Mezcló el polvo de una de las valiosas perlas de Siam, aquellas que, según dicen, solo se crían en las ostras más exclusivas, a las que se les introduce una finísma pepita de oro para que acumulen alrededor de ella el más puro nácar, y que son custodiadas día y noche, en la superficie, por soldados fuertemente armados a los que como parte de su dura instrucción se les ha cortado la lengua, sellando, así, la confianza que, en ellos depositada, al abrigo ya de toda duda, confirma la seguridad de que de palabra no revelarán los recónditos criaderos; y, en lo profundo de las turquesadas aguas, por los más fieros tiburones que pueblan aquellos mares orientales; mezcló, digo, en el almirez de plata repujada, regalo de su amigo Bramante, el nácar pulverizado con ese otro, de rubíes de la Libia Austral, que le proveía discretamente el Chambelán pontificio; y a ambas joyas, que así mezcladas mostraban un espléndido color rosa, les añadió el viscoso licor blanquecino producto del amor realizado instantes antes, recogido directamente de las valvas de mi turgente y sonrosada concha en una copa del mejor cristal de Murano, decorado graciosamente con motivos eróticos; y, diluyendo el resultado de tal mezcla con vino de toscana procedente de las mejores uvas pisadas dulcemente por pies de vírgenes doncellas consagradas a Venus, me lo ofreció antes de apurar él la copa.
Este singular bebedizo estaba confeccionado según receta innovadora que el odiado César Borgia creara, basándose a su vez, dijo, en oscuros textos babilonios encontrados entre el botín y arrebatados a bajeles piratas procedentes de Tiro capturados en las razzias que de vez en vez se hacían desde Nápoles y Venecia para limpiar el Mare Nostrum. Parece ser que el buen mozo, hermano de la sin par Lucrecia y sobrino de Alejandro VI -Papa de infausta memoria-, había probado él mismo la tríaca, determinando, de forma harto satisfactoria -según comentara con indisimulado envanecimiento-, su eficacia real: aseguraba, decía, el asalto y toma de la fortaleza de forma repetida durante toda una noche, sin desmayo.
Yo sabía por qué lo hacía. Yo, la humilde hija de un panadero de Siena -gracias al cual adquirí el nombre por el que soy conocida: La Fornarina-, sabía porqué el gran Raffaello buscaba traspasar todo límite. Él no necesitaba afrodisíacos para satisfacer a cualquier mujer; como él era en la pintura así en todo lo demás: vehemente y prolífico; parecía no cansarse nunca. Pero aquello suponía otra cosa; no buscaba aumentar el disfrute, perseguía la aniquilación gozosa, el éxtasis que sin solución de continuidad pudiera tender un puente entre esta vida y la otra -en caso de haberla-, pretendía pasar del arrebato místico sensual a la gloria eterna, entrar en el reino de Dios ("de los dioses, me repetía una y otra vez, Margherita, de los dioses") por la puerta ancha y abierta sin necesidad de molestar a San Pedro. El urbinés era un irredento cultivador de imposibles, a los que siempre acababa por ver florecer henchidos de posibilidad cumplida.
Quizás el que su madre se llamara Magia contribuyera no poco a que toda su vida estuviera imbuida de ella. Su educación exquisita arropada por la nobleza de la muy noble y cortesana Urbino (que tanto admirara el bueno de Baldassare Castiglione, República, aunque pequeña, tan bien dotada para los asuntos de un gobierno ilustrado que la dedicaría su tratado El Cortesano, tal era su agradecimiento a ver cumplido en la realidad lo que él imaginara acerca del buen gobierno entre gentes de cultura refinada sin vana ostentación), sus pulidos modales, su despierta imaginación, su viveza de genio, aquel estar inmerso día y noche en el taller de su padre, pintor dotado, y los artísticos ambientes que frecuentara... ¿Cómo no sembrar en ese niño la semilla de la fertilidad creativa, de la confianza, de la seguridad en sus dotes?
Aunque quedara huérfano de su amantísima madre a los ocho años, aunque su padre acrecentara su orfandad tres años después, su mente, su corazón, estaban ya pletóricos de semillas bien sembradas: las semillas del amor al arte, a la Belleza, a la distinción, a la elegancia -tanto en el trato, como en su obra-, a la disciplina que es capaz de hacer fácil lo difícil; en fin, quizás porque fuera un huérfano prematuro su dotado talento se desarrolló a una velocidad y con una intensidad vertiginosas: debía suplir las fuentes de su amor original, y lo hizo mirando hacia adentro y encontrando allí lo que necesitaba, como si todo el amor volcado en él se hubiese comprimido, atesorado, para cuando fuera necesario. No hizo sino ir abriendo los cofres donde guardaba ese caudal infinito de amor recibido...
Así, solo así, se explica lo que Raffaello fue. Su precocidad, al ser considerado y tratado como un maestro a los dieciocho años, dada la calidad de su trabajo y su visión global del acto creativo, incluida la gestión de materiales y personas del taller; su originalidad, a pesar de las repetidas acusaciones de plagio vertidas por su gran rival, Michelangelo Buonarrotti -quien decía que todo lo que el ragazzo era como pintor se lo debía a él-, de unos rasgos personalísimos, a pesar, también, de las semejanzas con su rival, semejanzas que dejaban de ser tales cuando uno reparaba en la finura de su trazo, en su superior sensibilidad: donde Michelangelo era majestuoso, mastodóntico, inabarcable, él era perfectamente equilibrado, refinado, complejo; donde aquél pujaba con soberbia incomparable, éste era de delicadeza casi dolorosa; donde Buonarroti desmesurado, Sanzio de comedida ternura; donde el aretino genio poderoso, el urbinés genio numinoso; donde uno carácter endiablado, cortesía y don de gentes el otro...
Con Leonardo fue otra cosa, Leonardo era otro tipo de genio, quizás el más sabio (eso oí siempre a quien detentaba mayor autoridad que la mía). Leonardo no celaba de que lo imitaran, de que lo copiaran, sabía que era imposible, tal era su seguridad. Y mi Raffaello, el cielo de mi cielo, aprendió lo extraordinario de él. A partir de que el destino los pusiera en contacto, al coincidir su etapa formativa en Florencia -con escasos veinte años- con la segunda estancia del de Vinci en Florencia -treinta años mayor que él, y por tanto en la cincuentena ya-, poseedor de todo el vigor y el talento desarrollado, a partir de ese momento, recalco, su pintura adquiriría un desarrollo vertiginoso, sus figuras cobraron dinamismo, su imaginación se catapultó, sus composiciones ganaron complejidad y audacia... ¡Comenzó a ser Raphael! No se concibe la maravilla de la Stanza della Segnatura vaticana sin este anterior encuentro providencial: La Escuela de Atenas, El Parnaso, La Disputa del Sacramento, son obras maestras que por sí solas justifican una época: El Alto Renacimiento. ¿Cómo puede sentirse una conviviendo con semejantes maravillas pintadas en las paredes?
A Leonardo le debe, pues, más que a Michelangelo, pues aquél era mucho más original, más incisivo, y más decisivo. Además, muchas veces me ha contado la impresión que causaba su inmarcesible inteligencia -de Leonardo-, su carácter afable pese a todo, su presencia... hablaba de su presencia como si fuese un Adonais (¡y ya tenía cincuenta años!).
También es cierto que no pocas veces, a partir de aquel día en que Bramante, a la sazón arquitecto vaticano, le mostrara a escondidas la Capilla Sixtina que decoraba el de Arezzo, en la privacidad de nuestros encuentros amorosos, cuando, tras una de tantas fogosas pérdidas en mi cuerpo ofrecido y entregado, se quedaba tendido boca arriba mirando el techo pintado al fresco por él mismo, le oía exclamar: "fabuloso, fantástico, simplemente impresionante; posee una fuerza que nadie tiene, nadie; es inimitable,... tan soberbio... como él mismo". Y permanecía así, dedicando elogios a su gran rival, durante minutos, abstraído, como si quisiera extraer de ese momento de con-pasión el estímulo suficiente para seguir evolucionando, creciendo, oponiéndose a él; cosa que cada vez le resultaba más difícil, por que Michelangelo poseía una fuerza creativa -y física- descomunal.
¿Qué puedo decir yo? Todo lo que sé lo he aprendido aquí, en Roma, frecuentando selectos círculos en que se hablaba de arte, de cultura, de sociedad y de gobierno. Yo, una sencilla burguesita de ciudad de provincias, con pretensiones, eso sí, pues mi sensibilidad y belleza natural siempre determinó mi destino, pero que nunca soñara con una vida como la que he llevado y llevo en esta antigua capital del antiguo imperio militar ahora convertido en uno cultural.
Raffaello se fijó en mí en casa de los Bontempi, uno de los muchos Ducados afincados en Roma, donde yo acudía a las fiestas privadas como amante del anfitrión. Parece que el ya afamado, aunque joven, pintor tuvo un enamoramiento súbito, pues rogó al duque que me dejase ir con él, cosa que logró a cambio del compromiso por su parte de un retrato mío que lo consolara de la pérdida de tan querida amante. Raffaello accedió. Me fui con él...
Hasta hoy. De ello hace ya doce años. Me ha sido fiel como amante pese a que no son pocas las pretendientes que lo acosan, incluyendo a la remilgada y melancólica Bibietta, María Bibbiena, sobrina del poderoso cardenal Médici, con quien se prometió hace años y, pese a la insistencia de su ilustrísima por formalizar el matrimonio, a quien sigue dando largas...
Le gusta, dice -"le sorbe el seso"-, la suavidad de mi piel, mis formas suavemente redondeadas, mi suave rostro de grandes y netos ojos oscuros, mis medidas perfectas limitadas por suaves bordes y vértices... ¡Eres el colmo de la suavidad -rubrica! Raffaello asegura que abrazarse a mí es como abrazarse a una eterna elíptica que se hace y se rehace, dinámica, sinusoidal; valbucea que... a veces siente vértigo en mis abrazos pues se ve lanzado en un deslizarse por un tobogán infinito de curvas y modélicas proporciones; dice -Él lo dice, ¡De mí!-, que cuando se abandona en el espasmo con que culmina su galope sostenido sobre mi pelvis es como si entrara en otra dimensión, como si traspasara las tres que nos limitan y continuara galopando en brazos del éter hasta alcanzar sensaciones inauditas más allá de las estrellas; dice, también, que eso nunca lo ha sentido con otras, solo conmigo; Él lo dice, y yo le creo; no tengo más que, para saberlo, mirarlo a la cara ahora mismo en que reposa como muerto a mi costado tras amarme toda la noche sin descanso, tras hacerlo de todas las formas posibles, de sentir cómo se estremecía una y otra vez, sin perder la sonrisa beatífica, cuando no estallaba en carcajadas irrefrenables; he llegado a asustarme incluso, sintiendo su corazón completamente desbocado, ya contra la madrugada, cuando yo le rogaba que descansara y él, con esa dulce mirada de niño bien educado y travieso, comenzaba otra vez, aún más tierno, más delicado, más sublime...
Nadie ha reparado, ahora que hablo desde la seguridad de que mi amado ha dejado este mundo, en que la última obra que realizó, aquella en la que estaba trabajando, es... La Transfiguración; es decir, la migración de Jesucristo desde su vida terrenal directamente al cielo... Nadie ha atado cabos de por qué un hombre que lo tiene todo, hasta juventud, pues apenas contaba 37 años al expirar, puede morir de... no se sabe qué (aunque se barrunta, pues las miradas que ahora se clavan en mí no corresponden a las que antes se me dirigían -este listo de Vasari...). Nadie, nadie sabe nada; solo yo. Me creen una pueblerina, una putana de medio lujo que ha tenido suerte, una ignorante que se abría de piernas para obtener joyas y favores cortesanos... ¡Estúpidos! No saben nada. No saben quién soy, no saben qué represento, no pueden ni aventurar ni suponer lo que fui para Él. No solo un cuerpo deseable, que lo fui; no solo unas bonitas formas, que las tuve; no solo una mujer extremadamente cariñosa, que también lo fui; no solo una donadora de placer, que se lo di a raudales; no, no solo todo eso, mi protagonismo en la vida del mayor genio que ha visto la pintura fue el de una Ofrenda, el de un Sacrificio en el ara del amor, el de la mujer que impregna y engendra en el hombre para que éste conciba hijos del arte, que es tanto como decir hijos de la humanidad. Sí, soy accidentalmente, La Fornarina; naturalmente, Margherita Luti; pero esencialmente: La Mujer.
-o-o-o-