...y cocinar hizo al hombre
Cine y gastronomía. Fábrica de sueños y la ensoñación del comer. ¿Por qué una tal relación entre dos materias que son arte -gráfico el uno, visual, pues; y tangible el otro: visual, oloroso, gustativo y táctil en no pocas ocasiones- no ha dado más gloriosas obras? ¿Por qué es tan difícil llevar al cine una disciplina multisensorial como la gastronomía?
Hay excelentes películas que tratan directa o indirectamente de ese placer por antonomasia -y tan ligado a otros sensuales placeres- que es el comer bien, pero aún está por hacerse la obra maestra en torno a la buena mesa.
Pero, antes, una recensión sobre qué sea el acto gastronómico.
Sobre Gastronomía
Una vez resuelta la necesidad básica de proveerse de alimentos para subsistir, y tras haber logrado que la distribución ordenada de su tiempo y su vivir en comunidad le haya permitido entregarse al cultivo de las artes y a la satisfacción de sus sentidos, el ser humano ha buscado sublimar ese acto necesario, por básico, para espiritualizarlo y elevarlo a la categoría de arte en sí mismo. Culmen y zenit de sincretismo sensorial en el que se concitan todos los sentidos, el comer bien, la gastronomía, es una de las actividades más reconfortantes, satisfactorias y estimulantes de cuantas el hombre es capaz de realizar; pues a la satisfacción de una obligación fisiológica se le une un valor añadido de espiritualización de la materia al poner en juego la imaginación para lograr una petite chef d'oeuvre que exalte todos los sentidos y sublime un acto que, de otra forma, sería ordinario en sí.
Hoy día, en España, además, con el ascenso a la excelencia culinaria de nuestros más afamados cocineros -Ferrán Adriá, Berasategui, Adúriz, Arzak, Ruscadella, Arola, y tantos-, ya entronizados en el olimpo de la cocina universal, este gustoso tema goza de la más rabiosa actualidad. Hubo un tiempo que no fue así, en que a España se la conocía por la paella y la tortilla de patatas, aún aún, los más cosmopolitas que aterrizaban por Madrid o Barcelona, llegaban hasta el cocido madrileño, el tostón de Cándido -previa escapada a Segovia-, o la butifarra catalana; poco más.
En esta España moderna que tanto pita y tanto peta a escala planetaria en el ámbito deportivo, sí, pero también en el cultural, la cocina ha alcanzado una consideración e influencias que hasta la fecha solo Francia poseía. Ahora, los gabachos destronados -y resentidos- no les queda otra que mirar de soslayo lo que por aquí se hace en cuestión culinaria, asombrados y perplejos por esta revolución que ha dejado su nouvelle cuisine para museos de historia de los usos y costumbres en cuestiones del buen comer.
Pero al Rey lo que es del Rey. Sin Francia, la cocina no sería lo que es, la gastronomía, quizás, no existiese. Ese afán por la obra de arte en la mesa se gestó ya en el siglo XIII con Tallaivent, pero sería en el XVIII cuando aquel arquitecto metido a cocinero, llamado Marie-Antoine Carême, escribiría su L'art de la Cuisine Française, aportando los cimientos de la cocina moderna al dar relevancia a las salsas en la cocina: nacía la haute cuisine. Después vendría Escoffier, revolucionario cocinero fundador de la cocina tradicional francesa, y quien, asociado a César Ritz, se trasladaría a Londres, al afamado, ya entonces, Hotel Savoy, para, desde aquí iniciar una expansión hacia todo el mundo, creando los hoteles Ritz y el Gran Hotel de Roma, así como el Carlton, en Inglaterra, Francia y otras partes del mundo. La alta cocina se universalizaba. Ya en el siglo XX sería Paul Bocusse -creador, junto a otros mousquetaires cuisiniers, de un nuevo concepto culinario- el que diera una nueva vuelta de tuerca, creando la nouvelle cuisine, aligerando los platos de natas y mantequillas y abogando por una estilizción o délicatesse en las propuestas, incidiendo también en la regionalización de las materias primas -siempre de primerísima calidad. La guinda en el pastel vendría de la mano de Alain Ducasse, quien en Le Louis XV, del Hotel de Paris de Montecarlo, alcanzaría el Olimpo de la Restauración al colocar por primera vez a un restaurante de hotel en la cumbre, obteniendo tres estrellas en la prestigiosa Guía Roja Michelin; desde aquí comenzó una carrera imparable como cocinero y empresario, regentando en la actualidad más de 20 restaurantes de lujo alrededor del mundo (New York, Londres, Paris, Mónaco, Tokio). Su cocina, haute cuisine, recibe la impronta del arco mediterráneo, llenando de aires Provenzales sus originales creaciones, recuperando, así, la tradición local y sublimándola a base de una exquisita técnica culinaria.
A todos estos cocineros, habría que añadir, por su importancia literaria y cultural, a Brillat-Savarin, uno de los mayores hedonistas-epicúreos que ha dado el país galo, quien, a caballo entre los siglos XVIII y XIX, con su Physiologie du Goût, sentaría las bases de eso que se ha dado en llamar Gastronomía: arte del buen comer; él acuñaría los términos gourmet, gourmand o gourmandise, que tan evocadores son del placer de la buena mesa y la exquisitez intelectual del simple acto de alimentarse.
Después llegaría Ferrán Adriá -prologado por un excelente y rupturista Juan Mari Arzak-, y su verdadera revolución gastronómica, creando un nuevo valor: el arte en la cocina; ya no se va al
restaurante a satisfacer una necesidad basica con valor añadido, no; ahora, al Bulli, se va a experimentar sensaciones totales (todos los sentidos puestos y desplegados para la sorpresa y el hallazgo en el plato). Lo demás, es historia reciente: España sube al olimpo de la gastronomía destronando a Francia e inaugurando una nueva época en el mundo de la coquinaria... tras él, toda la escuela española, y la italiana, y la boreal, y la austriaca, y algún inglés, algún americano, e, incluso un japonés, de aspiraciones minimalistas pero auténticas, que apuestan por las materias primas impecables y unas texturas y elaboraciones totalmente sorprendentes: la ensoñación se adueña de las mesas; la obra de arte total entra por los ojos, la nariz y la boca.
Conclusión
Del acto fisiológico de alimentarse al acto cuasi-espiritual de degustar una buena comida acompañada de un buen vino y unos quintaesenciales licores, en buena compañía con la que compartir misticismo sensorial y elevación emocional, hay tanto trecho como del primate al homo sapiens; el ser humano gastrónomo deviene una especie de homo ludens bonae tabula, buscando la satisfacción de sus sentidos con una transversalidad digna de un dios: todo coadyuva al disfrute de un ágape: imagen, sonido, ambiente, conversación, sugerencias, sensualidad,... todo es importante, todo, determinante para el éxito o el fracaso del acontecimiento gastronómico.
Placer llama a placer, y en muchas ocasiones el placer de la buena mesa está ligado al disfrute sensual del erotismo, al amor; de hecho, las expresiones: comer a besos, degustar la miel de tus labios, beber tus miradas o tus sonrisas, paladear el sabor de tu piel, y otras, algo más procaces, en que el gesto de comer se focaliza en partes más pudendas, no son más que el reflejo, la constatación, de que la buena mesa forma parte consustancial de la buena vida: todo aquello que es capaz de satisfacer nuestros sentidos y nuestro deseo de goce sensorial.
Si es cierto que de lo que se come se cría, me comería el universo entero para fecundarte con galaxias y nebulosas,... (la expresión, polvo de estrellas adquiriría, aquí, un nuevo significado...); esta podría ser una lírica expresión de elevado tono, entre amantes, instantes antes de dedicarse a esas batallas de amor sobre campo de plumas que Don Luis nos poetizaba magistralmente en sus Soledades.
Pero hoy se trata de la gastronomía en el cine. Y a ello me voy a enfocar.
CINE Y GASTRONOMÍA
Los comienzos
La primera escena sobre el hecho gastronómico que aparece en una pantalla de cine es obra de aquel gran genio del cine mudo y sonoro que enarbolaba la bandera del humor inteligente: Charles Chaplin. Obviamente es una escena que poco tiene que ver con el buen comer pero sí lo tiene con la imaginación en el comer. Genial escena de una película genial que tiene otras varias geniales escenas (el baile de los panecillos será, quizás, la más famosas de todas ellas). Ciñéndonos a esta, prefiero su visionado a mis palabras; se comprenderá mejor, así, lo que quiero decir:
Los Films Gastronómicos
No hay selección de películas sobre temática gastronómica en la que no encabece la lista una cinta ya mítica:
La Grande Buffe (La Gran Comilona), 1973, guión de Rafael Azcona y dirección de Marco Ferreri.
Película que ya en su día fue motivo de de escándalo, pues en ella se rompen varios tabúes, como es el del suicidio por medio de la gula y la lujuria. Cuatro amigos gourmands deciden encerrarse en una mansión para buscar la muerte a base de engullir, degustando excelsos manjares que ellos mismos preparan (uno de ellos es cocinero profesional, los otros, degustadores aficionados), mientras, para entretener los tiempos muertos, se llevan a dos chicas que les ayudan en su intento de irse para la otra vida de la manera más satisfactoria posible. Las chicas no acaban de encajar en lo que ellos estiman que debe de ser este viaje sin retorno, y ellas, asustadas por el cariz que va tomando el asunto, les abandonan; y aquí entra en escena una maestra que da clases en un edificio colindante al de los pantagrueles, quien, ésta sí, les da cancha: medio amante, medio amiga, medio maternal, les acompaña hasta que uno a uno van reventando... de placer.
El elenco protagonista no tiene desperdicio: Marcello Mastroianni, Michel Piccoli, Philippe Noiret y Ugo Tognazzi, acompañados por una espléndida Andrea Ferreol, excesiva en todo. Recomendabilísima, aunque abstenerse espíritus excesivamente sensibles o ascéticos.
El placer, la amistad, la relación del hombre con la muerte, su valentía para salirle al encuentro de forma gozosa,... la sordidez de una vida carente de estímulos para unos espíritus cultos y cultivados, sensibles y aristocráticos, por lo que deciden autoestimularse hasta el punto en que la propia satisfacción acabe con ellos.
El Festín de Babette, 1987, basada en un relato de Isak Dinesen (Karen Blixen, la autora de Memorias de África). Película que denuncia la doble/falsa moral presbiteriana/calvinista de las zonas rurales de Dinamarca, en la que una ya exigua congregación, bajo la estricta dirección de un pastor, se ve alterada por la llegada de una extranjera para encargarse del servicio doméstico en casa de dos hermanas solteras pertenecientes a la antes citada congregación. Esta misteriosa extranjera en realidad es una famosa cocinera de Paris que viene ocultándose tras los disturbios de la Comuna socialista-anarquista que se constituyó en la Ciudad de la Luz de forma efímera en 1871, por la que apostó, y perdió.
Un buen día, tras varios años de servicio elaborando comidas parcas e insípidas -a instancias de sus frugales y morigeradas amas-, es agraciada con un premio de la lotería. Ni corta ni perezosa dedica este premio a demostrar a los estrictos, pacatos y farisaicos congregantes quién es ella en realidad y a demostrarles cuán equivocados están sobre el medio para llegar a ser felices, ayudándoles, con su excelso hacer en los fogones, a dirimir de una vez unas diferencias que día a día se han ido revelando patentes e irresolubles...
Con el dinero de la lotería les prepara una soberbia cena (Codornices en Sarcófago, Blinis con Caviar, etc.; todo ello regado con Clos Vougeot y Sauternes). Ni qué decir tiene que en la puritana congregación -que nada así esperaba- se obra el milagro del amor universal y acaban todos en una catarsis que disuelve las diferencias durante tanto tempo encalladas.
El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y su Amante, 1989, Peter Greenaway; preciosa banda sonora de Michael Nyman -quien fuera colaborador del ecléctico director británico en varias de sus películas (El Contrato del Dibujante, Drowning by Numbers, El Vientre del Arquitecto, entre otras). Soberbia y preciosa, Helen Mirren, en el papel de una valiente y exquisita mujer casada con un mafioso/gánster con pretensiones de esteta, pero vulgar y ordinario, Michel Gambon, malo malísimo, soberbio y altivo, asistido por un jovencísimo-matón Tim Roth (Reservoir Dogs, Pulp Fiction, Four Rooms, Rob Roy, El Planeta de los Simios); un espléndido Richard Bohringer, como el cocinero; y un amante intelectual, culto y sensible, Alan Howard, que acabará consumando una pasión irrefrenable con la mujer de Spica -el mafioso dueño del lujoso restaurante de ambiente rococó (¿Louis XV?) donde se congrega a comer diariamente con su mujer y su banda-.
Película preciosista, como todas las de Peter Greenaway, con una fotografía impecable, una puesta en escena muy pictórica (homenje constante a la pintura flamenca en los fondos de escena), encuadres fotográficos, y un vestuario muy Jean Paul Gaultier. Historia trivial pero muy bien narrada cinematográficamente; quizás con un toque teatral en la puesta en escena. El final impresiona y sorprende. Muy muy original.
Deliciosa Marta, 2001, Sandra Nettelbeck, con una bella Martina Gedeck y un solvente Sergio Castellito. Bonita y muy bien narrada historia en que una cocinera, madre de una niña a punto de entrar en la adolescencia y cuyo marido la abandonó, lucha contra sí misma para no enamorarse -miedo a volver a fracasar-, pero que acabará cediendo ante la irrenunciable oferta de amor de un hombre sensible, encantador, responsable, amante de la buena cocina y honesto como un huevo cocido.
Entrañable, simpática, tierna, profunda, son calificativos que le vienen como anillo al dedo a este film, coproducido por Alemania, Italia, Austria y Suiza, de muy buena y hermosa factura.
La cocina, la relación y las dudas del cocinero ante sus clientes, la vida privada como fuente de conflictos e inspiración ante el reto diario al que se enfrenta un restaurante. El amor como solución a los problemas cuando se le enfrenta con sinceridad y sin complejos/prejuicios. Y siempre, siempre, la gastronomía ayudando a limar asperezas, redondear esquinas, salvar obstáculos... Muy buena y recomendable.
Como agua para chocolate, 1992, solventemente dirigida por Alfonso Arau, sobre una novela de Laura Esquivel. El hecho gastronómico desde la perspectiva americana hispana. Encantador film, épico, sobre un amor imposible, una matriarca que regenta su familia con mano firme, una sensible y preciosa muchachita víctima de las circunstancias que la condenan -por ser la hija menor- a servir a la madre olvidándose de sus intereses y sentimientos. Éstos se revelarán y se rebelarán por medio de la cocina como expresión de sus deseos insatisfechos.
Film de ambicioso recorrido que, no obstante, no de frauda, pues su pretensión de epopeya se ve cabalmente cumplida en una medida coherencia en el tempo y el ritmo de las secuencias. Se nota, sin padecerlo, su débito a la extraordinaria historia literaria de la que procede. La temática gastronómica está maravillosamente expresada, pues es puesta en escena con una carga de realismo mágico que realza lo sugerentes de las propuestas (esas codornices con salsa de pétalos de rosas, regada con lágrimas de la desdichada cocinera que ve cómo su amor se casa con su hermana mayor; esa fatal mezcla tendrá un efecto afrodisíaco sobre los comensales, quienes al degustar las codornices llanteadas no podrán refrenar un súbito impulso de amar mezclado con una irrefrenable melancolía... ¡Magistral!). Buenísima película, muy bien interpretada y dirigida. Imprescindible.
Comer, Beber y Amar, 1994, Ang Lee. Taiwan-EEUU. Una de las mejores películas orientales sobre el tema que nos ocupa. La milenaria cocina china entra en escena... ¡Y cómo! Impecable historia de un extraordinario cocinero, viudo, practicante de Tai-chi, sabio como solo un chino puede serlo, con tres preciosas hijas que buscan y rebuscan el amor o la solución a su falta. La cocina como hilo argumental y conductor por el que se desliza el film con la suavidad y soltura de un tallarín perfectamente cocido. Magistral la escena en que el viejo, y sabio, cocinero es llamado de urgencia, mientras goza de su día de descanso, por el gran hotel donde trabaja para que les solvente una catástrofe en forma de lujoso plato de gelatina venido abajo instantes antes de ser servido en una cena de boda, el prestigio del hotel está en juego, y el sabio cocinero lo solventa genialmente con su oficio, buen hacer, y entrega desinteresada a los demás -sean estos, sus compañeros, los clientes, o los jefes-.
Las historias paralelas de las vidas de las hijas y las pretensiones de una viuda por enganchar al sabio y viudo cocinero se entremezclan continuamente aportando dinamismo y ritmo a una película muy interesante e intrínsecamente excelente.
Tampopo, 1985, Juzo Itami, Japòn. Solo a un japonés se le podría ocurrir hacer un western de una película gastronómica. Deliciosa comedia en que parecen mezclarse los géneros como en uno de esos caldos para sopa de tallarines con wantan; comedia de enredo, western, triler,... Todo contado con gran soltura y amenidad. Un camionero y su compañero arriban a comer a un pequeño restaurante de carretera de un suburbio de la ciudad, donde una mujer joven -y guapa-, pero sola, intenta salir adelante y educar a un hijo de ocho años. Mientras el camionero come unos tallarines, que no le gustan nada, unos mafiosos de barrio entran en el restaurante mofándose de la cocinera e intentando pedirle un impuesto por protección. El camionero entra en acción... se pegan una paliza, pero logra poner pies en polvorosa a los facinerosos; a partir de ese momento, su objetivo en la vida será ayudar a esa voluntariosa y valiente, pero frágil, mujer a conseguir hacer los mejores tallarines del Japón; para ello contacta a viejos amigos cocineros, y urde planes para arrebatar las recetas a los mejores restaurantes de la ciudad... hasta que acaba consiguiendo sus objetivos. Mezcla de solo ante el peligro, horizontes lejanos y los siete magníficos todo en uno. Al final todo termina bien, y los mafiosos no son tan malos como parecían: la comedia impera sobre el drama -que en ningún momento se siente-. Genial y recomendable por curiosa.
El Olor de la Papaya Verde, 1994, Tran Anh Hung, Vietnam. Sin ser una película netamente gastronómica, la comida está muy presente durante gran parte de ella. La protagonista, una miña de nueve o diez años, llega desde provincias a Saigón para servir en una casa de unos comerciantes de telas bien acomodados. El marido no quiere saber nada del negocio, músico frustrado, e incapaz de superar la muerte de una hija, dedica su tiempo a tocar y componer música y desvalijar la caja fuerte de la empresa familiar para desaparecer durante días en los barrios alegres de la ciudad. Al final, siempre vuelve borracho, derrotado y sin un duro, gastado en bebida, mujeres y juego. La pequeña protagonista es testigo de los avatares de la familia como ayudante de una vieja cocinera que le enseña todo lo que sabe. La familia la componen: el matrimonio, cuya mujer vive entregada al marido, a su madre y al negocio, y un hijo y una hija.
La niña es un encanto, medio mística, medio angelical. Al cabo crecerá, y, sin darse cuenta, se convertirá en una hermosa mujer que habrá ido generando en su interior un gran y sólido amor hacia el hijo de la familia para la que trabaja. Su carácter apacible y meditativo, casi divino, encarnación de una de esas diosas de eterna y plácida sonrisa cuya función parece ser la contemplación gozosa de la existencia. El hijo, en un principio ajeno, como ella, a este amor soterrado, se dará cuenta un día que en su corazón también ha ido germinando la semilla de un amor inmarcesible. Todo ello está sabiamente mechado de coquinaria exquisita, bellísima música de Debussy -el hijo será compositor- y una belleza de imágenes conmovedora. Detallista y minimalista, maravillosamente sugerente. Imprescindible para almas sensibles y estetas irredentos.
Ratatouille, 2007, Brad Bird y Jan Pinkava, EEUU. Parece increíble que una de las mejores películas de tema gastronómico sea una animada. Este fenómeno planetario de las vicisitudes de una graciosa, adorable y poco convencional rata de alcantarilla es el resultado de un coktail de éxito: un extraordionario guión, una animación impecable, unos personajes prototípicos creíbles y un humor constante a pesar de la, a veces, dramática, historia.
Puede ser uno de los intentos mejor logrados de film realmente gastronómico, en el que el protagonista es un plato la ratatouille niçoise, especialidad campesina provenzal a base de verduras que adquiere carta de alta cocina en Niza y alrededores; una especie de pisto elevado a quintaesencia de sabores del terroir. Increíble la figura del implacable crítico Gusteau, que parece sacado directamente de la guía Michelin o la Gault-Millau. La ratita protagonista, aficionada a la gastronomía y pretendiente a cocinera, ayudará a un jovenzuelo aprendiz -que se revelará como hijo de un célebre cocinero al que la ratita admira y de quien ha aprendido lo que sabe, viéndole por la televisión- a tener éxito con el plato que era el santo y seña del cocinero desaparecido, y a la sazón, padre putativo del mocoso. Hay chica de por medio, obviamente, que acabará rendida por los huesitos de espigado e imberbe mozuelo. La ratita, así verá cumplidos sus sueños: ser cocinera, ayudar al hijo de su mentor y ser reconocida por los suyos. Deliciosamente encantadora y muy gastronómica. Una gozada que ningún amante a la buena mesa debe de perderse.
Otras películas a tener en cuenta:
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Links de interés:
La Gastronomía:
El Vino:
http://es.wikipedia.org/wiki/Mondovino (Documental crítico del mundo del vino y sus modas. Muy Bueno)
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