miércoles, 23 de junio de 2010

ESTRO ORGANORUM



Cuando llegué a Taizé, apenas dos años después de que un general malencarado y gesto adusto -que siempre lucía gafas negras de luto, quizás por no delatar el negro abismo de sus ojos- acabara con los sueños de un hombre bueno, llamado Salvador Allende, en un Chile esperanzado, en el que juglares populares -como un tal Neruda- escribían veinte poemas de amor y una canción desesperada, o cantores del corazón del pueblo -como un tal Víctor Jara- recordaban a su Amanda, de destrozado amor; apenas dos años después, decía, de ese horror cruel e impune, poco imaginaba yo lo que allí me iba a encontrar.

Taizé fue un lugar de culto juvenil a finales de los años sesenta y durante la década de los setenta.
El fuego de la revolución ilusionante y sofocada de Mayo del '68 se dejó sentir en forma de brasas aquí y allá. Una de estas brasas fue el Concilio de los Jóvenes que comenzó a celebrarse en la ciudad borgoñona de Taizé, en el departamento de Saone et la Loire, en el distrito de Mâcon.
La comunidad de Taizé era -lo sigue siendo- una comunidad cristiana ecuménica bajo la tutela de un hombre singular: el Hermano Roger.
El año que yo estuve allí no habría más que unos cientos de jóvenes venidos de todos los rincones del planeta. El carácter ecuménico y liberal de la Comunidad permitía que asistiera a las deliberaciones, asambleas y encuentros culturales que allí tenían lugar cualquier joven, independientemente de la confesionalidad que profesara; así te podías encontrar: católicos, protestantes, calvinistas, luteranos, presbiterianos, budistas, musulmanes, agnósticos e incluso ateos. Allí había de todo y se respetaba todo. Cada confesión tenía libertad para celebrar sus propios cultos en las dependencias del monasterio. Un reducto de libertad y tolerancia, vamos.


Por ceñirnos al tema de hoy, una de mis mayores sorpresas con rango de Revelación fue el descubrimiento de la música de órgano.
Todos los días, durante un par de horas por la mañana y otro par de horas por la tarde -además de en los oficios- uno de los hermanos de la comunidad, que era, a la sazón, el organista, se ponía a tocar, hubiera alguien o no, en el órgano del enorme salón donde se celebraban los oficios comunes.
La verdad, yo ya estaba prevenido de que algo así podía suceder, pues el monasterio disponía de un carillón -conjunto de campanas- tan peculiar que, acostumbrado a los toques sobrios y ascéticos de mi Castilla, se me antojó puro armónico celestial (y eso cada día a cada oficio).

Pues bien, la primera vez que entré en este salón recubierto de moqueta (sin bancos de ninguna clase, donde uno se podía sentar, tumbar, arrodillar o ejecutar sarvangasana o el loto sin ningún impedimento) estaba en esa semi-penumbra con que las vidrieras polícromas -que allí se encontraban en el muro noreste- dejan pasar la luz exterior y que invita al recogimiento.
Me senté mirando alrededor. Habría no más de veinte personas -que dado el tamaño del salón, es tanto como decir que no había nadie-. Y, de repente, sin saber de dónde...


...Una vibración sonora, un sonido tumultuoso, una marea de corcheas graves y amontonadas, pero extrañamente armónicas, empezó a inundar el espacio. Tsunami clamoroso que dio paso a un silencio y después... el delicado sonido de un flautín que en trinos iba trazando cabriolas en el aire.

¿Quién, con sangre en las venas -y ruiseñores en el corazón bombeando trinos con cada latido- no ha experimentado (unos sufrido, otros gozado, pero nadie soportado indiferentemente) la conmoción extática producida por el undoso oleaje abrumador producido por la vibración sonora de un órgano tocado con majestad?

¿Quién no ha sentido cómo las vibrantes notas se sintonizan con el diapasón de nuestro alma hasta vibrar con su misma frecuencia?

¿Quién no padecido en su pecho el movimiento sísmico provocado por los registros más graves del órgano amenazando derribar el consistente cimbreado óseo de la cúpula torácica?
Maremoto sonoro, invisible aeromoto de ondas melodiosas llevándose por delante a toda alma sensible por firme que parezca; solo la recia roca resiste, el bloque granítico sordo a la sutileza vibratoria de un seísmo cuyo epicentro se haya en la destreza pulsátil del maestro organista y la imaginación creativa del virtuoso compositor.


A aquella primera audición le siguieron otras, a todas las horas y los días que me permitían los diversos actos que tenían lugar y de los que no recuerdo más que algunas amistades y mis problemas de timidez para soltarme con el idioma de Racine.

También recuerdo a una chica rubia francesa muy mona, de facciones finas, con gafas que la hacían aún más mona, con rasgos más de gascona que de borgoñona; con ese hilo de voz que tienen las muchachas francesas cuando hablan, que parece que articulan las palabras como si fueran delicadas filigranas de cristal de Sèvres, y que a un chico sensible como yo -que ya lo era, si bien, confusamente- no podía más que enamorarlo perdidamente, aunque no lo pretendiera. Dominique, que así se llamaba aquel ángel rubio, intentaba ayudarme con la lengua lo que podía, sin darse cuenta que lo que hacía era ponerme más nervioso aún, con lo que acababa, ella, hablando español, que lo hablaba mejor que yo el francés.

Sin llegar a nada más, guardo de aquella femenina amistad un muy entrañable recuerdo y una sensación de hormigueo mitigado por el tiempo, apenas perceptible, pero no olvidado. Yo nunca olvido las conmociones de mi corazón; son huellas, pequeñas marcas o arrugas que van quedando y que puedo, cuando quiero -o cuando quieren ellas-, volver a evocar y rescatar lo que de bueno tuvieron y supusieron para mí.
Dominique está ligada indisolublemente a mi primera experiencia con el órgano.

Siempre he sido hombre en llamas. Cuando no he ardido, he tenido la sensación de estar en fase de letargo; de vida detenida, postergada; paciente en situación de espera a que suene la voz del más allá reclamando, otra vez, mi presencia: enfermo, ya declarado, de mal de amores: ¡vivo, otra vez, y ardiendo!



Después de aquella primera Revelación organística, he asistido cuanto he podido a conciertos de órgano, recitales veraniegos, semanas sacras, etc., que no han sido, desgraciadamente, muchos. Hasta que hace tres años, coincidiendo con mi regreso a Castilla durante la época veraniega, me encuentro con que la Junta de por aquí, dentro de un programa de rescate y restauración del patrimonio organístico de la región, patrocina -ex aequo con cada Diputación Provincial- la celebración de unos conciertos en las iglesias donde se ubican los órganos restaurados.

A lo largo de los meses de junio, julio y agosto, se desarrollan doce o quince conciertos y es una gozada desplazarse por esta Castilla plana, plena de cereal, viñas, pinares y altozanos donde el matorral se alterna con la caliza sedimentaria; llegar al pueblecito en cuestión y sorprenderte por la calidad y calidez de sus recónditos lugares dedicados a tan noble y majestuoso instrumento. Así, he conocido pueblos que no conocía, entablado amistad con gente que tampoco conocía, y, sobre todo gozado de música que desconocía pero que reconocía en el íntimo vibrar de mi ser.
Matapozuelos, La Seca, Medina del Campo, Fuente el Sol, Catedral metropolitana de Valladolid, la entrañable Cubillas de Santa Marta, donde una extraordinaria organista tiene su residencia y cuya pequeña iglesia posee uno de los órganos electrónicos -órgano Allen- más modernos y mejores de Europa. Sí, sí, así como lo leen.
Este año volveré a alguno de esos conciertos y gozaré nuevamente con ese sonido polifacético, increíble de registros tan dispares, que siempre, siempre, acaba sorprendiéndote.



A lo que nuestro bachiano de pro, Gonzalo Pirenaico, añadió:

[.] Ciertamente, queda uno deslumbrado por esta nueva propuesta artística que nos lleva a uno de los instrumentos más ricos en timbres, variados en matices y, sin duda, el de mayor poderío sonoro para mayor gloria de la Divinidad y para mejor desarrollo espiritual del ser humano...
Huelga decir que, por esas razones y por las posibilidades múltiples de múltiples combinaciones sonoras y tímbricas, era el instrumento preferido de nuestro Preferido... El órgano se ajustaba como anillo al dedo a las necesidades de improvisación, constantes guiños retóricos y fuerza expresiva de un especulador nato, un camaleón al servicio del Arte y un facedor de páginas sublimes como Johann Sebastian Bach...
Hace ya días que no sonaba en el blog su tan necesaria, vivificante, terapéutica, estimulante y maravillosa Música, pero veo que ha regresado con fuerza... [.]
Bach es un talismán de plata repujada al que honra debe ser dada desde los cuatro puntos cardinales y desde que sale el Sol hasta el Ocaso. [.]
Suenen, pues, esas notas exactas, puntuales, precisas, perfectas, armónicas, celestiales, puras y nobles, que emanaban de su inspiración con la misma sutileza con que las ejecutaba sobre el teclado... Nunca la insolencia de un hombre bueno pudo considerarse tan beneficiosa y estimulante para el arduo y lento peregrinar de esta humanidad que, muchas veces, no sabe bien a dónde va...
Loado sea Bach, aleluya, aleluya, demos gracias a Él, aleluya, aleluya...

ORACIÓN:
Amén, Aleluya, Aleluya, podéis ir con Bach, Aleluya, Aleluya.
Demos gracias a Dios -o sea, a Bach-, Aleluya, Aleluya
El Señor es mi Bach, Aleluya, Aleluya, nada puede faltarme, Aleluya, Aleluya.
Me conduce hacia fuentes tranquilas, Aleluya, Aleluya.





Links de interés:
http://www.pilarcabrera.com/spanish/ magnífica página de una de las mejores organistas de nuestro país. Muy recomendable.

Los Sonidos del Órgano
Johann Sebastian Bach (1685-1750)
Toccata y Fuga en Re menor BWV 565
Choral Prelude"Schmucke dich o liebe Seele" BWV 564
Choral Prelude"Wachet auf, Ruft uns die Stimme" BWV 645

Dietrich Buxtehude (1637-1707)
Dietrich Buxtehude, Toccata y Fuga in D Minor Bux WV 155
Dietrich Buxtehude, Praeludium en Mi Mayor Bux WV 136
Dietrich Buxtehude, Praeludium en Do Bux 151

Antonio Soler (1729-1783)
Antonio Soler, concierto para dos órganos nº 1 en Mi Mayor

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