miércoles, 17 de noviembre de 2010

Ocaso



Se hunden los dorados de la tarde en azules claridades. Cae el sol, y yo con él, hacia abismos de temidas soledades.
¿Qué fui yo? ¿Qué soy? ¿Hacia qué horizonte voy?
Penetran los rayos de oro viejo por los tibios ventanales; penetran en mi pecho y allí encienden, a despecho, inauditos luminares.

Se acuesta la tarde y se tienden, con ella, mis verdades en un oscuro rincón apenas iluminado por ese rayo puro que irradiando futuro surge desde el núcleo de mi corazón.
Arden ya las nubes, lo blanco se enrojece, mientras mi alma palidece entre arreboles silenciosos; lívida, la carne se estremece con compases cadenciosos y al ritmo del ocaso se habren paso los anhelos más dichosos... con sordina. Ya arde el cielo, la cortina de fuego se propaga y mi ansia de posibles no se apaga: tremolantes las llamas prenden todo, incendio cotidiano que a su modo purifica de hojarasca el frío ambiente y santifica de futuro mi presente.
Se quedan ardiendo allá en las nubes los recuerdos de un sol ya fenecido: cumpliendo su periplo por el cielo, sobre lienzos de algodón, deja sus fuegos de artificio.

Al fin, la noche ya se cierne, nada impide que gobierne el reino de las sombras.
-Dime, cielo: ¿si me nombras, cuál ha de ser mi respuesta?, y la voz de mi anhelo le contesta:
-¿Dorada como el sol que ya se ha ido? ¿O blanca como el rayo presentido?


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