Mis pensamientos toman a veces una orientación
que me llevan a sentir que estoy loco.
Lo que estas ideas significan en profundidad,
no lo sé, ni me atrevo a intentar descubrirlo.
La simple idea de analizarlos me asusta:
tal es su naturaleza. Vértigo intelectual...
Diarios. Fernando Pessoa.
CUATRO
.....Ser un deslumbrado supone similar incapacidad para ver por dónde se camina que la que padece un ciego. Y no es que los extremos se toquen (eso, pese al dicho, sólo pasa en la conclusión del círculo), es que al estar deslumbrado, al poseer la visión total y simultánea de lo que es, las opciones que se abren a los pies son tan ilimitadas que parezca labor imposible realizar el paso que se pretende. Es tal la maraña de acasos que se ofrecen, que se antoja quimérico llegar a posar la planta sobre un lugar firme. El caminar de un deslumbrado se parece más al deambular sobre arenas movedizas de alguien que, sin el peso específico suficiente para hundirse, tampoco se beneficia de la adecuada ligereza para flotar. El deslumbrado no trastabilla, no tropieza, no cae por tanto. El deslumbrado deambula oscilante como quien transita por alta nieve virgen o sendas profundamente embarradas. ¿Cuál es su ventaja, entonces, si es que alguna le cabe? No, probablemente no sea una ventaja; de hecho él, frecuentemente, lo considera más una pesada cruz, un obstáculo, una rémora, un despiadado lastre que le impide vivir como todo el mundo. Obligado a permanecer con los ojos abiertos (cuando cree cerrarlos, una luz más intensa aún lo ciega con mayor intensidad) no puede hacer como que no ve. Cuando todo es luz alrededor, cuando hasta la oscuridad se presenta con matices (y hasta con colores), cuando uno no puede dirigir la mirada a ningún lado sin ver perfectamente la verdadera entidad de lo que está mirando, vano es pretender ser ajeno a lo que con tanta claridad se percibe......Poco importa que esta claridad vaya acompañada en ocasiones por el dolor (duelen los ojos del alma más que los del cuerpo), no se puede hacer nada; no hay colirio que lo pueda calmar, porque el dolor no está en lo que se ve, sino en los propios ojos que miran (los del alma). La solución sería no ver, no mirar, y, antes que eso, no sentir; no poseer un alma por tanto. Y eso es igualmente imposible: no elegimos nuestra existencia, nos viene impuesta. ¿Y por qué digo que a veces causa dolor la claridad? Porque revela las carencias propias de nuestra individualidad -de toda individualidad- sometida a una particular y estrecha perspectiva, entre ellas la que muestra lo limitado de la conciencia -lastrada por la individuación- que impide contemplar la realidad en su conjunto (incluida la irrealidad, es decir: tanto el ser como el no-ser), sino es por medio del deslumbramiento. Si tuviésemos posibilidad de acceder, de forma no traumática (pues todo deslumbramiento es un trauma de la vista), al conocimiento puro de lo que es, no resultaríamos deslumbrados por su naturaleza, sino que nuestra vista, libre de limitaciones y carencias, observaría lo que es como lo hacen nuestros ojos al mirar un paisaje en un día claro de primavera. La conciencia pura e ilimitada, total, de lo que es sólo es posible sin la rémora de la individuación. Desde esta consideración, sólo la Conciencia Pura, es decir, eso que se ha dado en llamar Dios, posee la capacidad de visión integral e integradora. Las partes, los individuos, sólo podemos intentar atisbar algo parecido a esa visión integral mediante un proceso traumático de la visión consustancial a nuestra limitada naturaleza: el deslumbramiento.
.....El ser humano nace con una visión que es inherente a su naturaleza, la que le permite ver -y medrar- en el mundo que le es propio (sea un mundo de engañosas apariencias o de ciertas realidades, ahora, poco importa): el mundo de las cosas materiales, sujetas a la percepción sensorial que sentidos más o menos groseros, más o menos sutiles, registran. Pero, al mismo tiempo, este ser humano, perteneciente al mundo material, está dotado de una conciencia inmaterial, y esta conciencia inmaterial reclama su pertenencia a otro mundo; un mundo no sujeto ni sometido a las dimensiones de lo material (el tiempo y el espacio), aunque sí, en mayor o menor medida, influido por ellas. Doble naturaleza pues. El conflicto esta servido, la pugna por la jerarquía se produce inevitablemente: ¿qué es más importante? ¿qué debe prevalecer? ¿qué mundo obtendrá o merecerá la supremacía? ¿es posible un equilibrio entre ambos, siendo, como son, mundos antagónicos y exclusivos?
Que el mundo material es antagónico al inmaterial no sólo se debe a la irreconciliable oposición terminológica que los define (determinada por el privativo prefijo -in), también se debe a la oposición lógica con que se nos revelan (el hecho de que seamos capaces de imaginar un alma en todas las cosas no resta certidumbre a lo antes dicho). Pueden coexistir, que no fundirse, ambos mundos: el material (sujeto y fundamento de la apariencia); y el inmaterial (que dotaría de sentido o sinsentido a aquélla). El mundo material no necesita sentido para manifestarse; el inmaterial no es concebible sin él, su esencia es el sentido y sus manifestaciones están provistas de significado. Entre ambos hay pues una relación coloidal.
Lo incomprensible del mundo material, cuando se da, no reside en las condiciones físicas que lo determinan (no necesitan de comprensión para manifestarse), sino en la ausencia de sentido con que el ser humano lo percibe (percepción sentida con el alma, obviamente, que es quien hace las preguntas; es decir, con esa potencia perteneciente al mundo inmaterial que todo ser humano hereda en su doble naturaleza). Y esta ausencia de sentido con que se nos muestran en ocasiones las cosas materiales, y que es causa de desconcierto y de angustia, es una consecuencia más del conflicto entre ambos mundos, de la relación imposible que se establece entre lo limitado (lo material) y lo ilimitado (lo inmaterial).
Las psicosis no se conciben, no se explican, sin apelar a la imagen -que es un hecho irrefutable- de un mundo inmaterial (alma, espíritu, sede de las emociones complejas) que no termina de encajar en las serviles necesidades del mundo material. Que el rey (lo inmaterial) deba plegarse a las míseras necesidades del más plebeyo de sus súbditos (la materia) es lo que ocasiona la enfermedad, el desequilibrio, la psicosis.
.....La frontera en que ambos mundos pueden ser percibidos a la vez de manera clara e integradora es lo que yo llamo el deslumbramiento. No estar en ninguno totalmente, no deberse a ninguno en su totalidad. Participar de ambos en el filo de la navaja: esto es el deslumbramiento. Se puede vivir, en resumidas cuentas, sin ser perpetuamente consciente del balance entre ambos mundos, pero no se podrán sacar conclusiones, no se podrá pensar, ni sentir, acerca de la existencia de la realidad sin hacerlo. El hombre nace haciéndose preguntas. El dolor, el sufrimiento, el temor y el acabamiento tienen la culpa. Por eso el ser humano imagina paraísos: en la mente del hombre, en su corazón emocional, en su alma, no puede concebir un mundo inmaterial libre de las emociones negativas; como no puede concebir uno material sin ellas.
¿Qué otra cosa defiende el budismo sino es la superación de la dualidad que impide al ser humano sacudirse la ignorancia (la ceguera) de encima?. La Iluminación, el satori, es una modalidad de deslumbramiento. Modalidad que supone la adquisición progresiva y metódica de una libertad de movimientos dentro de la conciencia, un soltar cabos, un arrojar lastres de la quilla inmaterial que el alma del hombre es. Pero, al hacerlo, el adepto que alcanza el satori -la iluminación consciente- renuncia al mundo material, renuncia a sus condicionantes, a sus leyes; en cierto modo, traiciona una de sus naturalezas (esta es la razón por la cual Nietzsche, aun simpatizando -como su factótum Schopenhauer- con las teorías de Gautama, no las reconocía como vía afirmativamente humana para la ascesis liberadora -pues su razón de ser es la negación de una parte de sí mismo, de una de sus dos naturalezas). El deslumbramiento al que yo aludo (que mucho tiene de nietzscheano), sería más una denodada superación, un alzarse increíble sobre la punta de los pies, que permitiera elevarse sobre las barreras fronterizas que uno y otro mundo levantan como muro excluyente. Pero, ay, ese deslumbramiento, esa fusión en la luz, con ser deseable, no siempre supone satisfacción. Se necesita una última acrobacia digna de un idealista existencial, de un malabarista de la contradicción: una voluntad risueña, que implicando capacidad infinita para la risa disuelva las impurezas de contradicción que inevitablemente se producen en el proceso de fundido. Sin esta última acrobacia, uno permanecerá en el deslumbramiento cegador, grave e inútil de los que se mantienen a la vista de la Tierra Prometida sabiendo que nunca accederán a ella: los nihilistas irredentos.
.....La risa deslumbrada, producida por la voluntad risueña serán las alas de Mercurio en los tobillos -las encargadas de aventar las impurezas y facilitar el vuelo necesario. Al afán por alzarse se deberá la mutación que dote de alas a lo que nació desprovisto de ellas. La risa como catalizador que procura la inmaterialidad de lo material -plumas donde no hay sino gravedad. El mecanismo material de la risa implica la coordinación de innumerables procesos físicos, pero, a un tiempo, su manifestación provoca efectos en lo inmaterial que es el alma. Está claro que la risa a la cual me refiero sigue el proceso inverso al descrito, de forma sintética, en el enunciado anterior. La risa que es manifestación -y prerrogativa- de la voluntad risueña no es un mecanismo sino un supremo acto de voluntad anímica: la carcajada se produce en el plano inmaterial, es intelectual y al tiempo emocional, y su efecto liberador/catalizador se derrama sobre la materia, actuando sobre ella de forma terapéutica, transformadora, transfiguradora. La materia así (nuestro cuerpo y sus circunstancias) transfigurada, revelada luz, adquirirá el sentido que en su estado natural no posee (o encubre): es la gran bacanal de los mundos transfigurados, el ditirambo de la superación de la dualidad, el deslumbramiento gozoso del que accede a la Tierra Prometida, al Paraíso en el que las cosas que son, las que han sido y las que serán resplandecen desprovistas de perfiles, ya sólo matices de lo eterno, ya sólo luz y oscuridad deslumbrante, ya sólo posibilidad cumplida y satisfecha.
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La Baigneuse (1870)
SEIS
¿Cómo la belleza causa el deslumbramiento? Está claro que el simple disfrute de una forma o impresión bella no basta para ser deslumbrado (a veces sí, pero más por disposición hipersensible del observador que por la intensidad del estímulo en sí). El disfrute de aquello que sentimos como bello nos causa bienestar (a veces, dolor, al contraponerlo con la fealdad circundante) pero no es motivo suficiente para catapultarnos. Es la capacidad, el compromiso y la voluntad (otra vez) para imbuirse de lo bello lo que provocará, por acumulación de estímulo, la predisposición al deslumbramiento. Cuando se vive en un perpetuo estado de percepción de lo bello en todo cuanto a uno le rodea (incluso en todo cuanto uno piensa y siente) el deslumbramiento, antes o después, tendrá lugar. Todo dependerá de los otros factores ya antes contemplados (la superación de la individuación, la aceptación del espíritu de contradicción y su integración, la voluntad risueña).
Deslumbrarse es alcanzar la iluminación. Primero se tratará de una iluminación cegadora (hay quien se queda en este estadio), después, una vez ya acostumbrados a observar con los ojos de un alma en sí misma intensamente luminosa, aparecerá el baile de las formas en su más bella expresión: formas materiales e inmateriales entrelazadas en una danza sin fin, promiscuamente interpenetradas, subsumidas unas en otras, engendrando frenéticamente nuevas formas durante toda una eternidad: Lo Posible en tránsito incesante y voluptuoso hacia el ser, recreando el ser en toda su fecunda e infinita posibilidad.
SEIS
.....La Belleza como medio imprescindible para el deslumbramiento. El mundo se hace no sólo soportable, sino placentero, por la existencia de la Belleza. Su sola presencia es suficiente para disolver cualquier contradicción, en ella las contradicciones desaparecen tragadas por el tremendo poder de atracción que su masa de sentido inmarcesible posee. Por ella el mundo, insufrible de otro modo para una conciencia dotada de sensibilidad, adquiere las connotaciones del paraíso. Mas, fuera de ella, no lo es. No lo es, por tanto, de forma absoluta. No lo es, en consecuencia, de ningún modo. Pues si de alguna forma puede definirse el Paraíso, ésta es la de estado de goce y disfrute, sin tasa ni mácula, de lo bello. No es un lugar, definitivamente, el Paraíso, sino, como acabo de decir, un estado. Un estado al que se accede. Puesto que la dicha sin tasa, sin la menor sombra o impureza, no es concebible como sujeta a la limitación del espacio o el tiempo (pues que la misma limitación dimensional ya la haría carecer de una tal imprescindible pureza), no se la puede hacer depender de lo material. Y, no obstante, difícilmente puede concebirse la belleza, que una tal dicha provoca, fuera de los perfiles definidos de la forma... ¿O sí? ¿Un ciego es incapaz de sentir la belleza? ¿Lo es un sordo, para la belleza que, sublime, comporta la música? ¿Es la belleza un concepto tan sujeto a los límites de la forma como parece? ¿O ésta preexiste en el alma, independientemente de lo material? Al deslumbrado -que por medio de la belleza accede a tal estado- no le cabe la menor duda: la belleza está en el alma, es una de sus propiedades. La forma no sería, pues, más que el estímulo necesario para desencadenar en el alma la sensación de lo bello.
Las formas no sólo existen en el mundo material, sino que el inmaterial también las produce. Es más, la abstracción que todo nombre supone respecto a la forma que identifica, no es sino una adecuación de la forma material a la imagen de la forma intelectual que en el alma preexiste. Huelga aludir aquí al mito de la caverna platónico, mas lo sugiero como el que deja caer desapercibidamente una reveladora pista.
La capacidad para sentir la belleza en un mundo, a menudo, demasiado feo, hace que este sentimiento se torne en ocasiones doloroso. La belleza no puede ser gozada plenamente mientras lo feo pulula libremente; lo mismo que nadie puede sentirse verdaderamente libre entre esclavos. ¿Cómo la belleza, pues, puede ser medio para el deslumbramiento que es puerta de acceso a la Tierra Prometida, al Paraíso? No cabe otra posibilidad que, de nuevo, la superación de la dualidad: ver en lo feo algo hermoso, dotado de la propiedad de lo bello. ¿Es eso posible? ¿Otra vez sometidos al vaivén de la contradicción? Pues sí. Es la naturaleza humana. No de otro modo puede hacerse. ¿Y cómo, si puede saberse, realizar esa pirueta imposible que es convertir lo feo en bello? El problema y la solución está en las premisas. Qué se conceptúa como feo y qué como bello. Ahí reside el quid. Y no hay más que realizar un "barrido" inter cultural para concluir que lo feo y lo bello no es unánime ni uniforme. Y no sólo para culturas diferentes existen baremos diferentes, para los mismos individuos el valor de estos conceptos estéticos difieren. Por tanto la Belleza debe de encontrarse en un punto equidistante de toda diversidad. ¿Y dónde buscar ese punto? Efectivamente, concluiremos que allí donde se manifiestan más ostensiblemente las diferencias es donde no habrá que buscarlo: en el mundo material. El concepto Belleza, lo que es bello para la suma de todos y cada uno de los individuos que han existido, existen y existirán, hay que buscarlo en el intangible terreno de... lo inmaterial, es decir en el abstracto universo del alma. La Belleza no puede ser sino lo que todos y cada uno de los individuos consideran y sienten como tal, salvando e integrando, de alguna mágica manera, las aparentes distinciones (e, incluso, contradicciones). La Belleza es un estado, y como tal estado, por definición, no se atiene a límites, y lo que no tiene límites no puede diferenciarse. La Belleza es la propiedad del alma, concerniente al sentido estético, mediante la cual las contradicciones se superan, y es por eso que lo bello es causa de bienestar y de plenitud.
¿Cómo la belleza causa el deslumbramiento? Está claro que el simple disfrute de una forma o impresión bella no basta para ser deslumbrado (a veces sí, pero más por disposición hipersensible del observador que por la intensidad del estímulo en sí). El disfrute de aquello que sentimos como bello nos causa bienestar (a veces, dolor, al contraponerlo con la fealdad circundante) pero no es motivo suficiente para catapultarnos. Es la capacidad, el compromiso y la voluntad (otra vez) para imbuirse de lo bello lo que provocará, por acumulación de estímulo, la predisposición al deslumbramiento. Cuando se vive en un perpetuo estado de percepción de lo bello en todo cuanto a uno le rodea (incluso en todo cuanto uno piensa y siente) el deslumbramiento, antes o después, tendrá lugar. Todo dependerá de los otros factores ya antes contemplados (la superación de la individuación, la aceptación del espíritu de contradicción y su integración, la voluntad risueña).
Deslumbrarse es alcanzar la iluminación. Primero se tratará de una iluminación cegadora (hay quien se queda en este estadio), después, una vez ya acostumbrados a observar con los ojos de un alma en sí misma intensamente luminosa, aparecerá el baile de las formas en su más bella expresión: formas materiales e inmateriales entrelazadas en una danza sin fin, promiscuamente interpenetradas, subsumidas unas en otras, engendrando frenéticamente nuevas formas durante toda una eternidad: Lo Posible en tránsito incesante y voluptuoso hacia el ser, recreando el ser en toda su fecunda e infinita posibilidad.