jueves, 6 de octubre de 2011

La Fórmula. Capítulo 5



XI

Dominique era bibliotecario, como lo habían sido su padre y su abuelo. Pero ahí no acababa su genealogía funcional como gestor y custodio de la memoria textual de los hombres, pues también lo fueron su bisabuelo, su tatarabuelo,... y así hasta remontarse, sino a la noche de los tiempos, sí a un tiempo considerado oscurantista: según rezaba el libro de familia -celosamente guardado, como no podía ser de otra manera, de generación en generación, por el primogénito de la estirpe-, ya figuraba un Callois -gentilicio afrancesado del bretón Kallog'h- como responsable de la biblioteca de la Abadía de Cluny cuando ésta fue dirigida por la sabia testa y la mano maestra de Pedro el Venerable, allá en el siglo XII.
Así pues, de casta le venía al galgo. El porqué una familia a través de los siglos es capaz de pasarse el testigo, como si de una característica genética se tratase, de un tal oficio es un misterio que quizás esta historia acabe desvelando. De momento, a simple vista, pudiera parecer que en la familia Callois hubiera recaído una misión, una misión de atenta observación documental, de vigilancia pues, a la espera de algo que ha de aparecer; o bien de custodia de ese algo a la espera de que alguien aparezca para ponerlo a su disposición; o, quizás, simplemente -que será lo más probable-, sea una de esas tradiciones tan enquistadas en un apellido que han llegado a formar parte de él, como si de un lema se tratase.
Dominique no tenía a su cargo una biblioteca cualquiera -hubiera sido un deshonor para la familia, o una dejación de funciones- pues la Biblioteca Central de la ENS (École Normal Supérieure, de Paris) era -y es- una de las más prestigiosas de Francia, por cantidad, variedad y calidad de sus fondos. Además, a ella llegaba notificación de los fondos, adquisiciones y donaciones de todas las bibliotecas del país, así como todas las peticiones de préstamos interbibliotecarios concernientes a manuscritos, incunables y otras obras especialmente protegidas (lo que quizás fuera esencial para llevar a cabo la misión que la tradición Callois tenía impuesta -caso de ser ese el motivo de la tradición).


Fue en el desempeño de su labor diaria cuando conoció a Laurent. En un principio, le pasó lo que le solía pasar a todo el mundo con aquel hombre de aspecto estrambótico y modales exquisitos: sintió una especie de atracción-repulsión espontánea. Después, cuando lo fue conociendo, cuando fue descubriendo su personalidad y carácter a través de sus lecturas, de sus peticiones -nada habituales, por cierto-, de la manera con que recibía y trataba aquellos tesoros impresos, algo más profundo que la simple simpatía se fue instalando dentro de sí; Laurent, sin saber exactamente cómo, le fue penetrando el alma. La simpatía era mutua, pues a Laurent aquel hombre pelirrojo que miraba con ojillos acuosos por encima de sus gafas de carey y hablaba con el ritmo propio de un adagio le cayó bien desde un principio.
En dos meses ya estaban sentados en la cafetería des Étudiants comentando las similitudes y diferencias entre el renano Meister Eckhart y el bizantino Pseudo Dioniso Areopagita; las bondades de la Estética de la Luz y su trasposición al concepto de Belleza y de ahí al estiramiento hacia arriba del románico hasta dotar los sacros templos de luz y color como nunca antes se había visto: el esplendor de las catedrales góticas, tan preñadas de misterio en cada rayo que atraviesa sus vidrieras y en cada piedra que eleva el prodigio de la forma esbelta desafiando la gravedad; pero también hablaron de "su problema" -el de Laurent-, y del mundo de los aromas, y de lo sensorial como medio para acceder a lo extrasensorial, de la parte para acceder al todo, de la percepción para inducir la intuición con la que lograr la transustanciación del cuerpo en alma pura para acceder al Espíritu Puro, a lo que es... como si de un complejo proceso alquímico se tratase, un proceso de purificación por medio del cual librar al Ser de su principio más grosero -la materia corruptible- para alcanzar su constitución más sutil -la esencia inmutable que respira en la existencia.
Dominique creyó llegado el momento; el destino, también: comenzaron los disturbios y las huelgas. Se cerrarían las universidades, pese a la oposición de estudiantes y profesores. Algo que ni el bibliotecario-por-tradición ni el místico-por-accidente podían permitir. Se confabularon para acceder al interior del sancta sanctorum universitario de forma furtiva. Puesto que, como Bibliotecario, poseía llave de las instalaciones acordaron proveerse diariamente de lo necesario para pasar allí el tiempo que considerasen oportuno, entrando y saliendo al abrigo de la noche para no ser vistos. Ambos descubrirían algo que llevaban mucho tiempo esperando.



XII

El agua siempre fluye bajo el puente, sin detenerse, siempre el mismo cauce, nunca la misma agua. Ya lo dijo Heráclito, y le desmintió Parménides: nada fluye, todo es; no existe el cambio, solo la fluctuación de lo inmutable en sí mismo; mas el Oscuro enunció lo que todo el mundo sabe, que la existencia tiene la perspectiva de una lucha, todo parece luchar: para ser desde el no ser, para ser a costa de los demás seres, siempre en conflicto entre sí; y el Eleata replicando: no hay conflicto, solo manifestaciones del ser, como unas olas no luchan con otras olas, todas ellas no son sino expresión del mar; y aún el mar y la tierra no disputan entre sí, se interpenetran: se hace, la tierra, mar, y en tierra el mar se condensa.
La lluvia mojaba su cuerpo, y expandía su pensamiento. También la lluvia dejaba de serlo al fundirse con el río, su historia de éter viajero desde la alta nube, en caída libre, hasta aquella corriente que desaparecía bajo el puente y volvía a aparecer del otro lado, nueva, otra, diferente, ya no lluvia, ya no solo corriente, sino río henchido de historias del transcurrir preñadas de cielo. Mechado a un pensamiento germinado de reflexiones, recordaba Héctor, mientras contemplaba la marcha de la Seine desde le Pont Neuf, la inquietud que comenzó a instalarse en él tras salir de Le Procope, aquella primera vez, unas semanas atrás, con más dudas que certezas.
Recordaba, como si hubiera ocurrido el día anterior -un día en que los minutos tuviesen la consistencia de horas y las horas la amplitud de días-, que aquella noche apenas durmió, y lo poco que lo hizo, sus sueños fueron extraños: sintió que viajaba por el tiempo y que conversaba con aquellos próceres de la Ilustración, y, después, cómo sentía una presencia sin rostro, sin forma, solo presencia, adueñarse de su sueño y de su voluntad, con la que viajó por lugares nunca vistos y que un ser, también sin forma, iba creando trazándolos con una escuadra y un compás de oro tan brillante que su luz era cegadora, tan cegadora, que sus ojos acabaron por hacerse luz, y por esta luz hecha de ojos y brillo dorado viajó su conciencia dormida -despierta a otra realidad más hermosa, si inquietante- hasta penetrar por aquellos otros ojos, los de quienes reunidos a la mesa de un café -en todo idéntico a Le Procope- discutían y pergeñaban un nuevo mundo, un mundo en que las ideas eran faros y las intenciones destellos que arrumbaban las tinieblas, destellos que acababan despertándole envuelto en un sudor que parecía lluvia de otro mundo, y, en ese duermevela que ni es sueño ni es vigilia, agitarse entre las olas de ese sudor convertido en mar cósmico hasta que sumergido, ahogado en él, volvía a quedar dormido para reiniciar el viaje donde lo dejó... Así pasó la noche, recordaba.

Y, retomando el hilo de la secuencia de acontecimientos, su memoria lo lanzó al despertar de aquella mañana en que, tras una extraña y agitada noche, tomó resueltamente la decisión de volver al café-restaurant para desentrañar el misterio que se escondía tras la puerta mil veces repintada, con pomo y cerradura de bronce envejecido, que parecía transpirar perfumes, y al que se añadía aquel otro misterio de un sótano que albergaba reuniones masónicas y un camarero demasiado... culto para desempeñar solo la función de cicerone servicial.
Llegó al pasaje, como el otro día, temprano. Pero en esta ocasión el aroma que emanaba de la angosta calle era ya una mezcolanza de olores: los propios de una cocina en ebullición, solapándose a los de las mercaderías que los proveedores introducían en Le Procope, a los que se añadían, cuando se acercó lo suficiente a aquella puerta, los tenues, si reconocibles, del almizcle, la Rosa de Té, un cierto matiz cítrico que bien pudiera ser lima, y lo que parecía -cosa de todo punto extraordinaria en un lugar como aquel- la fragancia untuosa y balsámica del liquidambar -el más puro y preciado de los estoraques-, y además, otro matiz indescriptible, pero esta vez vagamente familiar.
Allí estaba Sebastien -pues ese era su nombre- abrillantando lo brillante, repuliendo lo pulido, ordenando lo ordenado, y silbando queda pero reconociblemente una melodía que no le resultaba extraña, era una cantata del gran Dietrich Buxtehude, una de las sagradas, la BuxWV nº43. Escucharla en aquel lugar, saliendo de aquellos labios, tan fielmente modulada, le colocó directamente en una realidad distinta, no solo a la que había dejado al abandonar el bulevar, sino a la que le había acogido, ahíta de aromas, al penetrar en el ámbito reducido de la calleja del misterio (por momentos esta situación se parecía cada vez más a la que evocan las Matrioskas).


El "¡Victoria, Victoria!", silbado con tanta delicadeza, daba una sensación aún más victoriosa en el vetusto ambiente silencioso del Café, fluyendo en el aire y abrazando cuadros, moquetas, molduras y mesas dispuestas con sus jardines minerales de porcelana de Sévres, cristal de Bayel y cubertería de Solingen. Sintió que Sebastien dejara de insuflar invisible magia melódica a la visible belleza clásica del bar de Le Procope. Lo recibió con una sonrisa.
-¿Expresso, monsieur? -pronunciándolo, como la otra vez, con ese deje de afectado italianismo que le hacía a uno ir saboreando por anticipado la extractada joya líquida de aquellas excelentes semillas en su punto exacto de tueste, francés, sublimadas por mor de agua pura, calderines, émbolos y sabia mezcla de presión y tiempo-.
-Bien sûr, garçon -contestó un no menos sonriente y cómplice Héctor.
Ambos rieron abierta y francamente: uno, mientras se dirigía a la reluciente cafetera; y, el otro, mientras respiraba profundamente aquel aire cargado de historia... y de misterio, al tiempo que echaba una furtiva mirada hacia el vano donde se encontraba una disimulada puerta sobre cuyo dintel, un compás y una escuadra de metal dorado, enmarcaban una "L".
Una vez servido el café con los mismos gestos de medida elegancia, y tras cruzarse sus miradas un par de segundos, Héctor le espetó,
-¿Cómo andamos hoy de ganas de hablar? ¿Alguna confidencia sobre las puertas enmarcadas de misterio?
-Yo no hago confidencias, monsieur; yo solo informo, satisfago la curiosidad de los clientes que me muestran buena disposición para escuchar historias interesantes.
-Vamos,... -y se quedó, Héctor, en unos interrogativos puntos suspensivos-. -Sebastien, -respondió con prontitud el interpelado, mirándolo fijamente-
-Vamos, Sebastien, sabe a lo que me refiero. Ayer noté en Uvd. cierto grado de complicidad que iba más allá de la pura amabilidad obligada para con un cliente -y, sin esperar otra respuesta. prosiguió- Uvd me vio observar la puerta de ahí afuera, quizás hasta me viera husmear el aire, quedarme pensativo, e incluso, cuando entré aquí, "saber" para qué entraba. Uvd sabía que le iba a preguntar acerca de ese olor, acerca de esa puerta. Por eso me contó todo lo que me contó. No creo que sea tan explícito con todo el mundo, máxime en lo referente a... el simbólico adorno que está sobre la puerta del vano; no, decididamente, creo que me contó lo que me contó con una intención, y esa intención es la que me ha traído hasta aquí otra vez. Uvd lo dijo: "Si es que vuelve por aquí". Sabía que volvería, lo haría si era quien Uvd. esperaba que fuese... ¿Lo soy? Por cierto mi nombre es Héctor -y le extendió la mano por encima de la laqueada barra de nogal rojo-.


-Encantado, Héctor -estrechó Sebastien, a su vez, con franqueza, aquella mano grande y firme.
Tras ello, haciendo como que limpiaba una mancha inexistente con uno de aquellos paños de algodón impolutos que habitualmente utilizaba para limpiar lo limpio, contestó,
-Tiene Uvd razón. Le estaba poniendo a prueba, y la ha superado. Creo que sí, que lo es. A Uvd le intriga que ahí, al otro lado -señalando con un gesto de la barbilla- se produzca un aroma tan... refinado, tan complejo, como el que se produce. Cree que detrás de esa puerta ocurre algo. Uvd, Héctor, es una persona curiosa, pero no un entrometido. Si ha dado el paso para averiguar, es porque tiene la convicción de que algo interesante se cuece ahí. Además, está el hecho de que Uvd posea la suficiente sensibilidad para reparar en ello. Digamos que preferimos tenerlo de nuestro lado a que opte por investigar por su cuenta y nos provoque, sin pretenderlo, inconvenientes, que seguro ni Uvd mismo aprobaría -en ese momento entraron tres hombres de mediana edad, trajeados, elegantes, comentando cualquiera de esos temas que siempre comentan los hombres trajeados y elegantes cuando entran en un café como Le Procope-. Sebastien, antes de atenderlos, se dirigió a Héctor,
-Disculpe, no es el momento. Si fuera tan amable de pasarse mañana, al mediodía. Está invitado a comer. Quiero presentarle a una persona que desea conocerlo. Comerá con él, y él le explicará, mejor que yo, cuanto desee saber y podamos decirle. Pase por aquí y yo le llevaré hasta la mesa reservada. -y, estrechándole la mano, se fue a servir a los hombres que seguían comentando alguno de esos temas que absorben el tiempo y el interés de unos hombres como ellos.
Héctor salió del café con una mezcla de satisfacción -casi euforia- y contrariada curiosidad. Al menos sabía que no se equivocaba, que algo había allí cuyo interés crecía a cada paso que daba, y que, ahora sí, estaba convencido que no le defraudaría. Comenzó a caminar abstraído, de forma mecánica, imbuido en cábalas y especulaciones irrefrenables; sin darse cuenta salió al bulevar Saint Germain silbando la cantata Bux WV nº 43, de Dietrich Buxtehude.



XIII

Mi nombre es Gwined Kallog'h, en mi sangre bulle el alma celta. Mi estirpe se remonta, como la de todos, quizás hasta el hombre primigenio; pero el cómputo familiar, transmitido por la memoria oral de generación en generación hasta hoy, me dice que mis raíces provienen de Bretaña, y antes de eso, presumiblemente, tengan origen normando. A partir de este momento, en que comienzo estos Anales, la historia de mi familia quedará ya reflejada con exactitud por medio impreso y ya no cabrán más dudas. Espero que mis descendientes no falten a este deber que instauro y que acompaña a la misión que nos ha sido encargada a los de mi estirpe; siendo obligación a la que me he comprometido es compromiso que alcanza, por tanto, a los que portando mi apellido vendrán después de mí.
He de decir que soy amanuense. Aprendí el arte de la escritura, al tiempo que el de la jardinería o la horticultura, entre los benditos muros del monasterio de Cluny. Pero no, no soy benedictino, no hice los votos por no estar consagrado para ello. Otro destino me esperaba, destino que, en parte, es el motivo de mi inclusión aquí y que relataré seguidamente, si bien de forma sucinta por no tener que hacerme perdonar una prolijidad que, de todas formas, no es necesaria.
Me tengo por un hombre humilde y piadoso, hermano seglar criado entre devoción monástica, al que le ha cabido el inmerecido honor de custodiar el archivo documental de la abadía. Soy, pues, bibliotecario. La época en que esto relato es la que forja el siglo XII: tiempos de cisma y de luchas religiosas. Treinta años ha que se organizó la Primera Cruzada al llamamiento del Papa Urbano II durante el Concilio de Clermont "Dieu lo volti" -Dios lo quiere- que sancionaba así la empresa (todo apunta a que pueda organizarse otra en breve pues las cosas no andan tranquilas en Tierra Santa).
En aquella Primera Cruzada está el origen de todo mi conciso relato. Nos situamos en Acre -después llamada San Juan de Acre-. Se ha convocado una reunión secreta. A ella acuden una docena de caballeros de entre los cientos que acudieron a aquellas tierras para contener la expansión musulmana que amenazaba los Lugares Santos. La reunión no se celebra en Jerusalén -reconquistada para la Cruz por nuestro señor Balduino I- por no levantar sospechas. Acre se encuentra más al abrigo de miradas indiscretas, lo que allí se va a tratar muy posiblemente no sería bien visto por la ortodoxia romana, y hay demasiada susceptibilidad con las desviaciones sectarias que acosan la regla que emana del solio pontificio como para dar motivos de recelos, recelos que, por otras parte, entorpecerían la labor que esos nobles hombres están a punto de comprometerse a realizar.

Los caballeros convocados, siendo todos piadosos cristianos, deben su presencia en Palestina a una intención que, en cierto modo, sobrepasa el marco temporal de la religión cristiana, no así su mensaje, el de aquel personaje que fue Jesús, El Cristo. La intención última de su viaje es la de un acercamiento a la cultura del Islam, pero no por cuestiones ideológicas, sino por el saber que tienen en sus manos. De hecho, esos caballeros, en grupos de tres, han llevado a cabo una misión "paralela" a la aparente de reconquista, cada grupo con un destino: unos partieron a Bagdad, para visitar la Bayt al-Hikma, la Casa de la sabiduría, donde forjaron su obra, y la enseñaron, sabios como Al-Razí o Jabir al-Hayyan -conocido entre nosotros como Geber-; otro grupo fue a Damasco, a su Escuela de Traductores, donde se llevan a cabo, de forma sistemática, traducciones de textos griegos, de filósofos y físicos como Pitágoras, Platón o Aristóteles; un tercer grupo fue al sur, a Alejandría, por visitar la que fue cuna del saber clásico, y fuente de sabiduría que como un faro brilló durante siglos; el cuarto grupo se quedó en Jerusalén, por recabar cuanta información fuera posible de los sabios hebreos sobre la Qabbaláh y su Árbol de la Vida, donde se encuentran codificados secretos de revelación y conocimiento de la naturaleza divina.
En esta reunión, cada grupo da cuenta de sus hallazgos: el de Bagdad, enfocado en la alquimia y la física, subsidiariamente en la astrología; el de Damasco, en filosofía griega, persa o india y, subsidiariamente, cuantos conocimientos filosóficos se hubieren traducido de cualquier otra cultura; el grupo de Alejandría reportaría acerca del saber teológico, tanto griego, como egipcio, o de cualquier otra cultura, subsidiariamente, también en física y alquimia; y, por fin, de Jerusalén, la ciencia del libro, la Torá, y su interpretación, así como el sistema de las esferas contenido en el Árbol de la Vida, y el valor del lenguaje en la creación del universo.
Así mismo, cada grupo portará a ese cónclave los documentos recogidos en cada uno de los destinos, documentos representativos de cada rama del saber, en número tal que hagan posible su transporte sin levantar sospechas. Con ellos se iniciará una biblioteca dedicada a condensar el saber humano con el alto fin de salvaguardar el Conocimiento, en general, y facilitarlo a todos cuantos decidan iniciar el camino de comunión con el Ser Supremo, Dios o la Naturaleza, en particular, en la creencia de que por cada ser humano que se salva toda la humanidad se beneficia. También se acuerda que esta biblioteca y lo en ella contenido sea custodiada, y enriquecida, a lo largo del tiempo que el Hombre habite sobre la Tierra, por un depositario que tendrá como misión velar por su integridad y poner a disposición de los vigilantes las obras en ella contenidas. Para todo lo cual, se confabulan y juran lealtad y compromiso entre todos los presentes, así como transmitir este compromiso a las generaciones futuras mediante una regla codificada.
Ocioso es decir que yo fui el elegido para ser El Depositario del Saber, y mi familia la detentadora, en primera instancia, de la continuidad de la misión. Si, por cualquier motivo, mi descendencia no pudiera llevar a cabo su cometido, la misión sería encomendada, en reunión extraordinaria con asistencia de representantes de las cuatro vías, a otro miembro de la hermandad que continuaría de esta forma la encomienda.
A los curiosos que les gustaría saber por qué yo fui el elegido, y mi familia la bendecida con tan alta misión, solo les diré que la sangre del ilustre caballero bretón, Pierre Abelard, corre en gran proporción por mis venas, y que mi crianza en Cluny no le fue del todo ajena; lo mismo que tampoco fue casual que el gran dialéctico y polemista -también conocido por sus amores, legítimos, con Eloisa- fuera defendido de herejía por mi señor Abad, Pedro de Montboissier, llamado el Venerable, ante aquel santo, pero en exceso rígido, varón, el cisterciense Bernardo de Claraval, por interpretar a la luz de argumentos racionalistas e ideas platónicas el misterio de la Santísima Trinidad (aunque yo me inclino a pensar, más bien, que fueran celos intelectuales de quien siendo más ascético gozaba menos de la gracia de Dios).
Decidí, en vistas de que mi destino tomaría una dirección ecuménica, afrancesar mi nombre y apellido, así, a partir de aquel momento pasé de ser Gwined Kallog'h a llamarme Wilfred Callois. Ese sería el apellido, en adelante, que señalaría al Depositario.

(Continuará)


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