Justificación
Ante la frustrante y bochornosa falta de inspiración que durante estos días me aqueja --bien porque mis musas se hallen de vacaciones, bien porque hayan decidido abandonarme dándome por caso perdido--, y ante la obligación que me he impuesto de no dejar transcurrir, salvo causa grave o mayor que me lo impida, tres días sin ofrecer a la red una de mis propuestas, me veo en la obligación de recabar excusas por tener que recurrir al socorrido préstamo textual (aunque bien sé que muchos habrá que en vez de requerir disculpas lo que desearán es agradecerme el detalle de plasmar aquí --si sea excepcionalmente-- algunas píldoras de literatura de calidad).Sí han de estar seguros que el socorro no será en balde: les voy a ofrecer un relato que aspira a provocarles cuanto menos la sonrisa, no siendo nada extraño que pudiera, incluso, suscitar alguna desinhibida y espontánea carcajada (como a mí me ha ocurrido) en alguno de los hilarantes momentos que nos regala Saki, pseudónimo con que se daba a conocer Hector Hugh Munro.
Este escritor británico, nacido en Birmania y educado en Inglaterra, posee una innata y conspicua capacidad para el humor de ese tipo denominado negro, que en su caso frecuentemente rebasa los límites de la ironía para verterse en el sarcasmo y la mordacidad, y que en no pocas ocasiones destila una picante dosis de morboso sentido de lo macabro. Una delicia para todo el que aspire ser divertido de manera sencillamente inteligente sin caer en la petulancia.
Y no digo más. Espero se lleven la misma sorpresa que yo me he llevado y gocen en este (electoral) domingo de unas sonrisas añadidas...
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SAKI
(Hector Hugh Munro, 1870-1916)
El narrador de cuentos
Era una tarde sofocante y en el vagón reinaba la consiguiente atmósfera de bochorno. La siguiente parada sería Templecombe, al cabo de casi una hora. Los ocupantes del vagón eran una chiquilla, una chiquilla más pequeña y un chiquillo. Una tía de los niños ocupaba un asiento en un extremo y el asiento del extremo opuesto lo ocupaba un joven caballero que era ajeno al grupo, pero las chiquillas y el chiquillo ocupaban ostensiblemente todo el compartimento. Tanto la tía como los niños mantenían un tipo de conversación restringida y persistente que recordaba a las efusiones de una mosca doméstica inasequible al desaliento. Aparentemente, la mayor parte de las observaciones de la tía comenzaban por "No" y casi todas las observaciones de los niños empezaban con "¿Por qué"?. El joven caballero no pronunciaba una sola palabra.
--No, Cyril, no --exclamó la tía cuando el muchachito empezó a chupetear las almohadillas del asiento, levantado una nube de polvo a cada bufido.
--Ven a mirar por la ventanilla --añadió.
El niño se encaminó de mala gana hacia la ventana.
--¿Por qué se llevan las ovejas de ese prado? --inquirió.
--Supongo que se las llevan a otro prado en que haya más hierba --dijo la tía quedamente.
--Pero si hay mucha hierba en ese prado --protestó el niño--; no hay más que hierba en él. Tía, en ese prado hay muchísima hierba.
--Tal vez la hierba del otro prado es mejor --sugirió la tía sandiamente.
--¿Por qué es mejor? --brotó la inmediata e inevitable pregunta.
--¡Oh, mira esas vacas! --exclamó la tía. En casi todos los campos, a todo lo largo de la vía había vacas y bueyes , pero ella lo dijo como si volcara su atención sobre una rareza.
--¿Por qué es mejor la hierba del otro prado? --persistió Cyril.
En el rostro del joven caballero el entrecejo tornábase un profundo ceño. Era un hombre insensible y antipático, decidió la tía para sus adentros. Se sentía totalmente incapaz de llegar a alguna decisión satisfactoria acerca de la hierba del otro prado.
La más pequeña de las chiquillas originó una diversión al comenzar el recitado de "En el camino de Mandalay". Se sabía tan sólo el primer verso pero extraía el máximo partido de su limitado conocimiento. Repetía el verso una y otra vez, como una melopea, pero con una voz resuelta y perfectamente audible. Al joven caballero se le antojaba aquello como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir el verso en voz alta dos mil veces sin parar. Quienquiera que hubiera hecho el envite probablemente perdería la apuesta.
--Venid aquí y escuchad mi cuento --dijo la tía, después de que el caballero la hubiera mirado por dos veces y una vez al tirador de llamada.
Los niños se encaminaron displicentemente hacia el extremo del vagón en que se hallaba la tía. Evidentemente, su reputación como narradora no rayaba alto en su estima.
Con voz baja y confidencial, interrumpida frecuentemente por sonoras y petulantes preguntas de sus oyentes, dio principio a un cuento anodino y lastimosamente falto de interés acerca de una niña que era buena y que debido a su bondad se hacia amiga de todo el mundo y que a la postre se veía a salvo de un toro enfurecido a cargo de unos cuantos salvadores que admiraban su carácter moral.
--¿Es que no la habrían salvado si no hubiera sido buena? --preguntó la mayor de las niñas.
Era exactamente la pregunta que el joven caballero hubiera querido formular.
--Bueno, pues sí --admitió la tía a regañadientes--, pero no creo que hubiera corrido en su ayuda con tanta premura si no la hubieran tenido en tan alto aprecio.
--Es el cuento más estúpido que he oído jamás --dijo la mayor de las niñas con infinita convicción.
--Yo, después de oír el principio, ya no he escuchado más. Era tan estúpido --dijo Cyril.--La más pequeña de las chiquillas no hizo ningún comentario explícito acerca del cuento pero hacía un largo rato que había reemprendido en un susurro la repetición de su verso favorito.
--No parece usted tener un gran éxito como narradora --dijo súbitamente el joven caballero desde su extremo.
La tía se erizó en instantánea defensa ante aquel ataque inesperado.
--Es muy difícil contar cuentos que los niños puedan a la vez comprender y disfrutar --dijo con tiesura.
--No estoy de acuerdo con usted --replicó el joven caballero.
--Tal vez a usted le gustaría contarles un cuento --fue, a su vez, la réplica de la tía.
--Cuéntenos un cuento --pidió la mayor de las niñas.
--Érase una vez --comenzó el joven--, una niñita llamada Bertha que era extraordinariamente buena.
El interés infantil, momentáneamente despertado, empezó a decaer al instante; todos los cuentos parecían horriblemente similares, independientemente de quién los contara.
--Hacía todo lo que le mandaban, decía siempre la verdad, mantenía sus vestidos limpios, se comía las gachas como si fueran tartas de confitura, se aprendía las lecciones perfectamente y era de modales educados.
--¿Era guapa? --preguntó la mayor de las niñas.
--No tan guapa como vosotras --respondió el joven--, pero era horriblemente buena.
Se produjo un movimiento de reacción a favor del cuento; la palabra horrible asociada con bondad era una novedad que se recomendaba por sí sola. Parecía introducir una aureola de autenticidad que se hallaba ausente de los cuentos infantiles de la tía.
--Era tan buena --prosiguió el joven--, que ganó varias medallas a causa de su bondad, las cuales se prendía siempre del vestido. Tenía una medalla a la obediencia, otra a la puntualidad, y una tercera por su buena conducta. Eran unas medallas grandes, de metal, y tintineaban unas con otras al andar. Ningún otro niño de la ciudad en que vivía tenía tantas medallas, de modo que todo el mundo estaba enterado de que aquella debía ser una niña superbuena.
--Horriblemente buena --acotó Cyril.
--Todo el mundo hablaba de su bondad, y el príncipe de aquel país oyó hablar del caso y dijo que puesto que era tan buena se le permitiría pasear una vez a la semana por su parque, que se hallaba en las afueras de la ciudad. Era un hermoso parque y jamás se le había permitido el acceso a niño alguno, de modo que era un gran honor para Bertha que le autorizasen a entrar.
--¿Había ovejas en el parque? --preguntó Cyril.
--No --dijo el joven--, no había ovejas.
--¿Y por qué no había ovejas? --surgió la inevitable pregunta derivada de aquella respuesta.
La tía se permitió una sonrisa que podría haber sido descrita como una mueca.
--En el parque no había ovejas porque --dijo el caballero-- la madre del príncipe había soñado una vez que a su hijo le mataría o una oveja o un reloj que se le caería encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en su parque ni relojes en su palacio.
La tía contuvo una boqueada de admiración.
--¿Y al príncipe lo mató una oveja o un reloj? --inquirió Cyril.
--Aún vive, así que no podemos saber si el sueño se convertirá en realidad --dijo el joven con despreocupación--; sea como fuere, en el parque no había ovejas pero había montones de cerditos correteando por todas partes.
--¿De qué color eran?
--Negros con la cabeza blanca, blancos con motas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran blancos por completo.
El narrador hizo una pausa a fin de permitir que en la imaginación de los niños calara una idea global de los tesoros del parque luego resumió.
--Bertha se puso bastante triste al descubrir que en el parque no había flores. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no cortaría ninguna de las flores del gentil príncipe y se había propuesto cumplir su promesa, así que le hizo sentirse como una tonta el comprobar que no había flores que cortar.
--¿Y por qué no había flores?
--Porque los cerdos se las habían comido todas --replicó prontamente el joven--. Los jardineros le habían advertido al príncipe que no es posible tener cerdos y flores, así que aquél decidió tener cerdos y no flores.
Hubo un murmullo de aprobación ante la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría optado por la otra posibilidad.
--En el parque había montones de muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados y azules y verdes, y árboles con bellísimos papagayos que decían espontáneamente frases agudas y colibríes que entonaban todas la melodías populares del momento. Bertha paseaba por doquiera y disfrutaba enormemente, y pensaba para sus adentros: "Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido entrar en este hermoso parque y gozar de cuanto en él se ve", y sus medallas tintineaban unas con otras al caminar y le ayudaban a recordar lo buenísima que en verdad era. En aquel momento, un enorme lobo se colaba en el parque a ver si lograba atrapar un lechoncito bien gordo par la cena.
--¿De qué color era? --preguntaron los niños, en medio del súbito arranque de interés.
--Todo él de color fango, con la lengua negra, y unos ojos gris pálido que brillaban con inefable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Bertha; su delantal era tan inmaculadamente blanco e impoluto que se la distinguía desde una gran distancia. Bertha vio al lobo que se dirigía cautelosamente hacia ella y empezó a desear que jamás le hubieran franqueado la entrada al parque. Echó a correr con todas sus fuerzas y el lobo se lanzó tras ella dando grandes saltos y zancadas. La niña consiguió llegar a un espeso macizo de mirtos y se ocultó en lo más denso de los arbustos. El lobo se acerco olfateando entre la enramada, con su enorme lengua negra colgándole fuera de la boca y los ojos gris pálido relampagueando de rabia. Bertha estaba terriblemente asustada y pensaba para sus adentros: "Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena en estos momentos estaría felizmente a salvo en la ciudad". No obstante, el aroma del mirto era tan fuerte que el lobo no podía oler nada donde Bertha estaba escondida y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado rondando en torno a ellos muchísimo tiempo sin llegar a vislumbrarla, de modo que se pensó que sería mejor largarse y atrapar un cerdito en su lugar. Bertha temblaba una barbaridad teniendo al lobo olisqueando y husmeando tan cerca de ella y con el temblor la medalla de la obediencia tintineó contra las medallas a la buena conducta y a la puntualidad. El lobo se alejaba ya cuando oyó el sonido de las medallas tintineando y se detuvo a escuchar; las medallas tintinearon nuevamente en un arbusto muy cerca de él. Se abalanzó sobre la espesura con los ojos gris pálido relampagueando de ferocidad y triunfo, arrastró a Bertha fuera de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos trozos de vestido y las tres medallas por ser buena.
--¿Resultó muerto algún cerdito?
--No, todos escaparon.
--El cuento empezó mal --dijo la más pequeña de las chiquillas--, pero tiene un final muy bonito.
--Es el cuento más bonito que he oído nunca --dijo la mayor de las niñas con inmensa decisión.
--Es el único cuento bonito que he oído jamás --dijo Cyril.
Una opinión disidente provino de la tía.
--¡Un cuento altamente impropio para contar a unos chiquillos! Ha minado usted el efecto de años de enseñanza.
--En cualquier caso --respondió el joven caballero recogiendo sus pertenencias y preparándose a abandonar el vagón--, les he mantenido callados durante diez minutos, que es más de lo que usted es capaz de hacer.
"¡Pobre mujer!, pensó para sus adentros mientras caminaba por el andén de la estación de Templecombe; "¡por lo menos durante los próximos seis meses la van a asaltar en público con la solicitud de un cuento impropio!".
Fin de El Narrador de Cuentos.
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MÚSICA DE CUENTO
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