2. f. Fingimiento o engaño con apariencia de verdad.
Def. Impostura. DRAE
¿Y qué es la vida sino una impostura?
Héctor Amado
La luz roja parpadeaba con obstinación transmitiendo su turbador destello intermitente inútilmente a la sala de Gestión Interna de Pacientes que en ese momento permanecía vacía; era la hora del coffee-break y la administrativa encargada de los avisos estaba ausente; la jefa de servicio que se quedaba de apoyo cuando aquélla salía, aquejada por una súbita urgencia que la obligó a buscar los lavabos, tampoco se encontraba en su puesto. Cuando ésta volvió, con gesto ligeramente desencajado, colocándose el pelo que le caía sobre la cara en trastocados mechones desprendidos de la coleta, activó el interfono y escuchó la voz destemplada del responsable de la consulta de psiquiatría.
-¿Señorita, dónde demonios se mete usted? ¡Llevo diez minutos llamándola! ¡Avise a enfermería inmediatamente! Necesito a un ATS para que inyecte fenobarbital a un paciente con severa alteración del reflejo de la risa. ¡Ah! y que traiga ayuda, la necesitaremos... ¡Dése prisa! - Ahora mismo, Dr... - llegó a balbucear la Jefa antes de colgar y romper a llorar.
Se acordaría durante mucho tiempo de los excesos de la noche anterior, cuando, de forma harto tópica, decidió ahogar en alcohol la pena de amor no correspondido que se empeñaba en flotar, insumergible, sobre su consciencia de amante insatisfecha. Lo consiguió durante unas horas, pero tuvo que pagar un alto precio por ello: se despertó súbitamente de madrugada, tras apenas un par de horas de sueño agitado, cuando aún era noche cerrada, con la sensación de estar siendo golpeada en el cogote con un martillo pilón cuya onda expansiva le estallara en las sienes amenazando reventar su cráneo y esparcir sus sesos sobre las suavemente perfumadas holandas blancas. Los golpes, claro está, eran los latidos desbocados propios de un cuerpo cuyo sistema circulatorio se encuentra en estado de vasodilatación periférica causada por el alcohol.
Todo giraba a su alrededor cuando, tras descolgarse de la cama, se dirigió trastabillando en busca del botiquín. Se arreó una ampolla bebile de vitamina B12 y una cápsula de paracetamol de 1 gramo. El camino de vuelta a la cama fue como desplazarse en un vagón de metro lanzado a cien kilómetros por hora: caminaba agarrándose a las paredes que se empeñaban en alejarse cuando ella se acercaba o chocaban contra ella cuando las creía lejanas; al fin se dejó caer pesadamente sobre las sábanas revueltas que la acogieron como un abigarrado mar de níveas nubes.
No habían pasado diez minutos cuando una fuerte arcada la hizo precipitarse otra vez en busca del cuarto de baño... que no alcanzaría a tiempo: la mano en la boca no impidió que el vómito se abriera paso hasta el pulido mármol alabastrado del piso cuando aún no había traspasado el umbral del aseo... Allá salieron los martinis "Shaken, not stirred" del aperitivo, las dos copas del Sauvignon Blanc, el Ribera del Duero del que apenas dejó restos en la botella, el Icewine conque acompañó el postre y, sobre todo, los dos gin-tonic tomados en el Bar de Copas; todo este cóctel iba acompañado de los restos sin digerir de una ensalada de queso de cabra y mollejas confitadas de pato, un carré de cordero lechal relleno de sus riñones y ceps y una tulipa de tiramisú con salsa de naranja imperial... Metió la cabeza en la taza del váter donde continuaron los espasmos hasta que ya no salió más que bilis. Se quedó dormida allí mismo, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados en el borde del inodoro. A medida que se hundía en un sueño profundo, su cara se relajó y en su semblante inconsciente se dibujó una sonrisa.
Ya no cumpliría los cuarenta pero aún gozaba de esa lozanía que manifiestan las mujeres cuando son joviales, liberales y francas en el amar. Poseía un físico agraciado y una cara más que agradable, sin llegar a bella; la mirada, extrañamente atractiva por el tamaño de sus ojos y porque sus párpados, ligeramente gachones, la infundían un aire oriental, comunicaba un vitalismo apacible y tranquilizador.
De carácter afable, tendente a risueño, su preámbulo al saludo siempre era una sonrisa. Con esa sonrisa, capaz de iluminar una noche sin luna, ya había ganado tu voluntad; pero cuando habría la boca para apoyar con palabras aquel previo gesto amable entonces la seducción era total, pues su voz poseía esa dualidad de timbre poderoso pero femenino que por un lado atrae y por otro asusta a los hombres no muy seguros de sí mismos, pero que en todos los casos subyuga.
Se podría decir que era una mujer esencial e inevitablemente sonriente. De hecho no poco de su rápido ascenso a Jefa del Departamento de Atención al Cliente, primero; y, por petición propia, al de Gestión Interna de Pacientes, después -menos expuesta pero más comprometida-, se lo debía, a parte de a su innegable capacidad, a esa afabilidad contagiosa predispuesta a ganarse los corazones con facilidad.
Pero hoy tenía un mal día. A pesar de todo, ese momento de debilidad expresado en llanto, solo se lo permitió en la soledad de aquella oficina que servía de enlace al aparato logístico del Hospital. Comunicó rápidamente -pues tan súbitamente como estalló en sollozos pudo reprimirlos- la petición del psiquiatra al retén de enfermería.
No había terminado de emitir su demanda cuando apareció la administrativa andando apresuradamente -un andar trémulo y casi suplicante, como pidiendo excusas por la tardanza-, tal que hacía siempre al volver de uno de los pequeños ratos de asueto que se distribuían a lo largo de la jornada de guardia. Era una chica muy joven -apenas revasaba los veinticinco años- que había ganado el puesto por oposición, a la primera, y que parecía sentir la necesidad de tener que disculparse por todo; una de esas funcionarias tan excesivamente meticulosas en su labor que llegan a ser obsesivas compulsivas, obsesión que provoca no poca incomodidad a quien comparta su espacio vital. Ocupó rápidamente su asiento, no sin echar una mirada de soslayo hacia su Jefa y observar sus ojos enrojecidos: cualquiera hubiera dicho entonces que al percatarse de aquel rasgo delator en la mujer sonriente, la administrativa, había esbozado, a su vez, una ligera sonrisa.
Tres toques secos y firmes precedieron al pertinente: -"¡pase!"-, desde el interior.
Al abrir la puerta les recibió una sonora carcajada. La escena era, cuanto menos, pintoresca: un hombre, presa de incontrolable hilaridad, se retorcía convulsamente sobre una camilla con forma de diván, mientras el doctor, sentado frente a él, lo contemplaba con semblante grave y circunspecto. El contraste entre uno y otro daba a la escena un tinte aún más cómico, por lo que enfermero y celador no pudieron evitar penetrar en la sala de consultas sonriendo.Con no poco esfuerzo pudieron inyectar el sedante a aquel paciente que no paraba de reír, y que reaccionaba al dolor con carcajadas en lugar de quejidos. A los pocos minutos la droga hizo su efecto. El pobre hombre risueño se tranquilizó y se quedó dormido; eso sí: con una amplia mueca sonriente en su cara.
Tras formalizar el pertinente ingreso, lo trasladaron a planta para someterlo a diversas pruebas diagnósticas y observación. Parece ser que el psiquiatra barruntaba algún trastorno bulbar que diera lugar a estos síntomas paratímicos delatores de conductas paradójicas, como reír ante el dolor o descontrol del reflejo emotivo. Se implicó al departamento de neurología: se le hicieron radiografías, tomografías, y arteriografías, fue sometido a escáneres sagitales y horizontales, loncheando su cerebro como si fuese una sarta de mortadela, sin ningún resultado. Aparentemente su bulbo estaba bien, bien su sistema límbico -sin alteraciones en amígdala e hipocampo-, ninguna anomalía en el eje hipotalámico-hipofisiario, ni rastro de vasodilataciones ni vasoconstricciones, ningún trombo obstructor, ningún derrame,... nada, absolutamente nada.
Solo se pudo observar que mientras dormía, en la fase REM del sueño profundo, la sonrisa que siempre decoraba su cara se hacía más amplia y parecía responder a estímulos oníricos, como parte de una implicación activa en los avatares del sueño. A veces la sonrisa llegaba a convertirse en una risa franca, pero sin llegar a la carcajada. En esta fase tanto las ondas theta como, sobre todo, las gamma aparecían con profusión y con una amplitud inusual. Esto atrajo la atención del Jefe del Departamento que se interesó personalmente, con lo que adjuntos, residentes y estudiantes de último curso focalizaron su atención en aquel curioso paciente de sonrisa permanente, frecuente risa, y fácil carcajada.
Cuando despertó y contempló la pared pintada en tono verde pastel sintió la sensación de lo familiar, pero no acertó a adivinar dónde estaba. Al girarse y mirar en derredor descubrió que se hallaba en una habitación de hospital. Del hospital donde ella trabajaba. No recordaba nada. ¿Qué hacía allí?
Poco a poco, fue recobrando la memoria, a flashes, a retazos inconexos,... Lo último de que tuvo consciencia fue de un golpe seco contra el suelo y de una voz posterior que gritaba su nombre, era una voz aguda que parecía provenir de lejos,... Alguien la cogía de la cabeza, la palmeaba la cara, alguien azorado, nervioso, gimoteante,... pero no podía ver quien era, no podía ver nada, todo era oscuridad, y en la oscuridad se sumió... para despertar aquí.
En la habitación no estaba sola. En la cama del al lado había un hombre, un hombre que la miraba sonriendo. Pero era la suya una sonrisa extraña, una sonrisa que llenaba todo el espacio de su cara; más bien parecía que el hombre perteneciera a la sonrisa que viceversa: lo que estaba contemplando era la materialización de la sonrisa; no una determinada, no una singular -la propia de aquel sujeto-, sino la representación abstracta de la sonrisa.
-Buenos días-, le soltó aquel tipo risueño, con una voz varonil pero delicada, de esas de locutor de radio de programa emitido en la callada madrugada cuando casi todos sueñan y algunos despiertan a la ensoñación.
- Buenos días-, respondió ella, con voz ligeramente tomada, tras primero contestar con aquella su sonrisa luminosa.
Es la fuente del poeta, del fingidor inveterado, la vida en su ilimitado horizonte: busca siempre dónde aspirar la imagen bella, inspirándose en ella después. Así es; y en ese buscar constante haya allá, más lejos del instante del hallazgo, motivo para el hartazgo de su sentir dilatado en el tiempo por venir. ¿Dónde la imagen? En la Vida. ¿Cuándo? Cuando precisa. ¿Por qué? Porque aspira. ¿Cómo? como su emoción le dicta. Y lo mismo versifica sobre una nube que pasa que sobre una masa que en el horno reivindica su crujiente cualidad. Es verdad, el poeta puede hacer vaya usted a saber qué barbaridad jugando con el verbo, hasta volver dulce lo acerbo y potable el ruin veneno. ¿Mas qué nos puede hacer si se le ocurre caer por la cocina? ¡Gloria Divina! si el genio culinario alumbró cual lucernario su alucinante mollera: estrella será, radiante, cuyo alma cocinera en fogones siderales cocine cosas tales que alucine el personal. No está mal, pero... ¿Dónde el testimonio de esto que así yo afirmo? Otrosí, aquí mismo: de este blog patrimonio, en una obra que cobra una nueva dimensión: lírica composición rimando entre las cazuelas, versos para escuchar con las muelas y saborear con el corazón.
Lo que sigue es uno de los menús que maese Rodrigo elabora, cual poemas gastronómicos, para una selecta cuadrilla de hombres de bien... yantar. Lo subo por... fastidiar, ya sabéis. No. Me desmiento a mi mismo, y me arrojo al abismo de mi sinceridad: lo hago por vanidad; porque sepáis cómo las gasto con esto del gusto por el fasto del paladar. Y... ¿pues qué? ¿Si Dios andaba entre las cacerolas -según la santa de Ávila-, no han de andar entre ellas, también, las musas?
3. m. y f. Suplantador, persona que se hace pasar por quien no es
Def. Impostor. DRAE
En el teatro de la Vida,
quien más quien menos,
necesita suplantarse
en algún momento:
fingirse, para ser
fiel a sus sentimientos.
Pensamientos mínimos. Héctor Amado
No le despertó el primer rayo que disparaba el sol hacia el amplio ventanal de su dormitorio todas las mañanas de mayo cuando alcanzaba a auparse sobre la imprecisa cresta de los acantilados de Serra Gelada, y que, tras describir una perfecta y rectilínea parábola invisible, indefectiblemente solía hacer blanco en sus párpados cerrados. No. Tampoco fue el ruido indeterminado del jugar y corretear de los fastidiosos perros del vecino de arriba, despertador inconstante y molesto que se dejaba oír con demasiada frecuencia. Ni tan siquiera fue la precipitada y angustiosa huida de una escena de pesadilla que tuviera lugar en un mal sueño...
Esta vez, no. En esta ocasión lo que le despertó fue una voz. Una voz en grito sólida y aguda, como una de esas poderosas sopranos wagnerianas entonando un aria de comienzo abrupto, que se derivaba, sin solución de continuidad, en una carcajada que tras estallar en su consciencia repetía como una salmodia su insistente y monótono espasmo gutural rebotando en las paredes del cráneo provocando un fragoroso eco superpuesto cuyas vibraciones se transmitieron a los músculos de su rostro haciéndole esbozar una amplia sonrisa. Esa mañana se despertó sonriendo; sonrisa que como una risueña maldición ya no le habría de abandonar.
Siguiendo su meticulosa costumbre se sentó en la cama recogiendo la ropa -sábana, colcha y edredón- hacia atrás plegándola a los pies; después, con un ágil giro sobre la espalda, brincó al suelo por el lado derecho, el lado del ventanal, corrió las leves cortinas de lino indio que tamizaban a duras penas la luz del amanecer y deslizando el pesado marco metálico que encuadraba la doble hoja de climalit salió a la terraza.
Era esa hora en que la naturaleza también despierta, y lo hace bostezando aromas y, en días de cielos despejados, estirando sombras.
Enmarcado por el verdor domesticado del campo de golf que se extendía a sus pies, un coqueto y ondulado pitch and putt, y por el agreste pinar que rodeaba por detrás el cuadrangular panal de viviendas en el que habitaba, en una bonita celda ampliamente aterrazada del octavo piso, respiró profundamente inhalando los vapores del alba y distinguiendo, al hacerlo, los intensos olores balsámicos de los pinos, los melífluos de las ajedreas y jazmines, y los terrosos de cultivados parterres y terraplenes incultos humedecidos por la brisa marina. Dejándose bañar por el aire delicado y la cálida luz que iba poco a poco arrumbando el frescor de la madrugada realizó diversos ejercicios de estiramiento para desentumecer el cuerpo, tras lo cual dio media vuelta y se dirigió de nuevo al interior del apartamento buscando el lavabo.
Una vez delante del amplio espejo que enmarcaba su figura hasta la cintura descubrió cuál era la causa de esa cierta tirantez que notaba en su cara desde que despertó: su rostro lucía una sonrisa, la misma con la que despertó. Se trataba de una mueca que sin ser forzada la sentía como tal; un gesto entre travieso y bufón que le daba un aire de pícaro. Y la sentía como si fuera una máscara, como si estuviera fraguada en hormigón orgánico. Intentó retirarla de su cara... sin éxito. Lo volvió a intentar... no lo logró. Por más esfuerzos que realizaba le fue del todo imposible hacerla desaparecer; lo único que conseguía era pasar de la sonrisa a la risa abierta; y cuando en un desesperado intento por borrarla se frotó con las manos fuertemente el rostro no pudo evitar estallar en estentóreas carcajadas. El asombro sobrevenido no hizo sino aportar un aire entre extraño y chocante a su expresión. Acabó por convencerse que mejor sería no intentarlo de nuevo. Al menos la sonrisa le permitía continuar con sus quehaceres.
Se preparó el desayuno: zumo natural de naranjas valencianas, tostadas con mantequilla y miel, y la consabida mezcla de tés, Darjeeling y Earl Grey, siempre en la misma proporción: dos cucharaditas de aquél y media de éste. Comer con aquella permanente sonrisa no le resultó muy difícil aunque tuvo que vencer una cierta tendencia a la hilaridad retroalimentada por la misma consciencia de la mueca. Debía olvidar que sonreía. Tomarlo como su estado natural. Se lo propuso. Trasteó el ordenador, consultó las noticias en internet, miró sus cuentas de correo y el blog -en busca de comentarios (¡cielos! olvidó que había desactivado la función de comentarios. En realidad determinó que no los necesitaba; escribía para sí y para los íntimos). La concentración al realizar todas estas actividades facilitó que ignorara el hechizo.
Solo volvió a ser consciente de él cuando coincidió en el ascensor con la vecina del piso catorce que bajaba a pasear a su mil-leches. Tras intercambiar los saludos de rigor ella le devolvió, amable, la sonrisa; al tiempo que el perro, con la cabeza ladeada, se le quedaba mirando fijamente a la cara. Ocho pisos en ascensor puede resultar un viaje interminable en ciertas situaciones. La vecina, azorada por la insistente y descarada sonrisa de su vecino, no sabía hacia dónde mirar; él, cuanto más quería disimular más abiertamente sonreía; el perro, alzando las orejas, comenzó a ladrar. La vecina lo retiene de la correa y lo chista para hacerlo callar, mientras él ya ríe abiertamente vuelto hacia el espejo opuesto a la puerta del ascensor; todos deseando que se abra de una vez. Hubiera podido parecer una situación cómica, un sketch de los hermanos Marx, por ejemplo, sino fuera porque en un descuido de la vecina el perro se zafó de sus manos y se lanzó a la pantorrilla de aquel pobre hombre que no paraba de reír. Todo ocurrió en cinco segundos: gritaba la chica al chucho, gritaba entre convulsiones él y mordía enfurruñado el perro. Soltó su presa cuando las puertas por fin se abrieron en el piso bajo y salieron, vecina y can, por estampida, como alma que lleva el diablo...
Él, agarrándose la pierna herida, presa de irrefrenables carcajadas, continuó hasta el sótano donde estaba el garaje. Arrancó el coche cuando pudo detener la persistente risotada que había anegado sus ojos de gruesos lagrimones. Una vez en la calle puso rumbo a la sala de Urgencias del Hospital con el gesto del que acaba de escuchar un chiste, y no del que ha sufrido una agresión canina.
Fue difícil convencer a la administrativa de admisión de la gravedad del asunto:
-Buenos días, señorita, acabo de ser mordido en la pantorrilla por un perro y siento un agudo dolor en la pierna magullada-, y al explicar su caso lo hacía con una amplia sonrisa que viraba, entre palabra y palabra, hacia un amago de carcajada.
Al principio, aquella mujer de mediana edad, con más de veinte años de servicio, acostumbrada a presenciar casos curiosos de todo tipo, se quedó mirándole con gesto perplejo tratando de relacionar lo que escuchaba con lo que veía; después, fue víctima de un paralizante conflicto sensorial: su órgano de la visión y el del oído no remaban en la misma dirección, pues al llegar ambas percepciones al cerebro éste entró en una especie de cortocircuito que impedía toda reacción; para al fin, en un súbito arrebato de compasión ante aquel ser que ya no pudiendo contener la risa le colocaba la pierna sobre el mostrador mostrándole la pantorrilla ensangrentada, realizar velozmente la ficha de ingreso haciendo constar, además del hecho traumático, una disfunción emocional, ambas con el distintivo color rojo de máxima urgencia, requiriendo la presencia del servicio psiquiátrico, además del de curas.
Si las administrativas de admisión de urgencias han visto de casi todo, el servicio médico especializado en atender estos casos, en que la gravedad del paciente solo es superada por la ansiedad con la que ingresa, está de vuelta de todo.
Pero aquello... era nuevo, excepcional, lo nunca visto (hasta entonces). La sala número 2 de curas se llenó de personal atraído por aquel bullicio jocoso que no solo no cesaba, sino que crecía y crecía. Contagiados por las risas de aquel hilarante paciente, los sanitarios a duras penas acertaron a realizar su labor de desinfección, sutura y vendaje de las heridas infligidas por tan desaprensivo can enemigo de alegrías desbordantes. Como si fuera una fulminante epidemia, antes de dar por terminada la cura, la hilaridad se había extendido por las salas vecinas; una efervescencia jocosa se estaba adueñando del Servicio de Urgencias, habitualmente deprimente y opresivo. Aquello más que un hospital parecía un circo durante la actuación de los payasos. Los propios pacientes que atestaban la sala de espera comenzaron a mirarse unos a otros; los más atrevidos se dirigieron hacia la puerta de acceso al interior, desde donde se supone no cabría esperar otras voces ni expresiones que las de dolor. ¿Qué pasaba allí dentro? ¿A ton de qué venía todo ese fragor desternillante? Al rato, por aquel parking de pacientes esperando ser atendidos también comenzó a propalarse la pandemia sonriente. Los niveles de ansiedad bajaron radicalmente; algunos, más ociosos que graves, hasta olvidaron porqué estaban allí.
En cuanto estuvo convenientemente curado se lo llevaron rápidamente a la zona de consultas para intentar normalizar el servicio de urgencias; es decir, devolverle su clima deprimente y opresivo -cosa que llevaría su tiempo pues ya se sabe que las situaciones de risa contagiosa tienen un eco persistente.
Lo llevaron en silla de ruedas por pasillos laberínticos (no pareciera sino que los arquitectos que diseñan clínicas y hospitales se eligieran entre los émulos del que diseñara la fortaleza de Cnosos que albergó a la célebre híbrida fiera cornuda) y lentos ascensores atestados de sanitarios, personal de limpieza, celadores, pacientes y visitantes, yendo y viniendo, subiendo y bajando, como termitas atareadas en un colosal termitero. En las vueltas y revueltas interminables, sin otro sentido aparente más que el de marear y hacer perder la orientación a quien allí se aventurara, fue dejando, como un reguero de prendida pólvora, un encendido rastro de sonrisas en las caras.
El psiquiatra de guardia lo miró con detenimiento y gesto adusto. Ya al entrar en el despacho exhibiendo aquella mueca sonriente había sembrado la desconfianza en el sesudo sanador de mentes, quien, al desviar la vista de la pantalla del ordenador para saludarle mecánicamente antes de volver a sumergirse en vaya usted a saber que profundos mares cibernéticos, rebotó la mirada observándolo de nuevo, esta vez con fijeza.
El celador, tras dejarlo allí, se fue entre risitas mal disimuladas mientras sacudía por lo bajines una mano...
¡Vaya ya tenemos aquí a otro sonado!, pensó para sí el galeno
-Se puede saber de que se ríe usted?-, le preguntó seguidamente al percatarse que desde que entrara en la consulta no había abandonado el semblante risueño.
-Me ha mordido un perro esta mañana, en el ascensor, precisamente por ello-, contestó.
-¿Y eso tiene gracia?
-No, duele; pero no puedo dejar de sonreír desde que me he despertado-. Y al decir esto alzó los hombros refrendando su impotencia.
Se esforzó en ponerse serio, pues, además, los psiquiatras no le gustaban y el gesto de aquél que tenía delante confirmaba la mutua animadversión. Pero no lo logró. Soltó una sonora carcajada que indignó aún más al médico, a punto de perder los templados nervios entrenados durante años ante situaciones de tensión emocional, sí, pero contrariado por lo que parecía desafiar toda cordura... y toda razonable locura.
Como si ya fuera un acto litúrgico -pues siempre que él llega se desarrolla el mismo oficio-, al silencio imperante en la sala le siguen, apenas perceptibles, los primeros compases de la Trauermarch -momento culminante de la cuarta y última parte de la Tetralogía del Anillo del Nibelungo-, convertida así en la banda sonora que acompaña la entrada de Fafnir en el Dragon Jazz, quien, con su porte imponente, su gesto grave y su marchar deliberadamente cadencioso, secunda todo el dramático sentido que en la partitura ya vertiera su creador, Richard Wagner, mientras todos los que allí estamos, con respeto y porque la situación lo requiere, seguimos la escena con una atención que raya la delectación; incluso no es raro ver cómo a muchos, aun pareciendo imposible, se les erizan las coriáceas escamas dorsales y se les dilatan las narinas dejando escapar ligeras volutas de un humo blanquecino.
Así, acompañados por la música solemne de la marcha fúnebre a la Muerte de Sigfrido, los no menos solemnes pasos acompasados llevan a este legendario dragón hasta la mesa redonda en la que Wyverns y Lindworms le reciben con sus cabezas inclinadas de forma reverencial. Su lugar habitual, permanentemente reservado y respetado como si de un sitial se tratase, le espera.
Hoy se nos presenta con su apariencia más tradicional: la de esbelto dragón alado de un blanco ebúrneo (aunque según su humor puede, conservando el mismo aspecto, aparecer negro como el ébano). Además de esta tradicional forma, y dado que entre sus facultades está la de mutar, adquiere la de una monstruosa serpiente de color verduzco como un bosque tenebroso, o la de una especie de híbrido capaz de mimetizarse con el entorno como un camaleón, en que el cuerpo, fusiforme y desprovisto de alas, semeja el de un saurio con cortas y fuertes patas y cola larga con capacidad prensil. Lo único que permanece invariable a través de sus mutaciones es la cabeza: una poderosa armadura ósea, de cráneo más o menos alargado, que hacia adelante se continúa con un macizo hocico reptiliano. El cráneo se muestra coronado por una especie de crestón erizado de agudos apéndices que puede plegar a voluntad. Pero lo que más llama la atención es su faz, donde destacan: los arcos superciliares y los pómulos notablemente marcados; los ojos saltones, con conjuntiva reticulada en rojo, pupilas verticalmente oblicuas e iris de un color mar profundo; la enorme boca, dotada de la potente y terrorífica dentadura acostumbrada en todos los dragones, por la que expele un fuego más intenso que el de una forja; y unos prominentes orificios nasales que se abren en la parte superior del hocico formando un ángulo de 45º respecto a la boca, lo que facilita el husmeo a voleo pero le impide oler lo que se encuentra por debajo de él, algo que acabaría siendo fatal en su legendaria existencia.
Todos estos rasgos, no obstante, no son suficientes para describir cabalmente la impresión que transmiten esa imponente cabeza y esa pavorosa faz: una impresión de perplejidad, pues, a pesar de ser notorio su carácter sáurico, algo deja traslucir -no sabría decir si en la mirada, los ademanes, o todo a la vez- que desmiente su apariencia. Uno lo mira y comienza a sentir una sensación inquietante, una especie de desasosiego misterioso, una cierta desazón difusa, incómoda, como si alguien más estuviera mirando desde esos ojos de oceánica profundidad: como si se tratase de uno de esos actores de tragedia griega representando su papel bajo un muy verosímil disfraz de dragón. Entre la clientela del Dragon Jazz no soy el único en advertir que en su aterrador semblante hay algo de... antropomorfo (lo que contribuye aún más a generar ese aura de excepcionalidad que, de forma harto disparatada, lo nimba como una aureola de santo). A fuer de que se me considere exagerado, pero con el loable objetivo de que un humano pueda sentir esta perplejidad de la que hablo ante la presencia de Fafnir, es decir, de comprenderme, diré que es como si en una comunidad humana hubiera un individuo en todo semejante al resto pero que, como un dios encarnado, evidenciara una naturaleza numinosa, una invisible emanación sobrenatural.
Hay, además, otro rasgo decididamente desconcertante y distintivo en su fisionomía, patente cuando, como ahora, se lleva un vaso a las fauces: sus garras de cinco huesudos y palmípedos dedos, sí, sí, dedos, ¡y cinco!, cuando lo habitual en todos los dragones son tres o a lo sumo cuatro; unos dedos que dan la sensación, a pesar de la mebrana que los une, de ser demasiado hábiles para un dragón...
Parco en palabras y actitud notoriamente distante, en su discurso abundan los monosílabos y las muecas cargadas de ironía, cuando no de disgusto; no obstante, en la tabla redonda siempre se busca su reacción a las cuestiones planteadas en las interminables discusiones, sus leves gestos hieráticos (sus taxativos "¡hum!" o "¡ahá!", o sus expresivos "¡Vaya!"), acaban por encauzar la opinión predominante en lo que será casi un dogma de fe.
A uno le gustaría poder penetrar en su mente para saber lo que piensa, lo que imagina, cómo siente, para descubrir quién es en realidad...
...TE leo el pensamiento amigo mío, tú, el ignoto narrador. ¡Qué bien te escondes detrás de tus palabras! Te ocultas mejor que yo, que ya es mucho decir . Nadie, ni tú, mi querida voz en off, sabe quién soy en realidad, quién se esconde detrás de esta horripilante apariencia, quién es el que está preso dentro de este espantoso avatar que tanto respeto os da.
Sí, soy el decano, soy más antiguo que el mundo. De hecho ya existía en la mente de Dios antes de que ni siquiera pensara en la Creación. Existo desde antes de existir la existencia. Pero, seamos realistas, expresemos lo inexpresable. Mi actual forma draconiana fue una de las primeras sugeridas a la mente del Hombre.
Mi linaje humano se remonta a los Eddas en prosa de Snorri y la saga de los Völsunga nórdicos, por un lado; y a la Saga de los Nibelungos germánicos, por otro. En aquellos se habla de Jormungandr, tercer hijo del dios Loki "El Astuto" -artero en ardides y engaños. Jormungandr tenía la forma de una inmensa serpiente que Odín arrojaría al océano que circunda Midgard, la tierra media que habitan los humanos, en el que rondará hasta el día de Ragnarök, día en que los gigantes se rebelarán contra los dioses, derrotándolos, y sobrevenga el fin del mundo. Thor intentaría una y otra vez acabar con ella en vano, hasta que a la llegada del Ragnarök, cuando Jormungandr abandone las profundidades del océano para combatir a los dioses envenenando los cielos, tras encarnizada y singular liza, la dará muerte, no sin ser él mismo también víctima de su veneno. Pues bien, Jormungandr, junto con Níôhöggr (El Golpeador de la Noche, el eterno roedor de la tercera raíz deYggdrasil -Árbol de la Vida-, el primer Dragón conocido como tal), son el origen de mi ascendencia; con ellos comparto espíritu y de ellos emano al confluir con la Saga de los Nibelungos y aparecer, ya con mi nombre,Fafnir, en el Nibelungenlied -El Cantar de los Nibelungos.
Es el Cantar de los Nibelungos mi biografía y mi testamento. Allí se narra la gesta del burgundio Sigfrido (Sigurd), hijo de Sigmund y Siglinde, nieto por tanto de Wotan, el único hombre desconocedor del miedo, cazador de dragones para mi fatalidad y desgracia, quien me diera ominosa muerte con el único acero capaz de traspasar mi impenetrable piel -la espada Nothung que forjaran los dioses-, tras lo cual se adueñó del Oro del Rhin, mi oro, el de los Nibelungos, que tanto me costara obtener, y, con él, del anillo de poder que Andvari forjara y maldijera y del yelmo que otorga invisibilidad, y haciendo gala de arteros artificios dignos del mismísimo Lokilograra finalmente desposarse con la princesa Krimilde y enamorar con engaños a la walkiria Brunilde; pero, ay de él, que tras desoír mis advertencias -con las que quise redimirme sin conseguirlo-, y tras bañarse con mi sangre buscando invulnerabilidad, hallaría tan ominosa muerte como la que a mí me infligió, al ser alcanzado a traición por la lanza del intrigante Hagen, que lo acertaría en el único lugar de la espalda que mi sangre no tocó, al estar cubierta accidentalmente por una hoja de tilo (extremo que lo emparenta con Aquiles, el semidios olímpico de la cultura griega, quien al ser bañado por su madre en la laguna Estigia, cuyas aguas otorgaban la invulnerabilidad, el talón por el que lo sujetara mientras lo sumergía quedara vulnerable, lo que sería causa de su perdición).
Esta es la historia que se cuenta, pero no es toda la verdad. Mi carácter draconiano no es original, no nací dragón: sobrevine dragón. Soy trasunto de esa genial invención de R.L.Stevenson: El Dr Jekyll y Mr Hyde. Realmente soy hijo del rey enano Hreidmar, y hermano de Regin y Odder. Yo era el más esforzado y fuerte de los tres, el más intrépido, el encargado, por ello, de custodiar la casa de mi padre: una espléndida cueva esculpida primorosamente en la roca y revestida de escamas de oro y valiosas gemas.
Un aciago día, Loki el Astuto, estando de cacería, mataría a mi hermano Odder confundiéndolo con una pieza de caza. Mi padre Hreidmar, entonces, le pidió compensación por ello, y la obtuvo a costa del Tesoro de Andvari, en el que se incluía un anillo de poder, proveedor de riquezas; éste al ver arrebatado su oro lo maldijo haciendo extensiva la maldición al poseedor del anillo. Maldición que comenzó a surtir sus nefastos efectos al llegar el Tesoro a manos de mi padre, pues mi hermano Regin y yo tramamos un plan para adueñarnos de él matando a nuestro progenitor.
Una vez cometido el parricidio la mala influencia del anillo siguió ejerciéndose, apropiándome yo de todo el tesoro sin querer compartirlo con mi hermano. La avaricia entonces obró en mí la transmutación, pues comencé a convertirme en dragón para custodiar mejor mi oro. Según mi humor y necesidades, mi apariencia era diferente (el narrador lo ha descrito muy bien ya, anteriormente) a cual más terrorífica. Al principio, yo controlaba estas transformaciones mutando mi forma cuando presentía un peligro, adecuándola a la situación; pero la maldición se adueñó de mi voluntad y cada vez me costaba más recuperar mi condición de enano.
Regin, tramó un plan para apoderarse de mi oro:envió a Sigfrido, el hombre que desconocía el miedo, a quien criara y enseñara el arte de la forja, por el que pudo volver a unir la quebrada espada Nothung, para acabar con mi vida; pero el plan de mi artero hermano también incluía la muerte del hijo de Sigmund, una vez muerto yo y conseguido el oro; las aves, cuyo lenguaje entiendo, me lo contaron.
Cuando Sigfrido, apostado en la entrada de la cueva donde yo moraba, me despertó tocando su trompa y se dispuso a hundir Nothung en mi pecho yo intenté disuadirle -en un postrero intento por redimir mis faltas- y le previne de lo que las aves me dijeran, pero no me creyó asestando el golpe fatal. Al contacto de mi sangre él también adquirió la facultad de entender el canto de las aves y confirmó lo que yo le había dicho, y así fue cómo pudo librarse de la celada que Regin le tendiera. Tras matarlo y apoderarse del oro con todos sus tesoros, incluidos anillo y yelmo mágicos, partió en busca de su destino; destino que encontraría, tras diversas peripecias y aventuras, al final, trágicamente cumpliéndose así la maldición.
El oro acabaría en el fondo del Rhin para destruir el infausto maleficio y que no causara, ya, más daño entre los hombres, una vez desaparecidos enanos y dioses.
Yo, convertido ya para siempre en dragón, aún siento en mi pecho traspasado latir el corazón de enano, un corazón que siente y padece emociones; capaz de amar y de odiar, de reír y de llorar, aunque solo capaz, porque de ello nadie tiene conciencia, pues nada exteriorizo: soy todo contención y dominio. Todos ven en esta contención distanciamiento, y razón no les falta; algunos hasta presiento que captan mi verdadera naturaleza por la forma en que se quedan mirándome (creyendo que yo no les observo), y hasta siento su incomodidad cuando les miro fijamente a los ojos, cosa que no suelo prodigar.
Pero hay más. Sí, aún más secretos. Y ésta será la primera vez que los desvele. Lo haré en atención al narrador que tan gentilmente me ha sacado del injusto olvido.
Conocido es sobradamente que el compositor Richard Wagner se basó en las tres obras citadas con anterioridad para escribir su monumental tetralogía Der Ring des Nibelungen -El Anillo del Nibelungo. Ya su génesis está marcada por el misterio, señalada por lo pintoresco y extraño, pues... es una obra escrita en sentido inverso; es decir, la cuarta parte, Götterdämmerung -El Ocaso de los Dioses-, donde se da cuenta de la muerte de Sigfrido, es el final de la historia y la primera que escribió, desde aquí inició, en sentido inverso, remontándose a las fuentes, el recorrido por toda la saga: al Ocaso... siguió Die Walküre -La Walkiria-, a la que pertenece el fragmento quizás más conocido no solo del Anillo, sino de todo Wagner (me refiero, claro está, a la famosa Cabalgata de las Walkirias); a la Walkiria sucedería Sigfried -Sigfrido-; y a éste, Das Rheingold -El Oro del Rhin-, donde comienza toda la historia siguiendo el manso y caudaloso curso del más famoso río de Alemania en una célebre obertura. La corriente de un río como poderosa imagen del fluir de la historia y de la vida; las trompas anunciando in crescendo sobre las rumorosas cuerdas la leyenda que entre las brumas del amanecer se va a contar... Y que una portentosa voz de soprano, cuando los primeros rayos del sol surgen por el horizonte, comienza a relatar. Cuántas veces mis mejillas, surcadas por mil barrancos excavados por el tiempo, han sentido la calidez de las lágrimas precipitarse como un salobre río entre sus ajadas laderas. Cuántas me he sentido compensado por mi implicación en su composición...
Que no estemos de moda, que la gente no crea en nuestra existencia, no significa que no hayamos existido, que no existamos aún, si invisibles. Nuestra manifestación material solo se produce cuando la evocación de las almas es lo suficientemente fuerte, cuando la necesidad de nuestra presencia se hace acuciante. Solo aparecemos por emergencia.
Cuando aquel extraordinario hombre, genial talento de imaginación desbordante, y no menos amor por su patria, cuando aquel revolucionario músico decidió dar rienda suelta a la poderosa voz de su espíritu que demandaba dar cauce a las leyendas de las cuales surgía el carácter de su estirpe, cuando comenzó a indagar en éstas, y buceó en Eddas, en Völsunga, en las sagas de los nibelungos, en el Nibelungenlied, emergió a la superficie con la idea fija de musicalizar, en un nuevo lenguaje melódico, una condensación de todo aquel corpus legendario. Pidió, para ello, ayuda a los dioses, a todas las potencias de la tierra y de los cielos, que le ayudaran en la empresa. Aquel hombre tenido por ateo, dotado de aquella inquebrantable fe en sí mismo, conjuró a los poderes visibles e invisibles para realizar su gran obra. Y fue escuchado.
Tras la composición de lo que llamó El Ocaso de los Dioses, éstos quedaron tan satisfechos que me enviaron a mí, Fafnir, a alentar su continuidad. Comencé mi labor apareciendo en sus sueños, bien en forma de dragón, bien en la de enano, mostrándole el camino, sugiriéndole desarrollos melódicos. Después, ya durante la vigilia, mientras componía, le susurraba al oído los diferentes leitmotivs que él se encargaba de desarrollar maravillosamente bien. Mi melomanía, alimentada durante ocho siglos escuchando todo tipo de música, contribuyó al éxito de mi función como númen inspirador. El bueno de Ricardo nunca sospechó mi intervención, me cuidé muy mucho de no sobrepasar la frontera que divide la realidad de la imaginación. Yo estaba allí, era una realidad, pero nadie lo podía saber, ni comprobar. A todos los efectos fue Richard Wagner, su genio, quien llevó a cabo tan descomunal labor compositiva. Bien está así. A los hombres lo de los hombres, y ¿qué somos nosotros, sino es producto de su mente?
Tiene gracia, todos aquí, en el Dragón Jazz, me tienen por un misógino empedernido, alguien del que hay que cuidarse, un ser demasiado serio para tener emociones o sentimientos. Si ellos supieran quién fue realmente el padre de Sigfrido, por qué me dejé matar por él, por qué le impelí a enamorar a Brunilde; sí, si ellos lo supieran... trocarían en compasión el temor, el respeto en ternura. Al fin y al cabo, en el fondo, quizás yo no sea distinto a estos Wyverns y Lindworms, tan enamorados de sus Damas...