lunes, 13 de febrero de 2012

Chameleon




I
Ya desde niño se había sentido fuertemente atraído por él, no por esa facultad -que descubriría con el tiempo ficticia- de mimetizarse con el ambiente, esa pasmosa capacidad para el camuflaje que había hecho de él un modelo de referencia comunmente utilizado, sino por ese su asombroso modo de desplazarse manteniendo milagrosamente el equilibrio sobre dos de sus cuatro patas -una delantera, y la trasera del lado contrario- mientras las otras dos intentaban realizar un interminable  movimiento de avance: el paso que se iniciaba y retrocedía, titubeando, para volver a avanzar lentamente, como si sus miembros estuvieran aquejados de una patología nerviosa congénita, una especie de distorsión en la transmisión neuronal que le supusiera una especie de intermitente flujo de corriente alterna impidiéndole un movimiento continuo en la marcha. Se decía a sí mismo que éste debía ser el único espécimen que la naturaleza había producido de forma tan defectuosa, quizá como prueba de que en ella -la Naturaleza-, todo era posible, incluso que un ser aparentemente tan poco dotado pudiera ser capaz de prosperar durante eones: solo necesitaba hallarse en el medio adecuado. El caso es que aquel singular modo de andar siempre le había recordado a las viejas máquinas de vapor del tren, en que las bielas motrices, cuando la máquina se ponía en marcha, avanzaban y retrocedían, en ocasiones girando alocadamente, sin lograr desplazamiento alguno, las ruedas girando sobre sí mismas, hasta que, disminuyendo las revoluciones, comenzaban pesadamente su lenta progresión con aquel sonido peculiar del vapor saliendo por los aliviaderos, semejando resoplidos de alguien en pleno esfuerzo, y que acabaría por convertirse en la onomatopeya del tren en movimiento... Pero no era de esto de lo que quería hablarles: no de antiguos trenes tirados por románticas máquinas de vapor, ni de formas de deambular espasmódicas o titubeantes, ni tan siquiera de supervivientes pleistocénicos, no, nada de esto. Es precisamente esa virtud -que se demostraría ficticia, pero que, aún así, ha quedado ya en el inconsciente colectivo del imaginario popular- del camaleón para imitar el color, los matices, los diseños,... hasta el mínimo detalle de la naturaleza en la que está inmerso y que no era, a su parecer, el rasgo más asombroso y que más le había llamado la atención, la que es objeto de este relato. Porque, realmente, si les quería hablar del camaleón no es porque a él le asombrara más o menos cualquiera de las características o facultades de este antiquísimo reptil, se demostraran o no ficticias. El motivo es otro diferente, no ya de camaleón como sujeto, sino como atributo, me explico: si traigo aquí a ese extraordinario ser que es capaz de mirar independiente y simultáneamente hacia cualquier lado gracias a la forma individualizada con que puede orientar cada ojo, es porque es esa su facilidad para la mimesis -que quizá ficticiamente se le achaca- la culpable de que nuestro protagonista llevara su nombre por apodo.

Aunque su nombre de pila, simple, era común -Juan-, y su primer apellido, compuesto, lo era menos -Valduque de Mieris-, se le conocía por el alusivo alias de El Camaleón. Fluía por sus venas, si bien muy diluida ya, sangre flamenca inyectada a la castellana durante el siglo XVII, de cuando su primer antepasado ilustre, un hidalgo salmantino venido a menos, enrolado como soldado en los gloriosos y temidos Tercios de Flandes, decidiera poner la pica en una flamenca de buen ver, prendada y prendida del jubón de su flamante uniforme, que le disputó y arrebató a un lansquenete alsaciano con más facha que arrestos. La moza, que era de buena familia, contribuyó a que aquel humilde noble, que llegaría a capitán en el Tercio de Alburquerque y que se batiera valerosamente contra las tropas del Duque de Enghien en Rocroi, llamado Martín Valduque, volviera de las brumosas posesiones que el Imperio se esforzaba en mantener en el Mar del Norte con una nada despreciable fortuna y el primer apellido orlado en sonoro genitivo de sangre flamenca. Todos los descendientes de Martín Valduque pasaron, pues, a ostentar el primer apellido compuesto -Valduque de Mieris- como una especie de ínfula nobiliaria. Razón no le faltó al bravo y listo Martín en tal decisión, pues como se puede comprobar fácilmente no es lo mismo anunciarse como Juan Valduque, que proclamar que uno es Juan Valduque de Mieris; con un apellido así parezca promulgarse la identidad a toque de pífano y redoble de tambor. Y no puedo decir que este detalle nominal no añadiera leña a una hoguera ya de por sí viva y crepitante, ya que había quien fundaba en la tipicidad de esa sangre inyectada trescientos años atrás lo extraordinario de su capacidad para la imitación (no olvidemos que entre los de Mieris flamencos corría sangre de artistas dados a crear colores, es decir: de pintores) . Se creía que debido a esa azarosa recombinación que tiene lugar en el abstruso ámbito microscópico de los genes, aquella sangre extranjera habría derivado en una tal facultad que asombraba al cada vez más amplio entorno que lo rodeaba. Otros, en cambio, achacaban a un defecto enfermizo de chovinismo a los que aducían y defendían que era en el De Mieris donde habría que fundar esa su tipicidad camaleónica, como si el hispano Valduque no pudiera generar por sí mismo tal portento. Ya se sabe que en este país donde la envidia medra con la profusión y facilidad de una mala hierba, y el reconocimiento del talento ralea más que un trébol de cuatro hojas, lo que suena a extraño, a desconocido, a arcano, es más fácil asociarlo con lo maravilloso. Quizá fuera esta neutra razón, y no el provincianismo o el chovinismo, la que contuviera más proporción de veracidad. El ser humano siempre se ha resistido a admitir la respuesta más sencilla a las cuestiones que la vida le plantea cotidianamente, y menos aún si hablamos de una cuestión especialmente singular.


II
Porque, digámoslo ya de una vez, Juan Valduque de Mieris era apodado El Camaleón por su virtud para mimetizarse con cualquier ser con el que se relacionase, fuera cual fuese la forma que tomara esa relación; siendo capaz de reproducir casi con absoluta fidelidad, sobre todo, la forma de expresión. Lo más extraordinario era el carácter involuntario de esta facultad, pues no era un acto de premeditación, ni de libre y atenta labor de imitación intencionada, sino que se producía de forma automática, de manera refleja. Parecía que Juan Valduque de Mieris fuera, más que un camaleón, un espejo que reflejara la imagen que en él incidiera. Al principio, cuando niño, sí se pensó que era un afán contumaz por la burla, la causante de tal asombrosa imitación de gestos, de tono de voz, incluso de estilo y forma de hablar de todo el que estuviera en su presencia. No pocas regañinas y pescozones se llevó por ello. Pero el nulo resultado de tales reconvenciones acabaron por determinar que esa peculiar actitud no era fruto de aviesa voluntad, sino que era una especie de estigma reflejo con que la naturaleza lo había dotado, como a otros les impone el tartamudeo, la voz aflautada, la propensión a las flatulencias, o el talento del genio. De hecho, no otra cosa se pensaba acerca de esta tipicidad, la manifestación del genio, que en él, Juan Valduque de Mieris, se expresaba de esta forma: no en la capacidad para la creación original, sino en la facilidad para imitar cualquier estilo por refinado y elevado que fuese. ¿Acaso no se podía considerar una genialidad la recreación de lo original en un trasunto cuasi idéntico?
Menos mal que el espejo tenía manchas, que el camaleón no dejaba de ser camaleón, que la imitación, en fin, no era perfecta, extremo que hubiera podido generarle no pocos problemas en el ámbito de los derechos de autor. Aún cuando su capacidad imitativa era pasmosamente fiel al original, siempre dejaba un rastro de su propia individualidad en lo imitado.

La detección de su prodigiosa anomalía fue temprana, cuando, con apenas cinco años, pasó de la imitación gestual a aprender a escribir imitando el estilo de los autores de los cuentos que leía. Eso, que hasta cierto punto se consideró algo lógico -una mera, si portentosa, capacidad para reproducir textos que no ofrecían ninguna dificultad-, pronto derivó en pasmo cuando el mozalbete, a medida que crecía, entregaba a su maestra redacciones sobre las obras leídas que parecían escritas por los mismo autores. Así realizaría soberbias síntesis de Pulgarcito o el Sastrecillo Valiente en las que se viera flotar la mano de los hermanos Grimm; recensiones de Caperucita Roja o El Gato con Botas que semejaban sinopsis confeccionadas por el mismo Perrault; o epítomes virtuosos de El Cuervo y el Zorro, La Lechera o La Gallina de los Huevos de Oro, dignas del mismísimo Samaniego. La maestra, sospechando la ayuda paterna en tales portentosos trabajos, sometió al niño a evaluaciones espontáneas, en la misma clase, delante de ella, pero el resultado era, invariablemente, el mismo siempre: un depurado estilo en casi todo idéntico al autor . Y cuando se le sometió al escrutinio de cuentos anónimos como Simbad el Marino o Aladino y la Lámpara Maravillosa o Alí Babá y los Cuarenta Ladrones, no parecía sino que la mano del autor del Hazâr Afsâna, o la del propio presunto compilador y traductor de los cuentos que conforman Las Mil y Una Noches, Abu Abdallah Muhammed el-Gahshigar, hubiera estado garabateando aquellos concisos y acertados resúmenes. Si bien el estilo, el léxico y las expresiones eran los de los muñidores de aquellas obras, había como un cierto desorden en la exposición, una especie de trasliteración, como si la voz que le dictara aquello, fuera eso, una voz que dictara (de una vez) aquel texto y que él trasladara al papel según lo recordara o entendiera, y no tal y como le fuera transmitido. Sin duda alguna nunca se pensó que Juan Valduque de Mieris fuese una especie de medium, pues era capaz de discutir y justificar aquellas sus apreciaciones sobre los textos comentados utilizando, además, el mismo estilo con que fueran escritos. Además se demostró que esta forma de expresarse imitando la influencia de sus lecturas -o sus percepciones, fueran visuales o auditivas- se extendía a lo largo del tiempo con intensidad decreciente, como un eco que al final acaba por apagarse. Me explico: cuando ya con quince años leyó la Iliada en su versión canónica escrita en hexámetros dactílicos, se pasó todo el tiempo que duró su lectura, y durante casi tres meses más, hablando en una tal jerigonza que trastocaba continuamente el orden lógico de las palabras que la sintaxis castellana utiliza de forma normativa en su forma hablada, pareciendo una especie de portavoz cultista que hubiese hecho las delicias de los acólitos menos afortunados de Don Luis de Góngora en el siglo XVII. O cuando se atrevió con el Quijote: anduvo los varios meses que duró su lectura tan pronto expresándose Sancho, como Alonso Quijano; era maravilla la sensación que transmitía, y que le hacía a uno sentirse en presencia del mismísimo Don Miguel.

Pronto aprendió, precoz también en esto, que su camaleónica facultad tenía sus ventajas en relación con el sexo femenino. A la hora de componer y dedicar bellos poemas de amor no tenía sino que averiguar los gustos de la muchacha de turno. ¿Que le atraía la meliflua sencillez de Neruda? Se leía los Veinte Poemas de Amor y Una Canción Desesperada, ¿Que las preferencias eran más románticamente góticas? Las Rimas de Bécquer, ¿Que gustaba de la rabiosa modernidad pasional de Lorca? se zambullía en el Romancero Gitano, o el El Diván de Tamarit, ¿Que se trataba de una de esas chicas naïfs, amante de la New Age, y la vida bucólica de las comunas hippies? echaba mano del bueno de Whitman y sus Hojas de Hierba o del beat Kerouac y su On the Road, ¿Que era moderna y tradicionalmente romántica? no había duda: La Voz a ti debida de Pedro Salinas... Y así un larguísimo etcétera. Las chicas, en vano trataban de hallar los poemas dedicados por Juanito Valduque de Mieris entre la producción de aquellos autores a los que semejaban pertenecer, pues aunque el estilo era el mismo, ni lo que en ellos se decía ni la emoción que en ellos latía lo era. De todas formas, a pesar de la perplejidad sentida, las chicas se maravillaban con esa su capacidad para la empatía (como decían ellas), y claro, a la hora de tocar las teclas apropiadas ¿Quién mejor que aquel que es capaz de mimetizarse con los propios gustos del piano?.
Las editoriales se lo rifaban, los programas culturales de la televisión (mientras los hubo) pujaban por tenerlo en pantalla, lo pretendieron los mejores diarios del mundo (pues hablaba y escribía fluidamente en cinco idiomas -entre ellos el chino), vamos, que no le faltaban ni pretendientes ni trabajo. Ni aún en aquella época de crisis que estuvo a punto de acabar con el mal llamado estado de bienestar -y que cambiaría el mundo tal y como se conoció hasta entonces de forma sustancial-, supo lo que era vivir por debajo del umbral de su voluntad.
El hecho de que esa capacidad imitativa estuviere matizada por su singularidad (ese ligero trastoque en el orden adecuado del discurso, esa tendencia antes referida a desordenar la secuencia coherente de los pensamientos) no le restaba éxito ni predicamento popular, pues ya se sabe que para el circo mediático, los críticos del criticar por criticar, y los headhunters, lo importante es sacar el máximo provecho de lo aparentemente prodigioso allí donde se dé, y no cuestionar su mayor o menor veracidad.


III
En fin, impostor para unos, genio para otros, o simplemente peculiar para la mayoría, el caso es que Juan Valduque de Mieris fue un caso especial y, a pesar de ello, no lo suficientemente comentado, quizá porque los seres humanos estuvieren ya menos interesados por los portentos desde que hubieron de preocuparse por cosas más acuciantes y esenciales como la hipoteca de la casa, las letras del coche, o la dieta hipocalórica para obtener un cuerpo esbelto. Lo cierto es que Juan Valduque de Mieris se despertó un buen día siendo consciente que había vivido toda su vida inmerso en una latente crisis de personalidad, que no sabía quién era él en realidad, ni con qué acento sonaría su propia voz. Por ello decidió parar. Aquel buen día se juramentó a dejar de leer libros, ver películas o hacer uso de la televisión; es decir: se juró a sí mismo dejar de absorber el ser de los otros. Quería a toda costa descubrir si tenía una voz propia, verdadera, no mimetizada. Cosa que en un principio no parecía exenta de dificultad, dado que imitaba hasta los gestos de aquellos con quien se relacionaba cotidianamente; pero este rasgo mímico, pensaba, no invadiría su intimidad. Creía que al menos interiormente, es decir para su propio coleto, podría comenzar a sentir como quien era; sus pensamientos y emociones -esperaba- no estarían mediatizados y contaminados de otreidad, pudiendo, por tanto, y por fin, percibir su ser único.
Dado que disfrutaba de una holgada situación económica, dejó de trabajar para las editoriales, para los diarios y para la televisión. Al menos durante un tiempo. Cuando descubriera su voz propia quizá podría seguir participando en aquel teatro que alrededor de él se había montado, si es que los medios que hasta ese momento se lo disputaban estuvieran interesados en ello, claro.
Enfrentó esta nueva etapa de su vida con espíritu animoso, aunque no sin cierta preocupación por lo que habría de encontrar a medida que se despojara de todas aquellas capas que como las de una cebolla cubrían -pensaba- su núcleo, lo que él verdaderamente era. Se fue a vivir al campo, reduciendo el contacto con los demás a lo imprescindible. Dado que no tenía hijos, dejó a la mujer con quien vivía, no sin obtener de ella todo tipo de imprecaciones e insultos varios, entre cuyos ejemplos menos ofensivos se encontraban: el vaticinio -sino el deseo- de una vida vacía y pagada de un sí mismo vano y sin consistencia, el sin duda merecido marchamo de estúpido egoísta y la apodíctica advertencia de que sin ella él no sería nada; resumiendo, le dijo todas esas cosas que en una pareja que abruptamente deja de serlo suelen dedicar las partes abandonadas a quien les abandona. Él empaquetó cuidadosamente todas aquellas lindezas junto al resto de su pasado, y el fardo resultante lo arrojó sin el menor remordimiento por una alcantarilla.

Imagino que todos ustedes habrán leído -o, en todo caso, estarán familiarizados con este episodio de su creación literaria- a aquel atormentado escritor checo que imaginara a un hombre amaneciendo a una increíble metamorfosis que lo había convertido en escarabajo -sí, sí, aquel que utilizara la alegoría ad nauseam en sus escritos: imaginando oscuros y ambiguos procesos a la individualidad del ser humano y castillos alienantes para su libertad-, pues bien, si es así, si les suena esta erudita referencia, estarán más predispuestos a entender lo que le aconteció a nuestro, ya, querido Juan Valduque de Mieris, alias El Camaleón. Allí, en su aislamiento, despojado de toda oportunidad de mimesis, sin nada que reflejar que no fuera la más simple naturaleza, creyó volverse loco. El silencio en el que estaba sumido, el abandono al cual se había arrojado, los sintió como un inmenso y claustrofóbico desierto, como un infinito vacío sideral. Nada en su interior pugnaba por revelarse, los pensamientos rebotaban en la nada, por la nada eran amortiguados y en nada se resolvían. Influido quizá por esa referencia antes aludida del pobre Gregorio Samsa, pero a la inversa, se despertaba por las noches empapado en sudor, producto del esfuerzo realizado en sueños para despojarse de lo que parecía una coriácea piel que revestía su naturaleza. En esos intranquilos sueños agitaba sus miembros para remover con ellos esa membrana escamosa que acondicionaba su color al color del entorno, pero lo más que conseguía era mover sus extremidades como si fuesen las bielas de una antigua y romántica maquina de vapor, o como las patas de un camaleón que, titubeantes, no lograba dirigir con eficacia. Sentía el ahogo que ello le producía, la angustia que el inútil esfuerzo le ocasionaba, hasta que a punto de desfallecer despertaba dando grandes bocanadas de aire.
Así estuvo durante semanas. Vivía con lo imprescindible, apenas comía, no bebía más que agua y tisanas de las plantas que él mismo recolectaba. Daba largos paseos matutinos por los bosques cercanos y se sumía por las tardes en profundas reflexiones intentando descubrir en su mente un atisbo de personalidad propia; las noches las dedicaba a mal dormir y a esa labor de zapa subconsciente en la que su ser combatía consigo mismo.

Una de esas noches, en uno de esos sueños de pesadilla, logró al fin desgarrar la dura membrana reptiliana que lo asfixiaba, y por el desgarro comenzó a brotar un fluido espeso e irisado... Sintió alivio, como si la presión del ahogo interior disminuyera. En esa ocasión no despertó presa del desasosiego sino que lo hizo, entrada la mañana, plácidamente tras haber dormido más de cinco horas seguidas. Durante el paseo matutino, en su mente, se sucedieron intensos destellos que, como relámpagos, daban paso a atronadores pensamientos y representaciones ideales que nunca antes había tenido. El mundo comenzó a cobrar para él otro aspecto. Su ser lo captaba -o lo reinterpretaba- a la luz de otro sol. Creyó sentir como debe de hacerlo un recién nacido, o como alguien que haya permanecido en coma durante muchos, muchos, años y vuelva a nacer a la vida. Ese día, asaltado por el hambre, comió con apetito. Ya por la tarde, al sumergirse en su mundo interior, pareció que lo hacía en un océano nuevo, un océano de aguas prístinas por donde pululaban todo tipo de seres, unos inofensivos y otros amenazadores, pero que ya no era una inmensidad difusa, oscura, pesadamente vacía, sino plagada de formas y color. Esa noche volvió a su sueño y siguió desgarrando aquella odiosa piel. En un primer momento no podía distinguir qué había debajo de ella porque el fluido pastoso e irisado lo impregnaba todo. Sus manos, ya reconocibles como manos, se hundían decididamente en aquella viscosidad cromática en busca de una forma, de un cuerpo, que no terminaban de hallar; no obstante, se sentía aliviado. Volvió a dormir bien, a no despertarse sobresaltado. Por la mañana paseó y siguió llenando la mente de ideas e imágenes nuevos; su alma, de sensaciones nuevas; su corazón, de inéditas emociones. Volvió a comer con apetito, y a sumergirse durante la sesión vespertina en el océano, ya, multiforme y colorista de su interior. A la noche, zambullido en el sueño, logró despojarse (¡al fin!) totalmente de aquella cubierta escamosa que arrastró tras de sí, como si fuera un forro interior, el fluido pastoso e irisado, y dejando al descubierto... un gran vacío, como una burbuja llena de aire, un aire asombrosamente translúcido que identificó con su sensación, con su conciencia, con su ser. Se sintió confundido pero ligero, muy ligero, tan ligero que le pareció flotar y ascender hacia un éter todo de luz, una luz blanquísima, que lo atraía y en el que poco a poco se hundió hasta desaparecer.

Fin de Chameleon




-o-


BANDA SONORA
Para Chameleon



-o-o-o-