En el post de hoy, más sencillo que de costumbre, quiero hacer un homenaje a un personaje -una mujer- que Héctor Amado conoció durante aquella su estancia en París a la búsqueda de sí mismo, sumergido en la vorágine de amor que le envolvía como a uno le envuelve la brisa en un atardecer de verano al borde del mar.
Recuerdo que fue en uno de aquellos paseos por las orillas del Sena, en que solíamos dialogar a veces y a veces pasear en silencio registrando paisajes y cosas. Al cruzarse uno de los paquebotes turísticos, semi vacío (era un día ligeramente lluvioso de marzo; uno de esos díaas típicos tan parisinos), con la mirada siguiendo la estela del barco, comentó, abstraído y sin mirarme;
- En uno de esos la conocí,
- Conoció, a quién- le dije,
- A Ella- contestó. Y se sumió otra vez en el silencio. Yo, no suelo ser curioso y ante todo respeto los tiempos de los demás. Caminamos unos pasos más sin decir palabra. De repente echó mano al bolso y sacó el pañuelo: En ese momento me fijé en su cara: por su mejilla estaban corriendo, silenciosas, las lágrimas. Me pidió perdón. Se secó los ojos y con un gesto me condujo hasta el muelle donde un paquebote estaba a punto de salir. Solo iba una pareja de jóvenes pipiolos que saltaba a la vista que estaban celebrando su luna de miel.
Nos sentamos en el extremo opuesto al que ocuparon los pipiolos en el salón cubierto, donde las butacas estaban dispuestas como si de un cine se tratara -los que hayan viajado en uno de estos batobuses, saben bien cómo son-.
Allí mientras nos deslizábamos corriente arriba, a la vista del Sacre Coeur, al fondo, como una plegaria de mármol erigiéndose a lo alto, comenzó su relato: oí hablar por primera vez de R.
Me contó que la conoció de modo fortuito a la salida del cine; acababan de poner Un Verano con Mónica, de Ingmar Bergman, la película que supondría el descubrimiento del director sueco por parte de la crítica, y, a la vez la primera aparición de la que llegaría a ser su mujer: una jovencísima y atractiva Harriet Anderson.
Chocó con R sin darse cuenta, iba distraído, probablemente pensando en la película , y chocaron. Fue uno de esos choques en los que, a pesar de llevar abrigo -era invierno- y estar hechos, los seres humanos, en un ochenta por ciento de agua y lo demás tejidos más o menos blandos, saltaron chispas, pero materialmente -me dijo-, quizás la carga electrostática del ambiente, quizás los tejidos que llevaban puestos de sobre-todo, pero él -Héctor- me juró y perjuro, que se oyeron los "chas" de las descargas. Tras un primer momento de duda y perplejidad, con esa cortesía que hacía de este pretendido poeta un auténtico gentleman se disculpó y tras disculparse y mirarla a los ojos supo, en ese mismo momento, que se iba a enamorar de ella.
Dirán todos ustedes los que hayan seguido los relatos que han precedido a éste, cómo es posible que alguien que está turbadoramente enamorado de una musa ausente puede enamorarse de otra mujer; pues se puede, al menos él me lo dijo, y yo sabía que si lo decía aquel hombre que era incapaz de decir una mentira, es que era verdad.
Tras disculparse, invitó a aquella, que se revelaría, singular mujer, a tomar algo caliente al Café Odèon que se encontraba a la vuelta de la esquina. Era un lugar agradable, discreto, al que solían ir los que frecuentaban el cine, antes o después de la sesión.
Me la describió como una mujer aún joven pero que ya no cumpliría los treinta, de estatura media, pelo castaño, bien proporcionada (cuando se quitó el abrigo puedo reparar en los detalles), nariz recta y unos ojos muy vivos, no grandes, pero dotados de tal viveza que los hacía parecer enormes. Ahora sí, estaba seguro, que ya estaba enamorado de ella.
Hablaron de Bergman, obviamente, pero también de jazz del que era una apasionada y verdadera entendida, y también de ellos, de sus vidas, sus gustos,...
Me dijo que hacia el final de la conversación, en la que se dio cuenta que no paraba de mirarle a los ojos, a las manos -que Héctor movía siempre con delicada elegancia como subrayando sus palabras-, a la boca, miraba y miraba -me decía- y no paraba de mirar; cuando no hablaba, claro, porque cuando hablaba, uno no podía sino dejarse azotar por ese caudal de palabras vehementes, apasionadas, con las que se expresaba normalmente, contagiando al interlocutor y conduciéndole a lo narrado como si estuviera él allí. Era una sensación mareante y a la vez muy excitante. Él notaba cómo se le erizaban el vello de los brazos cuando ella esbozaba una de aquellas sonrisas que parecían acariciarte el alma...
En el transcurso de aquella primera conversación sobre R, Héctor me contó una experiencia que Ella tuvo unos años atrás durante un viaje por Estados Unidos siguiendo la Ruta 66.
- Esto te ayudará a comprender cómo era- me dijo.
Este es el relato:
La brisa del Gran Cañón
(Gracias a Musa de la Rire por la aportación de los vídeos)
Elegir un viaje, aparentemente, es fácil; su destino, casi siempre, el deseado. Lo que ya no está tan claro es porqué elegimos ese y no otro, qué deseamos de él, qué buscamos.
Tres amigos optamos hacer parte de la ruta 66, esa que atraviesa los EEUU de este a oeste o de oeste a este, según caiga o se ponga el sol, con un coche alquilado que más parecía de traficantes que de buscadores de sueños. Total, el coche era amplio y cómodo, el necesario para tan largo trayecto, eso sí mirar hacía atrás dentro de él era un verdadero ejercicio de cervicales compensado. Yo, cada vez que miraba hacía atrás veía a un coyote sagrado si iba delante, conduciendo, pero cuando me sentaba atrás a descansar sentía el abismo frente a mí. ¿Serían alucinaciones?
De San Francisco al destino hay casi unos 1000 kms., atravesar el desierto de Nevada, asistir y presenciar ese horror de cartón y luces de neón de Las Vegas fue lo peor, lo peor. La belleza del paisaje alentaba a salir, respirar ese calor, sentir como una navaja el viento. De-sol-ación, nada de vida humana excepto aquellos vehículos que de tarde en tarde se cruzaban.
Recuerdo haber conducido muchas horas y tras el cansancio, al segundo día, sentada atrás, de repente ví unos árboles, sentí la misma sensación que cuando estás en la nieve muchas horas y de repente vuelves a ver vida, color. Como si de una linea horizontal se tratara, acababa el desierto y entrábamos en El Parque del Gran Cañón del Colorado, un bosque precioso, a 5kms de ese comienzo del bosque un grupito de gente se agolpada en un sitio, allí bajé, era la primera vez, jamás se me olvidará.
Aquí, expresar todo lo que sentí me resulta tremendamente difícil, era El Cañón en el área Sur, parte de esa maravilla natural del mundo. Sinceramente yo temblé, el vello se erizó y las lágrimas me dejaron sin voz. Fue así, justamente así, algo sagrado te envolvía.
Allí permanecimos varios días, en un pueblecito llamado Flagstaff. Allí fue mi primer contacto con los indios navajos, con el pueblo indio. La mayoría se dedicaban a la artesanía, pero por las calles y de noche el alcohol a más de uno le llevaba los demonios. ¿Qué hizo el hombre blanco allí?, me preguntaba casi constantemente, para que en tal sitio algunos indios tuvieran esa conducta que lejos estaban de sus creencías,de su fé, de su cultura.
Muchas experiencias viví pero me quedo con aquella puesta de sol, aquel atardecer.
Estaba sola, yo creo que fue por South Rin, me senté en una roca con la satisfacción de poder ver aquella maravilla que me contaban todos los indios y no indios. Yo, en el silencio vi como el sol se iba ocultando en la otra orilla, y aparecieron colores grises, violetas, rosas, amararillos en las rocas y en el río reflejándose. Recuerdo que no podía pensar, absorta, absolutamente abstraída por esa belleza. No sé ni cuánto tiempo pasó, ni si pasó alguien ó algo por allí. Sólo veía, sentía aquel impacto sobre mi alma; la esencia de lo bello, el infinito. Estoy convencida que algo golpeó mi alma.
Cuando anocheció me fui de allí lentamente, sin prisa, sin tiempos, la emoción dentro y fuera, dentro y alrededor, dentro y en todas partes.
Allí se quedaron los libros, la máquina de fotos y más cosas. Cualquier carga molestaba, no lo planée así, pero la naturaleza me recordó la estupidez de la carga del tener frente a la sabiduría de SER.
Ahora, en este instante, al recordar esos momentos, aún sigue emocionándome esa inmensidad.
" He ido hasta el fin de la tierra /He ido hasta el fin de las aguas / He ido hasta el fin del cielo / He ido hasta el fin de las montañas / No he encontrado a ninguno que no sea mi amigo
Proverbio Navajo."
RxR
Tras aquella confidencia-relato, con los ojos humedecidos pero con una sonrisa en la cara, una extraña sonrisa que no se parecía a ninguna sonrisa que yo hubiera visto, me dijo:
- Nunca la toque un pelo, tuvimos una relación de amistad un tanto especial, eso sí, pero fueron dos meses extraordinarios. Con decirte que casi hasta me olvidé de la Muse.
Es que era fantástica, tenía tanta vida interior, era tan, tan,... apasionada, y tan honesta, tan leal, que hubiera sido un sacrilegio intentar nada con ella -nada sexual, me refiero-
Asentí, con gesto incrédulo, pero su mirada penetrante y fija, me convenció de que hablaba en serio.
Quedamos para otro día en el que me contaría qué sucediera durante esos dos meses; aquello que pudiera contar, obviamente, poque él era, ante todo, un caballero.
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Pusieron Música
Creedence Clearwater Revival
Have you ever seen the rain
The Byrds
Turn, Turn, Turn
Mr. Tambourine
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Links de interés
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