2. f. Fingimiento o engaño con apariencia de verdad.
Def. Impostura. DRAE
¿Y qué es la vida sino una impostura?
Héctor Amado
La luz roja parpadeaba con obstinación transmitiendo su turbador destello intermitente inútilmente a la sala de Gestión Interna de Pacientes que en ese momento permanecía vacía; era la hora del coffee-break y la administrativa encargada de los avisos estaba ausente; la jefa de servicio que se quedaba de apoyo cuando aquélla salía, aquejada por una súbita urgencia que la obligó a buscar los lavabos, tampoco se encontraba en su puesto. Cuando ésta volvió, con gesto ligeramente desencajado, colocándose el pelo que le caía sobre la cara en trastocados mechones desprendidos de la coleta, activó el interfono y escuchó la voz destemplada del responsable de la consulta de psiquiatría.
-¿Señorita, dónde demonios se mete usted? ¡Llevo diez minutos llamándola! ¡Avise a enfermería inmediatamente! Necesito a un ATS para que inyecte fenobarbital a un paciente con severa alteración del reflejo de la risa. ¡Ah! y que traiga ayuda, la necesitaremos... ¡Dése prisa!
- Ahora mismo, Dr... - llegó a balbucear la Jefa antes de colgar y romper a llorar.
Se acordaría durante mucho tiempo de los excesos de la noche anterior, cuando, de forma harto tópica, decidió ahogar en alcohol la pena de amor no correspondido que se empeñaba en flotar, insumergible, sobre su consciencia de amante insatisfecha. Lo consiguió durante unas horas, pero tuvo que pagar un alto precio por ello: se despertó súbitamente de madrugada, tras apenas un par de horas de sueño agitado, cuando aún era noche cerrada, con la sensación de estar siendo golpeada en el cogote con un martillo pilón cuya onda expansiva le estallara en las sienes amenazando reventar su cráneo y esparcir sus sesos sobre las suavemente perfumadas holandas blancas. Los golpes, claro está, eran los latidos desbocados propios de un cuerpo cuyo sistema circulatorio se encuentra en estado de vasodilatación periférica causada por el alcohol.
Todo giraba a su alrededor cuando, tras descolgarse de la cama, se dirigió trastabillando en busca del botiquín. Se arreó una ampolla bebile de vitamina B12 y una cápsula de paracetamol de 1 gramo. El camino de vuelta a la cama fue como desplazarse en un vagón de metro lanzado a cien kilómetros por hora: caminaba agarrándose a las paredes que se empeñaban en alejarse cuando ella se acercaba o chocaban contra ella cuando las creía lejanas; al fin se dejó caer pesadamente sobre las sábanas revueltas que la acogieron como un abigarrado mar de níveas nubes.
No habían pasado diez minutos cuando una fuerte arcada la hizo precipitarse otra vez en busca del cuarto de baño... que no alcanzaría a tiempo: la mano en la boca no impidió que el vómito se abriera paso hasta el pulido mármol alabastrado del piso cuando aún no había traspasado el umbral del aseo... Allá salieron los martinis "Shaken, not stirred" del aperitivo, las dos copas del Sauvignon Blanc, el Ribera del Duero del que apenas dejó restos en la botella, el Icewine conque acompañó el postre y, sobre todo, los dos gin-tonic tomados en el Bar de Copas; todo este cóctel iba acompañado de los restos sin digerir de una ensalada de queso de cabra y mollejas confitadas de pato, un carré de cordero lechal relleno de sus riñones y ceps y una tulipa de tiramisú con salsa de naranja imperial... Metió la cabeza en la taza del váter donde continuaron los espasmos hasta que ya no salió más que bilis. Se quedó dormida allí mismo, sentada en el suelo, con la cabeza apoyada sobre los brazos cruzados en el borde del inodoro. A medida que se hundía en un sueño profundo, su cara se relajó y en su semblante inconsciente se dibujó una sonrisa.
Ya no cumpliría los cuarenta pero aún gozaba de esa lozanía que manifiestan las mujeres cuando son joviales, liberales y francas en el amar. Poseía un físico agraciado y una cara más que agradable, sin llegar a bella; la mirada, extrañamente atractiva por el tamaño de sus ojos y porque sus párpados, ligeramente gachones, la infundían un aire oriental, comunicaba un vitalismo apacible y tranquilizador.
De carácter afable, tendente a risueño, su preámbulo al saludo siempre era una sonrisa. Con esa sonrisa, capaz de iluminar una noche sin luna, ya había ganado tu voluntad; pero cuando habría la boca para apoyar con palabras aquel previo gesto amable entonces la seducción era total, pues su voz poseía esa dualidad de timbre poderoso pero femenino que por un lado atrae y por otro asusta a los hombres no muy seguros de sí mismos, pero que en todos los casos subyuga.
Se podría decir que era una mujer esencial e inevitablemente sonriente. De hecho no poco de su rápido ascenso a Jefa del Departamento de Atención al Cliente, primero; y, por petición propia, al de Gestión Interna de Pacientes, después -menos expuesta pero más comprometida-, se lo debía, a parte de a su innegable capacidad, a esa afabilidad contagiosa predispuesta a ganarse los corazones con facilidad.
Pero hoy tenía un mal día. A pesar de todo, ese momento de debilidad expresado en llanto, solo se lo permitió en la soledad de aquella oficina que servía de enlace al aparato logístico del Hospital. Comunicó rápidamente -pues tan súbitamente como estalló en sollozos pudo reprimirlos- la petición del psiquiatra al retén de enfermería.
No había terminado de emitir su demanda cuando apareció la administrativa andando apresuradamente -un andar trémulo y casi suplicante, como pidiendo excusas por la tardanza-, tal que hacía siempre al volver de uno de los pequeños ratos de asueto que se distribuían a lo largo de la jornada de guardia. Era una chica muy joven -apenas revasaba los veinticinco años- que había ganado el puesto por oposición, a la primera, y que parecía sentir la necesidad de tener que disculparse por todo; una de esas funcionarias tan excesivamente meticulosas en su labor que llegan a ser obsesivas compulsivas, obsesión que provoca no poca incomodidad a quien comparta su espacio vital. Ocupó rápidamente su asiento, no sin echar una mirada de soslayo hacia su Jefa y observar sus ojos enrojecidos: cualquiera hubiera dicho entonces que al percatarse de aquel rasgo delator en la mujer sonriente, la administrativa, había esbozado, a su vez, una ligera sonrisa.
Tres toques secos y firmes precedieron al pertinente: -"¡pase!"-, desde el interior.
Al abrir la puerta les recibió una sonora carcajada. La escena era, cuanto menos, pintoresca: un hombre, presa de incontrolable hilaridad, se retorcía convulsamente sobre una camilla con forma de diván, mientras el doctor, sentado frente a él, lo contemplaba con semblante grave y circunspecto. El contraste entre uno y otro daba a la escena un tinte aún más cómico, por lo que enfermero y celador no pudieron evitar penetrar en la sala de consultas sonriendo.Con no poco esfuerzo pudieron inyectar el sedante a aquel paciente que no paraba de reír, y que reaccionaba al dolor con carcajadas en lugar de quejidos. A los pocos minutos la droga hizo su efecto. El pobre hombre risueño se tranquilizó y se quedó dormido; eso sí: con una amplia mueca sonriente en su cara.
Tras formalizar el pertinente ingreso, lo trasladaron a planta para someterlo a diversas pruebas diagnósticas y observación. Parece ser que el psiquiatra barruntaba algún trastorno bulbar que diera lugar a estos síntomas paratímicos delatores de conductas paradójicas, como reír ante el dolor o descontrol del reflejo emotivo. Se implicó al departamento de neurología: se le hicieron radiografías, tomografías, y arteriografías, fue sometido a escáneres sagitales y horizontales, loncheando su cerebro como si fuese una sarta de mortadela, sin ningún resultado. Aparentemente su bulbo estaba bien, bien su sistema límbico -sin alteraciones en amígdala e hipocampo-, ninguna anomalía en el eje hipotalámico-hipofisiario, ni rastro de vasodilataciones ni vasoconstricciones, ningún trombo obstructor, ningún derrame,... nada, absolutamente nada.
Solo se pudo observar que mientras dormía, en la fase REM del sueño profundo, la sonrisa que siempre decoraba su cara se hacía más amplia y parecía responder a estímulos oníricos, como parte de una implicación activa en los avatares del sueño. A veces la sonrisa llegaba a convertirse en una risa franca, pero sin llegar a la carcajada. En esta fase tanto las ondas theta como, sobre todo, las gamma aparecían con profusión y con una amplitud inusual. Esto atrajo la atención del Jefe del Departamento que se interesó personalmente, con lo que adjuntos, residentes y estudiantes de último curso focalizaron su atención en aquel curioso paciente de sonrisa permanente, frecuente risa, y fácil carcajada.
Cuando despertó y contempló la pared pintada en tono verde pastel sintió la sensación de lo familiar, pero no acertó a adivinar dónde estaba. Al girarse y mirar en derredor descubrió que se hallaba en una habitación de hospital. Del hospital donde ella trabajaba. No recordaba nada. ¿Qué hacía allí?
Poco a poco, fue recobrando la memoria, a flashes, a retazos inconexos,... Lo último de que tuvo consciencia fue de un golpe seco contra el suelo y de una voz posterior que gritaba su nombre, era una voz aguda que parecía provenir de lejos,... Alguien la cogía de la cabeza, la palmeaba la cara, alguien azorado, nervioso, gimoteante,... pero no podía ver quien era, no podía ver nada, todo era oscuridad, y en la oscuridad se sumió... para despertar aquí.
En la habitación no estaba sola. En la cama del al lado había un hombre, un hombre que la miraba sonriendo. Pero era la suya una sonrisa extraña, una sonrisa que llenaba todo el espacio de su cara; más bien parecía que el hombre perteneciera a la sonrisa que viceversa: lo que estaba contemplando era la materialización de la sonrisa; no una determinada, no una singular -la propia de aquel sujeto-, sino la representación abstracta de la sonrisa.
-Buenos días-, le soltó aquel tipo risueño, con una voz varonil pero delicada, de esas de locutor de radio de programa emitido en la callada madrugada cuando casi todos sueñan y algunos despiertan a la ensoñación.
- Buenos días-, respondió ella, con voz ligeramente tomada, tras primero contestar con aquella su sonrisa luminosa.
(continuará)
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