¿Puede un ser humano elegir voluntariamente ser privado de uno de sus mayores tesoros? ¿Puede aceptar quien basa su razón de ser, y su motivación primera en la vida, en el contemplar, admirar, recrear y revestir, vistiendo, la belleza de las formas y los colores,... puede aceptar, repito, apagar, en un acto de soberana decisión, la fuente luminosa de su dicha? La respuesta sin ser fácil no es difícil, si consideramos que la alternativa a esta cruel privación es una privación aún mayor: la de la misma vida.
Mi nombre es Tom; mi oficio, el de sastre; viví a mediados del siglo XI, en el burgo de Coventry, la ciudad más alejada del mar de cuantas pueblan Albión; mi ventura y mi desdicha, el de ser conocido por una anécdota maldiciente de una bella leyenda que está indisolublemente unida a la historia de esta ciudad.
Estas breves notas biográficas apenas habrán suscitado interés; pero, si a lo dicho, añado que fui el sastre de Leofric, primer Conde de Mercia y Señor de Coventry, hijo de Leofwine, Ealdorman of the Hwicce, vasallo, por tanto, del vikingo Rey Knut, el Grande, conquistador danés de las Islas Británicas en las postrimerías del siglo X, quizás el interés, si moderadamente, aumente debido al momento histórico del que hablamos.
Sí añadimos, además, que el Conde Leofric era un hombre en extremo poderoso al haber sido designado gobernador de una de las cuatro provincias en que se dividió por entonces el centro de Inglaterra -Mercia era lo que correspondería a las actuales Midlands-, fundador y benefactor de monasterios -temeroso de Dios, pues-, y para el que confeccioné ropajes de gala, de caza y de batalla, el interés se incrementará algo más.
Pero si a los datos anteriores agrego que también fui el sastre de la esposa del Conde, la bella Godgifu -cuyo significado es "regalo de Dios"-, quien pasaría a la historia con el más reconocible nombre de Lady Godiva, el interés quizás, ya, se dispare.
Dotado excepcionalmente por Dios y la naturaleza para mi oficio con un gusto y sensibilidad exquisitos, fui pilar de lo que llegaría a ser una tradición en Coventry: su pujante industria textil.
Dichas cualidades -mi gusto y mi sensibilidad- llegarían a ser mi gloria y mi perdición. Gloria, en tanto me permitieron gozar de una posición privilegiada, no solo entre el gremio de artesanos, sino en la misma Corte; mis diseños eran apreciados, marcando la moda cortesana, y mis rentas, consecuentemente, eran altas.
Perdición, pues mi espíritu sensible y mi exquisito gusto hicieron que me enamorara de aquella que atesoraba ambas virtudes con generosidad, quien fuera mi más ilustre cliente: Lady Godiva.
Me sabía de memoria sus medidas, hasta los leves cambios que se producían en su cuerpo al ritmo de las estaciones. Era una mujer bellísima a pesar de ser ya viuda cuando se desposó con mi señor Leofric; de estatura mediana, cabellos dorados con reflejos rojos, hermosos ojos avellanados y facciones delicadas, se movía con la elegancia distintiva de las proporciones armoniosas: sus medidas -que no revelaré por decoro-, así lo atestiguaban.
En mis manos tuve los mejores patrones, los diseños más atrevidos, los tejidos más exclusivos: fueran damascos o sedas, linos trenzados o lanas cardadas, las más suaves gamuzas de marta o armiño o los algodones más blancos, todos ellos cosidos con selectos bramantes e hilos de oro y plata.
Mis creaciones eran celebradas y demandadas. Mi persona, también, pues a mis dotes de costurero unía las de buen conversador y latinista -facultad adquirida en el monasterio en que me crié hasta los doce años. Mis ojos de niño pudieron contemplar e interpretar esas maravillosas creaciones hechas por los hermanos escribanos: libros miniados, cantorales y facistoles, de bella factura e imágenes sugerentes, de abigarrados y armoniosos signos en letra carolingia llenos de sentido, portadores de magia y leyenda. A través de ellos se abrió en mi mente otro universo alternativo al de la apariencia: era el universo creado por la imaginación del ser humano; también se abriría en mi corazón otro universo diferente, pero relacionado, al registrado por los sentidos: a la belleza aparente, disfrutada por la vista, el oído, el tacto, el gusto o el olfato, se añadía el registrado en el ámbito abstracto del intelecto y la emoción. En aquellos libros se contaban historias que yo podía vivir como si sucedieran en realidad; mi corazón se aceleraba, o mi respiración se paraba, al ritmo de la lectura.
Aprendí a escribir y esto también se me reconocía: no pocas veces tuve que redactar notas y cartas de amor a instancias de mis amigos para sus amadas.
Tom the Tailor, me llamaban, y así firmaba mis obras -aquellos sencillos o costosos trajes que salían de mis manos: con dos "T" superpuestas bordadas con hilo de plata u oro en las bocamangas, dobladillos o pecheras, según el tipo de vestimenta.
Creo que me enamoré de ella la primera vez que la vi. Amor que guardé en secreto, pues a mi consustancial timidez hacia las mujeres se unía la condición de ser esposa de mi señor y la fama de piadosa dama que precedía a Lady Godiva; si bien yo creí ver, de modo fugaz y con ese presentimiento que como un sexto sentido desarrolla todo el que está enamorado, que las miradas furtivas o sostenidas que ella me dirigía portaban un sentido más amplio que el de la vista.
Así transcurrió el tiempo; pasaron tres años desde su desposorio y Milady florecía cada vez más hermosa. Además de su belleza física, se pudo comprobar que también era una mujer con carácter, si amable, firme, expresado con la más refinada cortesía que imaginarse pueda; pronto dio signos de que todo aquello que se proponía lo acababa consiguiendo. Sus dotes de persuasión, basadas en un encanto irresistible, comenzaron a tomar visos legendarios. Se llegó a decir que no pocas negociaciones políticas exitosas de mi Señor Leofric se debieron a la acción, entre bastidores, de su encantadora esposa.
Ese mismo carácter lleno de encanto y firmeza estaba, así mismo, forjado en la piedad, no solo religiosa, sino también social. A la ingente labor benefactora desarrollada en monasterios y abadías -es gracias a su intercesión que se debe la fundación de la maravillosa abadía Benedictina de Santa María, en Coventry-, cabe unir su preocupación por las condiciones vitales de sus súbditos y vasallos, ya fueran villanos, campesinos, artesanos o nobles. Fue este singular rasgo de su carácter lo que determinaría el hecho por el que se la conocería y reconocería posteriormente.
Sucedió que en aquellos convulsos tiempos de luchas por el poder -nunca del todo claro-, las levas eran constantes y las necesidades de financiación cada vez más elevadas, por lo que el Conde gravaba con tasas crecientes a la población. El pueblo, abrumado por los impuestos comenzó a soliviantarse; Milady, con una mezcla de conmiseración e inteligencia decidió interceder ante su esposo, mi Señor, para que redujera las cargas de sus vasallos; más él se negaba, aduciendo razones estratégicas, políticas y logísticas. Un buen día dos recaudadores de impuestos fueron asesinados en Worcester por la plebe harta y desesperada. Milady redobló esfuerzos, rogando el perdón para los asesinos y la liberación impositiva. Parece ser que mi Señor Leofric, fruto del hartazgo al que le sometía sus esposa constantemente, del juego al que era aficionado, o de vaya usted a saber cuáles peregrinos razonamientos, tuvo una singular ocurrencia: le dijo que si era capaz de pasearse desnuda sobre su montura de un extremo al otro de la ciudad, cruzando por el mercado y la plaza, y regresando a su castillo de igual modo, si hiciera esto, a su vuelta él redactaría el edicto liberando a Coventry de las tasas. Ella, ante la incredulidad del esposo, aceptó el reto si previamente él le otorgaba de buen grado el debido permiso; el permiso le fue concedido, la apuesta quedó sancionada.
Si debo ser sincero, ni yo creí entonces que la piadosa Lady Godiva fuera a hacer tal cosa. La noticia corrió como la pólvora, pues mi Señor accedió a condición de no ser ocultado tal paseo, es más debía dársele la suficiente publicidad. Fue la comidilla de los mentideros: en la plaza pública y en el mercado no se hablaba de otra cosa. Pero a la vez que se hablaba, comenzó a surgir un acuerdo tácito, una toma de postura de respeto del pueblo hacia quien ponía en juego su pudor y su dignidad por liberarlos de la presión de la miseria. De forma casi secreta se corrió la voz de una norma no escrita, pero de compromiso cuasi sagrado: cuando Lady Godiva recorriera las calles de la ciudad sobre su montura enjaezada de rojo y oro, con los emblemas del Condado de Mercia, lo haría al abrigo de miradas; los portones, postigos, troneras, tragaluces y ventanales permanecerían cerrados; nadie debería mirar la desnudez de su protectora.
Cuando llegó el día señalado, Milady, tras soltarse la larga cabellera y con ella cubrirse las partes más pudendas de su cuerpo, montó sobre su cabalgadura y, dirigidas las bridas por las diestras manos de dos caballeros, cruzó las calles desiertas y silenciosas de Coventry. No se escuchaba más sonido que el pausado resonar de los cascos sobre la piedra, de vez en vez contestado por el eco que devolvían las bocacalles que sin salida se abrían a uno y otro lado.
Nadie contravino el acuerdo popular. La dignidad de Lady Godiva estaría a salvo. Ella, que en un primer momento iba avergonzada con la vista baja, fue alzando los ojos y mirando complacida a su alrededor. Ya de vuelta, una amplia sonrisa inundaba su rostro. Mi señor la recibió con una tupida túnica de seda blanca con otra sonrisa en los labios: "Has ganado, querida" -le dijo.
Al día siguiente el edicto se promulgó, y los ciudadanos de Coventry se vieron libres de impuestos.
También se supo que yo, Tom the Tailor, me quedé sorpresivamente ciego aquel día. Un creciente rumor fue tomando cuerpo: Tom, el sastre, había mirado a su señora desnuda, saltándose, así, el interdicto, por lo que Dios había castigado su felonía dejándolo ciego.
Yo no voy a decir más que lo que he dicho. Soy también un hombre piadoso, además de un hombre enamorado. Un hombre que ya no podrá volver a ver a su amada, ni ninguna otra cosa en el mundo, más que desde el recuerdo. Acepto mi castigo por haber sido un hombre feliz.
Tuve que dejar la corte. Viví pobremente en una casucha el resto de mis días y dediqué mi tiempo a recordar y a escribir algunos poemas, entre ellos uno dedicado a mi Señora. También he tenido que hacerme a la idea de disfrutar el dudoso privilegio de pasar a la Historia con el apelativo de Peeping Tom (Tom "El Mirón"). Poco importa ya; lo doy por bien empleado si con ello se me recordará, ya por siempre, ligado a la mujer que amé.
Sé que Ella me visitó en mi lecho de muerte por el delator perfume que acompañaba el sonido inconfundible del tafetán al rozarse.
Lady Godiva
Ajena a toda vergüenza,
Lady Godiva, desnuda,
a lomos cabalga, osada,
de engualdrapada montura.
Un torrente de cabellos
dorados el cuerpo inunda,
queriendo anegar las formas
que apenas sí disimula.
Apiadado teje el sol
sobre su piel una túnica
de fulgores tan intensos
que su desnudez ocultan.
Por las calles de Coventry,
Lady Godiva, desnuda,
cabalga con dignidad
ofrendando su figura.
No es su gesto exhibición,
ni revés de la fortuna,
ni castigo, sino apuesta
que elevado fin procura:
librar al pueblo vasallo
de una situación injusta
que esquilmando está su hacienda
dejándolo en la penuria.
El pueblo, en correspondencia,
discreto, se confabula
para librar a sus ojos
de cometer grave culpa;
en todos una certeza,
y en todos ninguna duda:
nadie expondrá su mirada
al paso de la hermosura.
Reciben, pues, a la Bella:
casas ciegas, calles mudas,
mas no sordas, que los cascos
con reverencia se escuchan.
Pero unos ojos cautivos
de amor al honor renuncian
y, embebiéndose, se ciegan,
ebrios de formas rotundas;
Lady Godiva, al saberlo,
al desdichado disculpa,
pues al ir vendado Amor
en sí ya lleva censura.
El cielo, no tan benévolo,
severo, pena la injuria
y lo condena, por siempre,
a la noche más oscura.
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Imágenes
John Collier
Lady Godiva (1898)
Edmun Leighton
Lady Godiva (1898)
Jules Adolphe Lefebvre
Lady Godiva
John Thomas Maidstone
Estatua de Lady Godiva
Música, Arias de
A. Vivaldi (1, 3)
A. Porpora (2)
GF Haendel (4, 5)
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