martes, 16 de agosto de 2011

De Dragones (6)



No digas que fue un sueño
lo que forjó tu realidad.
Cuando dices, realizas
lo aparentemente soñado.
Ese es el secreto de la Palabra,
ese que está escondido
en el laberinto de la Utopía
que es el vivir.
Nombra y estarás dando realidad
a lo nombrado.
¿Qué es el Ser Humano
sino el Señor de la Palabra?
¿Y qué es la Palabra
sino creadora de la realidad?
De la Realidad, el Sueño y la Palabra
Héctor Amado

El ambiente está más cargado que nunca. Ya están casi todos. Multiformes figuras siniestras atestan este singular local que los ha concitado... quizás por última vez. A pesar de lo siniestro de sus apariencias, el clima de francachela en que las animadas conversaciones se intercalan con risas de todos los tonos y matices, fumarolas de todos los colores dibujando todo tipo de diseños humeantes, llamaradas ocasionales de todos los tamaños, y expresiones de lo más variopinto, todo este guirigay -decía- produce un efecto paradójico que raya en la comicidad. La música, que variando de estilos continuamente a duras penas logra distinguirse entre todo este alboroto, acaba por empastar una amalgama de todo-sonoro difícilmente definible: algo así como el ruido de fondo de un espacio sideral arcano, desaparecido hace ya incontables eones, que llegara a nosotros como un eco de lo que una vez fue y ya, en el momento presente, no existiese mas que como resonancia que un sensible radar detectase y lo diera a conocer.

(Estoy perdiendo consistencia, mi inmaterial materia se va tornando nebulosa; incluso aquí y allá hay zonas de mi espinoso crestón que ya casi son traslúcidas, así como las membranas interdigitales de garras y patas: nada me impide la visión a través de ellas, apenas poco más que evanescentes tules de trama invisible.
Habré de darme prisa, aún he de acabar mi exposición panorámica sobre las criaturas reptilianas que pueblan el Dragon Jazz. Espero poder cumplir mi compromiso antes de que mi pensamiento se diluya en la nada de lo no existente, y esta vez, definitivamente, ni en la realidad, ni en la imaginación, sea posible decir nada, pues nadie habrá para decirlo).


Un creciente sonido de campanillas, chirimías y percusión, interrumpido frecuentemente por el fragor de un estrépito encadenado de explosiones de intensidad progresiva, anuncian su llegada, la de los más sabios, los más divertidos, los más sinuosos y fantásticos de todos nosotros, por tanto, los menos terribles e inquietantes.
No necesitan alas para volar, pues vuelan con su poderosa magia desafiando toda ley y explicación mecánica; vuelan como producto de su omnímoda voluntad. Si bien reptan mientras surcan el aire de grácil manera, no necesitan de ningún sinuoso movimiento para flotar y desplazarse por él; todas esas cabriolas y curvilíneas trayectorias: bucles, espirales, parábolas, etc., realizadas con esa ligereza sorprendente en un ser de tal envergadura, con las que aparecen y que son el regocijo de pequeños y mayores, las hacen por dar espectáculo; conscientes como son de lo horroroso de su apariencia -según los cánones actuales de belleza humana, pues no siempre fue así; hubo un tiempo, cuando los dragones, los hombres y los dioses convivían en un mismo plano, en que el canon estético era mucho más laxo y amplio, y, sobe todo, menos excluyente-, conscientes como son -decía- de su pavorosa imagen, intentan (y lo consiguen en la mayoría de las ocasiones) hacer más digerible, más tolerable, su presencia aportando un toque de diversión y comicidad (pues nada hay que resulte más cómico que ver al horror hacer arlequinadas).

La puerta se abre y una troupe de estos genios voladores venidos de Oriente penetran en el Dragon Jazz. Con sus ojos de langosta -lo que les hace parecer sempiternamente asombrados- sobresaliendo ostentosamente de sus cráneos de caballo o de lagarto, sus cuerpos serpentiformes provistos de patas delanteras y traseras con pezuñas de tres y cuatro garras, bien de águila, bien de saurio, sus melenas de león, sus bigotes de bagre -esos enormes siluros anguiliformes-, sus hocicos de perro, sus cornamentas de ciervo, y sus escamas de pez, llegan, multicolores -amarillos, verdes, rojos, algún azul-, haciendo juegos malabares con bolas de fuego, y lanzando guirnaldas de papel de seda teñidos con el polen de las flores que adornan el Gran Jardín del Imperio Celeste del Dragón de Oriente. Pero... ¡Oh! ¡Qué veo! ¡Con ellos viene un humano! ¡¡¡Un humano aquí!!! No, no es que esté prohibida su entrada, es que no es habitual que alguno se deje caer en tan peculiar lugar. Recuerdo que hace mucho tiempo (pero mucho) Fafnir se presentó con Sigfrido, que no dejaba de mirar hacia todos lados con ojos más asombrados que los de estos congéneres que acaban de hacer su entrada. Pero Sigfrido era un personaje, digamos que, de leyenda. Pero este es un humano; yo lo conozco, he visto su foto en un libro que sin duda está escrito por él, y que incluye su imagen como homenaje gráfico al autor.
Es un hombre delgado, alto, apuesto -según los actuales cánones de belleza-, con poblado bigote bien cuidado y unos quevedos sobre la nariz que le dan un aire aún más intelectual del que ya tendría de por sí sin ellos. Señoras y señores dragones, ante ustedes: Lord Dunsany, ese fantástico creador de universos fantásticos, de mundos que estando en éste solo él veía (y alguien más, que leyéndolo se sentía -o se siente- menos solo y extraño).
Sí, se trata del aristócrata irlandés Edward John Moreton Drax Plunkett, decimoctavo Baron Dunsany, quien viviera a caballo entre el siglo XIX y XX del cómputo occidental humano, el correspondiente a la Era Cristiana. ¿Qué hará aquí? Ha hecho su triunfal entrada montado a horcajadas, cual jinete draconiano, sobre el magnífico Dragón Amarillo, Huanglong (quien revelaría los elementos de la escritura al sabio Fuxi). Se le ve feliz, con una sonrisa de oreja a oreja, que casi le hace perder la típica flema aristocrática anglosajona -pues los irlandeses comparten con británicos rasgos de carácter, sobre todo entre el estamento de la nobleza.


Abriendo la comitiva, no obstante, exhibiendo su destreza gesticulante y voladora va el impresionante Tianlong, el Dragón Celestial chino, de un color zafiro intenso, con el vientre celeste, las melenas más doradas que el sol, los cuernos de dos puntiagudas puntas (cosa rara) y los bigotes de bagre más largos que los de todos los demás; sino fuera por lo tremendamente difícil que es determinar tal particular gesto en un ser no humano, se diría que este Emperador de los Dragones esboza una amplia sonrisa que entre los ojos saltones y las fauces de dientes afilados resulta aún más turbadora y desconcertante.
Con él, y ondeando a su lado, Ryujin, el Dios Emperador del Mar del Japón, algo más pequeño que su colega chino, aunque no de menor prestancia, pues muestra un color tornasolado que vira del azul turquesa al ciano en oleadas de escamas cuyo borde metálico da al cuerpo la apariencia de un continuo oleaje en movimiento; el azul se satura hacia la cabeza hasta adquirir un intenso color marino-verdoso indescriptible y misterioso, semejante a los fondos abisales del mar sobre el que flotan las islas del País del Sol Naciente, tan repletos de seres ominosos y de tesoros propios y ajenos, de los que no son los menos valiosos esos cofres orgánicos que elaboran primorosamente, entre sus enormes valvas nacaradas, las perlas más grandes y hermosas de cuantas pueblan los fondos marinos, incluidos los de los Mares del Sur, y que, por ello mismo, son custodiadas por ejércitos de feroces escualos. Ryujin el Mimético, Ryujin el Antropomorfo, ya que puede tomar la forma de los humanos, y cuando lo hace, aparece con una larga melena undosa de color negro azabache con reflejos azulados que se continúa hacia la cara con barba y cejas de igual color, ocultando una cara de edad indescriptible, ni joven ni vieja, en la que destacan unos ojos intensamente azules y acuosos cuyo rielante brillo recuerda el reflejo de la luna en la superficie del océano durante las noches de plenilunio. Se dice que Ryujin posee un palacio submarino que en nada ha de envidiar al Gran Palacio de los Nueve Reinos del Cielo, del Dragón Celestial chino, ni en tamaño ni en magnificencia, pues su fábrica es de nácar y los dinteles y jambas de sus puertas y ventanas del más fino y labrado coral, el pavimento es de jaspe y los sitiales que ocupan dragones de alto rango y doncellas-dragón del mar son de ámbar marino, aún más preciado que el terrestre pues en él se encuentran atrapados los primeros pensamientos de Dios, formando figuras prodigiosas y enigmáticas de una belleza inmarcesible.


La música se ha parado. Los dragones de Oriente han cesado en su batahola festiva. Simpáticamente en el local se hace el silencio. Unos golpecitos que el servicio de megafonía amplifica convenientemente, y que se resuelven en una distorsión sonora, anuncian un parlamento. La voz bellísima del aura de Oriente, ese sonido apenas perceptible por el oído de los humanos con que el sol anuncia su salida todas las mañanas, se deja oír:
"Mis queridos dragones, disculpad que nos hayamos unido a la fiesta en último lugar. Los que fueron primeros bien está que guarden preeminencia y rindan cortesía a quienes les han sucedido poblando culturas posteriores. Asistimos a este cónclave con la confianza y la certeza de que no será el último, mas conscientes somos de los malos tiempos que vivimos para la imaginería de nuestros creadores, los humanos, enfrascados como están ellos en sus entelequias positivistas atiborradas de una realidad que los ahoga. Creo -creemos-, que no todo está perdido, que nuevas generaciones de humanos vendrán en que nos rescatarán del olvido y nos restituirán al lugar que nos corresponde. En señal de homenaje y sacrificio, de invocación a dioses y hombres, hoy, aquí, hemos traído a un digno representante de esa estirpe de seres que son capaces de crear mundos, de forjar universos, de recrear y reinterpretar lo que es, en clave de lo que debería ser; una estirpe a la que debemos, en gran medida, nuestra existencia, pues sin la íntima aquiescencia que todo ser humano siente en su corazón con nuestra posibilidad, tampoco sería posible nuestra viabilidad.
Habrán reconocido Ustedes a Lord Dunsany: su fisionomía lo delata, su sonrisa lo presenta, sus historias lo desvelan. Este extraordinario especimen humano es uno de tantos a los que tanto debemos. Lo hemos traído para que su alma humana se impregne de la nuestra -¡tan irrealmente real!- y para que nos dé él algo de la suya. Que su voz sea el clamor que haga retumbar los cimientos de todos los universos, que su voz, su voz pausada, sugerente, creadora, sea invocación al Espíritu Inefable (esto os lo dice quien, según ellos, los hombres, creó la escritura y sus pilares; luego sé bien del poder de la palabra).
Él mismo nos va a contar uno de sus cortos relatos de largo recorrido, en el que nos homenajea tan bellamente como es posible hacerlo, colocándonos en el centro de un tiempo de bienaventuranza, una Edad de Oro en que Humanos, Dioses y Seres Fantásticos (entre quienes los dragones nos contamos) caminábamos, volábamos y nadábamos juntos por este mundo, reflejo del Otro, donde el Ser Inefable habita.
Amigos míos, todos tenemos hermosas historias que contar; bellas leyendas detrás de nuestras vidas (incluso las más truculentas no carecen de su faceta prístina, de difícil belleza, pero belleza al fin y al cabo). La historia que nos va a contar Lord Dunsany tiene esa belleza; que ella nos sirva de exorcismo del olvido, que actúe de llamado a la puerta de lo aún innominado para que engendre la Palabra Nueva que nos rescate y restituya.
Señoras, Señores, con todos Ustedes, Oriente y Occidente, de Lord Dunsany".

Sobre el silencio sobrevenido sonaron, inconfundibles, las notas de un gong cual latidos del corazón del tiempo, y, sobre ellas, se escuchó la voz humana, levemente atiplada, de Edward John Moreton Drax Plunkett, más conocido por Lord Dunsany, de la estirpe de los hombres creadores de universos...


ORIENTE Y OCCIDENTE
(Lord Dunsany)

Era una cerrada noche invernal. Un horrible viento traía aguanieve del Este y hacía ulular las altas hierbas secas. Dos minúsculos puntos de luz aparecieron en medio de la llanura desolada: era un hombre a bordo de un cabriolé que viajaba en solitario por el norte de China, sin más compañía que la de su conductor y el exhausto caballo.
El conductor vestía una buena capa impermeable y, por supuesto, sombrero de seda engrasado, pero el pasajero del carruaje, en cambio, tan solo llevaba un traje de noche. No llevaba cerrada la ventanilla a causa de las frecuentes caídas del caballo, el aguanieve le había apagado el cigarro y hacía demasiado frío para dormir. Las dos lámparas destellaban mecidas por el viento. Gracias a la luz vacilante que parpadeaba en el interior del carruaje, un pastor manchú, que vio pasar el vehículo mientras vigilaba sus ovejas en la llanura por temor a los lobos, pudo tener ante su vista por vez primera un traje de noche. Aunque sólo lo vislumbró vagamente y empapado de agua, fue como si contemplara un pasado a mil años de distancia, pues siendo su civilización mucho más antigua que la nuestra, ellos probablemente habían dejado ya atrás toda esa clase de cosas.
Lo miró estoicamente, no maravillado ante algo nuevo, si es que en realidad era algo nuevo en China. Meditó sobre ello un momento de un modo que a nosotros nos es desconocido, y cuando hubo añadido a su filosofía lo muy poco que podía extraerse de la visión de aquel hermoso carruaje, volvió a su vigilancia de las oportunidades que la noche brindaba a los lobos y a aquellos pensamientos sacados de las leyendas de China, que a tales fines habían sido preservadas, a los que de vez en cuando se entregaban como entretenimiento. Pues ni qué decir tiene que en una noche como aquella el entretenimiento era no poco necesario. Pensó entonces en la leyenda de la doncella-dragón que era aún más hermosa que las flores y carecía de igual entre las hijas de los hombres. A pesar de su hermosura humana, era sin embargo, la hija de un dragón descendiente de los dioses antiguos , y por ello también completamente divina al igual que los primeros miembros de su estirpe, aún más divinos que el propio emperador.
Cierto día la hermosa doncella abandonó su pequeña tierra, un verde valle escondido entre las montañas. Descendió por escarpados desfiladeros mientras las rocas, para complacerla, resonaban como campanillas de plata a su alrededor al paso de sus pies desnudos, y aquel sonido era como el de los dromedarios de un príncipe que regresa a su palacio a la caída de la tarde, cuando suenan sus campanillas de plata para regocijo de los aldeanos.
Había ido a coger la amapola encantada, que solía crecer y sigue creciendo hasta hoy -como los hombres podrían comprobar si fuesen capaces de dar con ella-, en un prado al pie de las montañas. Si alguien, alguna vez consiguiera la amapola, con ella llevaría al hombre amarillo la felicidad, la victoria sin lucha, las buenas cosechas y la paz infinita. La doncella descendía de las montañas con toda su hermosura... Y mientras se entretenía recordando la leyenda en la hora más difícil de la noche, la misma que precede al alba, aparecieron dos nuevas luces y el pastor vio pasar otro cabriolé.

(continuará)


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