lunes, 25 de julio de 2011

Sketch: Lucian Freud



Aquellos ojos enormes -ventanas por los que asomaba, misteriosa, un alma inquietante color avellana verdoso-, estampados en aquella cara ostentosa, de nariz y boca prominentes, compendio y escaparate de los órganos de los sentidos: caricatura del ver, oler, gustar; del mirar, olfatear, paladear; pero, también, del seducir, del evocar, del besar; expresión y exposición de un rostro sensorial, mas no sensual; un rostro en el que lo expresivo se conjuga con lo hermético; un rostro crudo, hiperrealista, casi indigesto,... decididamente inquietante.
Aquellos ojos me habían abducido provocándome una contradictoria sensación de despertar de un profundo sueño; un zarandeo emocional que me estaba sacando, poco a poco, de la apatía en que me había sumido tras finalizar mi última obra: ese desfondamiento producto del vaciamiento por extravasación de las potencias anímicas vertidas en negro sobre blanco.
Estaba en la Tate Britain. Llegué a Londres buscando eso: despertar, salir del impasse, del anonadamiento estéril, y, por tanto, enervante, que todo acto creativo que precisa de un esfuerzo continuado provoca. Antes de introducirme en aquel sacro espacio del modernismo pictórico británico, había paseado por el Soho, mirado escaparates variopintos, olido aquel muestrario de la humanidad que es uno de los barrios más multirraciales del planeta, escuchado la música que salía de sus pubs, y contemplado, indiferente, las muestras más naturales de una libertad sexual que aquí tiene uno de sus referentes. Imbuido en tal cantidad de populismo casi asfixiante, de cotidianeidad, de vida ordinaria de gente corriente, se me iluminó la mente, como si entre los óseos límites de mi cráneo se hubiera producido uno de aquellos fogonazos de magnesio, arcaicos flashes fotográficos: ¡Freud, Lucian Freud! (el nieto del austriaco creador del psicoanálisis -al que tanto deben, por un lado, la clase médica psiquiátrica, y, por otro, los fabricantes de divanes-, aquel punto de inflexión en la sociología y psicología humanas, aquel polémico demiurgo creador de figuras y lenguajes que se entramarían al siglo XX como parte de su tejido socio-cultural, y que tuvo que emigrar a Londres desde su Austria natal huyendo de la barbarie nazi).


La pintura de Lucian Freud es el prototipo de una realidad demasiado real para ser cierta, una realidad que solo existe en la imaginación sentida más allá de las apariencias, al margen de toda objetividad, una realidad superlativamente subjetiva. Era lo que yo necesitaba para intentar esa conmoción que me hiciese reaccionar, puesto que la realidad tal cual no lo lograba.
Y allí estaba yo, absorto, penetrando por aquellos enormes ojos a otro mundo, un mundo denso y vasto, de grandes rasgos, de sentimientos mastodónticos, excesivos pero detenidos, a punto de reventar por inflacción pero congelados instantes antes de hacerlo. Mi interior iba tomando la consistencia de un mosto comenzando a fermentar, sentía cómo en mi boca del estómago se iniciaba una efervescencia que iba creciendo y creciendo, pujando hasta convertirse en una ebullición tumultuosa. Sentía hervirme la sangre y ascender -llama líquida, vapor de fuego- desde el vientre hasta estallar en mis sienes como burbujas ardientes de algo parecido a una flamígera angustia... Todo esto ocurría mientras yo permanecía quieto, como en estado catatónico, ya no residente en mi cuerpo sino en algún lugar al que se accedía desde aquellos ojos, un lugar remoto de un espíritu enajenado...


No sé cuánto tiempo permanecí en ese estado; solo recuerdo el paso ocasional de gente, como sombras sin rostro, que de vez en vez se interponía entre mis ojos y los suyos. Al cabo, volviendo en sí, cuando la efervescencia amenazaba con arrancarme la cabeza de los hombros como si fuese un tapón de corcho, pasee la mirada por el resto del cuadro: aquel seno desnudo asomando fuera de la bata, y exhibiendo la delatora blancura hurtada al sol -mostrando in absentia la existencia del sostén de fino hilo sin copa-, y tendido sobre el antebrazo que, cruzando bajo él, se continuaba en una mano dirigida hacia el otro seno, oculto bajo el algodón rizado o la felpa, al que sujetaba delicadamente, tan delicadamente como solo una mujer es capaz de hacer. Un seno, pues, ofrecido a la mirada, a la sugestión, tan ordinario como el que uno se puede encontrar en cualquier casa de cualquier barrio de cualquier ciudad; un seno que actúa, desde su nívea blancura, de foco y faro, de centro de atracción de la mirada -sino hubiera sido capturada previamente por aquellos enormes ojos de contundente inexpresividad-; no un seno perfecto, ni voluptuoso; no un seno idealizado, no; sino un seno demasiado familiar, un seno con el que nos cruzamos de forma habitual: en el portal de casa, en la calle, en el mercado, en la oficina; un seno que invita a acariciarlo, a palparlo, a succionarlo -convencido de obtener en el acto, una tibia y dulzona muestra de la leche más maternal que imaginarse pueda-, expuesto en un gesto nada erótico, sino natural, lógico, consecuente con su función. La otra mano, posada sobre el sofá, relajada, fina, anillada, invita al beso, al recorrido de labios por sus dedos, a la caricia detenida; una mano familiar por lo soñada; una mano elegante que contrasta con la otra más dotada del sentido de lo práctico: una, es mano de trabajadora -operativa-, la otra, es mano aristocrática -nonchalante-; ambivalencia, pues, destilando la impresión de conjunto.


El pie derecho como tercera zona de atracción luminosa (ojos, seno, pie); en ligero escorzo, tobillo, empeine y dedos, muestran su poder incisivo cual saeta de luz reposada sobre el sofá; saeta plena de sentido subrayado en la forma y el color; pie saeta que es prolongación de una pierna en forzado volteo sobre la que reposa la cabezota amazacotada del can, cuarto centro de atención (sino primero), que contribuye a acentuar la blancura del seno desnudo con su propio blancor grisáceo azulado, y colabora, así mismo, a agrandar el tamaño de aquellos ojos inmensos e hipnóticos como contrapunto a los ojillos de ratita celadora que nos miran intensamente desde la aparente y reposada, siempre vigilante, indiferencia perruna.
Ese gesto absorto, dirigida la mirada hacia un lado del espectador, no a los ojos que los miran -eso lo hace el perro-, es la expresión de una vida, sino vacía, sí impotente, irremediablemente plana, necesaria, carente de entusiasmo, quizás también, carente de elan vital. Gesto neutro de difícil lectura, incómodo de interpretar (¿qué pasa por esa cabeza?), apareciendo como despojado de vitalidad. Pose de alguien que no espera ya nada, que no bulle, mera marioneta inanimada, que no obstante transmite familiaridad, cercanía, y, por tanto, perplejidad y desasosiego, haciendo reaccionar al espectador, en este caso a mí, provocando un deseo del desear, una búsqueda de estímulos que nos alejen de esta sensación desvitalizada que hallamos en este cuerpo tan familiar, y que, por ello, se nos pega como piel de Neso y nos asfixia al transmitirnos toda la aceptación resignada de una vida ya entregada a la inercia del pasar.
Con esa sensación de despertar, con ese deseo vital de búsqueda y disfrute, con una imperiosa necesidad de vivir latiéndome en el pecho, abonada de optimismo y regada de determinación, salí de la Galería, ya, otro; desbloqueado y dispuesto a proseguir recreando una vida plagada de posibilidad, esperándome ahí afuera...

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