viernes, 16 de enero de 2015

Diana: de la Mitología a la Brujería (IV) - GALERÍA: Iconografía de Diana (4) Escultura





Diana entre nosotros

Segunda Parte
El Viaje Iniciático. El aquelarre

.....Las llamas desparecieron como tragadas por un agujero negro y la oscuridad me rodeó. Poco a poco mis ojos se fueron acostumbrando a esta nueva penumbra y las formas comenzaron a materializarse desde las sombras. Me hallaba en medio de un bosque, un bosque de coníferas, aunque es posible que hubiera otro tipo de vegetación, pero de las coníferas estoy seguro, pues el olor era inconfundible. Sin duda se trataba de un bosque mediterráneo, para nada uno de esos Serwoods ingleses de grandes robles y castaños. Allí olía a monte bajo, a labiadas: a lavanda, a tomillo, a mejorana, que se sumaban al bálsamo de los pinos. El ámbito era inconfundiblemente mediterráneo... ¿Era todo producto de la alucinación que sin duda la pócima me estaba provocando? Es posible. Pero allí estaba yo, desnudo, en plena noche apenas iluminada por un cuarto creciente que, colándose a ratos a través de los ocasionales huecos que dejaban las oscuras copas de los árboles, parecía sonreírme desde lo alto con su boca de plata. Sentí un escalofrío recorrerme todo el cuerpo, menos producto del frío —que, extrañamente, no sentía— que del fragoroso silencio que me rodeaba: un silencio tumultuoso lleno de presagios y vacío de certidumbres. No oía nada en concreto, pero sí un murmullo indefinible, como si las cosas que me rodeaban hablaran entre ellas, como si cuchichearan acerca de mi presencia allí.

.....Comencé a andar sin saber dónde dirigirme, habida cuenta que no sabía siquiera dónde me encontraba. La tenue luz de la luna que se filtraba a jirones se traducía en una leve claridad en forma de manchas irregulares, pálidamente luminosas, de las sendas que se cruzaban y descruzaban por el bosque. Seguí una de ellas, la que parecía más ancha y transitada. Las sombras parecían seguirme, las sombras de los árboles, arbustos y demás cosas que me rodeaban y que apenas podía distinguir, sombras forjadas por luna creciente. Pero también por las sombras que proyectaban mis visiones, pues mi mente no dejaba de alumbrarse con pensamientos ilustrados, figuras conocidas y otras desconocidas brotando de las fuentes de la memoria y de lo no vivido (como de manantiales profundos que no pueden verse), palabras y conceptos traducidos en imágenes... todo moviéndose continuamente, mar pensante cuyo perpetuo oleaje figurativo semejaba una danza psicodélica de fuegos fatuos. Mi mente era un hervidero donde se cocinaba mi conocimiento adquirido —y el barruntado— a la llama de un extraño y poderoso fuego que alimentaba la imaginación más viva y excitada.

.....Creí sentir pasos, el roce inequívoco del deslizarse o desplazarse cauteloso de criaturas al acecho, más allá de las sombras, fuera del alcance de mi limitada vista. Intenté no pensar, no elucubrar, no imaginar; atenerme solamente a los hechos consumados (en situaciones así es fácil ser víctima de temores atávicos, que nos acompañan desde que, siendo niños, descubrimos en la oscuridad el origen de nuestro desconcierto y, en resumidas cuentas, de nuestra debilidad); al fin y al cabo —pensaba—era la Naturaleza quien me rodeaba, ningún mal cabía esperar, ninguno evitable, quiero decir. Si algo debía acontecer, acontecería de todas formas; de nada servía asustarse. Con esa tranquilidad de espíritu recorrí un buen trecho de la senda, sin dejar de tener la impresión de que algo me seguía. De pronto, al descender por un desnivel del terreno, sentí, ahora sí, que la temperatura bajaba bruscamente, como si alguien hubiera dejado abierta la puerta del invierno boreal. Quizás se trataba de una zona de humedal, y era la humedad nocturna la que ocasionaba ese descenso súbito del termómetro que me hizo tiritar por primera vez. Los pinos dejaron paso a lo que parecía un cañaveral que cruzaba transversalmente la senda que yo seguía. Las cañas, cuyos penachos se alzaban sobre mi cabeza, se abrían dejando un estrecho paso tachonado con grandes piedras de superficie más o menos lisa haciendo la labor de pontones tendidos para cruzar la zona encharcada.


..... Al girar en un recodo, ante mí apareció la figura impresionante de una forma animal, antropomórfica, pero no humana, pues donde debía estar una cabeza reconocible como tal, aparecía la forma inconfundible de una especie de cérvido con grandes astas de varias puntas; junto a él, a uno y otro lado, varias figuras a cuatro patas que me miraban amenazadoras. Parecían lobos, o chacales, o quizás hienas; cánidos, de cualquier modo. Sus ojos brillaban en la oscuridad con un destello propio, ajeno a la luna; y era la suya una mirada de hielo, de un hielo resplandeciente y profundo, cuya radiación poseía matices blanco-azulados. Se movían como impacientes, serpenteando entre las piernas de la gran figura del astado, sin dejar de mirarme. Esperaban una señal, una orden, un mandato. A todo esto, la gran figura también me miraba con fijeza, pero no vi amenaza en sus ojos, sino algo que más bien podría describirse como curiosidad. ¿Estaría esperando mi reacción? ¿Se extrañaba de que no hubiera huido despavorido? Lo cierto es que yo me encontraba paralizado, en un estado de perplejidad vigilante, más determinado, no obstante, por la curiosidad que condicionado por el miedo. Esperé, quieto, a que aquella forma medio humana, medio animal, hiciera algún movimiento que me indicara el motivo de su presencia (pues, sin duda, existiría un motivo, esperaba yo).

.....Los cánidos eran doce —me dio tiempo a contarlos, mientras esperaba la resolución de aquel entente—, seis más grandes y pesados, y otros seis más chicos y esbeltos (quizás la diferencia se debiese a dimorfismo sexual: seis machos y seis hembras —pensé). Por fin la gran figura se movió, y fue para realizar una señal, a la que respondieron sus feroces criaturas lanzándose hacia mí con las fauces abiertas y gruñendo de satisfacción por el festín que esperaban darse. Cerré los ojos y esperé, ¿qué podía hacer? Huir hubiera resultado absurdo por lo inútil, pues antes de dar dos pasos me habrían alcanzado, y, además, sería humillante; hacerles frente, por otro lado, se me antojaba estúpido, además de ineficaz. Así que esperé... y esperé... y esperé... Al principio los oía en torno mío, amenazadores, prestos a saltarme en cualquier momento, incitándome a la reacción. Pero no hice ningún gesto de defensa, no levanté una mano, no moví un músculo, solamente me limité a esperar procurando respirar profundamente. Creo que intentaba con ello dejar mi conciencia al margen de mi sensación, de mi corporeidad, de mi fragilidad... Pero no sentí ninguna dentellada, ninguna mandíbula cerrándose entorno a mi cuello, ningún colmillo lacerando mi carne... Hasta dejé de oír los gruñidos —sin poder precisar en qué justo momento. El castañear de dientes y los bufidos corales dieron paso a un insospechado silencio. Abrí los ojos. Los cánidos habían desaparecido pero el astado antropomorfo seguía allí, ante mí, contemplándome en silencio. Tras unos momentos en que parecía calibrar el alcance del lance recién acaecido, y viendo mi reacción de absoluta impasibilidad, aquella extraña —y silenciosa— criatura híbrida, se dio media vuelta y, haciendo un muy humano y expresivo gesto con la mano, me invitó a seguirlo.

.....Tomamos el camino que se dirigía de nuevo hacia el cañaveral. El frío volvió a rodearme, haciéndome tiritar. Él marchaba delante, su paso era grave pero cadencioso. Caminaba con majestad. No me di cuenta, absorto como iba contemplándolo, de cómo caí en lo que parecía un lodazal, que empezó a engullirme. Intenté salir de él pero, como suele ser habitual en estos casos, cuanto más me esforzaba por salir, más me hundía. El gran Híbrido se detuvo a contemplar mis esfuerzos. No detecté en su rostro de cérvido ninguna emoción especial (ni de sorpresa ni de satisfacción). Se limitaba a mirar mi forcejeo. El cieno ya me llegaba al pecho y mis pies no encontraban el fondo. Seguía hundiéndome irremediablemente. Bracee. Intenté tumbarme, zafarme de la verticalidad que parecía acelerar mi inmersión. Era inútil, sólo conseguí detener por unos instantes mi inexorable descenso en aquel barro frío. De pronto un rayo de la luna que brillaba allá arriba, sobre las copas de los árboles, consiguió penetrar a través de la fronda hasta reflejarse ante mí. El cieno ya me llegaba al cuello y en un desesperado intento, loco intento de quien se ve irreparablemente perdido, intenté aferrarme a aquél rayo de luna. Para mi sorpresa, con el lodo ya a punto de cubrir mi boca, mis manos se cerraron, no sobre un inasible efecto luminoso, sino sobre una consistente posibilidad de salvación. Comencé a trepar por aquel rayo como si hubiese sido de plata. Al poco, me vi con el cuerpo completamente fuera del húmedo y frío barrizal. Bien porque la luna siguiera su cíclico movimiento en el firmamento, bien porque el viento moviese las ramas, lo cierto es que el rayo de luna desapareció y yo, que estaba en el aire asido a él, me precipité al suelo. Pero no caí otra vez en el lodazal, sino en un suave lecho de musgo que acogió mi cuerpo con mullida solicitud. La criatura me miraba, y en sus ojos cervunos me pareció descubrir un destello de satisfacción. Aunque quizá no fuera más que la que yo mismo sentía.


.....Donde hay musgo hay agua, y la senda que traía cuando caí en aquel encharcado cenagal se había convertido en arroyo que fluía mansamente. Este discurría entre dos orillas dispares: una, la izquierda, era escarpada y se elevaba hasta perderse de vista en la noche; la otra, la derecha, apenas contenía el cauce de agua, y estaba tapizada de suave musgo; el musgo sobre el que yo descansaba. Tras recuperar el aliento, me incorporé y volví a seguir al hombre-ciervo que se había puesto en movimiento otra vez. Caminamos a lo largo de esta ribera derecha durante un trecho, acompañados por el tenue y relajante sonido del agua en su constante fluir; aquí y allá el apenas perceptible lecho fluvial lanzaba reflejos de plata que la luna conseguía hurtar a la cúpula frondosa... Hasta que llegamos a un gran estanque en donde el arroyo parecía desaguar. En él, libre de vegetación que ocultara la luz de luna, se reflejaba ésta como en un bruñido espejo de profundo misterio. Ante mi sorpresa la Gran Criatura dio unos pasos y comenzó a cruzar la superficie de aquel extraño lago. Y cuando digo que empezó a cruzar su superficie, estoy siendo completamente preciso: caminaba sobre las aguas como dicen hizo Cristo en Tiberiades. Otra vez, con el mismo gesto, me animó a seguirlo. Yo dudé. Allí, parado ante aquel remanso de agua del que no sabía que se guardaba en su interior, qué extrañas criaturas podrían poblar sus profundidades, o qué pudiera acechar bajo su superficie argentina. Rodearlo no parecía posible, pues sus orillas se perdían en uno y otro lado. Volverme o iniciar la marcha de forma aleatoria, sin saber a dónde dirigirme, me pareció menos oportuno que seguir al único ser que me tenía en cuenta en aquel mundo nocturno. Fui tras él, pero no caminando sobre las aguas, sino a través de ellas por un lecho fangoso.

.....El estanque no era profundo. Mi cuerpo no se hundió en él más arriba de la cintura. Cuando nos encontrábamos en su medio, rodeados de pálida luz de luna por todas partes, sumidos en un pulido desierto especular cuyas orillas se adivinaban más allá de donde alcanzaba la vista, por una línea oscura, límite del bosque, el agua comenzó a barbotear. Como si hirviese producto de la fermentación de su lecho fangoso, el inicial rumor sordo del barboteo fue creciendo más y más; la silenciosa superficie especular dejó de serlo para convertirse en un fragoroso marasmo de burbujas que se elevaban hacia el cielo y estallaban a diferentes alturas. El agua, aunque sí elevó su temperatura, no lo suficiente como para justificar aquella ebullición. Mi piel sentía la calidez voluptuosa y juguetona de sus moléculas vibrando. Parecíame que me hallaba en un moderno yakuzzi. Me dejé flotar, abandonado a la más que agradable sensación... Las burbujas que me cosquilleaban el cuerpo fueron poco a poco transformándose: unas veces las sentía como diminutas manos que acariciaban y acariciaban, otras veces como sinuosas serpientes que se deslizaban restregándose contra mi piel, otras como bocas que besaban, como lenguas que lamían... La sensación alcanzó niveles paroxísticos, todo mi cuerpo estaba siendo estimulado a la vez, y la estimulación, así sumada, se concentró en una única sensación superlativa que se resolvió de forma liberadora en una especie de combustión espontánea... Me convertí en llama: mi cuerpo ardía, mi alma ardía, todo mi ser ardía.


.....Allí, en medio de un extraño lago cuyas aguas burbujeaban sin hervir, se alzó mi ser convertido en hoguera. El entorno, a un tiempo, se transformó. Las orillas del estanque se acercaron, pero los árboles ya no eran árboles sino formas animales que danzaban alrededor de mi ser ardiendo. Entre ellas vi figuras humanas desnudas, hombres y mujeres, y ciervos, y toros, y leones, y panteras, y otras figuras indeterminadas, híbridas, con unas partes de un animal y otras partes de otro; había centauros y minotauros, seres con cuerpo humano y cabeza de pájaro y criaturas serpenteantes con cabeza antropomorfa... Todos danzaban siguiendo el ritmo de tambores, el sonido de flautas y la modulación de bellos voces que desde la lejanía comenzaron a cercarse. Yo, mientras, ardía sin quemarme, con un fuego que estaba alimentado por una pasión insaciable, por una excitación inaudita, que iluminaba en la noche toda la escena.
.....La frenética percusión se acercó hasta el círculo de aquellos seres danzantes que contorsionaban sus cuerpos en torno mío. Entonces el círculo se abrió para dar paso a una comitiva. La abrían una docena de jóvenes hermosos, de ambos sexos, que tocaban tambores y pífanos; detrás de ellos venían un tropel de ninfas ménades cuyas evoluciones hubiera envidiado Isadora Duncan; y tras éstas, un carro tirado por seis ciervos, tres de ellos sin cuernos y otros tres con enormes cuernas de bronce; y en el carro la figura inconfundible de la Artemisa/Diana Lunar, con su diadema rematada con el Cuarto Creciente, con su arco y su carcaj a la espalda, empuñando las riendas con una mano y una jabalina en la otra, vistiendo una clámide casi traslúcida que dejaba ver su cuerpo atlético y rotundo; cerraba la comitiva un coro de voces, dulces como la miel y blancas como la luna, de niñas con cabellos negros como el azabache, piel argentina como hecha de escamas de plata y ojos azules como océanos insondables.

.....Llegados ante mí se detuvieron. Todos dejaron de danzar y formaron un  pasillo por donde la diosa (porque estaba claro que era la Diosa de la caza), tras bajarse del carro, avanzó hacia mi ardiente apariencia. Al llegar junto a mí extendió el brazo, tocó con las yemas de sus divinos dedos la llama que yo era y ésta cesó en su ardoroso afán. Mas la luz que yo irradiaba al arder no se extinguió, sino que siguió ahí, como si yo me hubiera convertido en estrella con luz propia. Ahí estaba yo, tal cual era, tal cual soy: desnudo de vestimenta y de prejuicios, enervado por sentimientos incalificables, procedentes de un fuego misterioso como una esfinge que se originó en lo más profundo de mi ser —y que ahora, ya sin arder, seguía irradiando su luz, una luz intensa y estelar. La diosa indicó con un gesto al Dios Astado —el mismo que me había acompañado y guiado hasta allí— que se acercara. Éste lo hizo. Juntaron sus manos y acercaron sus caras hasta unir sus labios en un beso del que saltaron una especie de chispas que al instante tomaron la forma de pequeñas aves del paraíso, las cuales se pusieron a revolotear a mi alrededor emitiendo un delicado canto que tuvo el efecto de abrir en mí conciencia canales de percepción antes inexistentes. Después, la Diosa y el Dios, agarrados de la mano, extendieron la otra que me ofrecieron. Yo, ahora sí, tembloroso, adelanté las mías hasta tocar sus dedos, primero, y cerrarse en su palmas después. Sentí cómo, desde una y otro, fluía una energía que más que sensación era conocimiento, conocimiento dual que en mi consciencia se unía hasta resolverse en un único conocimiento: los misterios del Misterio, como ecuaciones que fueran resueltas a velocidad de vértigo por mi conciencia, convertida en poderosa computadora, dejaban de serlo para aparecer con toda la claridad de simples sumas, de asequibles enunciados, de sencillos conceptos, de evidentes manifestaciones congruentes entre sí y con un todo que parecía dibujarse en mí como en una diáfana pantalla...

.....Cuando desperté en mi cuarto, en aquella pequeña pero acogedora buhardilla de Montmartre que era mi cubil, lo primero que pensé fue en un sueño. Pensamiento que descarté a la vista de los billetes de tren y de ferry (soy de los que evitan el avión, cuando es posible hacerlo) que me habían llevado hasta Londres tres días antes. Pero de esos tres días sólo guardo recuerdos difusos e inconexos del primero (exactamente hasta la conferencia en el coven de la mansión Walpole) archivados en mi memoria con la inconsistencia propia de los sueños; de los otros dos, nada, ni la más mínima noción. Estaba claro que estos tres días no habían sido un sueño, pero, en ese caso, ¿por qué no recordaba detalles concretos que aclararan el lapso de tiempo que medió entre aquella imagen de mí mismo, brillando con mi propia luz, desvelando y asumiendo los secretos del Misterio, y el momento en que, al despertar, me encontré en mi casa? De los tres, dos días permanecían como una laguna en mi memoria, como un vacío en mi conciencia. ¿Dónde había estado, qué había hecho? ¿Habría alguien que pudiera ayudarme a desentrañar este concreto enigma? Sólo puedo decir que a raíz de aquella experiencia (de aquellas dos experiencias, pues no cabía duda que estaban conectadas entre sí) algo se ha transformado en mi interior. De él ha huido el sordo estado de zozobra que zumbaba de fondo; como si mi alma, antes presa de interferencias que impedían escucharme con claridad, se hubiese sintonizado con el universo que me rodea y me alberga. De resultas de este hecho he determinado dar por finalizada mi estancia en París, dar por finiquitado mi exilio voluntario, superada la etapa que me trajo hasta aquí. Sea lo que fuere lo que me haya pasado, contemplo —y siento— la vida con una nitidez que antes no poseía, con una claridad (por no resultar pedante y decir clarividencia) tan diáfana que hace inútil la búsqueda de un paraíso terrenal, más allá de los precisos límites de mi ser.


Fin de
  Diana entre nosotros

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GALERÍA

DIANA/ARTEMISA
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ESCULTURA
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Female statue, probably a Roman copy of the statue of Artemis by Kephisodotos, IV century bC
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Artemis of Ephesus (the large statue of Prytanaeum of Ephesus), 1st century AC. 
Roman Copy of the cult statue of the Temple of Ephesus (Ephesus, Turkey)
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Artemis of Ephesus (the large statue of Prytanaeum of Ephesus), 1st century AC. 
Roman Copy of the cult statue of the Temple of Ephesus (Ephesus, Turkey)
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Artemis of Ephesus,, 1st century AC. 
Roman copy Romain of the cult statue of the Temple of Ephesus (Turkey)
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Artemis of Ephesus,, 1st century AC. 
Roman copy Romain of the cult statue of the Temple of Ephesus (Turkey)
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Roman copy of the Ephesian Artemis and marble sarcophagus decorated
with a bas-relief  depicting "The myth of Orestes". Vatican Museums.
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Artemis of Ephesus (marbre and bornze), 2nd century BC. 
Roman copy of an Helenistic original (Capitoline Museums) 
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Artemis of Ephesus (alabaster and bronze), 2nd century BC. Roman copy of an Helenistic original (Naples)
(Modern restoration of head, hands and feet by Giuseppe Valadier)
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Artemis of Ephesus (alabaster and bronze), 2nd century BC.
Roman copy of an Helenistic original (Naples) (detail)
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Artemis of Ephesus, Amphiteather of Lepcis Magna
Tripoli National Museum, Libia
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Artemis of Ephesus (detail), Amphiteather of Lepcis Magna
Tripoli National Museum, Libia
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Moneda procedente de Éfeso (Ionia), s III dC (entre 202 y 258 de nuestra era)
Anverso: Artemis con arco y carcaj a la espalda. Reverso: ciervo arrodillado, abeja y leyenda.
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Artemis (Diana of Versailles), 1st-2nd century AD 
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Artemis (Diana of Versailles), 1st-2nd century AD (front)
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Artemis (Diana of Versailles), 1st-2nd century AD (back)
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Artemis (Diana of Versailles), 1st-2nd century AD (detail)
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Artemis (Diana the Huntress), 2nd century. Copy Roman
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Artemis (Diana the Huntress), 2nd century. Copy Roman
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Diana the Huntress (La Diane d'Anet), 1550-60. Masters of Fontainebleau
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Diana the Huntress (La Diane d'Anet), 1550-60. Masters of Fontainebleau
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Diana and her dogs. 1st half 17th century. Leonhard Kern (Ivoire)
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The Fountain of Latona, at the Gardens of Versailles. 1668-70. Balthazar and Gaspar Marcy
Statue of Latona and her childrens, Apollo and Diana
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The Fountain of Latona, at the Gardens of Versailles,  1668-70. Balthazar and Gaspar Marcy
Statue of Latona and view of the peasants turns into frogs
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The Fountain of Latona, at the Gardens of Versailles,  1668-70. Balthazar and Gaspar Marcy
Panoramic view (Latona Group and Peasants turns into frogs)
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Diana with a Stag and a Dog, 1687. Jean-Baptiste Tuby I
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Marie-Adelaide de Savoie, Duchesse de Bourgogne,
en Diana Chassereusse, 1710. Antoine Coyseveux
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A companion of Diana. René Frémin, 1717
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Diana Reclining, c 1718-1728
Workshop of Laurent Delvaux (1696-1778) and Peter Scheeemakers (1691-1791)
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A companion of Diana, 1724. Jean Louis Lemoyne
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A companion of Diana, 1724. Jean Louis Lemoyne
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Diana and Endymion. 1740. René-Michel Slodtz
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Latona with her Children, Apollo and Diana, 1742. Lazar Widmann 
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Diana (marbre). 1780. Jean-Antoine Houdon
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Diana (marbre). 1780. Jean-Antoine Houdon
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Diana (marbre; back view, detail). 1780. Jean-Antoine Houdon
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Diana (bronze). 1780. Jean-Antoine Houdon
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Diana (bronze; front view, side back view). 1780. Jean-Antoine Houdon
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Diana and Endymion. 1752. Giuseppe Plura
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 Diana and Endymion. 1752. Giuseppe Plura (front side left view)
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 Diana and Endymion. 1752. Giuseppe Plura (side left and side right views)
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Diana and Endymion. 1752. Giuseppe Plura (front view)
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Diana and Endymion. 1752. Giuseppe Plura (side view)
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Diana and Endymion. 1752. Giuseppe Plura (back view)
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Diana au bain, 1778. Christoph-Gabriel Allegrain
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Diana au bain, 1778. Christoph-Gabriel Allegrain
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1797-98. Paolo Andrea Triscornia (1757-1833)
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Diana, 1858. Giovanni Maria Benzoni (Worcester Art Museum, Massachusetts
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Diana. Giovanni Maria Benzoni (Hermitage, left; Roma, right)
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Latona and her Children, Apollo and Diana, 1874, William Henry Rinehart
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Latona and her Children, Apollo and Diana, 1874, William Henry Rinehart (details)
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Latona and her Children, Apollo and Diana, 1874, William Henry Rinehart
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Latona and her Children, Apollo and Diana, 1874, William Henry Rinehart (detail)
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Diana. Jean-Alexandre-Joseph Deloye (1848-1899)
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Diana. Alexandre-Jean-Joseph Falguière (1831-1900)
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Diana. Alexandre-Jean-Joseph Falguière (1831-1900)
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Diana. Alexandre-Jean-Joseph Falguière (1831-1900) (views of a bust in marble)
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Diana. Alexandre-Jean-Joseph Falguière (1831-1900) (bust in bronze)
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Diana, 1889. Frederick William McMonnies (MET)
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Diana, 1890. Frederick-William MacMonnies (front and back views) (FAM)
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Diana, 1889. Frederick William McMonnies (front, side and back views) (DYM)
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Diana,1892-93; this cast 1928. Augustus Saint-Gaudens (MET)
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Diana,1892-93; this cast 1928. Augustus Saint-Gaudens (MET)
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Diana, 1892-93; this cast 1928. Augustus Saint-Gaudens (MET)
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... http://www.metmuseum.org/toah/images/hb/hb_1985.353_av3.jpg
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Diana, 1892-93; this cast 1894. Augustus Saint-Gaudens (MET)
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Diana of the Tower, 1892-93; this cast 1899. Augustus Saint-Gaudens (NGAW)
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 Diane (1895). Henri-Édouard Lombard (1855-1929)
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Diana the Huntress (front view) Fedora von Gleichen (1861-1922)
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Diana the Huntress (side view, back view)Fedora von Gleichen (1861-1922)
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Diana, Eugene-Antoine Aizelin (1821-1902)
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Diana, Eugene-Antoine Aizelin (1821-1902)
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Diana, Eugene-Antoine Aizelin (1821-1902)
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Diana chasseresse, Mathurin Moreau (1822-1912)
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Diana chasseresse (detail), Mathurin Moreau (1822-1912)
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Diana Wounded, 1907. Sir Bertram Mackennal
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Diana Wounded (Bronze), 1907. Sir Bertram Mackennal
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Diana, 1920. Edward McCartan
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Diana, 1920. Edward McCartan
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Diana, 1920. Edward McCartan
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Diana, 1920. Edward McCartan
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Diana, 1920. Edward McCartan
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Diana, 1920. Edward Mccartan
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Diana and a Doe. Edward McCartan
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Diana, 1925. Paul Manship
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Diana, 1925. Paul Manship
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Diana, 1925. Paul Manship
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Diana, 1925. Paul Manship (detail)
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Diane archer (side front view). 1920's. Bourraine (French Art Deco )
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Diane archer (side back view). 1920's. Bourraine (French Art Deco)
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Diane archer (side back view). 1920's. Bourraine (French Art Deco)
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Diana. 1930's . French Art Deco
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Diana. Ferdinand Preiss (1882-1943)
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Diana. Ferdinand Preiss (1882-1943)
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Diana. Ferdinand Preiss (1882-1943)
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Diana. Ferdinand Preiss (1882-1943)
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Diana Huntress (Goddess Archery Artemis). Ferdinand Preiss (after)
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Diana Huntress (Goddess Archery Artemis). Ferdinand Preiss (after)
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Diana Huntress (Goddess Archery Artemis). Ferdinand Preiss (after)
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Diana. Anna Hyatt Huntington (1876-1973)
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Diana (detail and back view)Anna Hyatt Huntington (1876-1973)
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Diana. Anna Hyatt Huntington (1876-1973) (version without dog)
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Diana the Huntress. Edgardo Simone (1890-1958)
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La Diana Cazadora (Flechadora de las Estrellas del Norte), 1938-42. Juan Fernando Olaguíbel
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La Diana Cazadora (Flechadora de las Estrellas del Norte), 1938-42. Juan Fernando Olaguíbel
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La Diana Cazadora (Flechadora de las Estrellas del Norte), 1938-42. Juan Fernando Olaguíbel
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La Diana Cazadora (Flechadora de las Estrellas del Norte), 1938-42. Juan Fernando Olaguíbel
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La Diana Cazadora (Flechadora de las Estrellas del Norte), 1938-42. Juan Fernando Olaguíbel
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La Diana Cazadora (Flechadora de las Estrellas del Norte), 1938-42. Juan Fernando Olaguíbel
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La Diana Cazadora (Flechadora de las Estrellas del Norte), 1938-42. Juan Fernando Olaguíbel
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La Diana Cazadora (Flechadora de las Estrellas del Norte), 1938-42. Juan Fernando Olaguíbel
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Diana, 2006. Alston Sculpture
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Diana, 2006. Alston Sculpture 
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