miércoles, 29 de febrero de 2012

La flauta de Jade (Un cuento chino) (1)





Introito
Esta es una de esas historias que suceden con más asiduidad de lo que normalmente se cree. Una historia pequeña (otra más), como todo lo que sucede verdaderamente; porque no mienten quienes cuestionan la verosimilitud de la Gran Historia, pues sucede con ésta como con la estadística: su verdad radica en lo inexistente, en puntos vacíos, determinados por interesadas ecuaciones, donde nada concreto de la amalgama de lo que cuenta se halla. Además, esta pequeña historia es aún más pequeña porque está vivida, sentida, contemplada y, a veces, narrada por la voz insignificante, fantasiosa y desconcertada de la infancia que deja de serlo, cuando el mundo informe, sin sujeto diferenciado, henchido de un batiburrillo de mágicos adjetivos e inverosímiles predicados, da lugar a la revelación del yo-frente-al-mundo que es propio de la pubertad. Por lo tanto, se trata de una historia tan pequeña --y tan dudosa-- que quizá no mereciese para muchos ni tan siquiera la denominación de historia; quizá bastaría con referirse a ella como suceso, episodio o peripecia; en todo caso, comparte la naturaleza común a todas estas denominaciones: la del relato. Pero me resisto, no obstante, a disminuir la carga significativa de su adecuado apelativo; sin reservas, me desdigo: historia está bien, le conviene, lo merece.

I
Tiene nuestra pequeña historia varios protagonistas, de los cuales solo puedo en este momento precisar tres; y ello se debe a que las pequeñas historias, cuando son susurradas por los anales del viento a los oídos atentos, nunca desvelan totalmente los entresijos de su trama sino a medida que se va desarrollando, a modo de uno de esos rollos en que los antiguos pintores chinos consignaban sus magnas epopeyas. Por cierto, nuestra pequeña historia se ubica en esa tierra antiquísima que tantos descubrimientos e invenciones ha dado a la humanidad desde tiempos muy muy remotos: tierra de dragones voladores, de genios benéficos y de líricos fantasmas; tierra de pólvora y papel, de fuegos de artificio y de pincel; tierra de murallas imposibles y ciudades prohibidas pobladas de eunucos poderosos donde el tiempo permanece detenido; tierra de farolillos de colores, de casas de opio y de juegos embriagadores, de sombras que cuentan historias y de luces que las alumbran; tierra inmensa donde medran cien mil tribus que un solo hijo del Cielo gobierna; tierra de sabios y guerreros, de principios duales y finales sin principio; pero, sobre todo, ante todo, tierra de evocadora remembranza: me refiero, obviamente, a China.

Nuestro primer protagonista es un mozalbete de doce años, pelo negro y liso, ojos negros y brillantes, cuerpo delgado y ágil, bien formado, manos donde florecen ya, prematuramente, los callos, y pies acostumbrados a pisar desnudos el suelo de los húmedos bancales de arroz. El nombre al que atiende --y atiende siempre con presteza-- es el de Chuang.
La segunda protagonista, una niña de poco más o menos la misma edad que Chuang (no es cortés hablar de cosas tan vulgares como el tiempo cronológico en Palacio, por lo que las edades de los personajes palaciegos serán aproximadas), es bella como una sonrosada mañana de primavera derramándose en el estanque de los lotos: su pelo, más negro que el ébano, está peinando en largas trenzas rematadas por cintas de color según la época del año; su piel es blanca y satinada como la luna, y sus miembros son delicados y gráciles como juncos de bambú; su cuerpo esbelto, que recién comienza a despertar a la pubertad, poblándose está de curvas y suaves colinas; el rostro, de facciones suaves, alberga una graciosa naricilla levemente respingona, unos pómulos suaves como el durazno, una boca rosada y fresca como el iris, y unos ojos... que a pesar de ser bonitos y enmarcados por largas pestañas, en el momento en que suceden los hechos, como los de los más célebres augures, miran ya sin ver. Nunca ha salido de Palacio, ni sabe qué hay más allá de aquellos muros que protegen su inocente vida regalada. Vive, pues, como un pajarito en una hermosa jaula de oro, provista de frondosos jardines y estanques sembrados de lotos y lirios, cuyas aguas cobijan los más exóticos peces. Gira la cabeza hacia aquel que pronuncia su nombre: Yang Shu Mei.
El tercer protagonista cuenta, en años, tres veces la suma de los dos primeros y pregona los siguientes rasgos distintivos: su cabeza, de desnudo cráneo proporcionado, ya solo conserva un cabello blanco y largo que le cae en cascada desde los laterales y la nuca; el cuerpo, enjuto, comienza a combársele, aunque muy ligeramente, hacia adelante; en su rostro parece haber escrito el tiempo la historia de su vida con un punzón; mas en los ojos, si se lo mira fijamente, se puede distinguir el fuego del que porta una llama ardiente en su interior. Allá por donde pasa, precedido por el sonido inconfundible de su bordón, se le conoce como Tsung-zi, el monje-poeta errante.

El escenario es una minúscula región perdida en la inmensidad de la China continental, no muy lejana de la Capital Imperial, de donde llegan periódicamente los ecos cabalgando raudos el viento. Allí, en un verde valle rodeado por altos pináculos frondosos a donde gusta demorarse la niebla matinal, hay un palacio donde vive el Gobernador de la provincia con su familia y séquito. Una alta tapia oculta a los campesinos y viajeros todo lo que acontece en su interior. A lo ancho del valle, a uno y otro lado de la corriente del río que lo divide en dos, se cultiva el arroz, pero también el sorgo que comen los campesinos y multitud de hortalizas que, junto a una parte del arroz cultivado, salen diariamente hacia los mercados. Allí, en medio de los terrenos cultivables también se encuentra una pequeña factoría de huangjiu (vino de arroz) y un telar donde se fabrican tejidos de algodón y seda importada de Sichuan, ambas industrias propiedad del Gobernador. Tanto el huangjiu (un vino de atractivo color rojizo que nada tiene que envidiar a los celebérrimos de Shaoxing) como las ricas telas son muy apreciadas en la capital desde donde llegan comerciantes a obtener, al por mayor, mercancías que después pondrán a la venta, al detall, al personal de la Corte.

Se podría decir que los campesinos son súbditos del Gobernador por delegación del Emperador, poseedor real de territorios con todo lo que contienen, incluidas las personas. Viven en cabañas de madera de aspecto sencillo que apenas les sirven para protegerlos del frío en invierno o de las lluvias del otoño. Si bien su modo de vida es humilde no les falta lo necesario para subsistir, ya que a cambio de laborar los campos, manufacturar el vino de arroz y trabajar en el telar, se les adjudica un cupo suficiente de sorgo y hortalizas, se les permite pescar en el río y tener granja de ganado para su uso particular, y se les felicita el algodón necesario para su vestimenta. A pesar de tener cubiertas las necesidades más perentorias, el horizonte no es muy halagüeño. Para el que quiere prosperar solo existen dos formas de hacerlo: un matrimonio ventajoso o emigrar a la ciudad. La primera opción es extremadamente difícil, a menos que se trate de algún manufacturero o costurero especialmente hábil o dotado (los campesinos están descartados, por descontado). La segunda opción es un albur que pocos están dispuestos a correr (no se sabe de nadie en el valle que haya hecho carrera en la urbe; al menos nunca ha vuelto ni escrito para contarlo).


II
Chuang es un niño despierto, obediente, trabajador y respetuoso con sus padres; es decir: un fiel observante de la ley, tal y como Confucio propugnara. Pero, además de cumplir con los preceptos de buen hijo y buen súbdito, posee el nada despreciable ornamento de un carácter afable y, por un capricho de ese azar ineluctable al que todos estamos sometidos, también está provisto de un talento que no encaja muy bien con su destino de campesino: una facilidad pasmosa para reproducir el canto de los pájaros o el sonido del viento entre las cañas; facultad que mostró primero con sus labios, y, a partir de los diez años, con sendas dizi y guanzi (flautas de bambú) fabricadas y regaladas por su abuelo (quien allá en su juventud, antes de caer en desgracia y ser exiliado al campo, había sido luthier en el Palacio Imperial).

El talentoso niño tiene por costumbre saludar al sol todas las mañanas con una melodía de su invención. Se podría decir, sin temor a equivocarnos, que es lo más parecido a un compositor que le pueda estar permitido a un humilde campesino. Su abuelo, Cao-Ming, lo supo enseguida, y no desaprovecha el más mínimo resquicio de ocio que las tediosas labores del campo le dejan, para adiestrar a su talentoso nieto en el difícil dominio de estas tradicionales flautas chinas (algo que le reprocha su hijo, el padre de Chuang, ya que según él distrae al futuro campesino de su labor; y él, Chuo-Ming, pretende para su hijo la mejor de las fortunas: sucederle como súbdito recompensado por el Gobernador; dudoso título honorífico consistente en una especie de diploma en papel de arroz con la pertinente felicitación refrendada con el sello nobiliario, otorgado gracias a la pulcritud de su trabajo y la diligencia con que siempre cumple con los plazos y los cupos asignados).
Así, mientras va camino de los campos, cuando la luz del día aún se muestra dudosa, saca Chuang una u otra flauta, y entona una melodía. A veces le es sugerida por el canto de una alondra del camino o, al pasar al lado de las altas tapias de Palacio, por los trinos más sutiles de las aves del paraíso que allí dentro moran; Chuang entonces coge el tono y continúa la consecución de notas, rivalizando con las aves en su canto. Otras veces la tonada sigue las pautas del sonido del viento en las ramas de los sauces y los juncos de las acequias, o el canto del ruiseñor que le arrullara la noche pasada, o quizá haya sido sugerida por un sueño especialmente melodioso y feliz. El caso es que toca durante todo el trayecto hasta llegar al campo de arroz, ya despuntando el alba, cuando el cielo pasa de la duda al rubor ante la proximidad de la salida del sol.

Es cierto que en ocasiones, mientras bordea aquellos altos muros de piedra, piensa en qué guardarán, o qué aspecto tendrán y cómo se moverán sus inalcanzables moradores, a los que solo ha visto pasar de forma esporádica y majestuosa, a caballo o en palanquín cubierto, camino de la Capital. Más de una vez, incluso, se sueña encaramado a lo alto del muro, curioseando los secretos que se ocultan tan celosamente a la vista de la gente. Barrunta Chuang de aquel recinto una suerte de paraíso fantástico donde no cabe el esfuerzo, el dolor o la penuria; donde todo el mundo viste fastuosos atuendos de seda de vistosos colores; donde la sonrisa sea el gesto habitual en las caras; donde, en fin, la felicidad se cela con altos muros para que no escape. Poco imagina que la realidad es muy otra, que allí adentro la alegría hace tiempo que ha desaparecido, que la felicidad que él imagina se ha ido apagando al ritmo que lo hacía la luz en los ojos de Yang Shu Mei. Aquejada por una rara enfermedad que ningún médico ha podido descubrir ni, lo que es aún peor, tratar, la bella hija del Gobernador ha ido perdiendo gradualmente la vista, antes normal, desde su décimo cumpleaños hasta apenas distinguir la noche del día. Todos allí dentro están consternados. Ni los médicos del Palacio Imperial, enviados a instancias del Gran Chambelán (a la sazón, hermano del Gobernador), pueden hacer nada para evitar esta progresiva caída en la ceguera. Lo achacan a una de esas maldiciones que nadie sabe por qué acaecen a ciertas personas, pues el Gobernador siempre ha sido considerado un hombre recto y virtuoso, al que no se le conocen enemigos; al igual que su esposa, Yuan Wei, es la mujer menos sospechosa de guardar rincones oscuros en su pasado. Ni los más maldicientes han sido capaces de inventar ninguna sórdida historia que justificase esta inexplicable e injusta maldición.

Los que conocen a la niña --Pálida Flor de Loto, la llaman-- llevan más de un año clamando a los seis cielos y a los doce infiernos, a los mil dioses y cien mil demonios, por su curación. En el interior de Palacio se dedican ofrendas y se realizan actos de contricción: a la caída de la tarde, desde el interior del recinto amurallado, sale el sonido cadencioso de los chau gongs, señal de la celebración de rituales en que se invocan a los dioses y espíritus benefactores, y el más grave y solemne de los pasi gongs, para ahuyentar y mantener a raya a los demonios y espíritus malignos. Es un sonido ya familiar que se propaga por todo el valle, y que a un occidental le recordaría el toque de los relojes-campanario, pues marca con absoluta precisión y puntualidad la hora del ocaso.
La desgracia, caústica como el ácido, no precisando heraldos para su difusión, y a pesar de la exquisita discreción con que se tratan todos los asuntos privados de Palacio, acaba por traspasar los altos muros y su noticia se extiende por el valle y quién sabe si más allá... Ni qué decir tiene que la mala nueva va a causar conmoción entre aquellas sencillas, laboriosas y sentimentales gentes que tanto aprecian a sus nobles Señores. En la desgracia --se dicen-- nadie es siervo ni amo, pues que a todos los iguala. Sin pretenderlo en el alma de unos y otros surge un sentimiento que estrecha la distancia de clase que los separa.
Enterado Chuang, de la terrible sombra que se cierne sobre el (por él) imaginado paraíso, aun sin conocer a la pobre desdichada, es presa de una mezcla de pena y decepción. Ya hemos dicho que el niño posee un corazón noble y sensible, por lo que es lógico que deseche la decepción y prevalezca la tristeza al saber que a una niña de sus edad se le han ido apagando los ojos. ¿Cómo puede ser ello posible --se pregunta-- cuando hay tantas maravillas que observar, tantos amaneceres con los que despertar la mirada, tantos cielos incendiados en el ocaso, tantas formas y colores y manifestaciones naturales que registrar y con los que realizar fastuosos paisajes interiores, tantas aves, flores, peces multicolores, lejanas montañas brumosas y cercanos jardines ordenados, tantas sonrisas por descubrir, ... tantas y tantas maravillas que se fundirían en negro, que desaparecerían tras el tupido telón de la ceguera?

Así pues, aquí tenemos al pequeño flautista resuelto a aportar su granito de arena en el esfuerzo común: se propone con resuelta determinación crear para Pálida Flor de Loto una bella melodía capaz de ablandar el corazón de los demonios e infundir poder en el de los dioses para que la devuelvan la visión. Mas no sabe cómo componer una tal poderosa melodía; aunque en su corazón lo sienta posible, en realidad, a pesar de la fantasía que bulle en su cabeza de niño, duda de su capacidad para componer algo tan eficaz. Los doce años cumplidos ya lo están dotando de criterio y juicio distintivos, por lo que comienza a discernir cada vez más claramente la frontera entre lo fantástico y lo real. ¿Debería inspirarse en el sonido del viento cuando pasa a través de los dientes del Dragón Celestial? ¿En las letanías dedicadas al Emperador de Jade? ¿Quizá en el armonioso aliento de los Tres Puros, o en el suspiro beatífico de los Ocho Inmortales? ¿Acaso sería preferible demandar inspiración de Guan Yin (la diosa de la compasión), o directamente de Pangu (el dios primigenio creador de todo lo existente, quien sometiera el caos y ordenara el universo)?
En esta incertidumbre se encuentra Chuang, sacando bellos sonidos a sus dos flautas, ensayando melodías a cual más hermosa, intentando dar con la que al fin colme sus expectativas, cuando un día aparece en la región, siguiendo el sendero que conduce al Paso de las Montañas Azules, la figura ligeramente curvada de Tsung-zi, precedida por el inconfundible sonido de su bordón.


III
No es frecuente ver a nadie llegar por el sendero que, recorriendo el valle por la ribera izquierda del río y saltándolo una y otra vez por puentes, pontones y troncos tendidos sobre su cauce, penetra en el espeso bosque y, tras cruzarlo, se encarama, siguiendo el curso del agua, por las cada vez más empinadas cotas para buscar las alturas donde las nieblas se condensan, y una vez allí, tras demorarse en un falso llano donde se encuentran las fuentes del río que parece surgir como llanto entre las peñas, sigue ascendiendo otro trecho hasta un angosto tajo abierto entre las paredes verticales, apenas barbadas de verde, conocido como El Paso, por el que se accede, por fin, a la otra vertiente de la cordillera, y de ahí, en tortuoso descenso, al valle convecino. Es una vía ardua y difícil, por eso es muy raro, repito, ver a nadie que traiga esa dirección. Será oportuno precisar que también es camino obligado, si no se quiere dar un gran rodeo, para todo el que quiera llegarse hasta el Palacio del Gobernador desde el Santuario del Dragón Celestial, cenobio virtualmente colgado del vacío que unos monjes taoístas erigieran en tiempos remotos en la cima de uno de esos picachos que, solitarios, se yerguen hacia el cielo, como plegarias de la tierra, en esa parte de China. De todas formas, el Paso solo es practicable desde primavera hasta mediados del otoño, ya que entre esas fechas la nieve suele cerrarlo con un grueso manto hasta el momento del deshielo.
Cuando Tsung-zi avistó las cóncavas cornisas del edificio principal del Palacio, por detrás había ya dejado un bosque que vestía sus más vistosas galas: todos los matices del amarillo al rojo entretejidos al verde intenso de la vegetación perenne se daban citaba como una explosión de color para crear un inmenso y hermoso mosaico natural. Así pues, poco faltaba para que los primeros copos hicieran su aparición allá arriba.
A medida que el errante se acercaba al señorial recinto, sus ojos pudieron maravillarse con la magnificencia y el esplendor de una fantástica escena: el sol, en su declinar, parecía incendiar los dragones dorados que a modo de gárgolas culminaban las cuatro esquinas de cada uno de los tres pisos del Gran Pabellón; así el cuerpo serpentiforme y, sobre todo, las fauces, que apuntaban hacia cada uno de los cuatro puntos cardinales, de estos seres benefactores semejaban estar envueltos en su mismo fuego, lo que a los ojos de aquellas mágicas gentes era garantía de protección.
A esa hora en que la luz comenzaba ya a confundirse con las sombras, los campesinos abandonaban las labores en las huertas y campos de arroz, los telares se detenían y en la fábrica de vino se apagaban los hornos y se terminaban de limpiar los destiladores y depósitos de fermentación; todos volvían a sus casas para realizar su gran comida del día y descansar hasta la madrugada siguiente, por lo que era común que se encontraran por los caminos y las sendas que recorrían toda aquella distribución reticular del terreno.

En uno de estos cruces de caminos vecinales Chuang se topa por primera vez con aquel hombre de andar fácil y cadencioso que parece ayudarse de un largo bastón tan alto como su portador. El toc-toc regular del bordón contra el suelo --que lo precede--  hace pensar en una especie de metrónomo orgánico desplazándose en el espacio. Aún puede el niño distinguir la sonrisa en el surcado rostro del anciano cuando, ambos detenidos, se ceden mutuamente el paso. Chuang, que en absoluto es tímido (la gente sencilla y natural del campo no suele conocer esa sofisticación del carácter que es la timidez), lo saluda con una inclinación reverencial al tiempo que muestra la media luna de su boca:
-Mi nombre es Chuang --le dice el mozalbete, cordial.
-El mío Tsung-zi --responde el anciano, con una leve inclinación a su vez.
-¿Te importa si camino contigo? --le pregunta Chuang, a este monje (la vestimenta talar lo delata) llegado de las montañas, como si le estuviera pidiendo a un héroe compartir la marcha.
-Será un placer acompasar mi paso al tuyo. Me vendrá bien charlar un rato después de dos días sin ver a nadie. Además, es posible que puedas ayudarme.
Chuang abrió enormemente sus enormes ojos cuando escuchó de aquel venerable anciano que él, un humilde niño campesino, pudiera ayudarlo en algo.
-¿Ayudarte yo, venerable señor? ¿Cómo podría hacerlo?
-Quizá tú puedas darme cierta información que necesito.
Chuang se quedó sorprendido. No esperaba eso de un hombre que camina solitario y es capaz de atravesar el dificultoso paso de las Montañas Azules. Estaba acostumbrado a oír ver y, casi, callar, sobre todo en presencia de los mayores, era lo que le correspondía a su edad. Si se había atrevido a dirigirse él primero al anciano fue más producto de la cortesía del que recibe a un forastero en su casa que por inapropiada curiosidad. Pero no esperaba que alguien pudiera necesitarlo. Le gustó la sensación; se sintió, digamos que... importante.
-Como ya observo que eres un niño despierto te presumo conocedor de todo cuanto pasa por aquí ¿No es así? --prosiguió el anciano desconcertando a Chuan.
-No sé. Me entero de las cosas, pocas veces pregunto, pero tengo los oídos siempre muy atentos. --replicó el niño sintiéndose ya partícipe de un diálogo entre iguales.
-A eso me refería. --y sin andarse con más ambages, Tsung-zi le preguntó:
-¿Conoces por aquí a alguien que sepa tocar la flauta?
El niño se detuvo en seco. Ahora ya no le cabían los ojos en la cara.

El anciano se detuvo también, y girándose hacia él esperó con una sonrisa como cebo. Chuang picó, saliendo de su asombro se acercó y se plantó ante el monje con los pies ligeramente separados y mirándolo a los ojos. Seguidamente, con lentitud, como pensando a la vez que actuaba, introdujo su mano en el zurrón que emergió instantes después con la guanzi, de sus dos flautas la de lengüeta. Sin decir nada, la puso ante los ojos del anciano que no pareció sorprenderse.
-¡Qué casualidad! --fingió asombro, sin mucha convicción ni intención de que lo pareciera. Pero, con prudencia, añadió:-- ¿Hay alguien más en el valle que la toque?
Chuang, en un primer momento se sintió desconcertado. Mas siendo como era, de carácter noble, sincero y honesto, respondió sin ningún atisbo de contrariedad o decepción,
-Mi abuelo sabe. Es quien me ha enseñado. Y allí dentro --señalando hacia el recinto que ya tenían a un tiro de piedra-- hay más personas que la tocan. A veces me he parado a escuchar sentado contra la tapia, o subido en uno de los árboles que hay frente a ella, al otro lado del camino. También he aprendido de ellos.
-¡Hum! ¿Y las melodías que tocas te las ha enseñado tu abuelo? ¿Imitas las que oyes procedentes del Palacio? --buscó mayor concreción el anciano (tan enigmático ya a los ojos de Chuang).
-Algunas sí. Imito todo lo que oigo, es fácil. Pero lo que más me gusta es inventarme mis propias melodías. Para ello escucho al viento, a las aves, a la naturaleza toda, y, sobre todo, a mis sueños y mis voces interiores que me las cantan. --Era la primera vez que contaba a alguien todo esto. Oh, sí, con su abuelo hablaba de música, pero su abuelo era su abuelo, una parte de él mismo, no contaba como alguien.
Tsung-zi no se había confundido. Sus pasos le llevaron directamente hasta quien buscaba. Dio gracias interiormente a los dioses por ello, y después le dijo,
-Mi querido Chuang. Te busco a ti. Traigo un importante encargo, tenemos encomendada una misión que tiene que ver con algo que ha acaecido en el interior de Palacio.
Ahora la boca tomó el relevo de los ojos que ya no podían abrirse más. Aquel estupefacto mozalbete solo acertó a balbucear,
-¿U... u... una, misión?

Fin de la Primera Parte

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CONTRAPUNTO


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Las cinco ILUSTRACIONES de formato vertical pertenecen a Zhan Daqian
 
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