Ecos del Paraíso Perdido quedaron habitando en la mujer;
por eso el hombre la busca y, hallada, la goza embelesado:
porque espera hallar en ella la dicha obtenida y ya perdida,
porque espera recobrar en las cimas y los valles de su piel
la eternidad jubilosa que un tiempo sin tiempo disfrutó.
Campo fértil es de vida que, consciente,
acoge complacida la prolífica semilla
del pujante sueño erecto de los dioses.
De besos y embelesos. Héctor Amado
El sujeto y el objeto para este pintor español educado en Londres y París es, invariable, obsesivo, omnipresente, el cuerpo desnudo de la mujer. Un cuerpo, ciertamente, exaltado pero no irrealmente idealizado (como sucedería en Bouguereau, pintor más dotado, más profundo, más academista). Los cuerpos que Falero pinta son rotundos, muy femeninos, poco hay en ellos de idealización, es decir, de sugerencia al intelecto; son, antes bien, cuerpos que destilan la sensualidad de lo mórbido, de la carne naturalmente representada (y aquí carne no se utiliza con la acepción de mero objeto material, sino con la mayor de las cargas sensuales que la consistencia cálida y sugerente del cuerpo femenino pueda tener). La rotundidez de la forma actúa directamente sobre los sentidos, los estimula desde su explícita presentación, no necesita la artimaña de la sugerencia: los cuerpos hablan solos (ya los rostros sonrían pícara o francamente, ya se muestren inquietantes, eso es subalterno ante la línea depurada de las curvas voluptuosas que dicen más, en este caso, que los rostros).
Bien es cierto que todos esos cuerpos están bien formados, siguen el patrón de lo bello, de volúmenes redondeados, sinuosos, esplendorosamente turgentes, pero nada que se separe del canon de lo posible real. Solo que Falero lo utiliza y repite hasta la saciedad insaciable. Así en su Visión de Fausto o en la Salida de las Brujas, los cuerpos se repiten adoptando todo tipo de posiciones, escorzos, perspectivas, como queriéndonos presentar a una única modelo en todas las situaciones posibles. A ello ayuda una excelencia encomiable en el dibujo que raya en la perfección.
Hay en el arte de Falero una cierta tendencia, casi una premonición, de las pin-ups que tanto prosperarían ya entrado el siglo XX; lo que no es el caso -por seguir con la comparación- de Bouguereau. Si ambos trataron la figura femenina con predilección y admirablemente bien, en el segundo su formación y carácter academista hicieron que, si bien la mujer ocupa un lugar preferencial en su obra, no es exclusiva, como sucede en Falero. En Bouguereau lo que se dice es tan importante a cómo se dice, los rostros son más expresivos, las actitudes algo menos dinámicas (poco, no obstante) pero más dramáticas, y sobre todo, hay más detalle y refinamiento en los entornos, los fondos cobran importancia esencial en lo representado. Para falero, el entorno es anecdótico, solo sirve para establecer un contraste cromático con la luminosidad de la piel, con la definición de la curva, con la profundidad del volumen. Así en sus series estelares, en que aparecen los cuerpos suspendidos en el vacío, el fondo es negro o matizadamente blanco, en un caso reproduciendo el cielo estrellado, en el otro proponiendo un éter beatífico y nebulosamente imaginario. Esos cuerpos, entonces, presentados de esta forma, son aún más protagonistas; esos cuadros no contienen más historia, ni tienen más pretensión, que traernos a las mientes del placer -tanto estético como físico- la belleza del cuerpo de la mujer (cuando es bella, recalco). Incluso en las mujeres orientales (tema de moda en la pintura del siglo XIX), de formas más naturales, hay una transpiración placentera de belleza incontestable. Lo que está claro para el pintor granadino es que él intenta una y otra vez representar el Eterno Femenino que late en toda mujer, captarlo y presentárnoslo de las más sugestivas maneras, en las más variadas actitudes, desde todos los ángulos y puntos de vista, como queriendo recoger y plasmar las múltiples sugerencias que en la contemplación de la mujer se producen en el alma del hombre (o de otra mujer). Una mujer desnuda, por supuesto, libre del engaño y la ocultación que clama al intelecto: habla Falero de contemplación, no de excitación (ésta puede ser más poderosa con la sutileza del enmascaramiento, pues apela a la imaginación del que contempla), de satisfacción en la observación pasiva (o activa) de la imagen bella, no precisando, para ello, de otros medios que el prodigio de una fidelidad estilística que lo coloca en el límite entre lo natural real y lo natural ideal que habita el pálpito virginalmente libidinoso de lo femenino.
Código universal, el cuerpo desnudo de una mujer, porta toda la carga emocional con que la vida se nos muestra: es la primavera -la ilusión reverdecida-, pero también el verano -la pasión voluptuosa-, es el sueño y la posibilidad, el placer y la satisfacción, es el presente eternizado en un futuro inabarcable, es el futuro que se presenta inasequible, por más que colme el deseo: en esos cuerpos que Falero nos ofrece late la promesa que nunca se termina de cumplir, porque en ella reside el motor de la vida del hombre, que es mucho más que la perpetuación de una especie material, orgánica. En esos cuerpos vagamente ideales, turbadoramente cercanos, se encarna -voluptuosidad de por medio- el alma de la humanidad que desde el lienzo nos susurra al oído, con fascinante y provocadora intimidad, el más excitante de sus secretos.
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ICONOGRAFÍA
(Luis Ricardo Falero)
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