domingo, 26 de febrero de 2012

La Jungla




I
Ignoro cómo he llegado hasta este sofocante y ominoso lugar... Pero aquí estoy. A mi alrededor, la naturaleza se muestra tan ferozmente abigarrada que parece competir consigo misma por cada palmo de terreno: plantas parasitando a otras plantas, aprovechándose de ellas, de su alimento, ahogándolas, aferrándose a sus troncos y ramas para encaramarse por su altura en pos del sol, que allá arriba, sobre la tupida cúpula del follaje, brilla ajeno a este inframundo. Una multiplicidad de insectos y sabandijas pululan por todos lados, volando, deslizándose, saltando o correteando; ocasionalmente los veo, o los oigo, o los presiento desplazarse por un suelo alfombrado de detritos en constante putrefacción, sustrato de todo cuanto se alza pretendiendo huir, alejarse de aquel su corrupto lecho. De las ramas, colgando, mimetizadas, esperando el descuido de las incautas víctimas, sinuosas criaturas reptantes olfatean el aire con su escrutadora lengua bífida. Y todo, en medio de un calor intenso y sofocante, de un aire denso y enrarecido que asfixia el aliento ya en el interior de mis pulmones.
No entiendo nada, no sé qué hago aquí, si bien se podrían establecer diversas hipótesis que explicaran mi insospechada aparición en este inhóspito entorno, todas dotadas de verosimilitud: igual pudiera deberse al aterrizaje forzoso de una de esas avionetas bimotores víctima de una tormenta que hubiera herido sus alas con un rayo, o como consecuencia de un naufragio al ser arrojado el barco en que viajaba, ya desarbolado, por una galerna contra los rocosos acantilados, en ambos casos la perplejidad sería producto de la amnesia sobrevenida al accidente; o bien, en el caso menos probable, pero más moderno y acorde con los tiempos que corren, ser producto de mi accidental deslizamiento por un agujero espacio-temporal de esos que, parece ser, la nueva ciencia demuestra factibles tras el hallazgo de la curvatura del espacio sobre sí mismo y del desdoblamiento del tiempo atendiendo a la superposición dimensional. El caso es que ya fuera por una justificación Burroughsiana, Conradiana o Wellsiana, me encontraba en el corazón de lo que sin ningún género de dudas tenía toda la amenazadora apariencia de una intrincada y tenebrosa jungla.

Intento caminar por esta fronda opaca, poco más que impenetrable, cosa que se me hace en extremo dificultosa. Prefiero no mirar dónde pongo los pies, a pesar del sonido quebradizo que me llega desde abajo. El hecho de calzar una buenas botas de cuero de media caña me tranquiliza ante la posibilidad de recibir mordiscos o picotazos de seres invisibles a la vista, pero que sin duda están ahí, debajo de mis suelas, sufriendo el peso de mi patosa perplejidad. Tengo la sensación de no pisar siquiera el suelo, dudo incluso de que este lugar tenga un suelo convencional. Más bien parezca que me desplazo sobre una alfombra de mullida podredumbre orgánica, húmeda y viscosa. Mis pantalones de gruesa loneta casi impermeable dan continuidad ascendente a la tranquilidad que me proporciona el calzado.
A veces noto algo que se me agarra a los pies, quizá no sean más que ramas filamentosas, juncos rastreros, o... algo menos leñoso y vegetal, algo más... muscular o articulado, levanto el pie enérgicamente y realizo con firmeza el siguiente paso. Sea lo que fuere, cede en su pretensión; mi pie, liberado, hace crujir de nuevo la materia que le sirve de apoyo, chapotea o se enloda al posarse más allá,
Algo parecido a una inquietante y creciente excitación me va inundando. Mis manos no dan a basto separando lianas, arbustos y zarzas que hieren y desgarran mi piel. Pareciera que la selva misma fuera una inmensa planta carnívora y yo una desgraciada víctima caída en su abominable seno. Felizmente, el ambiente siendo asfixiante no es letal, nada hace presumir en él la naturaleza de un jugo gástrico, ni tan siquiera de un gas ponzoñoso, pero todo en derredor obra como si quisiera prenderme, abrazarme y digerirme.

De vez en cuando un débil rayo de sol, hilo de oro o venablo luminoso, penetra lo impenetrable y subraya la atmósfera dantesca que me envuelve. Allá donde me alcanza la vista (no más de cuatro o cinco metros, antes de que un parduzco y grisáceo telón me oculte una más lejana realidad) no diviso un camino, una senda, una claridad hacia la cual dirigirme. El panorama es uniformemente limitado y desesperanzador. Imposible orientarse, solo sé dónde esta el arriba y el abajo: arriba, el sol, oculto por una cúpula impenetrable; abajo, un indescriptible terreno que más parece un pringoso fondo gástrico. En mi mente una idea, no obstante: "no te detengas, camina". Y camino, sin saber hacia adónde, pero avanzo (o quizá esté retrocediendo...). He de salir de aquí. No sé cómo he llegado, pero he de salir.
Mi corazón me guía, ya que mi cabeza no puede hacerlo. El calor, la humedad, la pastosidad del aire, la ausencia de un horizonte, en fin, la opresión resultante, me impide pensar, dificulta que mi cerebro funcione con un mínimo de fluidez, de lógica, de reflexión. Además, el hecho de no encontrar una explicación a mi presencia en este lugar ha dinamitado mi capacidad especulativa. Estoy a merced de mi voluntad: o ella me saca de este atolladero, o sucumbiré. No pocas veces he de escapar de las fauces y el abrazo subsiguiente con que desde arriba intentan atraparme leviatanes constrictores que me ven como un regalo inesperado; mas, por suerte, me basta un gesto enérgico de los brazos simultáneo a un rápido movimiento de esquiva, un grito que se ahoga en mi garganta, o mis propios colmillos, para conjurar el peligro. Los enemigos que me salen al paso carecen del empecinamiento resueltamente aniquilador de los seres apocalípticos. Esto me da un atisbo de optimismo y hace que no decaiga mi ánimo. Sigo, resuelto.
La vegetación se cierra aún más por momentos; ya ni piso el suelo, camino sobre ramas rastreras, raíces superficiales, densas matas de plantas innombrables. Aunque tropiezo, me resbalo y trastabillo no llego a caerme (pienso que eso sería fatal, que entonces estaría perdido, que la selva me engulliría sin remedio), el enramado y el follaje me lo impiden. Pero los brazos, la cara, el cuello, los llevo sangrantes, lacerados, desgarrados, arañados, hendidos, azotados, por mil látigos y espinas,... o bocas que quieren su parte en el festín.


II
A pesar de la repugnancia que siento no tengo otra opción que beber el líquido (que imagino agua) remansado en oquedades de troncos y en cálices de flores gigantescas --no el del piso, de ese no me atrevo. El sabor es putrefacto, pero es agua, y debo combatir la deshidratación. Una punzada en el estómago y un súbito debilitamiento me recuerdan que también he de comer algo, reponer fuerzas. La constante marcha, el esfuerzo sostenido, la inquietud insuperable, me han quemado aceleradamente las energías. Miro a mi alrededor... ¿qué comer en semejante sitio? ¿de qué puedo fiarme? Pero el hambre es más fuerte que la prevención, mi faceta animal se impone (una vez claudicado mi neocórtex, la parte límbica de mi cerebro toma las riendas). Huyo de los frutos demasiado vistosos y de aquellos demasiado nauseabundos, solo hinco el diente a lo que me merece una mínima confianza, y a pesar de ello, mastico una pequeña cantidad y espero. Nada de lo que hay aquí me resulta familiar, luego he de fiarme del instinto; lo hago. A veces, he de escupir lo catado por demasiado acerbo o desagradable; otras, paladeo con algo parecido a la delectación (sensaciones adulteradas por el hambre). En esta espesa selva no abunda lo dulce: al no llegar el sol no maduran los frutos, los ácidos no se convierten en azúcares, permanecen ácidos (lo que no deja de evocarme, de nuevo, los jugos gástricos); pero al menos la presencia de sustancias concentradas, de textura densa y friable, semejante a la del queso, me da la impresión de estar comiendo algo proteico. En esta situación, y no sabiendo cuándo me será concedido salir de aquí, no escatimo algún insecto que se me acerca descuidado o con aviesas intenciones. No dudo en devorar al pretendido devorador. Alguno de estos insectos, que al masticarlos crujen como torreznillos, sí me transmiten el sabor de lo dulce, incluso lo amielado (quizá sean libadores de estas flores de sombra, o quién sabe, si acaso liben el polen de flores aéreas que abren sus corolas a la luz del sol, allá arriba, donde mi vista no llega...). Tras esta última reflexión se me ocurre: ¿y si decidiera encaramarme a lo alto, intentar vislumbrar desde allí el horizonte, precisar así dónde me  encuentro, y, por tanto, qué camino tomar? Pero enseguida pienso que si me sale al paso una de esas grandes serpientes que rivalizan con las más gruesas ramas en diámetro estaría irremisiblemente perdido. Desecho la idea de trepar. Decido continuar.

Un sonido que no proviene de mis pies, ni de mi cuerpo, ni de la acción de mi cuerpo sobre la vegetación, me sobresalta. Aunque es un sonido sigiloso, acostumbrado como estoy al que yo provoco, lo percibo con distinción. Me detengo. El sonido también se detiene. Retomo la marcha volada sobre el lecho reticular de la intrincada vegetación; el sonido vuelve a surgir, lo ubico a mi derecha y detrás. Sigo caminando pero con la máxima atención y mirando de reojo. No logro ver nada. Sea lo que sea se mimetiza perfectamente con el ambiente. Está cerca, muy cerca. Me preparo para lo peor. Sea lo que fuere no es más pequeño que yo. Presumo que tenga cuatro patas y pertenezca a la familia de los félidos. Si es así estaré perdido. Sin armas, ni un cuchillo siquiera, no tendré nada que hacer. No tengo miedo, después de toda la zozobra vivida no hay lugar para el temor en mi corazón. Por un momento me vuelve la idea de ascender a lo alto, pero si lo que me acecha es un felino podrá seguirme. El animal que hay en mí reacciona, recuerda de cuando fuera simio, agarro con las manos ensangrentadas las lianas que cuelgan de un grueso tronco al que se abraza una enredadera y comienzo a trepar... De pronto, oigo una voz detrás de mí; es una voz ronca, cavernosa, casi suplicante...
-No lo hagas.
Me detengo petrificado. La voz ha ejercido sobre mí el efecto de un dardo paralizante. Giro la cabeza, y observo, por debajo (apenas había trepado ya dos metros), la silueta umbrosa pero reconocible de... ¡Un tigre! ¡Cielos, un tigre me estaba hablando! Por más que miré, no vi a nadie más. El tigre, creo que sonriendo (quizá fuera mi imaginación, la que así interpretara un ligero estiramiento de sus belfos), volvió a repetir,
-No lo hagas. --y, esta vez, en tono admonitorio, añadió:-- arriba hay peligros que ni imaginas. Te desaconsejo que sigas trepando. --Yo estaba atónito, pero, sobreponiéndome y tras una primera reacción que me llevó a encaramarme otro medio metro, me volví hacia él y le dije:
-¿Por qué debo hacerte caso? ¿No me estarás engañando para que baje y así devorarme? --(lo que menos me preocupaba a estas alturas es que estuviera hablando con un tigre, después de lo vivido, empezando por mi inaudita presencia en aquel lugar, nada me extrañaba ya).
-¿Devorarte? Si hubiera querido devorarte ya lo habría hecho: pero, al hacerlo hubiera acabado con lo más parecido a una compañía que este lóbrego lugar me ha proporcionado en mucho tiempo --y mientras me hablaba había adoptado una posición sedente, quizá con la intención de infundir tranquilidad y confianza en su interlocutor--. Llevo siguiéndote un largo rato, te he visto luchar contra la selva, contra tu corazón, contra tu imaginación. Tú no te has dado cuenta de mi presencia, bastante tenías con tu angustiosa situación. Después, cuando ya has logrado acallar tu turbación, y tus sentidos han vuelto a volcarse hacia el exterior, y tu mente se ha apaciguado y, por tanto, has recobrado la disposición para captar de forma inconsciente el entorno, es cuando has reparado en mi presencia.
"No, mi querido compañero de selvática prisión, si hubiera querido acabar contigo lo habría hecho mucho antes. Te he estado observando. Para ser un recién llegado te has desenvuelto bastante bien en un medio tan adverso. No te has amilanado, no has sucumbido a la desesperación. Has resistido, has luchado, no has cometido errores, ni tan siquiera has rezado o te has encomendado a nadie de fuera. Eso me ha gustado. Pero no podía consentir que te perdieras. Es fácil pensar que arriba está la solución. Eso solían pensar los que han llegado aquí en el pasado y decidieron subir, esa fue su perdición. Porque ellas están allí, aguardando: se alimentan de la ilusión de la gente ¿sabes?. Los que ascienden creen que van hacia la luz, cuando la verdad es que los espera el vientre del Leviatán."


III
Mientras aquel enorme tigre hablaba me fui tranquilizando. Aunque no dejaba de asaltarme la taimada actitud del Shere Khan para con Mowgli, ni la de esos devoradores de hombres que en Bengala causan el pánico no con sus colmillos o sus garras, sino con su astucia para llevar a cabo estrategias dignas del mismo demonio, no de un animal; acaso por eso se los denomina demonios rayados. Pero, por otro lado, soy consciente de que en el fondo de estas historias hay un poso legendario y mágico, que concibe a este tremendo y bello felino, capaz de derribar a un búfalo de un zarpazo, el poder de lo innombrable; su capacidad para la emboscadura, que lo hacen poco menos que invisible hasta el momento fatal en que la escapatoria es imposible, contribuye así mismo a esta fama de ser procedente de otro mundo que aparece y desaparece de éste a voluntad llevándose consigo el producto de sus carnívoras razias (pues se asegura que sus víctimas desaparecen sin dejar rastro).
Pero soy realista: este fantástico mundo en que me encuentro, y al que no sé cómo he llegado, poblado de seres fantasmagóricos y tigres que hablan, no puede regirse con las mismas coordenadas de aquel otro mundo de donde vengo. No obstante he de actuar con cautela. Este tigre parlante no da la sensación de ser un taimado devorador de hombres, sino, antes bien, encuentro en él mucho de humano, demasiado humano... pero nunca se sabe. Opto por el diálogo: a través de él intentaré aclarar mis dudas, saber de su naturaleza e intenciones; y, lo más importante: quizá pueda ayudarme a salir de este lugar.
-¿Quién eres tú, tigre que habla? ¿Perteneces a este lugar o has llegado a él, como yo, inexplicablemente? ¿A qué leviatanes te refieres para desaconsejarme la ascensión a las alturas?
El tigre, me mira --distingo en su mirada más curiosidad que hambre--, y menea la pesada cabezota donde alberga una envidiable dentadura presidida por colmillos como alfanjes. Después se mira la zarpa derecha de la que han aflorado las curvas y afiladas garras como si estuviera pasando revista a su filo, se las frota contra la espesa mata de pelo blanquecino que tapiza su poderoso pecho, y, tras envainarlas en su mullida funda, vuelve a posar la pata en el suelo. Después alza el bigotudo rostro rayado hacia mí para proceder a dar respuesta a mis cuestiones --o al menos, eso espero.
-¿Quién soy yo? En la respuesta a esta pregunta se halla también la respuesta a tu propia naturaleza. En cuanto al lugar,... bueno, digamos que pertenezco y no pertenezco a él, como tú (aunque aún lo ignores); y los leviatanes,... digamos que son avatares de la destrucción; imagínalos si quieres como enormes serpientes constrictoras, o mambas ponzoñosas con la apariencia de ramas, o artrópodos de letales quelíceros,... seres, de cualquier forma, hechos de espanto y horror. Abundan en todos los caminos que conducen a la luz. --y al decir esto escrutó la cúpula por encima de mí, como si tratara de ver a estos seres ignominiosos.
-¿Pero, cómo? --repuse-- ¿Qué quieres decir cuando afirmas que tu naturaleza explicaría la mía? ¿Cómo se puede pertenecer y no pertenecer, al mismo tiempo, a un lugar? ¿Qué tengo que ver yo con este sitio? Yo estoy aquí por un desgraciado accidente que aún permanece oculto a mi consciencia --al oír esta última frase, mi felino interlocutor estalló en una sonora carcajada que la maleza amortiguó como si los espasmos guturales fueran absorbidos por una materia esponjosa.
-JA, JA, JA,... --el tigre se revolcaba panza arriba por aquel infecto suelo que, no obstante, no manchaba su lustrosa y bella piel rayada--. JA, JA, JA,... Qué gracioso eres, recién llegado. Si dispusiera de un espejo se te aclararían todas las dudas. Pero espera,... --pareció dudar un instante, para determinar...--, ven conmigo, aquí cerca hay una charca (que te parecerá tan repugnante como todo este entorno, pero cuya superficie, aparentemente inofensiva, tiene la dudosa cualidad especular que se supone a todas las superficies líquidas donde se refleja la luz). En esa charca, a esta hora, si la cúpula del follaje no ha variado su disposición, un rayo de sol penetra hasta derramarse en ella. Allí podrás asomarte y contemplar tu verdadero rostro. --Y sin esperar mi respuesta (suponiendo que yo, al fin, picado por la curiosidad, lo seguiría), se dio la vuelta y comenzó a caminar con ese elegante y pasmoso sigilo que ha cimentado su fama de invisibilidad.
-¡Aguarda! --le grité-- Antes de confiar en ti y seguirte debes decirme quién eres. En ti aprecio una naturaleza diferente a la del felino, te mueves y actúas como un felino, pero hablas y te expresas como un humano. ¿Por qué extraño sortilegio has adquirido esa capacidad? --Pero, por toda respuesta, solo alcancé a oír mientras se alejaba,
-Confía en mí. Sígueme.
Antes de que desapareciera en la espesura me precipité tras él.

Al poco llegamos a una zona que si no dotada de mayor claridad, si era más diáfana. La vegetación se abría en una especie de bóveda irregular, acogiendo en su medio una charca de negra superficie poblada por extraños nenúfares de flores descoloridas, algas barbudas y oscuros presentimientos. En la zona más alejada a donde nos encontrábamos, un rayo de sol algo más grueso de los habitualmente hallados por mí hasta ese momento incidía como un foco en la superficie de aquel siniestro estanque. Rodeamos las márgenes para encaminarnos hacia aquel lugar milagrosamente iluminado. El tigre, que se había adelantado, me esperaba sentado al borde de la ciénaga. Cuando llegué, me quedé mirando aquel exiguo espacio iluminado entre la omnipresente penumbra. Daba la impresión de uno de esos ovalados espejos de tocador. Un súbito temor inundó mi corazón e hizo estremecer mis miembros.
-Date prisa. El rayo de sol no va a estar ahí a tu disposición todo el día. Pronto desaparecerá. Acércate y descubre lo que hay tras el velo de Isis --y subrayó su recomendación, que casi sonaba a mandato, con un gesto de la zarpa indicando el lugar que debería ocupar.
Me acerqué lentamente. Siempre mirando el reflejo que semejaba una lentejuela en aquella superficie mate. Lo que hubiera debajo permanecía oculto a la vista. Por la cabeza se me pasó la idea de que cuando adelantara el rostro hacia aquella zona especular, desde la profundidad de sus sombrías aguas emergerían las terroríficas fauces de alguna de esas criaturas de los pantanos. Dudé. Me arrodillé con cuidado. (En mi mente resonando las últimas y enigmáticas palabras del tigre: descubre lo que hay tras el velo de Isis).
-No temas, yo estoy aquí para protegerte --dijo el tigre, leyéndome el pensamiento y percibiendo la zozobra en que se hallaba mi ánimo; pero insuflando aún más misterio: ¿De qué debía protegerme?
Apoyé bien las manos en unas raíces o ramas, semejantes a las que abundan en los manglares, que orlaban las orillas de la charca y me adelanté con los ojos cerrados. Poco a poco, entreabriendo los párpados lentamente, ante mí comenzó a aparecer una imagen...


Epílogo
Traspasado por la imagen que aquellas inmundas aguas me devolvían de alguien a quien no reconocía (más inmundas aún por lo que me revelaban, espejadas por el furtivo rayo de sol), me lancé hacia atrás con brusquedad sin reparar que daría con mi trasero en el pútrido suelo. Fue como si de repente se encendiera la luz en una habitación previamente a oscuras. A un mismo tiempo todo se desvelaba, pero, a la vez, nuevas incógnitas suplantaban a las antiguas surgidas a la luz de la revelación.
¿Qué podría decir acerca de lo que contemplé como lo que debiera haber sido mi rostro? Nada había en la imagen reflejada en la charca que hiciera recordar los familiares rasgos de lo humano: mis rasgos, los que estaba habituado a contemplar todas las mañanas durante el aseo. Ni mis manos, seguidamente expuestas al reflejo, correspondían a esas herramientas que dicen ser, junto con el aparato fonador, el origen distintivo de la humanidad (si es que hemos de dar por buena esa máxima que defiende que la función hace al órgano, retroalimentando éste el circuito de una inteligencia siempre en constante evolución). Me quedé mirando alternativamente al agua y a la cara de mi compañero tigre. Él volvió a estirar los belfos en un gesto que indudablemente tenía toda la significación y la apariencia de una sonrisa. Ahora comprendía qué me había querido decir cuando sugería su presencia protectora. Ya me estaba protegiendo... ¡de mí mismo!, de mi peligrosa deriva hacia la locura. Esa sonrisa inhumana, de felino diseño, ejerció sobre mí el benéfico efecto de un antídoto que resuelve, instantáneo, la letal acción de un potente veneno.
-Entonces, tú... --acerté a balbucear--, tú...
-Efectivamente, yo, desde mí mismo, no soy el feroz depredador que aparento. Yo no me siento tigre; acaso no lo sea (aún no lo sé con certeza absoluta). Ya pasé un día por lo que tú estás pasando ahora. Como a ti te ha sucedido, llegué súbita e inexplicablemente a este extraño lugar con apariencia de jungla. Como en tu caso, yo vagué sin rumbo entre esta amenazante espesura, sabiendo de mi constitución humana, de que yo caminaba con pies y no con patas, que yo apartaba la vegetación que se empeñaba en cerrar mi camino con las manos y no con zarpas, que en mi boca los colmillos apenas sobresalían de los molares, que mi piel se rasgaba y sangraba,... En una palabra, yo era completamente ajeno a mi nueva naturaleza, si es que era nueva, si es que la naturaleza virtual no era aquella otra, la de homínido que durante años había llevado en aquel otro mundo tan diferente y, no obstante, tan semejante a éste. Como a ti te ha acaecido conmigo, a mí también se me apareció otro ser: un chimpancé de barba ya blanca, maduro por tanto, sino viejo. Él me condujo --como yo a ti-- hasta esta charca, y así descubrí ésta mi nueva condición felina. ¿A qué se debía esta nueva condición? ¿Qué traducía? ¿Tenía alguna relación con mi forma de ser anterior? No lo supe, y aún hoy lo ignoro, aunque lo barrunte; mas la más educada de las discreciones me impide aventurar siquiera una hipótesis.
Aquel que fuera mi ocasional compañero y protector, un día ya no pudo aguantar más y decidió emprender la aventura. Decía que dada su calidad de simio, acostumbrado por tanto a desplazarse por los árboles con la misma facilidad que yo por el suelo, podría arrostrar el riesgo con ciertas garantías de sortear el peligro que se cierne en las alturas. Todavía resuena en mi memoria, como si hubiera sucedido ayer, el espeluznante grito que escuché al poco tiempo de que desapareciera de mi vista, engullido por la cúpula que pretendía traspasar. De nada le valió su habilidad trepadora, de nada su conocimiento del medio aéreo, de nada su determinación. Lo extraño es que decidiera dirigirse hacia su ineludible final cuando él mismo ya me había prevenido --como yo a ti-- de aquellas copas que ocultaban el sol y el terror con su follaje.

-¿Pero, entonces --le dije-- qué es este sitio? ¿Qué nos ha pasado? ¿Tienes respuesta a esto? ¿O estamos condenados a errar en esta doble oscuridad: la física y la intelectiva? ¿Hasta cuándo? ¿Sucumbiremos nosotros, también, un día, y nos lanzaremos hacia arriba buscando nuestro fin pretendiendo nuestra salvación? Es demasiado desesperante solamente pensarlo...
-Certezas tengo pocas, compañero, y muchas dudas aún, pero el tiempo pasado aquí (el cual no me atrevo a determinar), abonado con infinitos momentos de reflexión, me empuja a pensar que en realidad esto no es un lugar, sino un estado. Sí, mi recién llegado, estoy cada vez más convencido de que este ambiente opresivo no es producto de ninguna telúrica voluntad infernal, sino que es el resultado de una crisis de la universal inteligencia. Un estado al que abocamos en un momento determinado de nuestra vida (incluso podemos visitarlo en diversas épocas de la misma), una especie de falla en esa continuidad vital que es la existencia, falla producida por terremotos cuyo epicentro se encontraría, no en un lugar --como este no lo será-- sino en el equilibrio de fuerzas que hacen posible todo lo que es. --(No cabía duda alguna que el tigre había sido todo un personaje en su existencia humana; quizá algún sesudo catedrático de Metafísica Existencial o Lógica Aplicada...).
-¿O sea que todo esto acaso no sea más que un paisaje mental? ¿Una idealización de un estado anímico? ¿Algo parecido a un sueño, a una ilusión, a un espejismo, a la pesadilla de un drogadicto bajo los efectos de un poderoso alucinógeno? ¿Me quieres decir eso?
-No, no -movía la cabezota y una zarpa en señal de negación-. No has comprendido nada. ¿Aún necesitarás pasar una eternidad por aquí --como la que yo acaso lleve-- para darte cuenta? Esto no es una ilusión, no menos, en todo caso, que nuestra vida humana. Porque ¿quién nos asegura que no soñamos cuando creemos vivir? Estimo, mi abrumado y angustiado compañero, que este lugar-estado es tan real como lo es el fundamento y asiento de nuestra conciencia homínida. Tan real como la ciudad en la que vivimos: las calles atestadas de tráfico y ruido; la polución de los coches, calefacciones y equipos de aire condicionado; la suciedad que constantemente generamos y que nos amenaza; todos esos seres que parecen parasitar nuestra buena fe; esas bestias innombrables e invisibles que acechan nuestra vida, que la controlan por medio del miedo... todo eso poco difiere de lo que aquí hemos encontrado y que nos parece tan amenazante. Nosotros mismos estamos construyendo nuestra propia jungla preñada de horror todos los días, con nuestra ignorancia, desidia, ambición o conformismo. ¿Quién sabe si esto no es reflejo de aquello, si esto no es aquello, visto con otros ojos, los nuestros transformados, los nuestros abiertos de una vez a la realidad más real?.
Yo le miraba y escuchaba absorto. Ese ensimismamiento fue el que no me hizo percibir, en un primer momento, el hecho incontestable de que con mi pata trasera, de forma refleja, me estaba rascando el costillar.

Fin de La Jungla


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BANDA SONORA
(para La Jungla)

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ILUSTRACIONES
Henri Rousseau "El Aduanero" (1844-1910)


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