martes, 31 de agosto de 2010

Ternura en medio del infierno


Llevamos dos días hablando de paraísos perdidos, de su necesidad, de su entidad, de su variedad, de su casuística.
Hoy toca hablar de infiernos. De un infierno en particular, pero desde una perspectiva amable, desde una moraleja optimista, desde los ojos llenos de amor de alguien que, a base de amor, procuró, quizás, que un rayo de paradisíaca ternura penetrara en el infierno sórdido de los convictos, el infierno de la doble cárcel: la exterior, en que al delincuente se le condena a la privación de libertad como castigo por su delito; y la interior, más lóbrega, oscura y angustiosa, en que el remordimiento es una pena mayor que la faltad de libertad; pues a él no puede escapar el reo -ni de él puede redimirse-, le acompañará siempre mientras viva. Cárcel en que su corazón, sin remisión posible -salvo agravante patológico-, permanecerá hasta el momento de su muerte.

La historia que nos viene hoy a cuento enlaza con nuestro amigo Héctor Amado allí donde le dejamos la última vez: su relación con aquella mujer insospechada, R, de la que acabaría enamorándose de una manera súbita con un sentimiento algo diferente a lo que conocemos como amor, y que ella misma bautizara como: amistad enamorada. (Para antecedentes, mirar el post: Trinos en la brisa).


La segunda vez que me habló de ella -tres días después de hacerlo la primera-, fue al leer una noticia periodística que trataba de la conmutación de una pena capital en los EEUU tras permanecer un reo durante quince años en el corredor de la muerte. Era uno de esos apuntes de la sección de internacional que ocupan apenas un recuadro marginal, pero que son causa de un artículo más amplio por parte del corresponsal de turno, que tira de hemeroteca y estadísticas para concluir en lo anacrónico de que la pena de muerte aún pueda existir en una sociedad avanzada como la estadounidense.

Esta noticia, decía, dio pie al relato que vendría después. Héctor, con esa forma casi distraída que tenía de aludir desde un hecho presente a algo que guardaba en su memoria, me dijo:

-"Ella estuvo involucrada en este submundo. En la vida carcelaria, digo -mientras hacia un gesto con la mano señalando el periódico-. Fue Trabajadora Social durante un tiempo. Una mujer excepcional... Sí, excepcional..."

Y tras una leve pausa, en que pareció enfocar unas imágenes que surgían imprecisas, prosiguió:

-"Por lo que me contó, y la forma de expresarse, se involucraba más de lo que sus funciones le exigían. Transmitía tal vehemencia, tanto sentimiento, tanto dolor y compasión con aquellos "nadies marginales" -como ella les denominaba-, que era contagiosa... Y uno no podía sino sentirse partícipe de sus propias emociones..."

Y se quedó, durante unos instantes con la mirada perdida -los ojos vueltos hacia ningún sitio-, contemplando un horizonte que se perdía -y se topaba- con sus recuerdos...

-"Paseábamos por una de esas calles, ya tranquilas, del Montmartre más antiguo, donde las casas son de una o dos plantas y los jardines y zonas arboladas acompañan al caminante en su deambular por el pavés húmedo y brillante de esos días primaverales de París, en que la lluvia cae finamente sobre el gris y el verde; volviendo el gris, metálico, y el verde, fragante.
Al pasar por un callejón que flanqueaban unas tapias bajas, enlucidas, pero ya desconchadas, que hablaban de un pasado mejor, ya ido, vimos a un hombre con el pelo largo, mojado, cayéndole en guedejas sobre la cara macilenta, los ojos enrojecidos y extraviados y una barba bíblica que le caía sobre el pecho de forma desordenada; vestía ropa de un marrón indefinido -o así me pareció-, arrugada y empapada pese a estar parcialmente protegido por un saliente de la tapia, a modo de marquesina, que hacía las veces de dintel de una pequeña puerta lateral..."

"Nos paramos los dos a la vez. R, sin mirarme, se acercó a él: éste dio un paso atrás aplastándose contra la puerta, su cara no expresaba miedo pero sí un leve rictus de sorpresa; sus manos, que apenas cubrían unos viejos y rotos mitones, se apretaron contra el pecho como si quisiera protegerse".

"R, adelantando lentamente la mano derecha, y susurrando un "tranquille, tranquille", le alargó un billete de 100 francs. Él lo cogió tímidamente con una mano temblorosa; el rictus de su cara desapareció, y se transformó en algo parecido a una sonrisa; incluso creo haber oído un merci, mademoiselle (aunque no puedo jurarlo, quizás fuera mi imaginación). Después, de una manera decidida pero discreta, R, le dio un abrazo. Me quedé sorprendido mirando la escena; el rostro del clochard no mostraba menos sorpresa que la mía, pero después cerró los ojos y se dejó abrazar. ¡Solo Dios sabe lo que pasaría por las mentes y los corazones de aquellos dos seres que no se conocían de nada y que permanecieron, así, abrazados, cerca de un minuto.
Después, R, separándose de él, le besó en la frente, se dio media vuelta y volvió conmigo.
Sus ojos estaban húmedos y sus mejillas también. Ya no llovía. Eran lágrimas."

"Caminamos en silencio durante unos minutos, al cabo de los cuales R detuvo su marcha y señalando un bistro que se encontraba en la acera de enfrente, me dijo:

-¿Te apetece un café? Ven, vamos, tengo algo que contarte...


"Entramos en aquella taberna vetusta pero pulcra, con mesas de mármol y sillas de madera ya lustrosas por el tiempo. Pedimos deux café au lait. R, sacó un cigarrillo, lo encendió, y, dando una bocanada, allí, frente a mí, me relató una de las muchas anécdotas que le habían ocurrido en el desempeño de su función como TS (Trabajadora Social), en prácticas, en uno de esos pretendidos talleres de reparaciones, o depósitos para conciencias con funcionamiento defectuoso -parece ser-, que son los penales, donde se hacinan los excluídos, y donde mayor es la posibilidad de que ese mal funcionamiento se intensifique a que realmente se repare."

-¿Sabes? -me dijo-, ese hombre que nos hemos encontrado hace un rato, me ha recordado a un hombre que conocí, un presidiario, condenado por asesinato con agravantes y ensañamiento. Había asestado multitud de puñaladas al amante de su mujer. A ella no la tocó, ni la puso la mano encima. Pero a él lo dejó más tieso que una mojama. Le cayeron treinta años. Con remisión de penas por buena conducta y otros beneficios penitenciarios hubiera podido salir en quince, pero era del alma del diablo. Un ser marginal, criado, crecido y echado a perder en un barrio marginal, rodeado por seres marginales, llevando una marginal vida. Carne de presidio.

Bebió un sorbo de café, me miró con esos ojos tan alegres y llenos de vida, esbozó una ligera sonrisa que me recorrió la espalda, y dando otra bocanada de humo prosiguió...

-Era un tipo inteligente, más de lo normal, pero con mala suerte. La mala suerte había presidido su existencia. Cuando lo conocí tendría ya casi cuarenta años, de los cuales habría pasado en la cárcel la tercera parte. A su alrededor, la droga y el trapicheo de objetos robados era la tónica. Él también pasó por eso. Pero quería salir de ello. No lo consiguió. Es muy difícil para alguien inmerso en la marginalidad salir de ella. Se necesita suerte, y él no la tuvo.
Se casó ya mayor, más por tener cama y comida caliente que por estar enamorado (todo esto me lo contaría él cuando me llamó para hacerme la petición). A los dos años de casado, ya con su mujer embarazada, supo de la infidelidad de ésta; no se lo pensó, su orgullo de macho no le permitió pasarlo por alto: se fue a por él y lo asesinó brutalmente. El abogado alegó enajenación mental transitoria, pero no coló; se concluyó que hubo premeditación y ensañamiento (las ocho puñaladas así lo avalaban). ¿Veredicto? Treinta años.


Apuró el café au lait, me miró con un mohín cariñoso, y prosiguió...

-Yo tenía un despacho, más bien cutre, ad hoc al lugar en que me encontraba, en un pabellón en el recinto del patio exterior. Para llegar a él desde el interior donde se encontraban los reclusos, había que salvar tres puertas con cancelas: el sonido de esas puertas al abrirse y cerrarse aún resuena en mi mente algunas noches, cuando el sueño se muestra remiso en acudir...
Desde este despacho atendía a los presos y al personal funcionario: sus inquietudes, sus peticiones; cualquier cosa que necesitara ser transmitida a la autoridad pertinente, o simplemente por desahogo. Hice muchas veces la función de psicóloga, aunque no era mi cometido, pero creo que mi capacidad de escucha, empatía y compromiso, era una especie de imán que atraía a la gente con problemas que necesitaban solución, o consuelo.

Hizo un gesto como si borrara alguna idea incómoda que se le hubiera colado entre los recuerdos...

-Un día me llegó la petición de Ángel -vamos a llamarle, así-. Quería verme para una cuestión personal. Acudí al locutorio al día siguiente. Allí fue la primera vez que lo vi: pelo castaño, descuidado, ligeramente ensortijado, enmarcando una cara angulosa, de nariz ligeramente aguileña y boca de labios finos, los pómulos salientes y los ojos grandes pero hundidos daban a su semblante una aspecto de místico alucinado. En aquella mirada había sufrimiento y desolación, quizás no desesperación, pero sí angustia. El hombre que hemos visto antes se parecía muchísimo, tenía una mirada semejante.
Me senté y como me sucedía a veces, el olor intenso y penetrante, a rancio, a vida detenida, me hizo encender un cigarrillo. Era el olor de la miseria, pero no de la miseria material, no, el de la miseria del alma; como si allí, entre aquellas lóbregas paredes, las almas se enranciasen y su olor se materializase.

Mientras decía esto, su cara se torcía en un gesto de desagrado; lo estaba reviviendo, no había ninguna duda, y de tal modo que hasta yo mismo creí sentir aquel nauseabundo olor...

-Ángel me comentó que había oído a otros presos que yo era una buena persona, honesta, accesible, que era capaz de conseguir cosas, de luchar por solucionar sus problemas... Y por eso se decidió a verme, a hacer la petición.
Me dijo que cuando cometió el asesinato su mujer estaba embarazada, de un mes. Llevaba ya casi un año en prisión, y desde que nació el niño -pues era niño-, no había cejado en su intento porque le permitieran verlo. Pero su delito, su móvil criminal, y, sobre todo, su carácter endiablado en la prisión, que no hacía sino ocasionar problemas entre reclusos y vigilantes, supuso que no fuesen admitidas sus reiteradas peticiones.
Yo le escuchaba atentamente, intentando leer en su cara la sinceridad y las verdaderas intenciones de un hombre aparentemente desalmado y violento.
En esos momentos se te pasan muchas cosas por la cabeza: ¿querría vengarse, también, en la persona de su hijo o era una petición veraz de alguien que, pese a todo, posee capacidad para el cariño?.


Encendió otro cigarrillo -pues el anterior se había consumido, casi entero, arrumbado en el cenicero-, lo miró como si en él leyera lo que iba a decir y siguió su relato...

-Me costó dios y ayuda, conseguirlo. Tuve que emplearme a fondo; mi capacidad de persuasión, de seducción, de convicción. Le dije a Ángel que al menos debía intentar no causar conflictos si quería conseguir sus propósitos, y parece que me hizo caso (lo cual no puedo sino recordar con emoción y orgullo).
A los dos meses de efectuado aquél primer encuentro, tras varias conversaciones con el Director de la prisión -un buen hombre que parecía desubicado en aquel ambiente-, y ser sometida y sopesada mi propuesta al Comité, al final, se accedió. La visita podría realizarse, bajo una estrecha vigilancia y mi presencia -pues me interesaba sobremanera cómo aquel hombre podría conducirse en aquella circunstancia.

Inhaló profundamente una bocanada de humo mientras miraba hacia arriba, los ojos se le humedecieron, expulsó el humo bajando los ojos para mirar la taza vacía del café au lait, y después respiró hondo y me miró: sus ojos estaban ligeramente sonrosados y brillantes. Esbozó una sonrisa como queriendo reprimir el llanto y, al fin, concluyó...

-Lo tenías que haber visto, Héctor, como yo lo ví. Allí, delante de mí se obró un milagro. Cuando ese hombre violento y brutal, drogadicto ocasional, de mirada extraviada, vio a su hijo, un bebé precioso, moreno y de ojos vivarachos, se transformó,... -una lágrima, al fin, se deslizó por la mejilla de R, y con la voz temblorosa, continuó-... Aquella cara angulosa, contraída, expresión del sufrimiento y la agresividad, se dulcificó, se relajó, su mirada cambió, Héctor, lo tenías que haber visto: avanzó sus manos huesudas, esas manos criminales que habían empuñado la muerte, y cogió al niño con tal delicadeza que nos quedamos todos los presentes estupefactos. Aquél era otro hombre, no sabíamos de dónde saldría pero salió; atrajo al niño hacia su pecho mientras todos vimos cómo des sus ojos comenzaron a correr las lágrimas; sin sollozos, sin gimoteos, sin sonidos, como si se hubiese abierto una fuente de amor contenida durante toda una vida. Fuimos testigos, Héctor, de cómo, aún cuando parece imposible que un ser marginal y desheredado, dado por perdido para su reingreso a la comunidad, pueda albergar sentimientos cariñosos, éstos existen, y existen con una intensidad sorprendente.
Cuando acabó el tiempo de visita entregó al niño, lo besó, y le siguió con la mirada hasta que salió de la sala. Después, volviendo la mirada hacia mí, con la misma cara arrobada, relajada, llena de un amor -también él, cautivo-, me dio las gracias con una dulzura impropia, Héctor, impropia de aquel hombre... Después, mirando a los vigilantes, les dijo, -"Vamos"-, y desapareció por la puerta que le llevaría, otra vez, de vuelta al infierno...

Fin

R&R

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Puso imagen
El Bosco
El Jardín de las Delicias
(fragmento: el infierno)

Puso Música
Keane
Somewhere Only we know
W.A. Mozart
La Nozze di Figaro (Las Bodas de Figaro):
Sull'Aria
Non So Piú
Deh Vieni, Non Tardar
Vesperae Solemnes
Laudate Dominum

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