Tiene la realidad mil caras,
y la suma de todas ellas
no totaliza la Realidad.
Viste la realidad de escamas
y el reflejo de todas ellas
no es reflejo de la Realidad.
Brota la Realidad del alma
y cada alma da cuenta de ella
atendiendo a su cualidad.
Pensamientos poéticos. Héctor Amado
Frente a mí, al otro lado del local, en una zona ligeramente elevada respecto a la que yo me encuentro, iluminado accidentalmente por un cenital foco de luz roja empotrado en el verdín del irregular techo, se encuentra el que probablemente sea, con permiso de mis colegas orientales, el más viejo de todos nosotros; claro que ese término -viejo- entre quienes son inmunes al paso del tiempo tiene un relativo valor semántico: un día vemos la luz, y, por norma, a partir de entonces, permanecemos inalterables, con la misma apariencia de nuestro nacimiento, durante toda la eternidad...
Pues bien, frente a mí, digo, se encuentra el más vetusto de nuestra estirpe occidental -a pesar de su origen mesopotámico. Es un orgulloso, engreído y autocomplaciente, pero melancólico, dragón del género serpentiforme llamado Leviatán. Hay que reconocer que razones no le faltan para hacer gala de ese envanecido orgullo, ya que pese a su condición de bestia marina monstruosa, pese a haber sido asimilado en algún momento de su azarosa existencia a esos dulces mamíferos mastodónticos que pueblan las profundidades oceánicas, pese a haber infundido un pavor colosal a los valientes nautas que hacían de las onduladas estelas argentinas su líquido camino y fluido destino, pese a su nacimiento bíblico ("Allí [en el mar] andan las naves; allí este Leviatán que hiciste para que jugase en él". Sal 104:26); pese a todo ello, su impronta se ha extendido ampliamente por la cultura humana; así, en Los Miserables de Víctor Hugo (donde se asocia su intestino con la inextricable red parisina de cloacas), en el Léviathan de Thomas Hobbes (donde es el mismo Estado, devorador de sus súbditos/criaturas, el que se compara con la bestia), en el más reciente Léviathan de Paul Auster (ese mismo Estado de cosas oficial concretando su labor depredadora), en la asimilación con los cetáceos de la celebérrima Moby Dick de Melville, o en los poemas de un Rimbaud (Le Bateau Ivre), o un Apollinaire (La Synagogue), incluso se lo cita en Simbad el Marino o las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury.
Pero lo cierto es que su orgullo desmedido le viene por haber sido concebido como protagonista, no ya de cataclismos capaces de modificar la conformación del planeta, sino de heraldo y agente, al mismo tiempo, capaz de provocar el fin del mundo. ¿Cómo no envanecerse con tan gran poder?
La melancolía que le caracteriza, en cambio, está causada porque el Ser Humano, que lo alumbró, con todo, también le puso grilletes, fecha de caducidad: lo desactivó. Como criatura de Dios a Dios le debe de rendir pleitesía, permaneciendo por Él confinado en los abismos marinos hasta el Día del Juicio Final -El Armagedón-, en que será derrotado por su inmolado y glorioso Hijo, el Ungido, quien lo servirá en banquete a los bienaventurados, no sin antes despellejarlo y confeccionar con su piel inusitada carpa bajo la que celebrar el festín.
En fin, tiene él la impresión -la tenemos todos- que realmente fue creado con la única intención de atemorizar a las almas simples y crédulas; siendo, pues, su mayor enemigo la inteligencia, ante la que se siente inerme, a pesar de que esa misma inteligencia se haya servido de su figura para recrear imágenes alusivas al poder desmedido o terrorífico mediante su utilización metafórica o alegórica.
Hele aquí, pues, de francachela con sus dos amigotes (pues, a pesar del estricto derecho de admisión del Dragon Jazz, se permite a los dragones traer a sus amistades, en el inusual caso de que las tengan): Behemot, el monstruoso buey hipopótamo, surgido del agua para dominar la tierra, mas inocuo comedor de hierba, cuyo poder descomunal nunca será domeñado por el hombre; y Ziz, el no menos monstruoso pájaro gigante con forma de grifo capaz de oscurecer el sol con sus alas descomunales. No se escapa que estos tres seres representan lo más abominable de los tres reinos: acuático, aéreo y terrestre.
Los tres parecen charlar despreocupadamente mientras trasiegan, uno tras otro, vasos del extraordinario whisky blended de luxe que aquí se sirve; quizás estén comentando su culinario destino -pues Behemot seguirá el mismo fin que Leviatán-, haciendo observaciones sobre la manera en que serán cocinados y servidos a la mesa de aquel postrero y malhadado banquete celestial de Dios en comunión con los benditos; quizás se cuenten las estúpidas anécdotas de sus correrías por los oscuros inconscientes colectivos de las buenas e ignorantes gentes que creen en ellos, lo que explicaría que de vez en vez una estruendosa risotada de los tres al unísono haga volver la cabeza de sus draconianos vecinos.
Pobre Leviatán, otrora tan influyente y ominosamente célebre, y mírale ahora, olvidado hasta por quien debiera promocionarlo (¡Ah, qué lejos queda aquella Edad Media en que su imagen aparecía y se prodigaba en historiados capiteles románicos y hermosos libros miniados para llevar el cristiano temor a las almas descarriadas y prevenir en las pías la tentación pecadora!). Ni tan siquiera su presencia literaria es excusa para devolverle a la actualidad. No me extraña que cada vez que viene por aquí necesite ayuda para salir y reintegrarse al limbo donde ahora malvive, pues es tal la borrachera que coge que hasta suele hacerse un nudo con su sinuoso cuerpo, y da grima ver lo patético de su irrisoria situación, pues a pesar de sus denodados esfuerzos no consigue avanzar ni retroceder; menos mal que no está entre sus facultades la de arrojar fuego por sus fauces, limitándose a emitir un ininteligible balbuceo gutural, como si se estuviera ahogando en su mismo líquido elemento, mientras su boca se cubre de fétidos espumarajos y por las comisuras de los belfos destila pútrida baba viscosa.
A pesar de todo, Leviatán, cuenta con el respeto de todos nosotros, puesto que entre los dragones nos tomamos muy a coriáceo pecho la jerarquía en orden a la antigüedad, los méritos o el poder de cada cual. Corren malos tiempos para la fantasía y no es difícil disculpar la nostalgia enajenadora. Cuanto más alto se ha subido, más cruel es la perspectiva de la caída.
En el ambiente suenan, por cierto, mientras cuento todo esto, los acordes dodecafónicos del Concierto para Piano Opus 42, de Schönberg, y las seriales Dimensiones del Tiempo y el Silencio, de Penderecki, petición de nuestro decano amigo, como reza el letrero luminoso que colocado sobre la cabina del Dj tiene a bien recoger, por riguroso orden de preeminencia, las peticiones de la melómana clientela. Quizás esta música de difícil digestión para oídos acostumbrados a más armónicas melodías le recuerde al desgraciado monstruo el caótico y anárquico medio donde ha de pasar su inicua y ya insignificante existencia.
En la mesa de al lado, ocupando toda su circular bancada tapizada en grueso terciopelo rojo jaspeado en negro, se encuentra mi amigo Uróboros. Alguien con quien uno puede enrollarse sin dificultad. Pero de él ya hablaré en el siguiente post...
-o-o-o-