sábado, 3 de marzo de 2012

La flauta de Jade (Un cuento chino) (2)




IV
Cuando el último rayo de sol ilumina la sonrisa del Buda que preside el altar comienzan a sonar los gongs: las notas agudas de los chau y las más graves de los pasi salen de la pequeña pagoda situada en el ala sur de Palacio y se propagan por el valle anunciando, además del ocaso, el comienzo de las oraciones que puntualmente se celebran todos los días desde hace ya un año. A pesar de que la enfermedad ha seguido imparable su curso, a pesar de que Yang Shu Mei ya no distingue formas ni colores, a pesar de que los médicos la han desahuciado, impotentes ante lo que desconocen, sus padres (el Gobernador y su consorte, Yuan Wei) siguen realizando la ofrenda y la súplica a los dioses. Como ellos dicen: "lo que los hombres no pueden remediar quizá lo remedie la divinidad".
En ese mismo instante, por el camino que discurre paralelo al muro Este del señorial recinto, caminan en animada charla un anciano monje errante procedente de allende las Montañas Azules y un niño campesino que regresa de sus labores en el vecino campo. El niño comienza a tocar una flauta que acaba de sacar de su zurrón; mientras, el anciano mira de reojo hacia Palacio.
Sobre el alto muro sobresale, cercano al camino por donde está pasando la dispar pareja, el piso superior del Pabellón del Sueño del Loto. En él, una niña que ya no puede ver las puestas de sol, tranquiliza su inquietud al oír por fin el dulce sonido de la flauta que hoy se ha demorado más de lo esperado. Como todas las tardes desde hace ya un año, Yang Shu Mei se apuesta en este lugar preferente para escuchar más nítidamente unas melodías que alguien toca allí afuera, y que son capaces de aquietar la angustia en que la ha sumido la ceguera, pues ejercen sobre su imaginación el extraordinario poder de generar imágenes más bellas que cuantas viera anteriormente con sus ojos.

Antes de perder la visión, a la hija del Gobernador no le estaba permitido subir a esta dependencia desde la que es posible divisar el camino y los campos de cultivo. Pero al perder la vista, al no existir el menor riesgo de que su inocente mirada se tope con el mundo y las cosas que en él ocurren, sube siempre que quiere, si bien en compañía de una de sus damas que la guía y atiende en sus necesidades. A decir verdad, hace mucho tiempo que la tierna invidente no necesita lazarillos, pues la progresiva inmersión en las tinieblas le ha permitido memorizar perfectamente cada palmo del recinto. Cada dependencia, cada senda, cada parterre del jardín, los tiene tan bien ubicados en su topografía mental que no existe el menor riesgo de sufrir tropiezos inesperados. Además, como en Palacio nunca hay nada fuera de su lugar y reina el orden más inalterable, la función de guía se convierte en otra de las varias funciones aparentemente superfluas que allí se realizan, pero que, en rigor, contribuyen a dar una confortable sensación de tranquilizadora previsibilidad e invariable pulcritud. En resumidas cuentas, Pálida Flor de Loto se desplaza por Palacio con la misma seguridad que lo haría si tuviera los ojos sanos.
(NOTA: es norma en las familias nobles de la época Han privar a los niños criados en su seno de todo contacto con el dolor, sufrimiento o miseria que ofenda su delicada alma en formación; siendo habitual que a las muchachas y muchachos no se les permita el acceso al exterior de los recintos palaciegos hasta no haber cumplido los catorce años. Solo los varones orientados al servicio de las armas pueden quebrantar esta regla no escrita, y eso siempre que lo hagan escoltados por su guardia personal. Los niños se educan así en una especie de limbo que les veda el conocimiento de la parte de la naturaleza y realidad humanas menos noblemente ejemplar y más oscuramente escabrosa. Esta educación sui géneris tiene, en cambio, una ventaja nada desdeñable: se educa a los futuros hombres y mujeres de las clases altas en la nobleza de carácter, y se les provee de una conciencia tan recta y eficaz que hacen innecesario cualquier sistema legal; de hecho, la Nobleza no está sujeta al Derecho Común, poseyendo su propio Código de Honor, que en muchos aspectos es más riguroso que aquél. Como reza el lema de tal Código: El Noble es Juez de sí mismo; su Conciencia, sede de la Justicia).

Es ya tópico el hecho de que el tiempo no es un absoluto, antes bien, se estira y se encoge, entre otras variables, dependiendo del estado de ánimo de quien lo percibe. Yuang Shu Mei ha sido víctima de esta dual percepción, pues los breves minutos pasados esperando el habitual sonido de la flauta que no acababa de llegar se le han antojado interminables. Tanto se le ha estirado el tiempo a causa de la inquietud, que en el elongado lapso le cabe poblar su mente con mil especulaciones que tratan de justificar la ausencia de las consoladoras notas del cálamo, incluida la que concluye verse privada, ya definitivamente, de aquel melódico consuelo. Y todo ello siendo ignorante de que en la desazonante demora se estaba concitando su destino.
Es curiosa la frecuencia con que la paradoja forma parte del entramado de la vida del ser humano, de su día a día: cuando uno cree que aquellos a quien quiere le han olvidado, resulta que uno acaba siendo víctima de un sentido homenaje; cuando uno espera obtener un merecido premio, la suerte, siempre veleidosa, lo que procura es la censura; cuando, en fin, uno ansía algo, obtiene otra cosa diferente; y cuando uno se mantiene ajeno al interés, la fortuna viene a sonreírle. A esta habitual intervención del azar en la vida (que alguno cree sujeto a leyes inexorables, si desconocidas, y no a la caprichosa casualidad), el ser humano nunca se acostumbra, y sucumbe frecuentemente a la tentación de las apariencias. Y como un niño pequeño, que llora y desespera cuando desaparece la madre de su vista porque teme sea para siempre, así el joven, el adulto, e, incluso, el anciano es presa de la desazón, si no de la desesperación, cuando los acontecimientos no suceden como él espera deban suceder, como si la Vida y el Destino debieran rendir pleitesía a la voluntad de este imperfecto, limitado y falible ser.

El caso es que la niña, obediente a su ignorante y confuso corazón, se siente poco menos que abandonada porque el anhelado sonido no llega, y cuando por fin escucha el dulce sonar del viento modulado su alma se regocija aún más que ningún otro día, cuando acudía puntual a su cita.
La sensibilidad con que ahora discierne la orientación espacial de los sonidos le confirma que el intérprete ha rebasado ya la altura del Pabellón cuando se inicia el tañido. Lo habitual es que la melodía surja mucho antes (colige) de que el camino se empareje al muro de Palacio, pues está habituada a distinguir cómo crece la intensidad y nitidez con que el viento, indistinto en la lejanía, comienza a expresarse con la inconfundible armonía de la modulación musical (lo que ocurre en realidad es que Chuang comienza a tocar la flauta en los mismos campos de arroz, una vez concluida la faena y tomado el camino de vuelta a casa; camino por el que ha de andar un kilómetro antes de emparejarse con la residencia palaciega).
No pocas veces piensa Yuang Shu Mei en el culpable de su íntima dicha: quizá se trate de un duende del lejano Bosque, o de un hijo del Viento, o de un musical genio del Bambú; incluso llega a imaginar que pueda ser algún espíritu enviado por el Dios del Ocaso para disipar sus tinieblas. No de otra manera concibe el extraordinario efecto que aquella música produce en ella: el sonido, que parece cabalgar el viento como un hermoso y seductor jinete divino lo haría el más fogoso de los corceles del cielo, penetra en su cerebro no como percepción sonora, sino sugiriendo un caudal inagotable de imágenes que describen, sutiles, fabulosos paisajes... Sin saberlo (aunque pretendiéndolo), Chuang ya está contribuyendo a paliar la desgracia de Pálida Flor de Loto. Así como ésta, desconociéndolo, no anda muy descaminada imaginando que fuerzas más poderosas que la voluntad de los hombres se han puesto en juego por su causa, y que el desconocido flautista al que ella adora jugará un papel capital en todo este asunto.


V
La cercanía de la celeste cúpula a las altas cumbres y la lejanía a la que éstas se encuentran de los habitados valles, se han confabulado para sugerir en la mente de los hombres el nombre por el que es conocido el macizo montañoso que se levanta en la provincia de Yanzhao: Las Montañas Azules. En ellas reside la caprichosa niebla, tiene su casa el fragoroso trueno y se acoge con hospitalaria solicitud a todos cuantos buscan el sosegado retiro. Entre sus peñas y bosques, arroyos y grutas, más de un anacoreta busca refugio, solaz, soledad. Para poder entablar diálogo con los dioses es preciso acallar el fragor de un alma sometido a las cosas mundanas. Quien busca purificar su espíritu no encuentra mejor ámbito que allí donde el más puro espíritu mejor se muestra: la Naturaleza. Es por eso que los hombres, solos o en grupo, tienden a recluirse en las alturas, construyen sus casas de redención en los pináculos, pretenden el aislamiento de los otros hombres que les propicie la comunión con el Espíritu (Dios, dioses, lo Absoluto).

Taoryu-ji, popularmente conocido como Santuario del Dragón Celestial, es un cenobio singular. Construido, por manos ya olvidadas, en la cúspide de un farallón granítico poblado por altos pinos y orgullosos abetos que desafían la ley de la gravedad en sus escarpadas laderas, da la impresión de estar asomado a un balcón natural desde el cual sea fácil sentir la inmensidad del universo y, por tanto, constatar la pequeñez de las cosas de esta tierra. Su singularidad no le viene, no obstante ser francamente pintoresca, por ésta su acrobática situación, sino porque entre sus muros se da un feliz caso de sincrética cohabitación, acogiendo una variopinta amalgama de fieles de diferentes religiones y creencias, así como espíritus solitarios sin adscripción religiosa alguna. Allí comparten espacio y oraciones monjes budistas de la Gran y Pequeña Vía, taoístas, adeptos del Chan (que en la isleña y lejana Nihon se conocería como Zen) y confuccionistas adscritos a una u otra secta; incluso puede encontrarse allí algún seguidor del Tantra o del animismo más recalcitrante. Los muros acogen por igual las distintas convicciones y la montaña escucha indistintamente todas las plegarias. Como todos los sitios singulares, también posee su propia leyenda: se dice que el lugar es uno de esos puntos electromagnéticos en que las energías telúricas parecen descargarse hacia la atmósfera (es decir, hacia el cosmos) como si fuera un arco voltaico permanente; también se dice que, de igual forma, las influencias cósmicas (valga decir divinas) recorren este arco en sentido contrario. Ésta, y no otra, se determina, es la razón de la erección del monasterio en tan pintoresco lugar; y éste, y no otro, se especula, es el motivo de la irresistible atracción que ejerce sobre creyentes de todo tipo. Solo el lógico númerus clausus, limitado a su capacidad, puede impedir la residencia a quien allí acudiere; no negándole nunca cobijo a quien, estando de paso, lo reclame.

Tsung-zi recalaba entre los muros del Santuario del Dragón Celestial cada vez que se hallaba en la región. Impenitente viajero desde su juventud (cuando determinó, tras unas largas sesiones de meditación y unas intensas experiencias personales, que su conciencia no podía admitir otra casa que no fuera el mismo mundo) recorría a pie, y ocasionalmente en vehículos tirados por los nobles brutos que prestan y funden su fuerza a la tecnología del hombre, los caminos de Norte a Sur y de Este a Oeste. Incluso había llegado, siguiendo la declinante ruta del sol, a las estribaciones del Techo del Mundo, donde visitó al Gran Lama en el Palacio Blanco del gran Templo de Lhasa: El Potala, con sus trece pisos y mil habitaciones; y por el Sureste, cruzando el proceloso mar, hasta las tierras del Sol Naciente, Nihon, visitando las sagradas e imperiales ciudades de Nara y Kyoto, donde tomaría contacto por primera vez, y estudiaría, el Manyoshu (Colección de las Miriadas de Hojas), el texto poético más antiguo de aquellas abruptas y hermosas tierras de gentes tan refinadas como belicosas.
Ahora, cuando su vigor físico comenzaba a declinar, circunscribía su errabunda vida a las provincias aledañas a Beijing, que en su tiempo fueran conocidas con el nombre de Reinos Combatientes.
Fue en una de esas eventuales permanencias del monje errante en el santuario cuando acaeció algo que podría justificar gran parte de los hechos previos ya narrados y que explicaría, en buena medida, los que aún se han de narrarar.


VI
Dicen que el sueño es la puerta por la que se accede desde este mundo a los otros mundos posibles. No se sabe si el dicho será cierto, pero lo que sí aseguro es la absoluta certidumbre (que quizá contribuya a la veracidad o no del aserto) del sueño sobrevenido a Tsung-zi en una noche de grandes relámpagos, redobles atronadores, y un mar de cielo cayendo a ráfagas sobre los sólidos tejados del monasterio. Parecía imposible poder quedarse dormido bajo aquella tormenta, mas para las almas nobles cuya conciencia viaja ligera de equipaje, la percepción sensorial se conecta y desconecta obediente a la voluntad que nada quiere; por eso estas nobles almas son capaces de sumergirse en el más profundo de los sueños en medio de una fragorosa batalla de metales desatados. El que sigue es el relato de dicho sueño. Tsung-zi, ya profundamente dormido, se soñó en un palco, semejante en todo al de un cósmico teatro, asistiendo a la siguiente escena:

Andaban disputando dioses y demonios, espíritus benefactores y fantasmas detractores. Los cielos abiertos, los infiernos expeditos, el éter surcado por disputas. Temblaban los pilares del universo a consecuencia de la refriega. Todo era ruido y voces gritando sin palabras. No era ésta la primera vez, tampoco sería, posiblemente, la última, que las fuerzas del Bien y del Mal se enfrentaban. Al fin y al cabo se trataba de un reflejo, si magnificado, de la dualidad que diera origen a la Vida. 
De súbito hubo un gran destello que hizo a todos detenerse en su horrible disputar: como cegados por la luz quedaron todos, dioses y demonios, espíritus y fantasmas; detenido su pulso y su latido; estatuas retorcidas en el éter. Después, comenzó a sonar una dulce melodía que infundió a todos los contendientes un sentimiento de paz, que disolvió la iracundia y el orgullo desmedido, que restauró puentes derribados y trazó sendas de concordia. Y dioses, demonios, espíritus y fantasmas sintieron la necedad de sus actos encaminados a prevalecer unos sobre otros. Cuando la melodía cesó, el destello fue disminuyendo su intensidad paralizante hasta devolver a cada antiguo antagonista su natural vitalidad: el dios y el demonio, el espíritu benefactor y el fantasma detractor, se miraron entonces y decidieron, de mutuo acuerdo y sin palabras, sentarse a dialogar. Lo hicieron en la gran Mesa de Juntas de la Bóveda Celeste, un lugar equidistante entre el cielo y el infierno.  Y allí dirimieron sus diferencias y renovaron sus tratados. Y mientras hablaban, de tanto en tanto, se callaban para escuchar la dulce melodía pacificadora que una flauta solitaria, flotando en el éter, producía. Esto renovaba su espíritu conciliador y el deseo de acordar sin violencia. 
Como llegaron a la conclusión de que su lucha era absurda, ya que se necesitaban mutuamente, las fuerzas del Bien y las fuerzas del Mal llegaron a un Gran Acuerdo, al que titularon "El Espíritu de Compensación", por medio del cual se sancionaba el equilibrio entre buenas y malas acciones. Puesto que para los Seres Inmortales el Bien y el Mal son equivalentes, y no demuestran (ni tienen ningún poderoso argumento para hacerlo) preferencia por uno u otro más allá de una circunstancial simpatía, se acordó que cada acción benéfica debía tener una correspondencia de igual carácter pero de signo opuesto; y viceversa, a cada mala acción correspondería una buena. Este acuerdo no ciñó tal ley a los estrechos márgenes de los casos concretos en el espacio y en el tiempo (pues se corría el riesgo de entrar en un ciclo infinito de toma y daca), sino que una acción realizada en China podría tener su compensación en la parte opuesta del mundo; una ejecutada en la Era Tammu, podía corresponder a otra de la Era Tenshin. La única condición era La Obligada Compensación: una especie de estadillo de acciones en el que el debe  y el haber dieran como resultado un saldo de cero.

Es así cómo se determinó que las malas acciones de unos deban ser compensadas por otros que nada han tenido que ver con ellas; o que acciones generosas provoquen, quizá en otro tiempo y en otro lugar, desgracias equivalentes. Culpables e inocentes serían, pues, términos portadores de un mismo e idéntico valor; ambos, protagonistas igualmente necesarios de la Vida Posible.
Se aceptó un corolario, una oportunidad a la excepción, que sin contravenir el Gran Acuerdo, hiciera posible deshacer el pago o compensación de una acción (ya fuera buena o mala) en aquellos casos que por su excepcionalidad pudieran ser factibles de reversión. Se estudiaron diversas propuestas para fijar de qué modo podría sustanciarse este mecanismo de reversión, pero la que concitó el común beneplácito fue la que otorgaba a la feliz conjunción entre Música y Palabra el poder para revertir, o enmendar, acciones ya realizadas. En la raíz y la explicación de esta elección figuraba el hecho de que había sido la música quien apaciguara la disputa entre ellos, y la palabra la que hiciera posible el común acuerdo. Esta Fórmula Magistral, especie de remedio o talismán contra dichas y desdichas, podría ser propiciada por unos y otros (dioses o demonios, espíritus benefactores o fantasmas detractores) pero su viabilidad en cada caso dependía de su aprobación por el Gran Consejo Auditor (formado por un número equivalente de Seres Inmortales de uno y otro signo).
Música y Palabra, letra y melodía, revirtiendo y enmendando el Destino. 
Ahora bien tanto una como otra debían cumplir la ineludible condición de la excelencia y la pureza: solo una melodía y un texto que a juicio del Gran Consejo Auditor poseyeran la calidad más rara e insólita, por lo excelsa, y cuya intención no estuviese contaminada por el atributo opuesto (si a petición del Bien, provista de bien sin mácula; y si a propuesta del Mal, un mal sin reservas), podrían ser aprobados como Fórmula Magistral.
Alcanzado el acuerdo y fijados los criterios de la excepción, los Dioses, Demonios, Espíritus Benefactores y Fantasmas Detractores decidieron poner en práctica lo consensuado para así comprobar su viabilidad y eficacia. Para ello determinaron como campo de pruebas el mundo de los mortales que habitan la Tierra, donde se barajaron varios casos. Sin mucha discusión optaron por el siguiente: una malvada acción de un cruel déspota había supuesto la muerte de un justo, y en compensación, en otro tiempo en un lugar no muy lejano, una vida pura y bella que recién comenzaba a florecer, tan pura y tan bella que podía considerarse su valor el equivalente al de un justo, quedaría truncada al ser privada del mejor de los dones que el ser humano posee: el de la visión. Además se consideró un agravante que abundaba aún más en la desgracia: si no hubiera sido por este ciego Espíritu de Compensación, la vida cegada habría llegado a desarrollar un excepcional talento gráfico.
 
Se pasó seguidamente a considerar el modo concreto en que se establecería la Fórmula Magistral capaz de obrar la reversión. Se encargó una primera propuesta a los dioses primigenios, Nuwa y  Fuxi, como ancestros de la humanidad, quienes dictaminaron que el Talismán debía ser una canción, la más bella canción que nunca se compusiera. Y como para componer una canción se necesita una partitura musical y un texto para ser cantado, proponían inspirar una hermosa melodía, por un lado, y un no menos hermoso poema, por el otro. Conscientes de que ambos talentos no pueden ser convocados simultáneamente en un mismo ser, se precisaría la intervención de dos seres: un músico y un poeta. El siguiente paso era determinar a quiénes elegir para la misión. Por supuesto deberían ser dos seres puros y sin mácula. El Dios del Viento intervino para proponer a una criatura a la que él mismo había concedido el talento para dominar, reproducir y crear sonidos sirviéndose de instrumentos adecuados a su naturaleza; así flautas, cálamos, siringas o simples cañas, en sus manos, serían objetos milagrosos con los que realizaría las más fantásticas proezas musicales, composiciones dignas de los dioses, pues su estirpe --aseguraba el dios-- descendía de una antiquísima saga de luthiers emparentada, en los albores de la humanidad, con el mismísimo Emperador de Jade (Éste, al escuchar su nombre, sonrió con esa beatífica sonrisa que solo un ser deificado puede exhibir). En cuanto a la condición de pureza necesaria para su habilitación no cabían dudas: se trataba de un mozalbete de apenas doce años de edad, de cuyo candor e inocencia no cabía dudar ("Puro entre los puros", recalcó, el Dios del Viento). Además, era convecino de la elegida.
Seleccionar al poeta no parecía tarea tan sencilla. Aquí intervinieron los Tres Puros, que se hallaban cabalgando y realizando acrobáticas cabriolas a lomos del Dragón Celestial, quienes apuntaron tener la solución: se trataba de un anciano monje errante, buen poeta, aunque no reconocido, entre otras cosas porque él mismo huía del reconocimiento, quien hacía ya muchos años resolviera la disyuntiva entre el Bien y el Mal presente en todos los humanos desde que acceden al uso de razón (por no decir "sinrazón" --rieron divertidos-). Parece ser que este hombre tan poco apegado a las cosas del mundo de los hombres había logrado integrar la dualidad en un solo y único concepto, lo que al entender de los Tres Puros lo colocaban al nivel de un Inmortal. Además, poseía un concepto del verso que trascendía la mera búsqueda estética o significativa: con sus poemas intentaba captar, adivinar, desvelar, la voz creadora de todo significado, la voz que al nombrar crea, la voz que diera origen a todas las realidades existentes... Entonces, en ese preciso momento, siguiendo la indicación de los Tres Puros, todo el elenco de Dioses, Demonios, Espíritus Benefactores y Fantasmas Detractores presentes en la escena, volvieron sus miradas hacia un mismo lugar (como si en medio de una representación dramática, de improviso, todos los actores, al hilo de su representación, pero al margen de ella, resolvieran mirar al unísono hacia un determinado espectador situado en uno de los palcos)... ¡Le estaban mirando a él! ¡Tsung-zi! ¡A quien los estaba soñando!

Despertó con la sensación de que un millar de ojos seguían fijos en su persona. Aún no había amanecido. La tormenta había cesado; quizá el silencio fuera lo que le despertara --pensó, sin mucha convicción--. El penetrante olor a puro frescor que deja la lluvia caída sobre la la tierra y la vegetación inundaba el aire. Se quedó un rato pensativo, evocando el extraño sueño, y recordó que alguien dijo alguna vez que los sueños, a veces, son utilizados por dioses y espíritus para comunicarse con los seres humanos. ¿Querría decir algo de eso este sueño? ¿O no era más que el sueño de un hombre que coquetea habitualmente con la dialéctica y la retórica?
Quizá fuera casualidad que esa misma mañana, ya en el refectorio, a la hora del desayuno comunal, escuchara la triste historia de la bella hija del Gobernador de la Provincia. Parece ser que el día anterior había llegado una comitiva procedente de Palacio con la infausta noticia y una bolsa llena de monedas de oro en calidad de donativo por la realización de preces y oraciones en pos de la curación de la niña. Según comentó el Emisario Mayor al Superior del monasterio, en Palacio habían decidido romper la natural reserva y discreción como último recurso ante la inoperancia de los galenos...
Tsung-zi partió esa misma mañana, tras meter en el zurrón sus escasas pertenencias, camino de un destino revelado por sus sueños.


Fin de la Segunda Parte

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CONTRAPUNTO





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