísima, apareció Jennifer Connelly sentada en la rama del pinsapo, nimbada de plata etérea; su piel satinada parecía conservar aún parte del suave y estriado plumón de la nocturnal rapaz. Los miraba, ya no con ojos de inasible infinito, sino con ojos sensuales cargados de pícara, mas franca, expresión. Héctor creyó reconocer en aquella mirada su propia mirada. Qué curioso, era la primera vez que se daba cuenta de ello. Con un grácil movimiento, Jennifer Connelly se deslizó desde la rama al suelo. ¡Era aún más bella de lo que recordaba Héctor! Obviamente, se encontraba espléndidamente desnuda, como desnudo estaba el niño, y como, por supuesto, lo estaba él (no sabía adónde habrían ido a parar sus ropas, ni cuando se desposeyó de ellas). Aquella sublime mujer avanzó hacia ellos, y extendiendo los brazos los invitó a ceñirse a su cuerpo. Héctor, que ahora siempre miraba primero al niño como pidiendo aprobación o parecer, tras detectar en la pura mirada infantil de su yo sin prejuicios ni contaminación la señal inequívoca de la aprobación, aceptó la invitación y se fundió a aquella aparición en un entregado abrazo sin saber --ni temer, ya-- qué ocurriría después.
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Despertó cuando aún no había amanecido. Alguien lo zarandaba suavemente en el hombro:
--Vamos, buen hombre, levántese, que no se puede dormir aquí. Dentro de nada pasará la policía y si lo ve en este lugar dormido tendrá problemas. Yo que usted al menos me sentaría. Que no dé la sensación de que ha pasado aquí la noche, Porque ¿Así ha sido, no? ¿Ha pasado aquí la noche?
Tantas palabras lo aturdieron, no sabía si procedían aún del sueño o eran las Erinias quienes así lo despertaban. Abrió los ojos. Se incorporó. Sumergido aún en el torpor de una noche densa, observó a la joven que, enfundada en el mono gris y amarillo fosforescente de los empleados de la limpieza, se dirigía a él. Ella, cuando se dio cuenta de que aquel tipo estaba volviendo trabajosamente de un profundo sueño le sonrió (no olía a alcohol, luego el aparente desconcierto que mostraba debía tener otras más interesantes motivaciones). Héctor creyó reconocer aquella sonrisa, pero no recordaba con claridad a quién pertenecía, ni con quién la asociaba.
--Disculpe señorita. Sí, ya, ya me levanto. Tiene usted razón, este no es el sitio ideal para pernoctar. Si le digo la verdad, no sé cómo he llegado a dormirme aquí. No, no lo recuerdo.
Se miró, como, recordó, ya hiciera otra vez el día anterior en muy distintas circunstancias: sus zapatos de cuero color cuero, su camisa blanca --ya no tan pulcra-- con las mangas remangadas hasta los codos, sus pantalones color tierra --arrugados--. Todo estaba en orden.
--Bueno, le dejo, yo sigo con mi trabajo --dijo la chica observando el ensimismamiento y la perplejidad en que parecía sumido aquel desmentido Endimión--. Espero que recuerde cómo llegó a quedarse dormido sobre este banco de piedra --y al decir esto, dejó entrever unos blanquísimos dientes enmarcados por una maravillosa sonrisa antes de reemprender su marcha con el carro de la basura.
"¡Ya está! Sí, ya recuerdo" --se dijo, Héctor--, esa bonita, limpia y franca sonrisa, esos ojos verde claros, esas cejas negras sin apenas depilar, esa blancura de piel,.. sí, se parecía, como una gota de agua a otra se asemeja, a: ¡Jennifer Connelly!. Se levantó sobresaltado, el corazón saliéndosele por la boca. Se la quedó mirando, estatuario, mientras se alejaba empujando su carrito. Antes de desaparecer tras la curva de la senda, aquella desconocida, sin mirarle, levantó una mano e hizo el gesto inequívoco de un saludo. Quedó confundido. Tuvo deseos de correr tras ella, de preguntarle, de decirle, de... pero no. Se quedó allí, quieto, inmóvil, enraizado. Su tiempo ya había pasado. Tenía la impresión de que algo en él se había colocado, debidamente plegado, escrupulosamente archivado. De que su conciencia disfrutaba de una tranquilidad más completa. Antes de ponerse en marcha miró hacia aquel banco, después hacia el pinsapo (de forma refleja, no porque recordara algo de lo vivido --o soñado-- durante la noche). Se metió las manos en los bolsos y dio el primer paso. Se detuvo en seco. Sacó la mano derecha del bolsillo del pantalón: en ella había una pluma, una pluma blanca, grande, muy suave y leve, como hecha para surcar el aire nocturno sigilosamente sin causar el menor ruido...
...En el capítulo anterior (4) del presente relato dejamos a un confundido Héctor sentado en un vetusto banco de piedra, en mitad de la noche, esperando algo que sin lugar a dudas debía suceder. Su intuición, ese sexto sentido que él tenía muy desarrollado, pero de modo tan difuso que realmente no le servía para prevenir los acontecimientos, sino para justificarlos después, le decía que debía estar allí, en aquel banco, en aquella noche (en esto, nuestro amigo, no se diferenciaba mucho de un mal adivino o un economista, que barruntan acontecimientos críticos en situaciones críticas, pero sin entrever lo que realmente ha de ocurrir, limitándose a pronosticar vaguedades o generalidades o, en el summum del descaro, aventurar una cosa y la contraria sirviéndose del siempre aliado y maleable lenguaje embozado, cuando no de la estupidez en quien no es capaz de detectar la vulgar estratagema). Las señales recibidas durante todo el día, el cúmulo de sucesos inexplicables que desde el alba, como brotados de las fuentes del sueño, le venían ocurriendo de forma continuada hasta la noche, parecían apuntar indefectiblemente hacia donde se encontraba en ese momento: aquel rincón apartado del Parque Grande que ahora, amparado en la oscuridad envolvente y en la sugestión vigilante, semejaba irreal cenador, pórtico de sombras o recóndita logia. A medida que la luna se alzaba y la blancura de su alma cobraba fuerza y presencia estaba claro que las tinieblas tenían perdida la batalla. Héctor recordó haber visto en el periódico, en la página donde se reseñan el tiempo, la agenda y las efemérides, que la fase lunar de aquella noche era la que correspondía al plenilunio. Así pues, sus ojos sensibilizados a la tenue luz, ante el pórtico comenzaron a hacerse visibles sendas, árboles y espacios de un parque mágica y sutilmente iluminado: un sol de medianoche más parecía que luna. El silencio que hasta ese momento acompañó al apagamiento general, poco a poco cedió el paso a un murmullo in crescendo en el que parecían hablar todas las cosas. La ligera brisa en la cara reveló a Héctor que el rumor quizá proviniese de las temblorosas hojas acariciadas por un suave y cálido zéfiro nocturno levantado de improviso. Portaba el airecillo tal voluptuosidad que parecieran delicados dedos de éter pasando sus yemas sobre las cosas. Abruptamente, un fuerte aleteo lo sobresaltó: ante él, en la abierta copa de un atípico pinsapo, majestuosa y solemne, se había posado una enorme lechuza. Sus enormes ojos, que parecían llevar la luz con ellos, lo miraron con fijeza. Poseían aquellos ojos la intensidad y amplitud de dos lucernas abiertas hacia el universo infinito. Héctor no podía separar, a su vez, la mirada de aquella otra que lo penetraba --pues era lo que hacía: penetrarlo--. Tras unos minutos de aquel mirarse recíproco, las membranas nictitantes del símbolo de Atenea se corrieron como tupidos velos que ocultasen un escenario... Con ello las lucernas apagaron su luz, pero Héctor sintió como si, por medio de este hecho, aquellos esplendentes ojos se hubieran instalado, ya decididamente, en su mente o su consciencia: ahora estaban dentro de él, los sentía escudriñar en su interior, mirar en sus rincones y recovecos. Los percibía como esos focos de batiscafo que alumbran las profundidades marinas: revelando lo oculto, lo olvidado, lo largamente sedimentado e impertubablemente quieto... De una similar manera, parecían buscar algo, algo de lo que él no era consciente, pero que intuía importante; quizá se tratase de la clave que aclarara por fin ese disturbio de la realidad sufrido a lo largo del día. Los focos se detuvieron: orientaron su luz hacia una zona oscura de su conciencia... Allí descubrieron lo que parecía el umbral de una caverna. Se acercaron, aumentaron su potencia. Efectivamente era la entrada de lo que parecía una disimulada gruta. Daba la sensación de que, de alguna manera, lo que allí dentro hubiese, se había querido arrumbar, esconder, soslayar... La entrada estaba tan tenaz y reiteradamente obstruida que fuera lo que fuese que allí se ocultase, debía ser algo muy terrible o muy vergonzoso, la personificación misma del horror. Eso pensaba Héctor, que, a todo esto, contemplaba la alucinante escena como si se hallase en un palco preferente de su alma, disfrutando de las evoluciones de aquellos ojos luminosos en su afán revelador: era, por decirlo pronto, espectador de su mismo contemplar, y era, también, el escenario donde aquella obra se estaba representando. Los ojos de la lechuza (¿eran de lechuza?) lograron introducirse entre las exiguas fisuras de aquella entrada. Héctor comenzó a sentirse mal, pero se sentía mal no con signos físicos, sino con una especie de mareo emocional, y a la vez intelectivo. A medida que los focos penetraban por el estrecho corredor que mil pesadas losas de voluntad inconsciente intentaban obliterar, la inquietud, la angustia, el miedo, comenzaron a crecer en él. Estaba temblando, acudían a su consciencia evocaciones de tiempos olvidados, de sensaciones sepultadas, de vivencias que no recordaba. Todo muy vago, pero con la suficiente entidad como para causarle malestar. Intentó huir, retroceder, salir de aquel corredor... Pero no pudo, estaba atenazado, encadenado a los focos que, haciendo caso omiso de su turbación, seguían adelante, adelante, adelante... Hasta que llegaron, tras torcer un último (¿?) recodo de prejuicios inconscientes, a un espacio diáfano aunque en penumbra. Parecía una celda, pero, al mismo tiempo, no tenía paredes, ni techo, ni suelo, mas sí límites (¡vaya si tenía límites!), unos límites como barrotes de espanto, invisibles rejas de horror, que parecían encerrar a un ser agazapado, allá, al fondo. Los focos alumbraron hacia aquella forma: algo o alguien hecho un ovillo temblaba presa de frío o pánico... Se acercaron aún más (Héctor estaba sufriendo arcadas, vértigos, más no desmayó): era un niño (¿o una niña?), un niño que gimoteaba, la cabecita escondida entre las piernas, y éstas abrazadas por unos bracitos de alambre. La luz de los focos, la luz de los ojos de la lechuza, la luz, la luz, la luz, iluminó a aquel niño que gimoteaba...
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Y Héctor sintió que estaba llorando. Las lágrimas que caían por sus mejillas se convertían en diminutos ríos de plata iluminados por la pálida luz de la luna que los delicados dedos de la brisa, aplicándolos solícita, secaba antes de caer al vacío. Allí, frente a él, bajo la copa del pinsapo donde seguía, hierática, la lechuza, estaba el niño gimoteante de su conciencia, aún hecho un ovillo, pero silencioso. La lechuza volvió a descorrer el tupido velo de sus enormes ojos, y de ellos volvió a salir la luz: una luz argentina, lunar, mágica, extrañamente radiante, que inundó la pequeña bola extraída de la conciencia de Héctor: el niño comenzó a moverse, se desovilló, alzó la cara y Héctor lo vió. Sí, amigos míos, era él, él mismo, en una edad, en un instante, en una experiencia vital ya olvidada. Había en los ojos de aquel niño el rastro de una súplica, y también el rescoldo de una ilusión calcinada. Se miraron durante unos instantes: Héctor a sí mismo, de cuando niño temeroso. Intentaron reconocerse, no sé si lo lograron, pero, como suele suceder con las miradas sostenidas, desembocaron en una sonrisa: la de Héctor, tierna; la del niño, inocente. Es extraño, pero no sabría decir, quién consolaba a quién (porque de consolar se trataba, claro). El niño se puso de pié: su cuerpecito flaco, sus bracitos de alambre, sus piernecitas extrovertidas, sus ojos enormes (más de mirlo que de lechuza). Avanzando sobre la floresta se llegó hasta donde estaba sentado quien sería bastantes años después. Se abrazaron, se fundieron en sí mismos, siendo el mismo pero desglosado en otros: ya otro, aún otro. Durante una eternidad de abrazo, Héctor escuchó, por boca de quien fuera alguna vez pero al que durante tanto tiempo había mantenido amordazado en una oscura celda en lo más recóndito de su conciencia, el relato de su gran secreto: aquél tanto tiempo olvidado, escondido, sepultado; por vergüenza, por miedo, por ignorancia o por culpabilidad. Tras la liberadora confidencia, el niño, tristemente sonriente, le cogió de la mano y le condujo hacia donde estaba la lechuza. Ésta los había estado mirando todo el rato, enfocando todo el rato, iluminando todo el rato. Al acercarse a ella, ésta comenzó a transmutar su forma: Héctor y el niño se miraron. Éste, con la mirada, parecía decir a su yo futuro --ahora presente-- que no temiera, que confiara. Volvieron la vista hacia la revelación... Ante ellos, luminosa, esplendorosa, nívea, bellísima, apareció Jennifer Connelly sentada en la rama del pinsapo, nimbada de plata etérea; su piel satinada parecía conservar aún parte del suave y estriado plumón de la nocturnal rapaz. Los miraba, ya no con ojos de inasible infinito, sino con ojos sensuales cargados de pícara, mas franca, expresión. Héctor creyó reconocer en aquella mirada su propia mirada. Qué curioso, era la primera vez que se daba cuenta de ello. Con un grácil movimiento, Jennifer Connelly se deslizó desde la rama al suelo. ¡Era aún más bella de lo que recordaba Héctor! Obviamente, se encontraba espléndidamente desnuda, como desnudo estaba el niño, y como, por supuesto, lo estaba él (no sabía adónde habrían ido a parar sus ropas, ni cuando se desposeyó de ellas). Aquella sublime mujer avanzó hacia ellos, y extendiendo los brazos los invitó a ceñirse a su cuerpo. Héctor, que ahora siempre miraba primero al niño como pidiendo aprobación o parecer, tras detectar en la pura mirada infantil de su yo sin prejuicios ni contaminación la señal inequívoca de la aprobación, aceptó la invitación y se fundió a aquella aparición en un entregado abrazo sin saber --ni temer, ya-- qué ocurriría después.
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Despertó cuando aún no había amanecido. Alguien lo zarandaba suavemente en el hombro:
--Vamos, buen hombre, levántese, que no se puede dormir aquí. Dentro de nada pasará la policía y si lo ve en este lugar dormido tendrá problemas. Yo que usted al menos me sentaría. Que no dé la sensación de que ha pasado aquí la noche, Porque ¿Así ha sido, no? ¿Ha pasado aquí la noche?
Tantas palabras lo aturdieron, no sabía si procedían aún del sueño o eran las Erinias quienes así lo despertaban. Abrió los ojos. Se incorporó. Sumergido aún en el torpor de una noche densa, observó a la joven que, enfundada en el mono gris y amarillo fosforescente de los empleados de la limpieza, se dirigía a él. Ella, cuando se dio cuenta de que aquel tipo estaba volviendo trabajosamente de un profundo sueño le sonrió (no olía a alcohol, luego el aparente desconcierto que mostraba debía tener otras más interesantes motivaciones). Héctor creyó reconocer aquella sonrisa, pero no recordaba con claridad a quién pertenecía, ni con quién la asociaba.
--Disculpe señorita. Sí, ya, ya me levanto. Tiene usted razón, este no es el sitio ideal para pernoctar. Si le digo la verdad, no sé cómo he llegado a dormirme aquí. No, no lo recuerdo.
Se miró, como, recordó, ya hiciera otra vez el día anterior en muy distintas circunstancias: sus zapatos de cuero color cuero, su camisa blanca --ya no tan pulcra-- con las mangas remangadas hasta los codos, sus pantalones color tierra --arrugados--. Todo estaba en orden.
--Bueno, le dejo, yo sigo con mi trabajo --dijo la chica observando el ensimismamiento y la perplejidad en que parecía sumido aquel desmentido Endimión--. Espero que recuerde cómo llegó a quedarse dormido sobre este banco de piedra --y al decir esto, dejó entrever unos blanquísimos dientes enmarcados por una maravillosa sonrisa antes de reemprender su marcha con el carro de la basura.
"¡Ya está! Sí, ya recuerdo" --se dijo, Héctor--, esa bonita, limpia y franca sonrisa, esos ojos verde claros, esas cejas negras sin apenas depilar, esa blancura de piel,.. sí, se parecía, como una gota de agua a otra se asemeja, a: ¡Jennifer Connelly!. Se levantó sobresaltado, el corazón saliéndosele por la boca. Se la quedó mirando, estatuario, mientras se alejaba empujando su carrito. Antes de desaparecer tras la curva de la senda, aquella desconocida, sin mirarle, levantó una mano e hizo el gesto inequívoco de un saludo. Quedó confundido. Tuvo deseos de correr tras ella, de preguntarle, de decirle, de... pero no. Se quedó allí, quieto, inmóvil, enraizado. Su tiempo ya había pasado. Tenía la impresión de que algo en él se había colocado, debidamente plegado, escrupulosamente archivado. De que su conciencia disfrutaba de una tranquilidad más completa. Antes de ponerse en marcha miró hacia aquel banco, después hacia el pinsapo (de forma refleja, no porque recordara algo de lo vivido --o soñado-- durante la noche). Se metió las manos en los bolsos y dio el primer paso. Se detuvo en seco. Sacó la mano derecha del bolsillo del pantalón: en ella había una pluma, una pluma blanca, grande, muy suave y leve, como hecha para surcar el aire nocturno sigilosamente sin causar el menor ruido...
Fin de El Sueño de Endimión
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GALERÍA
George Frederick Watts
(1817-1904)
Creencias, Simulacros... intermitencias
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Love Steering the Boat of Humanity
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Love and Life (1)
Ophelia
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Paolo and Francesca (1)
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The Creation of Eve
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The creation of Eve
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The creation of Eve
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La Creación de Eva
.Adam and Eve before the temptation
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Eva Tempted (1)
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Eve Tempted (2)