Sólo te dejo,
hermana, este gravamen;
Que escribas unos
versos de esta suerte
En mi sepulcro,
porque más me infamen:
«Eneas dio la
causa de esta muerte;
La espada dio
también como inhumano,
Y Dido, tan amante
como fuerte,
Murió herida con
su propia mano.»
Dido a Eneas, (versos finales). Publio Ovidio Nasón
(traducción en verso castellano de Diego de Mexía)
(traducción en verso castellano de Diego de Mexía)
Dido,
Reina de Cartago
Invocación
Canta,
Aedo, la historia
de
la desdichada reina
fundadora
de Cartago,
de
los dioses marioneta.
Canta,
y tus cuerdas vocales
apropiadamente
templa,
para
dar el tono justo
sin
falsear la leyenda.
Canta,
y hazlo siendo fiel
a
las voces tan diversas
que,
recogiendo lo hechos,
recrearon
la tragedia.
Canta
y los males espanta
de
lo que la historia cuenta:
la
fatalidad debida
a
divina providencia.
Sea
el tuyo un canto alegre,
que
lo grave dé la vuelta,
convirtiendo
lo gravoso
en
aleve ligereza.
Que
tu voz module clara
la
preclara moraleja
que
en la trama de esta historia,
entretejida
se encuentra;
mas
hazlo sin pretensiones,
huyendo
de las sentencias
y
de intenciones pedantes
que
desorienten la meta.
Tiro
No
hay en toda Fenicia
ciudad
más rica que Tiro,
en
ella bulle el comercio
y
en ella hierve el destino
que
en el Mediterráneo
encontrará
su objetivo.
De
su puerto parten naves
hacia
lo desconocido,
donde
fundarán ciudades
al
albur de su albedrío,
pues
el mar es un imperio
para
el carácter fenicio:
el
imperio de las ondas
donde
trazan los caminos,
cuyos
límites costeros
circunscriben
sus dominios.
Matán
I gobierna
y
Matán tiene tres hijos,
y
de los tres dos nacieron
a
la vez, son, pues, mellizos:
el
avieso Pigmalión
y
la encantadora Dido;
Ana,
la última en nacer,
el
tercer miembro es del trío.
Viendo
cercana su muerte
Matán
expresa su arbitrio
de
legar el trono, a dúo,
a
los univitelinos.
Coherederos
los nombra,
pero
no piensan lo mismo
quienes,
llegada la hora,
sancionan
al elegido:
Pigmalión
será quien reine
—según
decide el machismo
de
una sociedad sexista
que
prima lo masculino.
Dido
se queda sin trono,
sin
legado compartido;
y,
además, será obligada
a
tomar como marido
al
sacerdote del templo
de
Melkart —su propio tío.
Desea
el artero hermano
saber
el lugar preciso
donde
el tesoro del templo
se
halla muy bien escondido.
Codicioso,
Pigmalión,
de
su hermana espera auxilio,
sonsacándole
al esposo,
mediante
amoroso oficio,
la
ubicación de los bienes
a
los dioses ofrecidos.
Dido,
que lo ve venir,
determina
con buen tino,
equivocar
a su hermano
señalando
mal el sitio.
Ignorante,
Pigmalión,
del
taimado plan urdido,
al
sacerdote da muerte,
pagando
mal sus servicios.
Mientras
Dido pone mar
de
por medio, el asesino
burlado
queda en su trono,
víctima
de su delirio.
Fundación
de Cartago
Cruzan
el Ponto, veloces,
muy
bien pertrechados barcos,
más
que surcar las olas,
se
dijera, van alados.
Es
la flota que una reina
destronada
lleva al mando,
formada
por los más fieles
y
leales partidarios.
A
popa han dejado Tiro,
y,
con Tiro, su pasado;
mas
la proa hacia el futuro
resueltamente
apuntando.
Se
dirigen al extremo
del
mar Mediterráneo,
en
busca de un territorio
donde
fundar nuevo estado.
Y
lo hallan en la Libia,
no
se sabe si por pálpito
o,
de tanto navegar,
por
justificado hartazgo.
Llegados
a un promontorio,
bien
dispuesto y soleado,
con
ensenada abrigada
y
muy ubérrimos campos,
atracan,
sin atracar,
y
fondean, fondeando,
de
la costa a poco menos
de
un bien medido estadio.
Tras
lo cual, poniendo en tierra
los
dos pies de un ágil salto,
van
en busca del Señor
que
gobierna aquellos pagos.
Y
lo encuentran en su tienda
en
un oasis cercano;
se
llama Yarbas y es
un
bereber muy bizarro,
con
aspecto de tizón
por
lo fosco y requemado.
Gobierna
sobre cien tribus,
y
manda diez mil vasallos
que
le obedecen al punto
seguido
los sus mandatos.
Hacia
él se llega Dido
con
cortesía y recato,
mas
con orgullo de reina,
solicitándole
amparo.
El
bereber, que es un hombre,
si
guerrero, hospitalario,
cortesmente
corresponde
al
pedido con un pacto:
tierra
le dará que abarque
lo
que la piel de un astado,
para
que more y descanse
del
undoso oceano.
Dido,
que ya ha dado muestras
de
destreza en el engaño,
acepta
artera los términos
del
equívoco contrato.
Más
que tiras, de la piel,
corta
hilos tan delgados
que
con ellos circunscribe
un
perímetro tan amplio
que
además del promontorio
abarca
ensenada y campo.
Yarbas
ríe tanta astucia
y
le da en señal la mano
de
acatamiento rendido
ante
un ingenio tan vasto.
Y
allí Dido da en fundar,
sobre
un cerro soleado,
el
emporio conocido
por
el nombre de Cartago.
Cartago
Ya
Cartago se levanta
sobre
bien pulidas piedras,
avenidas
con calzadas
flanqueadas
por aceras,
primorosos
edificios
y
esculturas aún más bellas.
Cada
poco el frescor
de
una fuente y diez palmeras
contribuyen
a aportar
bienestar
y complacencia.
Se
alza Cartago, orgullosa,
como
una ciudad moderna.
El
comercio, imparable,
en
su puerto se concierta
y
en dos lustros se convierte
en
lugar de referencia.
Todo
el occidente libio
canaliza
su riqueza
a
través del rico emporio
que
Cartago representa,
para,
desde allí hacia Oriente,
en
viaje de ida y vuelta,
en
cien barcos presurosos,
traficar
surcando estelas.
Se
convierte así en confin
de
la Ruta de la Seda
la
ciudad que tiene a Dido
como
su primera reina.
Eneas
Pero
un día hasta sus costas
grandes
olas de tormenta
arrojan,
no mercancías,
sino
a gentes muy maltrechas,
en
desarbolados barcos
sin
insignias ni banderas:
siete
naves, de una flota
que
sumaba más de treinta;
las
demás las tragó el mar
y
los monstruos que en él medran.
Escilla
y Caribdis son
los
últimos de esta cuenta,
que
el estrecho de Mesina
tienen
como residencia.
Desde
allí llega esta escuadra
que
comanda el bravo Eneas,
héroe
en la guerra de Troya
que
se salvó de la quema
huyendo
con su hijo Ascanio
llevando
a su padre a cuestas.
Hijo
de Anquises y Venus,
esposo
de la fiel Creusa
—que
lo animó a escapar
sacrificándose
ella—,
es
su destino fundar
en
Italia nación nueva
con
sangre de los olímpicos:
la
que fluye por sus venas.
De
Júpiter el mandato
procede,
no de cualquiera,
que
pretende así enmendar
el
desastre de una guerra
que
convertiría a Troya
en
alimento de hoguera.
Nieto,
pues, del dios de dioses,
protegido
por su égida,
en
su huida se da al mar
para
realizar su empresa.
Marcha
Eneas, de la flota,
con
su nave a la cabeza,
en
un exilio forzado
rumbo
a su sagrada meta.
Atrás
Troya quedará,
no
más que reminiscencia
de
un pasado ya lejano
cubierto
por la humareda.
Mas
hay quien no piensa así,
quien
ni olvida ni exonera,
alguien
de mucho poder
para
quien viva la afrenta
aún
sigue que un certamen
de
belleza supusiera.
Juno
es la rencorosa,
de
todas las diosas reina,
quien
jurara a los troyanos
la
venganza más cruenta,
porque
Paris, como juez
—y troyano por más señas—,
en
un Juicio ya famoso,
desairara
sus propuestas,
al
seleccionar a Venus
de
entre la divina terna
(cuya
tercera en discordia,
recuérdese,
fue Minerva).
Intenta
Juno apartar
de
su destino a Eneas,
persiguiéndolo
por mar
y
asediándolo por tierra.
Sufre
el héroe la inquina
con
coraje y entereza,
los
avatares de un viaje
que
es trasunto de odisea,
por
lo azaroso y lo incierto
de
las varias peripecias
que
le hicieran dar mil tumbos
como
a Ulises sucediera.
Contubernio
de las diosas
Viendo
que en Júpiter tiene
el
troyano a quien defienda
con
más firme garantía
el
éxito de su empresa;
comprobando
que la insidia,
las
argucias y las tretas,
de
la vengativa diosa
contra
la Égida se estrellan;
opta
Juno por cambiar
hábilmente
de estrategia,
buscando
astuta alianza
con
la olímpica más bella.
Contra
natura, rivales,
las
dos deidades acuerdan
—por
motivos diferentes,
coincidentes
en la esencia—
hacer
nacer el amor
entre
el príncipe y la reina.
Y
es así que Juno y Venus
suman
sus divinas fuerzas,
por
desviar el objetivo
que
hacia Italia a Eneas lleva.
Juno
abrirá el corazón
que
Dido, con mil cadenas
muy
fuertemente sellado,
puro,
en su pecho alberga.
Y
Venus al fiel Cupido
enviará,
con la apariencia
de
Ascanio, para que hunda
sus
envenenadas flechas
en
el corazón, ya abierto
a
la amante efervescencia.
Dido
y Eneas: el encuentro
Se
maravilla el troyano
cuando
en el puerto fondea
por
lo bien dispuesto de éste
en
penacho de palmera,
donde
en curvilíneos muelles
cien
atraques allí encuentran
acomodo;
por la gente
que
en fragor de voces llena
el
ambiente bullicioso;
por
la bella ciudadela
que
se asoma a la ensenada
como
balconada regia;
por
el lujo que se exhibe,
por
el orden que gobierna,
porque
a Troya, tan llorada,
vagamente
le recuerda.
Boquiabierto,
embelesado,
el
troyano esto contempla,
hasta
que la autoridad
del
asombro lo despierta.
Una
guardia uniformada
le
saluda y se interesa
por
saber la identidad
de
quien el mando detenta.
Como
príncipe troyano,
exiliado,
se revela,
uno
de los pocos que
se
escapara de la quema
que
redujera a cenizas
una
ciudad tan señera.
Al
oír el capitán
de
la guardia tal respuesta,
inclinándose
lo invita
y
cortesmente se presta
a
conducirlo a palacio
y
presentarlo a su reina.
Junto
al príncipe va Acates,
y
un Ascanio en aparencia
—que
es Cupido fementido
quien
adopta su silueta—.
Ya
ante Dido, los viajeros,
su gratitud manifiestan,
a
lo que ella corresponde
con
ternura y gentileza,
recibiendo
entre sus brazos
al
hermoso hijo de Eneas,
a
quien besa en las mejillas
y
contra su pecho estrecha
(circunstancia
que Cupido
para
sus fines emplea:
imposible
errar el tiro
cuando
el blanco está tan cerca).
Siente
Dido en el abrazo
un
deleite que atraviesa
como
flecha sus entrañas,
y
que crece cuando encuentra
en
sus ojos la mirada
del
troyano, noble e intensa;
siente
cómo en su interior
chiribitas
y pavesas
saltan
de su corazón
convertido
ahora en hoguera;
Siente
Dido levedad,
la
de las llamas etéreas,
que
se agitan sin cesar
como
codiciosas lenguas;
siente
cómo la pasión
en
su pecho se despierta,
cómo
se estira el deseo
y
el amor se despereza.
El
veneno de Cupido
ya
circula por las venas
de
quien presumía ser,
a
lazos de amor, ajena.
Tras
jornada interminable,
de
fugacidad eterna,
en
que el príncipe troyano
sus
peripecias le cuenta
(desde
el momento que Troya,
de
una equina estratagema
por
los dánaos urdida,
víctima
del fuego fuera,
hasta
ser desarbolados
por
la alevosa tormenta
que
arrojándolos del mar
en
Cartago los pusiera),
Dido
da al cuerpo descanso
y
al espíritu contienda:
arderá
la reina en sueños
como
Troya misma ardiera.
Dido
y Eneas: la caza, la tormenta, la gruta
Dido
al príncipe agasaja,
lo
regala y lo deleita;
a
banquetes lo convida,
en
su palacio lo hospeda,
y
a su lado, embelesada,
por
sus jardines pasea
mientras
bebe sus palabras
sin
saciarse nunca de ellas.
Tras
varios días holgando,
recuperando
las fuerzas,
partirán
de cacería
con
la comitiva regia.
Precedidos
por los cornos
baten
campos y florestas,
de
donde, despavoridas,
huyen
veloces las bestias
perseguidas
por los perros,
por
las lanzas y las flechas;
una
tras otra se cobran.
en
gran número, las piezas
de
pelo y pluma, variadas,
que
abastecerán las mesas.
Mas
de súbito los cielos
con
nubarrones se llenan
y
el azul desaparece
bajo
un manto de tinieblas;
sopla
el viento reciamente,
se
aborrasca el aire y sueltan
las
alturas un diluvio
con
fragor de mil centellas.
La
comitiva de caza
asustada
se dispersa;
los
caballos, desbocados,
piafan
y el aire cocean,
descabalgando
jinetes
que
sobre las grupas vuelan.
Juntos,
Eneas y Dido,
cabalgan
hacia unas peñas
por
buscar allí el amparo
de
alguna oportuna cueva...
Y
al cabo, tras los arbustos,
medio
oculta, al fin la encuentran;
a
las zarzas, los caballos,
aseguran
por las riendas,
y
en la gruta se introducen
midiendo
el espacio a tientas.
Fuera
el viento sopla airado
y
la lluvia baquetea,
mientras
dentro el fuego prende
en
dos cuerpos, que se incendian...
Satisfacción
de las diosas
Las
diosas se felicitan
por
el éxito alcanzado:
Dido
y Eneas unidos
en
un mismo e intenso abrazo.
Satisfechas,
victoriosas,
Juno
y Venus de su pacto,
parecieran
congraciarse,
mas
no es cierto, que hay engaño:
sabe
Juno que su esposo
no
consentirá los lazos
que
atando a Eneas con Dido,
también
lo aten a Cartago;
sabe
que no aceptaría,
Júpiter,
ser desairado,
en
su designio que Eneas
funde
nación en el Lacio.
Esto
bien lo sabe Juno,
como
sabe el resultado
que
ha de tener esta historia,
y
quién será su pagano.
Y
por otra parte Venus,
a
pesar de tal engaño,
da
por buena la añagaza
pues
el amor ha triunfado.
Lo
que pase en adelante,
mientras
su hijo esté a salvo,
hasta
cierto punto lógico,
le
traerá sin cuidado.
Mercurio,
heraldo de Júpiter
Anda
Júpiter ceñudo,
pues
su nieto está olvidando
dónde
tiene el objetivo,
por
un carnal arrebato.
Y
pues que no está dispuesto
a
que sus planes sean pasto
del
rumiar de los mortales,
manda
llamar a su heraldo.
Ya
Mercurio, por los aires,
al
llamado acude raudo,
y
ante el Crónida se para
para
escuchar el mandato.
Recibido,
sale presto
hacia
el sueño del troyano,
para
informarle puntual
del
olímpico reclamo;
y
lo encuentra, ya dormido,
a
su Dido entrelazado,
y
se introduce en su sueño,
y
le recuerda el encargo
de
fundar una nación
allende
el Mediterráneo,
también
le alega el deber
ante
los antepasados,
la
devoción a los dioses,
la
obediencia y el acato.
Eneas,
no bien lo escucha,
despierta
de un sobresalto,
se
separa de su amada
y
se aleja de su lado.
Es
aún de madrugada,
noche
cerrada por tanto,
y
hasta que cante la alondra
la
pasará meditando.
Marcha
de Eneas. Maldición y suicidio de Dido.
No
renunciará Eneas
a
su olímpico destino;
oportuno
y conveniente
del
dios le llegó el aviso.
Renunciando
así al amor
que
sintiendo está por Dido,
decide
hacerse a la mar
para
hacerse del dios digno.
Antes
será responsable
que
víctima de egoísmo;
antes
piadoso y devoto
que
de una pasión cautivo.
Con
las entrañas ardiendo
y
el corazón dividido
Eneas
dispone el viaje
para
cumplir su objetivo.
Intenta
la reina en vano
con
caricias disuadirlo,
y
con razones de amor,
y
lacrimosos suspiros.
Mas
el troyano se blinda
a
la queja y el cariño,
permaneciendo
impasible
ante
todo dramatismo.
Hacia
fuera será hielo
mas
por dentro es un suplicio,
que
a su reina bien oculta
por
no dar al fuego tiro.
Una
mañana temprano,
silenciosos,
los navíos
abandonarán
el puerto
que
los acogió, solícito.
A
Cartago dan la popa
por
dar la proa a un destino
que
los dioses han marcado
sobre
el humano designio.
La
reina, desesperada,
permuta
en odio el cariño,
y,
maldiciendo a los dioses,
maldice
también su sino.
Para
después sentenciar,
dirigiéndose
al huido:
"Nunca
jamás haya paz
entre
tu pueblo y el mío".
Tras
lo cual firma con sangre
un
tan rencoroso edicto:
en
su pecho hunde la espada
engastada
con zafiros
que
Eneas le regalara
en
tiempos de rosa y vino.
Y
es así como ambos pueblos
serán
por siempre enemigos:
por
culpa del desamor
causado
por los olímpicos.
Pagarán
Roma y Cartago,
las
envidias, los caprichos,
la
voluntad veleidosa
con
que actúan los divinos.
Fin del
romance
|
~διδο~
.
GALERÍA
DESPEDIDA DE ENEAS Y MUERTE DE DIDO
Mercury Appearing to Aeneas, Giambattista Tiepolo, 1757
.
.
The Aeneas's Farewell to Dido, Rutilio Manetti
.
Aeneas takes leave of Dido, Guido Reni, 1630
.
Didone Abbandonata, Pompeo Battoni (s XVIII)
.
Death of Dido, Giovanni Battista Tiepolo
.
The Suicide of Dido, Meister des Vergilius Vaticanus
.
The Suicide of Dido, Master of the Aeneid Legend
.
The Suicide of Queen Dido, Unknow Illuminator, 1413-1415
.
The Death of Dido, Marcantonio Raimondi (after Raphael)
.
The Death of Dido, Pietro Testa
.
The Suicide of Dido, Liberale da Verona
.
The Death of Dido, Peter Paul Rubens, 1635-38
.
The Death of Dido, Peter Paul Rubens, 1635-38
.
The Death of Dido, Andrea Sacchi (s XVII)
.
La Mort de Didon, Simon Vouet, c 1640
.
La Mort de Didon, Sébastien Bourdon (1616-1671)
.
La Mort de Didon, Sébastien Bourdon, 1637-40
.
Death of Dido, Henry Füseli, 1781
.
The Death of Dido, Joshua Reynolds, 1781
.
The Death of Dido, Thomas Robson (after Joshua Reynolds)
.
La Mort de Didon, Joseph Stallaert, 1872
.
Death of Dido - Guercino, 1631
.
La Mort de Didon, Antoine Coypel, 1715
.
Dido on the Pyre, Johann Heinrich Tischbein the Elder. 1775
.
Dido on the Funeral Pyre
.
The Death of Dido, Daniel Haring (1636-1715)
.
The Death of DidoI, Arnold Houbraken
.
Der Tod der Dido, Ottmar Ellinger I (s XVIII)
.
~
Giovanni Francesco Romanelli
DIDO's SERIE
1630-1635
Dido Shows Aeneas Her Plans for Carthago
.
The Royal Hunt
.
Aeneas Leaving Dido
.
The Death of Dido
.
The Death of Dido
.
Maiolica di Casteldurante, piatto con piede col Suicidio di Didone
.
~
.
SCULPTURE
Dido, Christine Jongen, 2007/2008, Bronze sculpture
.
Dido and Eneas, Vincenzo di Raffaello de Rossi, 1558
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722)
.
The Death of Dido, Peter Paul Rubens, 1635-38
.
The Death of Dido, Andrea Sacchi (s XVII)
.
La Mort de Didon, Simon Vouet, c 1640
.
La Mort de Didon, Sébastien Bourdon (1616-1671)
.
La Mort de Didon, Sébastien Bourdon, 1637-40
.
Death of Dido, Henry Füseli, 1781
.
The Death of Dido, Joshua Reynolds, 1781
.
The Death of Dido, Thomas Robson (after Joshua Reynolds)
.
La Mort de Didon, Joseph Stallaert, 1872
.
Death of Dido - Guercino, 1631
.
La Mort de Didon, Antoine Coypel, 1715
.
Dido on the Pyre, Johann Heinrich Tischbein the Elder. 1775
.
Dido on the Funeral Pyre
.
The Death of Dido, Daniel Haring (1636-1715)
.
The Death of DidoI, Arnold Houbraken
.
Der Tod der Dido, Ottmar Ellinger I (s XVIII)
.
~
Giovanni Francesco Romanelli
DIDO's SERIE
1630-1635
Dido's Banquet
.Dido Shows Aeneas Her Plans for Carthago
.
The Royal Hunt
.
Dido's Sacrifice to Juno
. Aeneas Leaving Dido
.
The Death of Dido
.
The Death of Dido
.
Maiolica di Casteldurante, piatto con piede col Suicidio di Didone
.
~
.
SCULPTURE
Dido, Christine Jongen, 2007/2008, Bronze sculpture
.
Dido and Eneas, Vincenzo di Raffaello de Rossi, 1558
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722)
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722)
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722) (de profil et de dos)
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722)
.
La Mort de Didon, Augustin Cayot (1667-1722) (de profil et de dos)
.