VI
Ocurrió que un buen día, de esos buenos días en que disfrutaban de la relativa calma que El Tuerto les permitía disfrutar, se descolgó Puche, el cabo mayor, con la propuesta:
-Chicos esta noche no hay luna... -dijo, dejando una gran pausa al final, como para dar misterio a sus palabras-. Y como no hay luna, y sucede que estamos hartos de pasarnos las noches mirando al cielo, podríamos aprovechar... -otro medido silencio, pretendidendo expectación-.
-Bueno y qué, acaba ya, pesao -le soltó Tainas, que no le gustaba nada que se anduvieran por las ramas cuando se dirigían a él.
-Tranquilo, Tainas, todo a su tiempo. No te sulfures que después te arrea la úlcera -le replicó, divertido, el cabo mayor; lo que provocó la risotada general-. Como esta noche no hay sombras, como estamos hasta los güitos de no hacer nada, como a todos nos apetece divertirnos un poco, y como hace la hostia que no nos echamos al coleto un buen traguito de vino... -y aquí de nuevo dejó la frase en suspenso. Los demás estaban mirándolo, pendientes de sus palabras, aunque ya vieron por donde iban los tiros (aunque mejor sería decir, los tragos).
-¡Bueno va! -repuso Tainas, otra vez-. ¿Nos vas a proponer una excursioncita? ¿No sabes que el capitán no quiere que bajo ningún concepto abandonemos el puesto? Sí, ya sabemos que es un enrollao y todo eso, pero no quiero ganarme un puro, tío.
-Nadie dice que tengas que venir tú. Yo os voy a hacer una propuesta, y el que quiera aceptarla que me siga -dijo Puche con la mayor naturalidad, como si estuviese proponiendo una merienda en el parque.
-A ver, propón -se dejó oír la voz de Pepín que estaba situado en segundo plano, tumbado boca arriba, mirando el cielo y aparentando no escuchar.
Ante el interés del Lira todos se aprestaron a hacer oídos al cabo mayor.
-Mirad, me he enterado (no me preguntéis cómo, porque es información confidencial -apuntó bajando la voz-) de que a un par de kilómetros de aquí, en el poblacho situado en la "ese" que hace el río, hay una finca separada del resto, ahora abandonada porque sus propietarios se cansaron del fuego cruzado y se largaron a Teruel. Pues bien, en esa finca, algo apartada de la casa (donde pudieran estar esos malparidos -otra vez en voz baja-), hay una bodega. Una bodega que tiene una entrada por arriba, a la altura del camino, y otra entrada por abajo, en el fondo del barranco, emboscada entre la maleza. Se puede acceder a la entrada inferior por el mismo barranco, y al barranco se puede llegar desde aquí siguiendo las cicatrices del terreno sin ser vistos, y menos en una noche sin luna. Podemos llegar, entrar en la bodega, tomarnos unos tragos de vino, llenar las cantimploras y listos, de vuelta a casita. ¿Qué os parece mi plan? ¿Cojonudo, a que sí?
-¿Eso es un plan? -dijo Homero, mientras se miraban unos a otros- Más me parece a mí una locura. Y no digo que no me apetezca salir de la rutina, y sobre todo, darme unos buenos coletazos de vino, pero... mi Cabo Mayor -acentuó con retintín-, ¿no le parece un tanto arriesgado?
-Vamos, Ricardo, no me vengas con esas; y tú menos. ¿Qué diría tu Héctor, tu Ayax o tu Aquiles, de los reparos que muestras (que sé que no son fruto del miedo, por supuesto -volvió a bajar el volumen de su voz-). El riesgo lo corremos simplemente estando aquí. Qué más da que te pegue un tiro ese cabrón de allí enfrente, o que en la próxima ofensiva te vuele la cabeza un obús que no sabes de dónde te cae. Al menos nos arriesgaremos por algo libremente elegido: si todo sale bien, pues de perlas, y sino, nos habremos buscado nuestra propia suerte. Considéralo como una ofrenda a tu Dionisos.
Todos rieron la ocurrencia de Puche. Les gustaba asistir a estos rifi-rafes que se traían los dos maestros de escuela. Daba gusto oírlos referir las hazañas de aquellos héroes inmersos en aquella otra lejana guerra, y el oportuno empleo que de las referencias hacían, tanto de la Ilíada como de la Odisea, adecuándolas a la situación. Creaba un clima de excepcionalidad y parecía dar un sentido más consistente y elevado, más épico a todo lo que estaban viviendo.
-¿Y bien? -dijo el cabo mayor- ¿Quién se apunta?
-¿Y el capitán? -dijo Barrena, el artificiero-
-Al capitán me lo camelo yo, no hay cuidado. Pero necesito tu ayuda, Pepín, para camelar al sargento -dijo, Puche dirigiéndose al poeta que se había sentado y escuchaba ya con atención.
-Cuenta con ella, cabo. Pero en mucho estimas mi influencia sobre el poco accesible Mínguez, me parece a mí.
-Anda, anda, no te hagas el roncero que todos sabemos que eres la niña de sus ojos -repuso Puche.
-Pues por eso mismo, quizás no quiera que me arriesgue. Peor me lo pones.
-Es que nadie ha dicho que tú tengas que venir... -dijo Puche, esperando la reacción de Pepín.
-¿Cómo? Que quieres que os proporcione el billete a jauja quedándome yo en tierra? ¡Usted alucina, mi cabo mayor! Si quiere mi ayuda será con la condición de mi participación en la expedición. ¡Faltaría más!
-Vale, vale. No, si yo lo decía, porque si lo vieras firme en que no accediese a que corrieras peligro, pues... podías, al menos, sacarle permiso para nosotros. Y si no permiso, ya sabes: cerrar los ojos, mirar para otro lado, por si las moscas. Nadie tiene por qué saber que él esté al tanto. Ya me entiendes. Para que se descargue de responsabilidad. Y tú... tendrías tu parte en el botín, obviamente: una flamante cantimplora de dos cuartillos de Maestrazgo Gran Reserva del 36. Ja,ja,ja... -rió Puche, haciendo reír a todos.
-Veré qué puedo hacer, cabo. Pero yo, voy.
La tarde estaba cayendo ya. El cielo se llenaba de los resplandores con que los inclinados rayos del sol incendiaban las desperdigadas nubes. Pepín fue a engatusarse al sargento Mínguez, un hombre recio, de unos cuarenta años, de mediana estatura, complexión fuerte y cara ancha en la que destacaba un amplio mostacho a lo Kipling que le caía en cascada sobre una boca de gruesos labios. Era un sargento chusquero que había conseguido los galones a base de años dedicado a manejar hombres, instruirlos, y cuidarlos; pero que no había podido proteger a su mujer, muerta en un bombardeo hacía menos de un año, allá en la retaguardia. Su carácter, antes irónico y mordaz, a raíz de este desgraciado suceso se había agriado un tanto.
VII
-¡Arturo, déjales respirar un poco, hombre; y a mí déjame dormir de una vez, que no paras, coño! -sonó fuerte la voz del sargento Girón, conminando a Pacúm al silencio.
-Aquí estamos para hacer la guerra, mi sargento, no para dormir la siesta. Yo al menos. Mientras mi capitán respete la forma en que yo encaro esta mierda de tiempo muerto, usted no tiene nada que recriminarme -respondió, en tono chulesco y seguro de sí, Arturo.
-Aburres a las ovejas, muchacho. No sé por qué el capitán te consiente esta actitud que nos pone en peligro a todos, buenas agarraderas debes de tener tú por ahí arriba.
-No necesito agarraderas, mi sargento. Me basto yo mismo y mi coherencia. Esto es una guerra, y la guerra no solo es pegar tiros en las batallas. ¿Ha oído hablar de la guerra psicológica, sargento? ¿Sabe usted que mis certeros tiros sin orden ni pauta determinada puede desmoralizar más a los de ahí enfrente que una ofensiva en toda regla? Eso lo sabe el capitán, y por eso no solo consiente, sino que me anima a que ponga de los nervios al enemigo. ¿Entiende, sargento? Aquí lo menos importante es que usted no pueda dormir porque le sobresalte el ruido de mis disparos. Estamos en guerra, ¿se ha enterado? y si no es capaz de dormir arrullado por los disparos es que no merece esos galones -Así se ponía Arturo, El Tuerto, cuando lo provocaban. Le daba igual quién tuviera delante, así se tratase del General Yagüe. A nada que dispusiera de una brizna de razón a la que acogerse la esgrimía como si fuese una tizona.
El sargento, a pesar de tenerlos bien puestos, sabía que no podía hacer nada ante aquel hombre de escasos veinticinco años que aparentaba tener el empaque de un tío bragado. Así es que cerró los ojos, se dio media vuelta e intentó seguir durmiendo, mientras mascullaba para sí cruentas e improbables venganzas.
Arturo podía ser un feroz hijo de perra, pero también era un tipo en quien se podía confiar. Cuando se pedían voluntarios para una misión, un comando de reconocimiento, cubrir un enlace roto, o cualquier otro marrón que debían afrontar un número reducido de hombres, generalmente una escuadra, ahí estaba él el primero; pareciera que tuviera un resorte en el cerebro: decir voluntario ante sus narices suponía escuchar el oportuno "¡presente!" antes de terminar la palabra. Y de hecho, por más que lo odiasen todos los del pelotón, si a esos hombres se les pidiera que eligiesen a alguien para que les cubriera en una situación difícil, ninguno hubiera dudado un instante, todos sin exclusión habrían elegido a Arturo, El Tuerto, también llamado Pacúm.
Les llegó la orden por el procedimiento ordinario. El ordenanza de comunicaciones Pero Galíndez les trajo el preceptivo mandamiento. El pelotón del Sargento Girón debía apostarse en una hacienda aledaña al pueblo, y quedarse allí, de guardia, para observar, sin ser visto, de cualquier movimiento que el enemigo pudiera realizar. Se trataba de cubrir aquel ángulo muerto y prevenir desagradables sorpresas. Corrían rumores de una contraofensiva y las informaciones eran confusas, mejor sería estar vigilantes.
-¡Me cago en el que ató a Dios! -Maldijo el sargento-. ¡Ya estamos, otra vez nos toca bailar con la fea! ¡Pero qué habremos hecho nosotros para merecer este honor! -no paraba de jurar con su voz aguardentosa aquel hijo del aspaviento. Arturo sonrió, sabía que si el sargento se ponía así significaba que habría misión a la vista; eso también significaba buenas noticias para él.
-A ver, muchachos, venid aquí -dijo el sargento, apenas más calmado. Y tras pasar una rápida revisión visual, preguntó:- ¿Y el Perrachica?
-No lo sé mi sargento, dijo que tenía que ir al hospital de campaña por un asunto privado -contestó el cabo Valdunciel- ¿Voy a buscarlo?
-No, deja, ya le informaré luego... -y, levantando la voz se dirigió a todos- ¡Ahora escuchad! -el sargento Girón, que no era precisamente enano, se había subido a una piedra, como lo haría un cura a un púlpito, para hacerse oír mejor- Nos han encomendado una misión, muchachos. Debemos abandonar nuestros trascendentales asuntos en la trinchera y ocupar una finca abandonada en la tierra de nadie. Por una parte estaremos mejor que aquí, en una casa como dios manda, con sus habitaciones y puede ser que hasta con sus camas. Por otro, no se puede esconder que existe un remoto riesgo: que al enemigo se le ocurra la misma idea y aparezca por allí. Eso sí -y clavó la mirada, con una mueca de irónico regocijo, en Arturo El Tuerto- el mando quiere que lo hagamos de una forma tan discreta que ni el sol debe de enterarse que estamos allí. Las órdenes son precisas: en ningún caso debemos ser detectados por el enemigo.
Dado el carácter observador de la misión, el pelotón lo formarían únicamente fusileros. Había que prescindir de armamento pesado, más difícil de disimular y, por tanto, más fácil de detectar; además, en caso de tener que poner tierra de por medio, mejor hacerlo con equipamiento ligero que lastrados por ametralladoras o morteros.
Con el sargento Girón iría el cabo Viriato y cinco hombres más, entre ellos, claro está, Arturo El Tuerto. Completaban el destacamento: Pero Galíndez -con la radio-, Juanín el Perrachica -rescatado del hospital-, García Beltrán -un mocetón que había probado su valor con resabiados morlacos de cuatrocientos kilos en las duras capeas de los pueblos-, y Emilio Balborraz -un estoico zamorano que llevaba como apodo el nombre de la empinada calle donde residía, allá en la capital del Duero.
Saldrían al caer la noche para poder llegar hasta su destino con la certeza de no ser vistos por el enemigo. Como dicha hacienda distaba un par de kilómetros de donde se hallaban, y dado que debían ir con precaución y sigilo, en tres cuartos de hora estarían allí.
Arturo, a pesar del aviso, no dejó de preparar munición suficiente para hacer la guerra por su cuenta. -Nunca se sabe- se dijo a sí mismo.
-Aburres a las ovejas, muchacho. No sé por qué el capitán te consiente esta actitud que nos pone en peligro a todos, buenas agarraderas debes de tener tú por ahí arriba.
-No necesito agarraderas, mi sargento. Me basto yo mismo y mi coherencia. Esto es una guerra, y la guerra no solo es pegar tiros en las batallas. ¿Ha oído hablar de la guerra psicológica, sargento? ¿Sabe usted que mis certeros tiros sin orden ni pauta determinada puede desmoralizar más a los de ahí enfrente que una ofensiva en toda regla? Eso lo sabe el capitán, y por eso no solo consiente, sino que me anima a que ponga de los nervios al enemigo. ¿Entiende, sargento? Aquí lo menos importante es que usted no pueda dormir porque le sobresalte el ruido de mis disparos. Estamos en guerra, ¿se ha enterado? y si no es capaz de dormir arrullado por los disparos es que no merece esos galones -Así se ponía Arturo, El Tuerto, cuando lo provocaban. Le daba igual quién tuviera delante, así se tratase del General Yagüe. A nada que dispusiera de una brizna de razón a la que acogerse la esgrimía como si fuese una tizona.
El sargento, a pesar de tenerlos bien puestos, sabía que no podía hacer nada ante aquel hombre de escasos veinticinco años que aparentaba tener el empaque de un tío bragado. Así es que cerró los ojos, se dio media vuelta e intentó seguir durmiendo, mientras mascullaba para sí cruentas e improbables venganzas.
Arturo podía ser un feroz hijo de perra, pero también era un tipo en quien se podía confiar. Cuando se pedían voluntarios para una misión, un comando de reconocimiento, cubrir un enlace roto, o cualquier otro marrón que debían afrontar un número reducido de hombres, generalmente una escuadra, ahí estaba él el primero; pareciera que tuviera un resorte en el cerebro: decir voluntario ante sus narices suponía escuchar el oportuno "¡presente!" antes de terminar la palabra. Y de hecho, por más que lo odiasen todos los del pelotón, si a esos hombres se les pidiera que eligiesen a alguien para que les cubriera en una situación difícil, ninguno hubiera dudado un instante, todos sin exclusión habrían elegido a Arturo, El Tuerto, también llamado Pacúm.
Les llegó la orden por el procedimiento ordinario. El ordenanza de comunicaciones Pero Galíndez les trajo el preceptivo mandamiento. El pelotón del Sargento Girón debía apostarse en una hacienda aledaña al pueblo, y quedarse allí, de guardia, para observar, sin ser visto, de cualquier movimiento que el enemigo pudiera realizar. Se trataba de cubrir aquel ángulo muerto y prevenir desagradables sorpresas. Corrían rumores de una contraofensiva y las informaciones eran confusas, mejor sería estar vigilantes.
-¡Me cago en el que ató a Dios! -Maldijo el sargento-. ¡Ya estamos, otra vez nos toca bailar con la fea! ¡Pero qué habremos hecho nosotros para merecer este honor! -no paraba de jurar con su voz aguardentosa aquel hijo del aspaviento. Arturo sonrió, sabía que si el sargento se ponía así significaba que habría misión a la vista; eso también significaba buenas noticias para él.
-A ver, muchachos, venid aquí -dijo el sargento, apenas más calmado. Y tras pasar una rápida revisión visual, preguntó:- ¿Y el Perrachica?
-No lo sé mi sargento, dijo que tenía que ir al hospital de campaña por un asunto privado -contestó el cabo Valdunciel- ¿Voy a buscarlo?
-No, deja, ya le informaré luego... -y, levantando la voz se dirigió a todos- ¡Ahora escuchad! -el sargento Girón, que no era precisamente enano, se había subido a una piedra, como lo haría un cura a un púlpito, para hacerse oír mejor- Nos han encomendado una misión, muchachos. Debemos abandonar nuestros trascendentales asuntos en la trinchera y ocupar una finca abandonada en la tierra de nadie. Por una parte estaremos mejor que aquí, en una casa como dios manda, con sus habitaciones y puede ser que hasta con sus camas. Por otro, no se puede esconder que existe un remoto riesgo: que al enemigo se le ocurra la misma idea y aparezca por allí. Eso sí -y clavó la mirada, con una mueca de irónico regocijo, en Arturo El Tuerto- el mando quiere que lo hagamos de una forma tan discreta que ni el sol debe de enterarse que estamos allí. Las órdenes son precisas: en ningún caso debemos ser detectados por el enemigo.
Dado el carácter observador de la misión, el pelotón lo formarían únicamente fusileros. Había que prescindir de armamento pesado, más difícil de disimular y, por tanto, más fácil de detectar; además, en caso de tener que poner tierra de por medio, mejor hacerlo con equipamiento ligero que lastrados por ametralladoras o morteros.
Con el sargento Girón iría el cabo Viriato y cinco hombres más, entre ellos, claro está, Arturo El Tuerto. Completaban el destacamento: Pero Galíndez -con la radio-, Juanín el Perrachica -rescatado del hospital-, García Beltrán -un mocetón que había probado su valor con resabiados morlacos de cuatrocientos kilos en las duras capeas de los pueblos-, y Emilio Balborraz -un estoico zamorano que llevaba como apodo el nombre de la empinada calle donde residía, allá en la capital del Duero.
Saldrían al caer la noche para poder llegar hasta su destino con la certeza de no ser vistos por el enemigo. Como dicha hacienda distaba un par de kilómetros de donde se hallaban, y dado que debían ir con precaución y sigilo, en tres cuartos de hora estarían allí.
Arturo, a pesar del aviso, no dejó de preparar munición suficiente para hacer la guerra por su cuenta. -Nunca se sabe- se dijo a sí mismo.
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