I
(Introducción)
Hay lugares que se convierten por azar en protagonistas involuntarios de la historia. Tanto de la pequeña historia, la de cada hombre o mujer, la de una reducida y anónima comunidad; como de la gran Historia, la de las civilizaciones o la de las culturas, la de los pueblos. En una especie tan agonista como la humana muchas veces ese lugar está ligado a una acción bélica -victoria para unos, derrota para otros-, en no pocas ocasiones su relación es meramente geográfica, en otras tiene una vertiente cultural, y hay situaciones, en fin, que tal protagonismo se da en un cruce de caminos, en una coyuntura donde confluyen todas. La bodega fue uno de esos lugares. Quizás solo fuera importante para un pequeño número de seres humanos (el número concreto lo ignoramos, pues solo es conocido por aquellas bóvedas excavadas y escarbadas en las empinadas laderas de aquel ribazo cercano al Ebro, a su paso por Teruel, y por los propios implicados en su historia, en su pequeña historia), pero la importancia de los hechos, al fin y al cabo, siempre nos viene determinada por la mayor o menor cercanía a ellos; es decir, por las consecuencias con que, como una onda expansiva, de una u otra forma, impacten en nuestra vida. A veces, así mismo, el azar promueve ciertas liaisons caprichosas -como si realmente La Fortuna fuera una divinidad juguetona- que provocan situaciones tan fantásticas que nunca las creeríamos posible ni aún en la imaginación más calenturienta. Puede ser que quien lea este relato encuentre en él algo parecido a un déjà vu, quizás porque él sea uno de esos alcanzados por la onda expansiva de aquellos hechos, o quizás porque haya sido víctima de una situación semejante; en resumidas cuentas, acaso encuentre en la trama y meollo de la narración que sigue algo que le suene familiar. Si es así, enhorabuena, en caso de haber sido para bien; en caso contrario, no deberá más que dejar de leer, y pasar página. Yo, como mi padre -actor secundario de esta historia- siempre veo la cara positiva de todo acontecimiento, esa que ahora me dispongo a narrar. Arriesgándome a no hacerlo con la suficiencia, eficacia y encanto con que él me narrara ésta y otras historias de su vida, la que le tocó vivir, su pequeña historia inmersa, por esas cosas del azar, en la gran Historia. Intentaré rendirle el homenaje que merece.(Introducción)
II
(Las trincheras)
(Las trincheras)
Llevaban días estancados. El río marcaba la línea del frente. El avance se había detenido, bien por la resistencia contumaz y denodada del enemigo sabedores que aquella sería, a esas alturas, la batalla decisiva, bien por tomarse un respiro ambos bandos, tras meses de dura lucha; el caso es que los hombres, cansados y asqueados de caminar durante días por el barro y sin apenas dormir, agradecieron aquel parón.
Se habían cavado las pertinentes trincheras para asegurar las posiciones y poder gozar de cierto grado de seguridad en los desplazamientos a la vista del enemigo. Éste, por otra parte, había hecho lo propio. A veces, como suele suceder en todas las guerras durante los tiempos de calma, el hombre olvida que se está jugando la vida y actúa como si estuviera en tiempos de paz, máxime cuando la guerra es fratricida, es decir, entre hermanos: una guerra civil -que es la más incivil de todas. Este olvido del riesgo permanente, además de ser peligroso, le hace a uno tomar conciencia de la verdadera situación: está luchando a muerte sin saber muy bien por qué, o sin tener la conciencia exacta de la importancia real de los motivos de ese porqué. Entonces comienza a ver a quien tiene enfrente -su enemigo- como un semejante, una víctima como él, un pobre desgraciado que la sinrazón sobrevenida aboca a poner la vida en juego por motivos nada claros, a veces por motivos espúreos e intereses muy alejados de su sentir.
El caso es que gozaban de algunos días de calma. Los soldados ocupaban el tiempo como podían, intentando olvidar, aunque solo fuera por unas horas, el horror y la penuria de la guerra. Lo habitual era que se jugara a las cartas o se escribiese. Se jugaba al tute, a la brisca, al chinchón, o al taimado mus; como no se disponía de dinero, las apuestas eran en especies -generalmente, tabaco; ocasionalmente, alguna delicatessen enviada desde retaguardia-, o los quehaceres logísticos, e incluso las guardias. Se escribía, normalmente, a las novias, mujeres o madres, a las que se contaba las vicisitudes y anécdotas del día a día, dejando constancia, normalmente, de aquello que, en ese momento, más echaban de menos: a ellas. Se revivía así una situación emocional de cariño y ternura, combatiendo de esta forma la barbarie en la que estaban inmersos. Pero también algunos, más intrépidos o menos conformistas, se aventuraban a salir de excursión para buscar vituallas o motivos de diversión.
En aquella trinchera que recorría el vértice elevado de la orilla derecha del río, allí donde se acodaba en un quiebro abrupto al sur para después volver a girar al este, llevaban ya tres días detenidos y las noticias eran -las pocas noticias que se recibían- que seguirían así al menos dos semanas más. Al parecer se estaba re-ordenando el frente, aunque hubo quien dijo que era una mera maniobra, justificada en la consolidación de las posiciones, de dilación. Las ventajosas condiciones de que disfrutaban, tanto en armamento, como en suministros, como en moral, podrían haber permitido seguir hasta llegar al mar, arrinconando a aquella sombra de ejército que se les enfrentaba más con la fuerza de su voluntad que con la de sus medios. Pero no se tenía prisa por ganar aquella guerra. Era una descarada maniobra de desgaste. No se podía entender de otra manera, o eso, o la mayor de las ineptitudes en el mando. Lo que si se deducía de aquella forma de plantear el combate era que se quería al enemigo no solo derrotado, se le quería aniquilado. Para ello nada mejor que dejar que se consumiera en una espera inútil, sin apenas ayuda del exterior. Se pretendía su asfixia, su muerte por inanición.
Fijémonos en uno de esos pelotones de vencedores. Cuando ya han escrito todo lo que tenían que escribir, cuando ya se han jugado todo lo que tenían para jugarse, cuando, en fin, ya empiezan a ser víctimas del aburrimiento, sus miradas se dirigen hacia afuera, hacia el entorno, donde esperan hallar con qué matar el tiempo. Arturito El Tuerto o El Pacúm era uno de esos hijos de puta que siempre se revelan en tiempos de guerra, él ni necesitaba ni quería mirar a otro sitio que no fuera al enemigo. El apodo le venía, no porque tuviera un solo ojo, sino porque quería cobrar fama de infalible francotirador, y siempre estaba con el ojo en la mirilla gastando balas que no pocas veces enfundaba en la cabeza o el cuerpo de algún desgraciado que, allí enfrente, asomaba por fuera de la trinchera; este gesto repetitivo hacía que aun cuando no estaba apuntando guiñase un ojo instintivamente. El que haya estado en una guerra combatiendo entre cárcavas y barrancos sabrá de sobra el porqué del otro apodo, pues entre esos accidentes del terreno los disparos de los Mauser suenan tal que así. Todo el mundo en su propio pelotón lo odiaba, porque no había manera de permanecer ni media hora tranquilo en la trinchera, ya que los de enfrente respondían, obviamente, a los extemporáneos tiros de el Pacúm, además de lanzar todo tipo de improperios, claro. De vez en vez incluso se oía una exclamación, o un gemido, o un -!Me has dado, cabrón!-, seguido de las consabidas quejas y detonaciones que buscaban más el desahogo que la eficacia, pero que obligaba a sus compañeros a agazaparse en el fondo de la zanja. El Tuerto, en esas ocasiones (cuando acertaba), esbozaba una de esas diabólicas sonrisas solo al alcance de los hombres sin alma, al tiempo que dedicaba a su víctima un -¡Jódete rojo!-, para después decir, mirando al sesgo a sus camaradas, -!Uno menos!-. Éstos, a su vez, le contestaban con miradas de reproche, pero eso a él le daba igual, no sentía por sus compañeros mucha más simpatía que por sus enemigos: él estaba en esta guerra, desde el primer momento, para hacer daño, para causar dolor, y, a ser posible, para matar. Los hay en todas las guerras, y no pocas veces acaban muertos por fuego amigo -ante el hartazgo de tener entre sus filas semejante monstruo. Hay hombres que no pueden sino ser enemigos de toda la Humanidad. Arturo El Tuerto, era uno de esos.
Arturito era inclusero. Nada se sabía de sus progenitores. Una mañana apareció en el torno del Hospicio de los Desamparados envuelto en una estameña de borra dentro de un cestillo de mimbre. Como era habitual en esos casos, lo habían dejado allí amparándose en la noche, probablemente de madrugada, a esa hora bruja en que el lucero del alba se enseñorea del cielo y las almas decentes -e incluso los crápulas- ya se han recogido buscando la calidez del hogar; a esa hora en que el sereno, vencido por el sueño, solía estar en la cantina de la estación dando una cabezada, y uno podía llegarse furtivamente hasta la fachada lateral de la caritativa institución, donde estaba ubicada una especie de hornacina giratoria en la cual se dejaba a los hijos no deseados, o simplemente a los hijos que no se pudiera mantener. Una argolla en el lateral hacía las veces de llamador: se tiraba de ella y en el recibidor interior sonaba una campanilla que avisaba del paquete dejado. La hermana de guardia lo recogía, comprobaba su estado, en caso preciso avisaba a Don Melquiades, y si el niño estaba bien y no tenía hambre (no lloraba) lo acomodaba en la Sala de Bienvenidos.
Estaba dormido cuando lo recogió Sor Ángela. Entre sus ropas había un sencillo escapulario con la imagen de la Virgen del Carmen, y, además, envuelto cuidadosamente en papel de Manila, un duro de plata. Este detalle dio mucho que hablar durante días. Se hicieron especulaciones de todo tipo sobre la atribución de la paternidad, pero lo que era evidente es que aquel roro era un desliz de un caballero de buena posición. Un desliz inasumible, producto de una relación furtiva o ilegítima. Lo que no era un caso en absoluto raro. Todos los años aparecía alguno así, pero no todos venían con un duro de plata bajo del brazo.
Le pusieron Arturo porque ese era el nombre que figuraba escrito a lápiz, con aseada letra redondilla, en un trozo de papel que el mismo niño tenía agarrado con la mano mientras dormía plácidamente, sin ser consciente del cambalache.
Tenía poco más de un año cuando lo adoptó Don Melquiades, el médico del pueblo, un liberal darwinista de mirada franca y proceder honesto, quien había enviudado recientemente, dejándole su pobre mujer un hijo propio -de ambos- de esa misma edad. Creía, el buen hombre, que proveyendo de un hermanito a su hijo, éste extrañaría menos la ausencia de su madre, y, probablemente, no se equivocara. Se criaron ambos niños con su tía Maruja, la hermana mayor de Melquiades, una mujer de mediana edad que había permanecido soltera por un voto echo al novio muerto en la guerra de Marruecos. Maruja nunca dejó el luto, un luto elegante que le daba el aire aristocrático de una gran señora castellana. Ejerció de lo que era, de tía, sabiendo que el papel de madre no lo puede representar ni arrogárselo quien no lo es. Era una mujer recta, pero afable, con esa ternura distante de los espíritus educados en el supremo valor de la nobleza -se decía que corría por sus venas sangre de Nuño Hernando, quien peleara con valor y muriera con honor en la batalla de las Navas de Tolosa-. Al enviudar su hermano se fue a vivir con él abandonando la blasonada casa familiar para hacerse cargo del niño. La decisión de la adopción la consensuaron los dos hermanos de mutuo acuerdo.
Ambos niños ingresaron en el colegio de los maristas de la capital, en régimen de internado, y allí hicieron la primaria y el bachiller. Aunque parecían hermanos en su trato, a la vista estaba que no lo eran. No solo su ausencia de parecido físico, era sobre todo su carácter, sus distinto porte, la diferente actitud ante la vida, lo que les colocaba en las antípodas en cuanto a temperamento: tierno y cariñoso, uno; huraño y frío, el otro; soñador y optimista, uno; práctico y realista, el otro; uno, simpático, se hacía querer; el otro, revirado, generaba una espontánea animadversión. Pero entre ellos se querían.
Sabían que se estaban retirando, pero se mentían a sí mismos. No dejaban apagar ese mínimo rescoldo que aún brillaba en su interior, un interior ya requemado. Era la única manera de resistir, de seguir vivos, de justificar sus penurias, su sufrimiento. No pocas veces habían sido presa de la desesperación, muchos desertaron. Dado el desbarajuste que existía en las propias filas no era difícil desertar, inhibirse de toda aquella locura. Pero precisamente en su bando disponían de la más eficaz vigilancia: la de su conciencia. Desertar, abandonar, era hacerlo de sí mismos, de sus ideales, pues al fin y al cabo ellos combatían por ideales. Sabían que les asistía la razón, pero eso no es un seguro contra la sinrazón. En tiempos convulsos, donde las sociedades se tambalean, socavados sus cimientos por una enfermedad infecciosa, en ocasiones auto inmune (a veces las sociedades mueren de éxito y de plétora, cuando no de gangrena: el Imperio Romano es claro ejemplo de ello), la sinrazón se eleva a la altura de la razón, la mira a los ojos, y la desprecia. Desde fuera incluso, en esas situaciones excepcionales, no es fácil distinguir a simple vista quién es una y quién la otra (La Revolución Francesa dio paso al Régimen del Terror, La Revolución de Octubre al Stalinismo). Pero quien sabe que tiene razón pelea por ella aunque sepa que perderá su vida. En cambio hay quien pelea por conservar prebendas, por obtener bienes materiales, dignidades o dividendos de clase que le permitan dominar, y éstos no están dispuestos a perder la vida por ideales, solo por bienes contantes y, a ser posible, sonantes. En último caso, en ambos bandos, siempre hay quien pierde: los idealistas de la razón y la sinrazón, que fundan su lucha en principios, en valores, en ideales, por encima de las sociedades a las que se deben y gracias a las cuales tienen sentido; estos son los primeros en caer, pues, necesarios al principio, suelen ser un obstáculo a la hora del pragmatismo: los ideales son el fuego necesario para prender la mecha, después viene el sórdido trabajo del plomo y la metralla, el del filo y el acero, el de la materia que canibaliza a la materia, desencadenando un huracán imparable de odio; a partir de ahí, el ardor del ideal es un estorbo, hay que dejar actuar la hidra de mil cabezas del horror.
Mal vestidos, mal armados, peor avituallados, aquellos hombres del bando perdedor -los perdedores-, ocupaban la orilla izquierda del río. Se resistían a pensar que su posición tenía los días contados. Sabían que era cuestión de tiempo, que en el momento que los de enfrente dijeran -¡Vamos!- se acabó. Pero no querían admitirlo. Se agarraban a la intervención de última hora de las potencias amigas. "¡Ja!", ilusos. El Séptimo de Caballería no llegaría nunca. Pero ellos se aferraban a esa idea, o a algún milagro de esos que no suelen producirse casi nunca. Se aferraban al casi con la fe de un mártir.
Ahora, en esta tensa calma en la que estaban, ocupaban el tiempo en lavarse la única ropa que tenían, en aprestarse el uniforme o la vestimenta que llevaran -pues ya se sabe que entre ellos había muchos milicianos no pertenecientes a ningún ejército regular-, en proveerse comida que complementase el escaso rancho que les llegaba. Sí, por supuesto, había su tiempo para la distracción, ¡cómo no!. Como los de enfrente ellos jugaban a los naipes, pero en barajas tan gastadas que era difícil saber ya el palo al cual pertenecían, y eso cuando no les faltaba alguna carta; como los de enfrente también escribían a sus novias, mujeres y madres, a las que echaban de menos.
A aquel sector en particular les había tocado la lotería. Al otro lado del río había un hijo de mala madre que no respetaba la tregua. No se podía uno relajar, ni caminar erguido por la trinchera, pues a nada que uno asomaba la jeta, la punta del casco, o una mano, sonaba un disparo y el blanco era casi seguro. Así había matado a dos y herido a varios más. Por más que lo imprecaban, por más que intentaron que alguien allí enfrente pusiera coto a aquel desmán, la única respuesta que obtenían era el "pacúm" de turno.
Pepín El Lira era un muchacho de mirada limpia, que con apenas cuarto siglo de vida tenía ya toda la experiencia de un hombre maduro adquirida aceleradamente durante los dos últimos años. Entre otras cosas, más o menos útiles, era incipiente poeta y compositor de sus propias canciones, las cuales solía interpretar él mismo a la guitarra enamorando de esta forma a las chicas románticas. Eso, antes de estallar la guerra, claro. Se le auguraba un espléndido futuro en el mundo del espectáculo, pues a sus innegables dotes artísticas añadía el seductor encanto de las almas perpetuamente joviales y eternamente juveniles.
A Pepín el inicio de la guerra le pilló en el sitio equivocado y tuvo que embarcarse en una pequeña odisea para alcanzar la zona amiga, donde inmediatamente se enroló en una de las milicias de base anarquista. De natural tolerante, era un espíritu inquieto y rebelde, pero su talante estaba en las antípodas de aplaudir o justificar la violencia. Por eso, si bien su pensamiento, por alergia a toda autoridad y rigidez social, se sentía próximo a los postulados de un Proudhon, un Kropotkin o un Bakunin, y estaba contaminado por la mística individualidad de un Nietzsche, no admitía la violencia como medio para obtener esa libertad a la que, según su parecer y convicción, tenía derecho todo hombre. Pero solo había dos bandos para posicionarse, y cada uno era una taracea de elementos dispares (no pocas veces antagónicos), a los que unía únicamente un interés circunstancial de clase, moral o privilegios (y aun esto a veces era difuso).
El Lira tocaba la guitarra y cantaba, no solo para sus compañeros de pelotón, sino para la tropa del regimiento en general allí donde se le demandaba; también les recitaba sus poemas escritos sobre la marcha, a salto de mata, entre acción y acción, que solían tener, además de un matiz cronístico, un tono íntimamente épico y consolador, convirtiéndose, cuando la ocasión lo requería, en enardecidos manifiestos de la dignidad humana.
Era una distracción que todos agradecían, pero que al sargento Mínguez no le acababa de entusiasmar porque decía que ablandaba la moral de los combatientes. Mas como donde manda patrón no manda marinero, y al capitán que mandaba la compañía le parecía no solo apropiado sino aconsejable, ahí estaba Pepín, El Lira, rasgando su Ramírez con puente de palosanto en los momentos de asueto.
El caso es que gozaban de algunos días de calma. Los soldados ocupaban el tiempo como podían, intentando olvidar, aunque solo fuera por unas horas, el horror y la penuria de la guerra. Lo habitual era que se jugara a las cartas o se escribiese. Se jugaba al tute, a la brisca, al chinchón, o al taimado mus; como no se disponía de dinero, las apuestas eran en especies -generalmente, tabaco; ocasionalmente, alguna delicatessen enviada desde retaguardia-, o los quehaceres logísticos, e incluso las guardias. Se escribía, normalmente, a las novias, mujeres o madres, a las que se contaba las vicisitudes y anécdotas del día a día, dejando constancia, normalmente, de aquello que, en ese momento, más echaban de menos: a ellas. Se revivía así una situación emocional de cariño y ternura, combatiendo de esta forma la barbarie en la que estaban inmersos. Pero también algunos, más intrépidos o menos conformistas, se aventuraban a salir de excursión para buscar vituallas o motivos de diversión.
En aquella trinchera que recorría el vértice elevado de la orilla derecha del río, allí donde se acodaba en un quiebro abrupto al sur para después volver a girar al este, llevaban ya tres días detenidos y las noticias eran -las pocas noticias que se recibían- que seguirían así al menos dos semanas más. Al parecer se estaba re-ordenando el frente, aunque hubo quien dijo que era una mera maniobra, justificada en la consolidación de las posiciones, de dilación. Las ventajosas condiciones de que disfrutaban, tanto en armamento, como en suministros, como en moral, podrían haber permitido seguir hasta llegar al mar, arrinconando a aquella sombra de ejército que se les enfrentaba más con la fuerza de su voluntad que con la de sus medios. Pero no se tenía prisa por ganar aquella guerra. Era una descarada maniobra de desgaste. No se podía entender de otra manera, o eso, o la mayor de las ineptitudes en el mando. Lo que si se deducía de aquella forma de plantear el combate era que se quería al enemigo no solo derrotado, se le quería aniquilado. Para ello nada mejor que dejar que se consumiera en una espera inútil, sin apenas ayuda del exterior. Se pretendía su asfixia, su muerte por inanición.
III
(En un bando)
En estas circunstancias de calma chicha, en la que unos -los posibles ganadores-, a pesar de la optimista propaganda, no saben de su situación victoriosa, y otros -los presumiblemente perdedores- nada presienten, a pesar de la retirada constante, de su derrota, cada cual, como ya he dicho, se busca la vida como puede para pasar el tiempo. Entre los soldados que ocupaban esa margen derecha del río -pertenecientes a los vencedores-, con las vías de avituallamiento seguras y expeditas, la verdad es que se podía decir que su vida transcurría más plácidamente que en la otra orilla del río, donde los perdedores bastante tenían con ocupar el tiempo en remendar sus uniformes y proveerse de comida cuando faltaba, que era casi siempre.(En un bando)
Fijémonos en uno de esos pelotones de vencedores. Cuando ya han escrito todo lo que tenían que escribir, cuando ya se han jugado todo lo que tenían para jugarse, cuando, en fin, ya empiezan a ser víctimas del aburrimiento, sus miradas se dirigen hacia afuera, hacia el entorno, donde esperan hallar con qué matar el tiempo. Arturito El Tuerto o El Pacúm era uno de esos hijos de puta que siempre se revelan en tiempos de guerra, él ni necesitaba ni quería mirar a otro sitio que no fuera al enemigo. El apodo le venía, no porque tuviera un solo ojo, sino porque quería cobrar fama de infalible francotirador, y siempre estaba con el ojo en la mirilla gastando balas que no pocas veces enfundaba en la cabeza o el cuerpo de algún desgraciado que, allí enfrente, asomaba por fuera de la trinchera; este gesto repetitivo hacía que aun cuando no estaba apuntando guiñase un ojo instintivamente. El que haya estado en una guerra combatiendo entre cárcavas y barrancos sabrá de sobra el porqué del otro apodo, pues entre esos accidentes del terreno los disparos de los Mauser suenan tal que así. Todo el mundo en su propio pelotón lo odiaba, porque no había manera de permanecer ni media hora tranquilo en la trinchera, ya que los de enfrente respondían, obviamente, a los extemporáneos tiros de el Pacúm, además de lanzar todo tipo de improperios, claro. De vez en vez incluso se oía una exclamación, o un gemido, o un -!Me has dado, cabrón!-, seguido de las consabidas quejas y detonaciones que buscaban más el desahogo que la eficacia, pero que obligaba a sus compañeros a agazaparse en el fondo de la zanja. El Tuerto, en esas ocasiones (cuando acertaba), esbozaba una de esas diabólicas sonrisas solo al alcance de los hombres sin alma, al tiempo que dedicaba a su víctima un -¡Jódete rojo!-, para después decir, mirando al sesgo a sus camaradas, -!Uno menos!-. Éstos, a su vez, le contestaban con miradas de reproche, pero eso a él le daba igual, no sentía por sus compañeros mucha más simpatía que por sus enemigos: él estaba en esta guerra, desde el primer momento, para hacer daño, para causar dolor, y, a ser posible, para matar. Los hay en todas las guerras, y no pocas veces acaban muertos por fuego amigo -ante el hartazgo de tener entre sus filas semejante monstruo. Hay hombres que no pueden sino ser enemigos de toda la Humanidad. Arturo El Tuerto, era uno de esos.
Arturito era inclusero. Nada se sabía de sus progenitores. Una mañana apareció en el torno del Hospicio de los Desamparados envuelto en una estameña de borra dentro de un cestillo de mimbre. Como era habitual en esos casos, lo habían dejado allí amparándose en la noche, probablemente de madrugada, a esa hora bruja en que el lucero del alba se enseñorea del cielo y las almas decentes -e incluso los crápulas- ya se han recogido buscando la calidez del hogar; a esa hora en que el sereno, vencido por el sueño, solía estar en la cantina de la estación dando una cabezada, y uno podía llegarse furtivamente hasta la fachada lateral de la caritativa institución, donde estaba ubicada una especie de hornacina giratoria en la cual se dejaba a los hijos no deseados, o simplemente a los hijos que no se pudiera mantener. Una argolla en el lateral hacía las veces de llamador: se tiraba de ella y en el recibidor interior sonaba una campanilla que avisaba del paquete dejado. La hermana de guardia lo recogía, comprobaba su estado, en caso preciso avisaba a Don Melquiades, y si el niño estaba bien y no tenía hambre (no lloraba) lo acomodaba en la Sala de Bienvenidos.
Estaba dormido cuando lo recogió Sor Ángela. Entre sus ropas había un sencillo escapulario con la imagen de la Virgen del Carmen, y, además, envuelto cuidadosamente en papel de Manila, un duro de plata. Este detalle dio mucho que hablar durante días. Se hicieron especulaciones de todo tipo sobre la atribución de la paternidad, pero lo que era evidente es que aquel roro era un desliz de un caballero de buena posición. Un desliz inasumible, producto de una relación furtiva o ilegítima. Lo que no era un caso en absoluto raro. Todos los años aparecía alguno así, pero no todos venían con un duro de plata bajo del brazo.
Le pusieron Arturo porque ese era el nombre que figuraba escrito a lápiz, con aseada letra redondilla, en un trozo de papel que el mismo niño tenía agarrado con la mano mientras dormía plácidamente, sin ser consciente del cambalache.
Tenía poco más de un año cuando lo adoptó Don Melquiades, el médico del pueblo, un liberal darwinista de mirada franca y proceder honesto, quien había enviudado recientemente, dejándole su pobre mujer un hijo propio -de ambos- de esa misma edad. Creía, el buen hombre, que proveyendo de un hermanito a su hijo, éste extrañaría menos la ausencia de su madre, y, probablemente, no se equivocara. Se criaron ambos niños con su tía Maruja, la hermana mayor de Melquiades, una mujer de mediana edad que había permanecido soltera por un voto echo al novio muerto en la guerra de Marruecos. Maruja nunca dejó el luto, un luto elegante que le daba el aire aristocrático de una gran señora castellana. Ejerció de lo que era, de tía, sabiendo que el papel de madre no lo puede representar ni arrogárselo quien no lo es. Era una mujer recta, pero afable, con esa ternura distante de los espíritus educados en el supremo valor de la nobleza -se decía que corría por sus venas sangre de Nuño Hernando, quien peleara con valor y muriera con honor en la batalla de las Navas de Tolosa-. Al enviudar su hermano se fue a vivir con él abandonando la blasonada casa familiar para hacerse cargo del niño. La decisión de la adopción la consensuaron los dos hermanos de mutuo acuerdo.
Ambos niños ingresaron en el colegio de los maristas de la capital, en régimen de internado, y allí hicieron la primaria y el bachiller. Aunque parecían hermanos en su trato, a la vista estaba que no lo eran. No solo su ausencia de parecido físico, era sobre todo su carácter, sus distinto porte, la diferente actitud ante la vida, lo que les colocaba en las antípodas en cuanto a temperamento: tierno y cariñoso, uno; huraño y frío, el otro; soñador y optimista, uno; práctico y realista, el otro; uno, simpático, se hacía querer; el otro, revirado, generaba una espontánea animadversión. Pero entre ellos se querían.
IV
(En el otro bando)
(En el otro bando)
Mal vestidos, mal armados, peor avituallados, aquellos hombres del bando perdedor -los perdedores-, ocupaban la orilla izquierda del río. Se resistían a pensar que su posición tenía los días contados. Sabían que era cuestión de tiempo, que en el momento que los de enfrente dijeran -¡Vamos!- se acabó. Pero no querían admitirlo. Se agarraban a la intervención de última hora de las potencias amigas. "¡Ja!", ilusos. El Séptimo de Caballería no llegaría nunca. Pero ellos se aferraban a esa idea, o a algún milagro de esos que no suelen producirse casi nunca. Se aferraban al casi con la fe de un mártir.
Ahora, en esta tensa calma en la que estaban, ocupaban el tiempo en lavarse la única ropa que tenían, en aprestarse el uniforme o la vestimenta que llevaran -pues ya se sabe que entre ellos había muchos milicianos no pertenecientes a ningún ejército regular-, en proveerse comida que complementase el escaso rancho que les llegaba. Sí, por supuesto, había su tiempo para la distracción, ¡cómo no!. Como los de enfrente ellos jugaban a los naipes, pero en barajas tan gastadas que era difícil saber ya el palo al cual pertenecían, y eso cuando no les faltaba alguna carta; como los de enfrente también escribían a sus novias, mujeres y madres, a las que echaban de menos.
A aquel sector en particular les había tocado la lotería. Al otro lado del río había un hijo de mala madre que no respetaba la tregua. No se podía uno relajar, ni caminar erguido por la trinchera, pues a nada que uno asomaba la jeta, la punta del casco, o una mano, sonaba un disparo y el blanco era casi seguro. Así había matado a dos y herido a varios más. Por más que lo imprecaban, por más que intentaron que alguien allí enfrente pusiera coto a aquel desmán, la única respuesta que obtenían era el "pacúm" de turno.
Pepín El Lira era un muchacho de mirada limpia, que con apenas cuarto siglo de vida tenía ya toda la experiencia de un hombre maduro adquirida aceleradamente durante los dos últimos años. Entre otras cosas, más o menos útiles, era incipiente poeta y compositor de sus propias canciones, las cuales solía interpretar él mismo a la guitarra enamorando de esta forma a las chicas románticas. Eso, antes de estallar la guerra, claro. Se le auguraba un espléndido futuro en el mundo del espectáculo, pues a sus innegables dotes artísticas añadía el seductor encanto de las almas perpetuamente joviales y eternamente juveniles.
A Pepín el inicio de la guerra le pilló en el sitio equivocado y tuvo que embarcarse en una pequeña odisea para alcanzar la zona amiga, donde inmediatamente se enroló en una de las milicias de base anarquista. De natural tolerante, era un espíritu inquieto y rebelde, pero su talante estaba en las antípodas de aplaudir o justificar la violencia. Por eso, si bien su pensamiento, por alergia a toda autoridad y rigidez social, se sentía próximo a los postulados de un Proudhon, un Kropotkin o un Bakunin, y estaba contaminado por la mística individualidad de un Nietzsche, no admitía la violencia como medio para obtener esa libertad a la que, según su parecer y convicción, tenía derecho todo hombre. Pero solo había dos bandos para posicionarse, y cada uno era una taracea de elementos dispares (no pocas veces antagónicos), a los que unía únicamente un interés circunstancial de clase, moral o privilegios (y aun esto a veces era difuso).
El Lira tocaba la guitarra y cantaba, no solo para sus compañeros de pelotón, sino para la tropa del regimiento en general allí donde se le demandaba; también les recitaba sus poemas escritos sobre la marcha, a salto de mata, entre acción y acción, que solían tener, además de un matiz cronístico, un tono íntimamente épico y consolador, convirtiéndose, cuando la ocasión lo requería, en enardecidos manifiestos de la dignidad humana.
Era una distracción que todos agradecían, pero que al sargento Mínguez no le acababa de entusiasmar porque decía que ablandaba la moral de los combatientes. Mas como donde manda patrón no manda marinero, y al capitán que mandaba la compañía le parecía no solo apropiado sino aconsejable, ahí estaba Pepín, El Lira, rasgando su Ramírez con puente de palosanto en los momentos de asueto.
V
(La Bodega)
Se aprovechaba admirablemente bien el relieve accidentado de la región y el subsuelo calizo: aquellos cerros, en las proximidades de las zonas habitadas, era común que estuvieren horadados por la mano del hombre para contener los lagares artesanos y las bodegas donde guardar el vino de los rigores del caluroso verano. Eso, los soldados lo sabían.(La Bodega)
Las posiciones estaban estabilizadas a un par de kilómetros de un pequeño pueblo que había cambiado de manos un par de veces a lo largo del último año. Se trataba de una de esas poblaciones de algo más de doscientos habitantes encaramadas a la abrupta orografía del Maestrazgo. La guerra había diezmado su demografía, pues los hombres habían sido movilizados -o muertos por mutuas revanchas-, y no quedaban más que ancianos, mujeres, niños y tullidos. Como todos los enclaves de la zona, entre su actividad eminentemente agrícola había espacio e interés para el cultivo, entre otros frutales, de la vid. Eran viñedos recios, muy resistentes, tanto que la filoxera que azotara todo el sur de Europa a finales del siglo XIX y primer tercio del XX no había podido con ellos. El vino de esas vides era como la tierra, como sus gentes: duro, áspero y peleón. Bueno para beber joven por lo frutoso y corpulento, pero de mal envejecer por lo oxidativo.
A las afueras, en una hacienda algo más alejada del núcleo urbano, en una pequeña meseta del ondulado terreno, había una hacienda de labrantío con la típica casa de adobe, cuadras para el ganado de tiro, corrales para animales de granja (ahora vacíos) y, en medio, una pequeña era para desgranar el cereal. Apartada, aprovechando la ladera que desde una colina adyacente descendía hasta el fondo de un barranco se podía ver la entrada, enmarcada con ladrillo enlucido, de la bodega. Su estructura era un tanto especial, pues, al contrario de las otras de la misma zona, disponía de una entrada -o salida- supletoria en el fondo del barranco, unos doce metros por debajo de la principal, disimulada en la maleza. Él porqué de esta segunda puerta es un misterio que se llevó a la tumba quien la construyó. El caso es que ahí estaba. Ni qué decir tiene que este acceso estaba al abrigo de las miradas, tanto de la hacienda como del pueblo, que se encontraba al otro lado de la cárcava.
La bodega, algo más grande, también, que las de su entorno, además del lagar de piedra, disponía de varias galerías a distintos niveles donde reposaba el vino en grandes botas de castaño y bocoyes de roble, y de una sala rectangular, más ancha que las galerías, donde se degustaba el caldo y que, ocasionalmente, sobre todo en verano, era utilizada como merendero.
El pueblo no era un sitio totalmente seguro, lo ocupase quien lo ocupase, pues al estar tan cerca del frente no era extraño que algún comando se dejara caer por él y realizara una razzia contra el enemigo circunstancial -fuera un bando o el otro, dadas las alternativas ya referidas más arriba-. Eso, también lo sabían aquellos soldados. Y por eso el lugar era considerado tácitamente tierra de nadie.
En la noche, ya se sabe, todos los gatos son pardos, y, en las noches de luna nueva, apenas son más claros que el ébano. Los soldados aprovechaban las noches sin luna para acercarse al pueblo con sigilo y rapiñar lo que se pudiese.
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