A todas luces, estamos viviendo una época de cambios. Una época de cambios en progresión geométrica y a todos los niveles de la actividad humana. Pero hay sobre todo tres que caracterizan este comienzo de siglo XXI: el cambio hacia una sociedad de la Información Total e instantánea (de la mano de internet); la migración de masas de las sociedades, cada vez, más pobres hacia las, cada vez, más ricas y avanzadas (producto de un injusto reparto de la riqueza); y el cambio del modelo energético (aún incipiente pero cada vez menos dependiente de las fuentes tradicionales de energía: petróleo, carbón, eléctrica, -la nuclear aún está por ver).
A estos tres grandes y genéricos cambios, y producto de la interacción entre ellos, se podría añadir un cuarto que atañe al paradigma ético; es decir, aquel sistema de valores imperante sobre todo en las sociedades desarrolladas hasta finales del siglo XX -tras la caída del Muro y la subsiguiente desaparición de los Bloques Capitalista/Comunista-, basado en las ideologías surgidas con la Ilustración y fraguadas con la Revolución Industrial, una vez agotada ya su utilidad en una sociedad totalmente diferente de aquella en la que surgieron, ha dado lugar a un aparente sistema social huérfano de valores, de ideologías, y, por tanto, de horizonte hacia el cual tender.
Nuestra forma de vida, ya enteramente en manos de una economía capitalista, no vislumbra otra meta que una huida hacia adelante en el desarrollo de los bienes de consumo, en la creación de necesidades ligadas a él y en una ética eminentemente materialista que lo haga posible.
Nuestra forma de vida, ya enteramente en manos de una economía capitalista, no vislumbra otra meta que una huida hacia adelante en el desarrollo de los bienes de consumo, en la creación de necesidades ligadas a él y en una ética eminentemente materialista que lo haga posible.
En este estado de cosas, y como sucede en todos los periodos de cambio, las sociedades entran en crisis y surgen los temores: a lo desconocido, a la inseguridad, a la pérdida, en fin, a la muerte.
En los tres ámbitos anteriormente enunciados los miedos toman su particular expresión. En la sociedad de la Información Total: la desconfianza en la veracidad de esa información, el empacho de la misma, el hartazgo, el cortocircuito informativo, en fin: la desinformación por exceso de oferta; en el cambio de modelo energético: la incertidumbre, la viabilidad de las alternativas, el desconocimiento; y en el movimiento de masas estos temores se expresarán en forma de xenofobia, insensibilidad, intolerancia, insolidaridad, aislamiento.
Estos días estamos siendo testigos de cómo posiciones consideradas ultraderechistas van ganando terreno en la conciencia de las sociedades democráticas: xenofobia, intolerancia religiosa, fundamentalismo (religioso y político), etc. Hay voces que con lucidez se levantan aquí y allá denunciando esta deriva de intransigencia que poco a poco gana terreno. Se piensa que el Estado de Bienestar existente en el denominado Primer Mundo corre peligro, y los popes del ultraliberalismo y del capitalismo más extremo utilizan ese miedo que recorre la espina dorsal de las clases medias para sugerir un nuevo sistema de valores basado en ese bienestar material y en una recuperación de cierta moral tridentina, basada en el temor, y exclusivista, que lo avale.
¿Estamos asistiendo a un rebrote de ciertos mecanismos que más tienen que ver con el fascismo que con una sociedad democrática madura capaz de asimilar sus contradicciones? Puede ser. Y la ausencia de valores y memoria histórica pueden favorecer este rebrote.
Por eso no está de más rescatar la voz de los que ya una vez vivieron una situación vagamente similar, que con asombrosa lucidez dibujaron el mapa fundamental de lo que estaba pasando. Es el caso de Georges Bataille, pensador, escritor, poeta, ensayista, y ser humano comprometido con su época, que dejaría algunas de las páginas más clarividentes y certeras de la literatura francesa del siglo XX.
El artículo que traigo a colación, escrito por Antonio Campillo hace ya dieciocho años, está aún plenamente vigente. Titulado La Comunidad Infinita, se basa y es glosa de dos ensayos de Georgs Bataille que, escritos durante el auge del fascismo y el estalinismo en Europa, nos plantean un análisis de la cuestión social de entonces y, a la vez, una alternativa o solución a la deriva inevitable hacia estados totalitarios (sean éstos teocráticos o plutocráticos). Creo sinceramente que esta alternativa es la que se ha de dar, la única posible, porque lo contrario sería el Gran Hermano o la catástrofe, y eso, me niego a admitirlo y considerarlo.
En aras de no cargar la ya de por sí densa entrada, he extractado los párrafos más esenciales y aleccionadores; para una lectura íntegra recomiendo descargar el archivo en PDF en un buscador consignando el título y el autor del artículo, tal como viene aquí reseñado.
La imágenes ilustrativas son de André Masson, amigo de Bataille, menos la que encabeza que es de Magritte. La música de Gato Barbieri pretende ser el necesario contrapunto que sirva de relajamiento y distensión, a la vez que ofrecer diversidad de propuestas.
Como apéndice, y para ofrecer un documento que nos acerque a esta singular y poliédrica figura de las letras galas, un vídeo con una entrevista realizada en los años cincuenta. Imposible encontrarla en cstellano, ni siquiera subtitulada, así es que... francés original, con subtítulos en inglés.
Georges Bataille: la comunidad infinita
Antonio Campillo
La vida exige unos hombres reunidos, y los
hombres sólo se reúnen por un caudillo
o por una tragedia.
(G. Bataille, La representación de Numancia,
en "Crónica nietzscheana")
Ahora que el siglo XX se acerca a su fin, podemos asegurar que Georges Bataille (1897-1962) ha sido uno de sus más lúcidos testigos. Golpeado por dolorosas experiencias personales y gigantescas catástrofes sociales, fascinado por la explosiva fuerza de las grandes multitudes urbanas, espantado por el enorme poder movilizador de los sentimientos nacionalistas y militaristas, embriagado por los más intensos arrebatos de la carne y del espíritu, aprendió a padecer, a conmoverse, a dejarse atravesar por la terrible y devastadora violencia de los acontecimientos. En pocas palabras, aprendió a vivir en compañía de la muerte.
Con una tenacidad implacable, hizo de su propio cuerpo un sismógrafo de alta precisión, tan extremadamente sensible como para registrar los más secretos temblores de la existencia humana. Con la meticulosidad de un bibliotecario (el oficio que le dió de comer durante toda su vida) y la fiebre de una víctima sacrificial (dispuesta a arder y a consumirse en el fuego del conocimiento), fue registrando esas agitaciones a un tiempo masivas e íntimas. Y lo hizo durante las tres décadas centrales de este siglo, tal vez las más trágicas y delirantes que Europa haya conocido. No es extraño que ahora, treinta años después de su muerte, cuando el cielo de la historia vuelve a cubrirse de negros nubarrones, los escritos de Bataille adquieran una actualidad inesperada.
[...] Los dos escritos que ahora presentamos fueron publicados en 1933, tras la llegada de Hitler al poder. Son artículos bastante tempranos, pero en ellos aparecen ya algunas de las ideas que Bataille desarrollará ulteriormente. Están estrechamente ligados a la situación política de aquella década, pero revelan la extraordinaria capacidad del autor para tomar distancia con respecto a los acontecimientos y analizarlos con una penetrante lucidez. Por tanto, si queremos apreciar el valor de estos dos textos, hemos de situarlos en relación con su época, pero también en relación con los instrumentos teóricos que Bataille elaboró para analizarla. Con ello, no se trata de restarles fuerza alguna, sino todo lo contrario: se trata de devolverles su sorprendente actualidad.
Durante los años treinta, el régimen democrático sufre un descrédito radical en toda Europa. Para todos sus críticos, la democracia liberal es sinónimo de debilitamiento moral y de desagregación social. Desde la derecha, se la acusa de haber acabado con los vínculos comunitarios tradicionales, dejando la vía abierta al individualismo y al nihilismo. Desde la izquierda, se la acusa de su incapacidad para acabar con los desastrosos efectos del capitalismo, y sobre todo con la división social entre ricos y pobres, principal obstáculo para la constitución de una auténtica comunidad humana. En esta crítica de los límites históricos y filosóficos del liberalismo, no será extraño observar ciertos puntos de encuentro entre autores tan distantes como Martin Heidegger y Theodor W. Adorno, o entre Carl Schmitt y Walter Benjamin. En aquellos años, tras el éxito alcanzado por las grandes revoluciones sociales de los bolcheviques rusos, los fascistas italianos y los nazis alemanes, el ciclo histórico de la democracia burguesa parecía haber llegado a su fin. Fascistas y comunistas coincidían en la necesidad de la Revolución: unos y otros exigían el restablecimiento de un poder imperativo que fuera capaz de acabar con la fragmentación social, aglutinando a las masas urbanas en una verdadera comunidad política.
[...] Pero no es sólo el conflicto entre estos diversos intereses intelectuales lo que va a marcar decisivamente el pensamiento político de Bataille, sino también la exigencia de responder con nuevas armas teóricas a los dos grandes acontecimientos políticos de los años treinta: el fascismo y el stalinismo. Desde el primer momento, Bataille se mostrará muy crítico con el liberalismo burgués, pero se mostrará aún más crítico con los Estados totalitarios edificados por los revolucionarios fascistas y comunistas. De ahí que su deseo de Revolución se convierta en un deseo trágico. Por un lado, considera que la democracia burguesa carece de la autoridad suficiente para acabar con los antagonismos sociales y fundar una verdadera comunidad humana, puesto que el regimen democrático burgués consiste precisamente en un equilibrio precario entre fuerzas antagonistas; por otro lado, el régimen comunista edificado por los bolcheviques rusos se ha hecho tan totalitario como el régimen fascista, es decir, ha impuesto la unidad social por medio del terror, reafirmando el carácter nacionalista, militarista y expansionista del viejo imperio de los zares. Y, a pesar de todo, Bataille seguirá defendiendo, todavía en 1936, tras la formación del Frente Popular en Francia, la posibilidad de una revolución a un tiempo antiburguesa y antitotalitaria.
[...] En cuanto a la Historia [...]: "El optimismo puede llegar a ser equivalente a la muerte de la conciencia revolucionaria (...) Es la irrisión y no la salvaguardia de la pasión revolucionaria". El anhelo de Revolución ha de ser experimentado "dolorosamente, como una fuerza perecedera", y la antigua confianza en el futuro ha de ser sustituida por la "angustia". Usando una expresión hegeliana, Bataille considera que la conciencia revolucionaria ha de ser una "conciencia desgarrada", una "conciencia de la muerte posible": en otras palabras, una conciencia trágica. Esto no significa que el anhelo de Revolución deba ser abandonado, sino que, por el contrario, debe volver a extraer sus fuerzas de aquello que constituye su "origen", su "primera amante": no la certeza de un futuro feliz, sino la incertidumbre de un presente desdichado. Lo que hace que las masas se unan y se alcen violentamente contra sus dominadores no es la esperanza sino la desesperación, no la fe en el curso inexorable de la Historia sino la evidencia de su carácter caótico y absurdo, no la luminosa e ilusoria utopía sino la tenebrosa experiencia de la humillación y la miseria.
[...] Porque, a diferencia de todas las revoluciones clásicas, que han triunfado contra regímenes autocráticos (sea la monarquía francesa o el imperio zarista), el fascismo es el único movimiento revolucionario que ha logrado triunfar contra regímenes democráticos. Por eso es ta importante comprender de dónde procede su fuerza. Y esto es lo que Bataille se propone averiguar en "La estructura psicológica del fascismo". Una vez más, considera necesario enmendar la imagen excesivamente simple que el marxismo se ha formado del Estado y, en general, de la llamada"superestructura" política y religiosa. Para ello, el autor hace uso de la sociología francesa, de la filosofía alemana y del psicoanálisis. Pretende llevar a cabo un análisis "psicológico" del fascismo, pero esta psicología colectiva -que guarda notables analogías con el análisis del poder carismático llevado a cabo por Max Weber, pero también con el magnífico estudio que Elías Canetti emprendió, durante esos mismos años, sobre las relaciones entre las masas y el poder- pone en juego una nueva teoría económica, que no sólo tiene en cuenta el principio de utilidad sino también el principio de pérdida, de derroche, de gasto improductivo. Esta teoría habiasido ya esbozada por Bataille en su artículo "La noción de gasto", precisamente para dar cuenta de las fuerzas o energías sociales de naturaleza "sagrada", "soberana" o "heterogénea". Ahora bien, este paso de una "teoría económica restringida" (fundada sobre el principio de utilidad) a una "teoría económica general" (fundada sobre el principio de pérdida), exige una nueva concepción de la historia, en donde ésta no sea pensada ya como el progreso de las sucesivas formas de conciencia (y de existencia) sino como la tensión eterna e irresoluble entre el principio "profano" de la utilidad y el principio "sagrado" del sacrificio o de la pérdida.
En "La estructura psicológica del fascismo", estos dos principios son denominados, según una distinción tomada de Durkheim, como lo "homogéneo" y lo "heterogéneo". Los elementos homogéneos de una sociedad son aquellos que se someten a leyes generales de utilidad y de conmensurabilidad, de modo que ninguna actividad homogénea es válida en sí sino en relación con otras, según una relación de funcionalidad medio-fin y de equivalencia económico-jurídica. Esta dimensión homogénea está destinada a asegurar la supervivencia de los individuos y de las sociedades, a protegerles de la muerte posible. Los hombres se aseguran la vida, pero a cambio se hacen esclavos del tiempo, es decir, del cálculo económico, del conocimiento científico-técnico y del orden jurídico-político. Según Bataille, esta dimensión homogénea de la sociedad es inherente a la existencia humana, si bien no ha cesado de ampliar su dominio desde la originaria aparición de la conciencia hasta la irrupción del capitalismo, de la tecnología y del Estado modernos.
Pero junto a esta dimensión homogénea de la sociedad se ha dado siempre una dimensión "heterogénea", igualmente inherente a cualquier forma de existencia humana. Los elementos heterogéneos son aquellos que se afirman como fines válidos en sí mismos, y que por tanto no admiten ningún tipo de dependencia funcional o de equivalencia general. Es el gasto improductivo, el derroche sin cálculo, el sacrificio sin beneficio, el éxtasis agonístico, tal y como se manifiestan en las fiestas, los juegos, los deportes, las construcciones suntuarias, las joyas, las artes, los lutos, las guerras, las revoluciones, los arrebatos eróticos, etc. En todos estos casos, la acción humana deja de ser medio para un fin, deja de estar motivada o justificada por algún bien último, deja de estar subordinada a un proyecto exterior o superior a ella, y se convierte en una afirmación soberana de sí misma. La soberanía es la voluntad de ser para sí, sin demora y sin reserva, es decir, de manera completa e inmediata. Pero esta afirmación soberana, paradójicamente, no puede realizarse más que a costa de poner en peligro la propia identidad, la propia integridad, la propia supervivencia. La vida sólo se afirma plenamente cuando se muestra dispuesta a consumirse a sí misma, a donarse ilimitadamente, a derrocharse y arder como una ofrenda en sacrificio.
Pero Bataille no se contenta con afirmar la existencia de tales actividades "heterogéneas", pues esto ya lo hacen las teorías económicas y sociológicas de carácter utilitarista o funcionalista. Lo que Bataille afirma es que tales actividades no sólo no tienen un carácter subsidiario, marginal o patológico, sino que constituyen el verdadero fin al que se subordinan todas las otras actividades sociales. Lo que mantiene unida a una sociedad no son los elementos homogéneos que regulan sus actividades reproductivas sino los elementos heterogéneos que la hacen temblar de entusiasmo y de espanto, conmoviéndola de arriba a abajo y haciéndola arder masivamente hasta el borde de su propia ruina. Lo que ocurre es que estos elementos heterogéneos, precisamente porque hacen temblar de entusiasmo y de espanto, están rodeados de un aura sagrada y suscitan sentimientos encontrados de atracción y de repulsión.
[...] El Estado es, pues, el resultado de una alianza entre los elementos homogéneos de la sociedad (la organización jurídico-económica) y los elementos heterogéneos de carácter imperativo (las fuerzas militares y religiosas). De este modo, la sociedad homogénea, que no puede encontrar en sí misma una razón de ser y de actuar, la halla en su sometimiento a fuerzas imperativas; y éstas, a su vez, hallan en el sometimiento de la sociedad homogénea un medio de perpetuarse a sí mismas. Y es que, en efecto, la verdadera soberanía, que en sí misma es voluntad de pérdida o de autoinmolación, sólo puede perpetuarse como dominación, es decir, como voluntad de poder o de autoconservación.
El fascismo no es sino la revitalización y culminación de esta milenaria teología política, la puesta al día de la antigua alianza entre las fuerzas heterogéneas de la soberanía y las fuerzas homogéneas del Estado. Lo que le diferencia de las monarquías tradicionales es que pretende, al mismo tiempo, realizar una revolución social, esto es, una conjunción con los elementos heterogéneos inferiores, con las clases miserables de la sociedad.
Por eso, la instancia soberana no recibe el nombre de Dios, sino el nombre de "pueblo", "nación" o "raza", si bien ésta se encarna, como en las antiguas monarquías, en la persona sagrada del Duce o del Führer.
Según Bataille, el error del liberalismo y del marxismo ha estado en ignorar la enorme fuerza de los elementos heterogéneos de la sociedad, que son precisamente los que aseguran la cohesión entre los hombres. La única posibilidad de hacer triunfar una revolución social consiste en movilizar esos elementos sagrados o soberanos.
Ahora bien, esa movilización sólo puede seguir dos direcciones: la nacionalista o la universalista, la de una comunidad cerrada y militarista o la de una comunidad abierta y sacrificial: "La vida exige unos hombres reunidos, y los hombres sólo se reúnen por un caudillo o por una tragedia".
A partir de 1937, a medida que la guerra se hace cada vez más inminente, Bataille funda Acéphale y el Colegio de Sociología, y comienza a denunciar lo que fascistas y antifascistas (tanto liberales como comunistas) tienen en común: el militarismo inherente a las patrias. Es entonces cuando Bataille pone de manifiesto la profunda incompatibilidad entre Nietzsche y el nacionalismo. Nietzsche es el gran enemigo de todas las patrias, el gran mensajero de una "tierra de los hijos" (Kinderland), por oposición a la "tierra de los padres" (Vaterland). La "muerte de Dios" exige la muerte de toda teología política, es decir, de toda idea de soberanía nacional. Poco importa que esa soberanía sea establecida por tradición o por contrato, por vínculos de sangre o por vínculos legales. En este punto, no hay diferencia alguna entre el Estado liberal y el Estado fascista, pues ambos se remiten a la idea de soberanía nacional, a la idea de "pueblo" o de "nación". Ambos conciben la comunidad humana como una comunidad política, esto es, como una obra colectiva, como un producto histórico del propio hombre, pero también como un conjunto finito, como una comunidad cerrada en los confines de una pólis o Estado. En este tipo de comunidad, cada individuo puede reconocerse y afirmarse a sí mismo como miembro legítimo del conjunto a través de su identidad nacional con los otros.
Este sentimiento de pertenencia a una comunidad cerrada protege al individuo de aquello que amenaza su propia integridad: el contacto con lo otro, con lo extraño, con lo desconocido. Lo que más teme el individuo es su propia muerte, o lo que viene a ser lo mismo: la pérdida de su propia identidad en la confusión indistinta con todos los otros seres. Es esta angustia ante la pérdida de sí la que le hace tratar como enemigos a cuantos no forman parte de su misma comunidad política. Es la voluntad de asegurar la perennidad de sí mismo y de la propia nación la que da origen a la guerra entre los pueblos: "La existencia nacional y militar están presentes en el mundo para intentar negar la muerte reduciéndola a una porción de gloria sin angustia". Y es este miedo a la muerte, este afán insensato de sobrevivir a costa de los otros, el que hace "zozobrar cualquier intento de comunidad universal".
[...] Pero conviene entender bien a qué se refiere Bataille cuando habla de una comunidad universal, infinita o ilimitada. No se trata de una comunidad económico-jurídica integrada por un conjunto de sujetos (individuos o Estados) plenamente racionales y autónomos, esto es, empeñados en afirmar a toda costa su propia supervivencia, sino que se trata más bien de una "comunidad del corazón", nunca del todo constituida, pues los seres que podrían integrarla son seres incompletos, inacabados, incesantemente desgarrados por la herida de su propia finitud. Pero es justamente este inacabamiento lo único que puede permitir a los seres "comunicarse" entre sí: "En la medida en que los seres parecen perfectos, permanecen aislados, cerrados sobre sí mismos. Pero la herida del inacabamiento les abre. Por lo que puede ser llamado inacabamiento, desnudez animal, herida, los diversos seres separados se comunican, toman vida, perdiéndose en la comunicación de uno con otro".
Sólo quien se atreve a experimentar su propia desnudez, su propio desgarramiento, puede llegar a comunicarse con los otros: "La "comunicación" no puede realizarse de un ser pleno e intacto a otro: necesita seres que tengan el ser en ellos mismos puesto en juego, situado en el límite de la muerte, de la nada".
Porque, en efecto, si hay algo que pueda hacer posible una comunidad infinita no será, ciertamente, el actual proceso de homogenización social, destinado a asegurar la supervivencia o reproducción del llamado "nuevo orden internacional", sino los elementos heterogéneos que revelan lo insatisfactorio de ese proceso, es decir, las experiencias colectivas de sufrimiento y de éxtasis, de horror y de entusiasmo, a través de las cuales los seres humanos toman conciencia del carácter trágico de la existencia y se dan a compartir aquello mismo que les une y les desgarra: su propia muerte. Sólo en estos estados extremos, que son a un tiempo de máximo peligro y de máxima exaltación de la vida, le es posible al hombre establecer con sus semejantes y con el resto de los seres una relación que no sea de utilidad económica ni de dependencia política, sino de compasión, es decir, de participación o comunicación existencial. Pero aquello que los seres anhelan comunicar o compartir es la irreductible diferencia que les singulariza, la desgarradura que les separa a unos de otros, la impotencia que les impide trascender su propia finitud. Así, lo que se da a comunicar es la imposiblidad de la comunicación. Lo que se pone en común es la ausencia de comunidad. He aquí la tragedia. He aquí, no obstante, lo único que puede reunir a los hombres; lo único que puede incitarles a vivir soberanamente, "sin padre, sin patria y sin patrón"; lo único, en fin, que puede hacerles arder en común hasta el límite de la muerte.