miércoles, 7 de marzo de 2012

Las Bendiciones malditas (1)



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A todos cuantos hacen de su vida una cruzada:
la cruz de su emblema fecundo cruce de caminos,
punto de encuentro de una Humanidad jubilosa
abrazada -y no clavada- a una Naturaleza Viva,
no esculpida en ominosas aspas de tormento.
(No hay mayor bendición que la vida,
ni peor maldición que matar en su nombre.)

I
Decir que Martín Bermúdez el Batanero estaba predestinado para realizar grandes gestas sería, no solo demasiado atrevido, sino burla al sentido común. Decirlo, claro está, previamente a que se embarcara en Santander rumbo a Cádiz; porque sostenerlo después, hubiera parecido broma de mal gusto o cruel recochineo, ya que el buen Martín se la pasó durante toda la singladura echando el estómago por la boca y aspirando a ser antes pasto para peces que postulante a héroe. El hecho de que nunca viera el mar hasta realizar aquel viaje bien pudiera resultar determinante. No obstante, castellano Anteo*, su propensión al mareo con solo despegar los pies de tierra firme (algo ya comprobado, por activa y por pasiva, en las esporádicas ocasiones que cruzara en barca el nada temperamental Pisuerga) era lo que hacía aún más inexplicable la inaudita decisión de elegir la vía marítima para recorrer la distancia que separaba Herrera, donde vivía y trabajaba en el batán al que debía el apodo, del puerto desde donde partiría hacia el Nuevo Mundo (por más que aquellas tierras "descubiertas" a la civilización occidental formaran parte del mismo y Viejo Mundo que a todos nos contiene --según él mismo apostillaba). En lo personal, quizá Martín tuviera más de aquel Gigante, hijo de Gea, de lo que parecía, pues a la debilidad sobrevenida cuando se sentía huérfano del suelo, habría que añadir su estatura --superior a la de un vacceo medio-- y maciza corpulencia; y, en lo especulativo, también explicaría que, no obstante su aversión al balanceo, quisiera visitar y reunirse, por fin, a sus cumplidos treinta años, con su mitológico progenitor Poseidón.

Es notorio que para todo mesetario que se precie, la visita al mar al menos una vez en la vida reviste un rango de inexcusable obligatoriedad similar a la que supone para un musulmán peregrinar a la Meca. Martín, en esto, como en casi todo, era de Tierra de Campos: tradicional, serio y hombre apegado a las costumbres... Hasta que un buen día algo en su mente hizo click y decidió cambiar los mares de trigo por los campos de olas. Quizá fuera el impenitente soniquete de los mazos sobre los paños de lana, de sol a sol jornada tras jornada, lo que acabara por alborotar algo dentro de su cerebro, quizás los tintes empleados para dar vistosidad y carácter a las ya célebres mantas palentinas los que envenenaran su sangre, o bien la lógica (aunque insospechada) y concluyente reflexión la que le llevase a contemplar con insoportable pavor la falta de perspectivas y futuro, cuando ya se acercaba a una edad en que el hombre, si no ha formado una familia, tiende a pensar que la vida se le escapa sin haber hecho nada que valga la pena. Y otra cosa no sería Martín Bermúdez, pero soñador, lo era un rato (tanto que desde niño, y hasta adquirir el definitivo mote relativo a su profesión, portó el sambenito de papamoscas). Acaso esa propensión a la vacua fantasía le viniera por el hecho de aprender a leer y escribir, bajo los auspicios de mosén Pero Galíndez, con las aventuras de Alonso Quijano y su fiel escudero barrigudo y bonachón Sancho Panza. Su mente debió llenarse con todas aquellas increíbles malandanzas que emprendiera aquel pobre enajenado tras abandonar la tranquilidad del hogar a una edad casi provecta e iniciar otra vida llena de aventuras (algo que --decían-- había provocado en aquel niñote taciturno y grandullón la tendencia a la ensoñación y el embobamiento).

La ocasión no era en aquel momento histórico la más propicia, pues al Imperio Español ya se le cuestionaba la hegemonía, los mares ya no eran suyos (disueltas las Flotas de Indias), sino fuera para entregar a Ingleses, holandeses y franceses las fortunas que tanta falta hacían en la metrópoli peninsular, y, para más inri, de las Indias Occidentales llegaban cada vez más noticias inquietantes que hablaban de revoluciones y extraños movimientos políticos levantiscos, casi siempre obra de criollos y mestizos secundados por la variopinta población indígena, que buscaban debilitar un ya débil y cuestionado virreinato (quizá una especie de simpatía que llegaba desde el Norte, donde las trece colonias británicas se independizaran de Gran Bretaña, constituyendo los Estados Unidos de Norteamérica).
Pero todo eso a Martín no le importaba. Estaba preparado, tras años de soportar el continuo y nada emocionante machaqueo del batán, para nadar a contracorriente. Era otro rasgo de su raro carácter: le gustaba ir cuando todo el mundo venía, ponerse al sol cuando todo el mundo buscaba la sombra, ayunar cuando todos comían (don Pacontraria, le tildaba su madre, impotente para domeñar aquel carácter al bies de su callado y terco hijo). Así pues, naturaleza obliga, se decidió a surcar los mares hacia aquella Tierra de Promisión cuando muchos regresaban de una peripecia que ya empezaba a resultar arriesgada, cuando no abiertamente peligrosa. Solo los más bragados, los buscadores de fortuna (perdida irremisiblemente la familiar en un siglo paradójicamente llamado de Oro) sin nada que perder, los huidos o perseguidos de o por la justicia, los desalmados sin escrúpulos que contemplaban aquellas tierras vírgenes con el lujurioso apetito de un salaz violador, los buitres que siempre acechan la carroña (de una situación que empezaba a corromperse por todos lados), o los desesperados aferrándose a una improbable esperanza ultramarina, emprendían el viaje de ida (sin pensar en una improbable vuelta) hacia las posesiones de ultramar. Amén, claro está, de los salvadores de almas (para la causa) que una Iglesia Católica, siempre ávida de evangelizaciones, bautismos y bendiciones, no dejaba de enviar continuamente, aunque ya más como resultado de extrañamientos (exilios para díscolos y proto-herejes, en una palabra: castigos) que por un afán puramente evangelizador.

Martín Bermúdez el Batanero no encajaba en ninguna de estas tipologías, algo que él, por supuesto, ignoraba. Simplemente había sonado un click en su mente, o quizá fuera un blump-dump desacompasado en su corazón, a resultas del cual decidió dejar el batán, la seguridad anodina de una vida previsible y un horizonte tan llano como los campos que lo vieran nacer, para emprender una nueva vida (esperaba, esta sí) llena de aventuras.
En días en que todos los hombres de mar resultaban pocos, pues allí se estaba dirimiendo la supremacía del mundo, y se hacía cada vez más arduo reponer los que el mar se tragaba, no era difícil encontrar un barco en el que enrolarse: fuera de carga y transporte, es decir, en navíos de propiedad privada con fines comerciales; fuera de marina mercante o militar, en buques del reino. Martín optó por la opción menos exigente de estas dos últimas, pues aunque su conocimiento del mundo de la lana en particular y los paños en general, y su dominio en el especial manejo de artilugios hidráulicos (pues quien conoce el mecanismo de un batán, no es ignorante del de un molino o el de un martinete), le hacían más candidato a formar parte de la logística o gestión de un navío comercial, su carácter aventurero no llegaba, de momento, a tanto, y prefirió (pensando que por más seguro) estar bajo el previsible y más laxo gobierno de la corona que estarlo bajo el despotismo de un capitán sometido, y, por tanto, condicionado, al albur de accionistas particulares.

Engrosó, pues, la tripulación del Espíritu Santo, un bergantín-goleta de tres palos que se dedicaba preferentemente a los viajes trasatlánticos, no desdeñando el cabotaje propio del reparto de las mercaderías que eran objeto de sus largos viajes de intercambio. De aquí la explicación del porqué Martín se enrolara en Santander: desde aquí el navío bordearía la costa, primero rumbo Oeste hasta doblar la Estaca de Bares y, a la vista de Cariño, virar rumbo Sur; realizar paradas técnicas y comerciales en La Coruña y Lisboa, y, tras voltear el Cabo de San Vicente, virar al este hasta llegar a Cádiz, donde recalaría una semana (tiempo preciso para llenar sus bodegas de mercaderías), antes de partir definitivamente hacia Cartagena de Indias.
Como ya se dijo al principio, todo el viaje lo pasó colgado de la borda, por lo que no sería exagerado decir que vivió constantemente con medio cuerpo en el barco y el otro medio fuera de él, colgando bien a babor, bien a estribor. Su elección demostró ser cierta, pues de haber estado enrolado en una nave comercial no es probable que hubiese pasado de La Coruña; eso de no haber sido oportunamente arrojado por la borda víctima de un  golpe de mar, una noche de marejada.
Pero como su voluntad era buena, su disposición mejor y su salud fuerte, el capitán, apiadándose de él, no lo desembarcó, esperando hasta llegar a Cádiz para tomar una decisión. Gracias a la desinteresada ayuda de seis frailes dominicos que lo tomaron como ensayo de la noble y abnegada tarea que pretendían realizar en Nueva España, el Anteo palentino resistió la prueba; gracias a ellos (a sus cuidados o a sus rezos) Martín al fin domó su naturaleza, y el día anterior a la entrada en la bahía gaditana su mareo desapareció para no volver ya nunca más. Como una ondina ave Fénix renacía de entre la espuma un nuevo Martín Bermúdez el Batanero.

* Anteo: personaje mitológico griego, perteneciente a la primigenia oleada de hijos de los dioses primordiales, los Gigantes, que disputaran a los Dioses Mayores la supremacía. Éste, fue hijo de Gea (la Tierra) y Poseidón (el Océano), y sus fechorías llegarían a término al retar al mismísimo Hércules, quien, tras comprobar que cada vez que lo derribaba su madre le infundía renovadas fuerzas, acertó a sujetarlo en el aire hasta asfixiarlo.


II
Durante el mes y medio que duró la singladura Martín daría pruebas a su capitán de que no se había equivocado con él. Es más, ya libre de la paralizante situación de mareo perpetuo, le mostró ser más que digno de su confianza, pues abordaba sus faenas (mantenimiento de las cubiertas de babor, incluidos los diez cañones que allí portaban) con el entusiasmo y la eficiencia de un mozalbete de veinte años. En este tiempo de travesía en que el barco es un restringido universo donde conviven estrechamente los miembros de la tripulación y el pasaje, donde nadie puede aislarse, donde nadie puede huir ni buscar la consoladora soledad, tan necesaria  veces, se establece una manera muy peculiar de relación. Se dice de los marinos que son excesivamente francos y prácticos. No puede ser de otra manera. Allí nada se puede esconder --o, al menos, es difícil emboscarse--; la convivencia constante desvelaría cualquier intento de encubrimiento, de engaño, de ocultación (¿dónde ocultar qué, cuando hasta los mismos sueños están bajo observación?). Si es cierta la sentencia que afirma que es en los viajes donde se conoce realmente a la gente, la certeza se hace axioma en el caso de los viajes en barco. Dura prueba para la naturaleza social del ser humano, en que se constituye el caso límite. ¿Dónde ir si se produce una malquerencia? ¿Con los peces? Es por eso que --mucho menos de lo que pudiera parecer-- periódicamente haya habido casos de amotinamientos. El mismo Colón pudo haber sido pasto de los tiburones --o colgante del bauprés o de la verga mayor-- si Rodrigo de Triana hubiera tardado un par de días más en avistar tierra.

Las amistades y enemistades que se hacen a bordo son para siempre. Esto, también es un axioma. Aunque puedan matizarse, pues al reintegrarse cada cual a la seguridad de tierra firme y las múltiples oportunidades de enmascaramiento que ello proporciona, siempre quedará una honda impresión (como una marca de agua) en el corazón y el alma de aquellos que compartieron fatigas en alta mar. Martín desarrolló esta especial amistad, además de con quienes tanto le ayudaron en sus peores momentos, los seis frailes dominicos, con un joven pero experimentado mestizo, llamado Juan de Dios Guzmán --que ya había cruzado el Atlántico varias veces--; con un calderero, palentino como él, natural de Osorno, enrolado de chaval como grumete y que ya peinaba canas, por lo que toda la vida la había pasado en la mar; y un mulato de mediana edad y cuerpo fornido, que siempre estaba sonriendo y que guiñaba un ojo para hablar --lo que hacía, por cierto, a todas horas, contraviniendo la más sagrada ley del mar, por lo que resultaba prodigiosa su capacidad para sobrevivir en tan exclusivo y silencioso medio--. Con este variopinto grupúsculo Martín compartía ocios y complicidades, secretos que no lo eran tanto y sueños que sí lo eran. Todos tenían la firme convicción de hacer lo que deseaban hacer: los marinos, no tener un hogar fijo; y los frailes y Martín, embarcarse en una empresa que daría un nuevo y anhelado giro a sus vidas. Unos, porque vivían la aventura constante que suponía surcar la mar; y otros, porque esperaban vivirla en su destino indiano; el caso es que todos los componentes de esta singular compañía establecieron unos lazos tan fuertes como los familiares (la familia de aquellos que comparten deseos y determinación para emprender el exilio voluntario de la tierra que los viera nacer).

El viaje no tuvo contratiempos salvo un par de días de mar gruesa, una vez rebasada la altura de Cabo Verde. Nada sin importancia. Ni los ingleses, ni los franceses, ni los holandeses dieron señales de vida. No era habitual, de todas formas, que se interceptara navíos en viaje de ida; las mercaderías que llevaran en ese trayecto apenas interesaban: se los esperaba siempre a la vuelta, cuando era más probable hallar en sus bodegas plata, oro, piedras preciosas, y otras sustancias tan valiosas como esas. La desaparición de las sólidas formaciones, bien defendidas por la escolta de los buques de la Armada, que constituían las Flotas de Indias favoreció que estos ataques fueron en aumento; aunque eran rapiñas más modestas. Los grandes tiempos de la piratería institucional habían pasado (sobre todo aquellos que elevaran a Francis Drake de la categoría corsaria a la del almirantazgo inglés) al haberse reducido, tanto el valor de las capturas como el daño que pudiera hacerse al país competidor; no obstante siempre quedaba el romántico de turno que prefería vivir del trabajo y la fortuna de los demás a trabajar y hacerla legítimamente por cuenta propia.

El caso es que llegaron a Cartagena de Indias un bello día de Abril de uno de los años finales del siglo XVIII. Allí se separó y disgregó la compañía: los marinos siguieron trazando estelas en el océano, y los frailes continuarían viaje, dos días después, hacia Nueva España, donde esperaban realizar su labor evangelizadora, ahora ya sobre el terreno, tras haber sido entusiastas defensores de las tesis emancipadoras de su Mayor, Bartolomé de las Casas. Se podría decir, sin temor a equivocarse, que su presencia allí, no era sino un alejamiento de la metrópoli, donde sus ideas podrían resultar demasiado sospechosas de connivencia con los vientos revolucionarios que como remolinos se levantaban en la tierra que ahora pisaban. Se esperaba con este extrañamiento una de dos: que inmersos en el ojo del huracán curaran de su desvarío emancipador, o que sucumbieran a las muchas penalidades que, se esperaba, encontrarían. Las dos opciones resultaban, para la Jerarquía Eclesiástica, igualmente válidas. El desprecio por la posibilidad de que los sueños de los soñadores se hagan realidad, por parte de los más pragmáticos espíritus realistas, no conoce límites, y esto es lo que ha propiciado, en no pocas ocasiones, hazañas que han dado al ser humano la materia legendaria que nunca ya abandona su imaginario colectivo: la creencia de que cualquier cosa puede ser posible, por muy improbable que parezca.
Así partieron los frailes hacia Guanajuato, Virreinato de Nueva España, para llevar una palabra de Dios más conciliadora y menos contradictoria; y así partió Martín hacia... la aventura; pues no sabía, una vez allí, qué camino tomar. Tres posibilidades estuvieron fraguándose en su mente durante el viaje: ir con los dominicos hacia Nueva España; quedarse aquí, en el virreinato de Nueva Granada; o partir hacia Perú. Un hecho fortuito, como tantas veces sucede, le haría decidirse de la manera más rocambolesca.

(continuará)

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GALERÍA
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Paul Gauguin
1848-1903
Pocos como Gauguin ejemplifican esta cruzada, este fecundo cruce de caminos
en que una humanidad jubilosa (la suya y la que encontró en Polinesia) 
se abraza a una Naturaleza Viva, en equilibrio, paradisíaca,
bendecida por dioses a la altura de su divinidad 
y no a la de la menguada estatura ética
de un demiurgo sanguinario.
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Portfolio 1
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Making Merry
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Fatata Te Miti 
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Women of Tahití
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To Matete
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Reo Ma'ohi :Vaurimati
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Contes Barbares
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Te Arii Vahine / La Femme du Roi
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And the Gold of their Bodies / Et l'or de leurs corps
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Woman Holding a Fruit
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The Meal / The bananas
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Manau Tupapau / The Spirit of the Dead Keeps Watch
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Merahi Metua No Teha'amana / Ancestors of Teha'amana
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