Dedicado a Brisa
(no dejes marchitar la rosa)
Cuando Robert de Brie, de origen gascón pero afincado en Inglaterra, regresó de la cruzada, en 1261, tras dos años en el sitio de Jerusalem y uno en Damasco, traía, por todo bagaje, un sencillo carromato cubierto tirado por dos caballos frisones, regalo del Duque d'Auvergne por los servicios prestados (quien, a su vez, era súbdito del artífice de la VII cruzada: el rey santo Luis IX, de Francia).
En el carromato, Sir Robert (pues en calidad de Par de Francia se le había otorgado la equivalencia nobiliaria inglesa), traía dos tesoros: uno, eran seis plantones de rosas damascenas que él desconocía a pesar de su afición, como buen Lord inglés, a la botánica; el otro, un pequeño cofre de marfil ricamente grabado e incrustado de cornalina roja y jaspe verde en motivos florales.
En efecto, antes de embarcarse en Plymouth hacia Oriente, Sir Robert empleaba su aristocrático tiempo en el noble arte de la rosicultura; es decir, se dedicaba a investigar nuevas especies de rosas. Desde que Mendel descubriera las leyes de la genética en los guisantes, se extendió una fiebre en el mundo anglosajón por la experimentación agrícola y jardinera; todo el mundo sabe que el empirismo nació en Inglaterra y no poco débito le debe al afán coleccionista y observador del ocioso lord inglés que no tenía otra forma mejor en qué emplear su precioso tiempo. Fue así como Sir Robert de Brie, al llegar a las puertas de Damasco y descubrir en los jardines de las residencias palaciegas de los Omeyas, allende los muros de la ciudad, una rosa que poseía un aroma inigualable quiso interesarse por su origen y cultivo para llevársela con él de vuelta a casa... cuando volviera (si es que volvía).
Del destino de los plantones poco hay que añadir a lo que ya se sabe: Sir Robert de Brie fue el introductor en Europa de la rosa damascena, también conocida como Rosa de Ispahan (pues según cuentan los mismos anales abasíes fue en las riberas del Zayandeh, río de aguas turquesadas que riega los huertos de la simpar Isfahan, donde floreció por primera vez esta fragante rosa sembrada por la mano delicada de la diosa Ishtar, la Astarté fenicia); esta variedad de rosa, bien es sabido, además de ser una de las más hermosas, es la base del más excelso eau de roses.
Del segundo tesoro -el contenido del hermoso y valioso cofre- sí que tendré que dar cuenta, si resumidamente, por lo portentoso de lo que en él se guardaba.
Durante el asedio, infructuoso, a Damasco, las huestes comandadas por Sir Robert, en un golpe de audacia, penetraron en las zonas residenciales de la mansión de verano de los Califas. Allí, tras la huida de los guardianes, en una de las lujosas estancias de paredes y techos estucados con columnatas de alabastro, encontraron, en un pequeño Mihrab que presidía la pared Sur, varios objetos que parecían tener una función de culto; entre estos objetos estaba el cofre referido.
Sir Robert lo tomó como derecho de botín, como tomó de rehenes a varias mujeres que no pudieron huir. Una de ellas, era una princesa consorte del Visir de Damasco, por tanto, de familia real: una abasí que tras la derrota de los Omeyas ascendió a lo más alto del escalafón nobiliario.
Ella fue, quien le contó a Sir Robert la historia del contenido del cofre.
Primero he de decir que cuando el noble Lord abrió el cofre se encontró con una preciosa piedra cristalizada de un bello color rosa translúcido y forma de rosa de Ispahan; apenas poco más que un capullo abierto. Estaba tan finamente tallada, y su filigrana era de líneas tan puras, que bien parecía una rosa de verdad que se hubiera cristalizado por arte de magia. No sabía él bien lo cerca que andaba de su presunción. Si era un diamante, era el más extraordinario que jamás viera; si era un rubí, su tonalidad atípica, por lo clara, hacían de él, así mismo, el rubí más maravilloso conocido.
Pero lo que la princesa Wallada bint Al-Mustakfi le relató superaba todo cuanto podía imaginar.
Según la princesa, cuando los Omeyas estaban en plena decadencia, poco antes de ser defenestrados por la dinastía Abasí -a la que ella pertenecía-, un noble súbdito del príncipe Abd-al-Rahman la cortejaba incesantemente pues estaba locamente enamorado de ella, amor que le era correspondido. Cuando su familia, los abasíes, se levantaron y derrocaron al último Califa Omeya de Damasco, la represión posterior acabó con todos los descendientes... salvo uno, que avisado oportunamente por el noble amante de la princesa pudo escapar.
Este afortunado -y desgraciado- amante fue Ibn Zaydun, quien sería con el tiempo un afamado poeta al servicio de Abd-al-Rahman, y al que acompañaría en su huida hasta el Magreb, donde hallaría asilo entre las tribus bereberes, para pasar después, junto a un grupo de fieles, el estrecho que le separaba de Al-Andalus y llegar a Córdoba para fundar una nueva dinastía Omeya en Occidente que sería luz del mundo.
Antes de huir, Ibn Zaydun, sabiendo que quizás no volviera a ver a su amada, le hizo un doble regalo: un capullo de rosa de Ispahan, en señal de amor sensual; y un diamante de Mosul, como prueba de amor eterno. Las dos preciosas prendas venían en un cofre de marfil ricamente labrado e incrustado de cornalina roja y jaspe verde formando motivos florales -entre ellos, rosales de Ispahan- y cuyo interior estaba revestido de la más fina seda natural, tintada en negro en señal del duelo en que su amor se iba a quedar.
Le entregó, pues, este presente, y tras una última noche de amor, el joven poeta montó su alazán árabe y sin mirar atrás -para que ella no viera sus lágrimas- huyó hacia lo desconocido sabiendo que no sería peor que abandonar a quien, así, amaba...
Esto sucedió, hacía ya un año. Pero en este tiempo no dejaron de ocurrir hechos maravillosos. El primero fue que el capullo de Rosa de Ispahan no se marchitaba, permanecía fresco e incluso parecía seguir floreciendo lentamente, muy, muy lentamente. Mientras, su amor por Ibn Zaydun no sólo no se mitigaba sino que iba creciendo, quemándole las entrañas. Sus sueños se poblaban de la presencia de su amado con el que saboreaba las mieles del amor casi tan vívidamente como en la realidad, ya, lejana.
Un día, mientras oraba ante el Mihrab donde depositó el cofre con su bienamado tesoro, oyó una voz, que ella imaginó celestial, diciéndole:
-El amor confiado a la Rosa de Ispahan vivirá eternamente mientras la flor y el diamante compartan el mismo alma.
Y dicho esto, se levantó una leve brisa que corrió las cortinillas de la hornacina donde el cofre se veía abierto. Asustada se levantó y fue hacia él temiendo lo peor -que alguien hubiera robado sus tesoros-, pero al llegar allí se quedó demudada ante lo que vio: el capullo de rosa no estaba y el diamante había perdido su prístina transparencia para transmutarse en un capullo de rosa rosa idéntico al que, fresco, compartía hasta ese momento el recóndito espacio.
Posteriormente -hacía poco más de dos meses-, tuvo un sueño en el que la misma voz que le anunció la maravillosa transformación del diamante en rosa le comunicó que el diamante volvería a ser diamante y la rosa rosa si los enamorados volvían a encontrarse, o sí sus descendientes respectivos algún día el destino quisiera que se enamoraran como ellos lo estaban.
Cuando terminó su relato Walada rogó a Sir Robert le llevara con él de regreso a Europa, pues sabía que Ibn Zaydun aún la amaba por las cartas que en secreto recibía periódicamente -cartas que tardaban un mes en llegarle desde que aquél las enviara-. Pensaba que no le sería difícil que en Córdoba, donde se encontraba su amado, le abonaran el rescate que pidiera por ella.
Sir Robert, conmovido por la historia, accedió, y cuando llegó el momento del regreso lo hicieron juntos.
Más que como rehén, ella, viajaba como invitada; invitada que solícitamente era atendida por el destacamento que penosamente cruzaba valles, montañas, ríos y mar. Pero quiso el destino que Wallada cogiera unas fiebres de las que no puedo reponerse. Antes de expirar le suplicó a Sir Robert que hiciera todo lo posible por entregar su tesoro a su amado, Ibn Zaydun; consiguiendo su firme compromiso. ¿Qué más podía hacer el bueno de Sir Robert ante tamaña expresión de amor?
Enterraron a la princesa y prosiguieron su viaje hasta Venecia, donde tomaron tierra para no encontrarse con las razias navales de los musulmanes, dominadores de esta parte del Mediterráneo. Por tierra llegó hasta Normandía y desde allí, por mar, otra vez, hasta casa.
Una vez en su castillo, en su invernadero, plantó los rosales e inició una próspera historia para las rosas de Ispahan en esta parte del mundo -donde acabaría creando un agua de rosas que se haría harto famosa.
Le costaba desprenderse del segundo tesoro, pero el compromiso adquirido era más poderoso que su voluntad. En uno de los navíos mercantes que comerciaban con la península embarcó seis meses después de su llegada. Atracó poco después en lo que hoy es San Lúcar de Barrameda y tras entablar negociaciones con las autoridades andalusíes dependientes del Califato de Córdoba, remontó río arriba el Guadalquivir hasta Sevilla y de allí llegó por tierra a la Ciudad Luz del Mundo.
No le costó mucho encontrar a Ibn Zaydun, que allí llamaban Abenzaidún, pues era poeta famoso en la corte de Abderramán. El insigne poeta le recibió entre la hermosura incomparable de los jardines de Medina Zahara; jardines que entre otra multitud de flores y plantas ornamentales y aromáticas, disponían de cuidados parterres donde florecían Rosas de Ispahan.
Una vez ante él, le contó todo lo sucedido, muerte de su amada incluida, y le hizo entrega de la joya. Abenzaidún al reconocer el cofre no pudo contener las lágrimas y al abrirlo para contemplar la maravilla de la transubstanciación una lágrima resbaló de su mejilla cayendo sobre la Rosa Diamantina de Ispahan; en ese momento, ante sus ojos, la preciosa gema revertió su proceso de transmutación volviéndose a convertir en capullo de rosa y diamante: la rosa, fresca, abierta, esplendorosa; el diamante, inmaculado, irisado, prístino...
Fin de La Rosa de Ispahan
Les Roses d'Ispahan
Les roses d'Ispahan dans leur gaîne de mousse,
Les jasmins de Mossoul, les fleurs de l'oranger
Ont un parfum moins frais, ont un odeur moins douce,
Ô blanche Leila! que ton souffle léger.
Ton lèvre est de corail et ton rire léger
Sonne mieux que l'eau vive et d'une voix plus douce,
Mieux que le vent joyeux qui berce l'oranger,
Mieux qui l'oiseaux qui chante au bord d'un nide de mousse.
Mais le subtil odeur des roses dans leur mousse,
La brise qui se joue autour de l'oranger
Et l'eau vive qui flue avec sa plainte douce
Ont un charme plus sûr que ton amour léger!
Ô Leila! depuis que de leur vol léger
tous les baisers on fui de ta lèvre si douce,
Il n'est plus de parfum dans le pâle oranger,
ni de céleste arome aux roses dans leur mousse
L'oiseau, sur le duvet humide et sur la mousse
Ne chant plus parmi la rose et l'oranger;
L'eau vive des jardins n'a plus des chanson douce,
L'aube ne dore plus le ciel pur et léger.
Oh, que ton jeune amour, ce papillon léger,
Revienne vers mon coeur d'un aile prompte et douce,
Et qu'il parfum encor les fleurs de l'oranger,
Les roses d'Ispahan dans leur gaîne de mousse!
Charles Marie Leconte Delisle (1818-1894)