domingo, 1 de agosto de 2010

Japonerías y Japoneries




Japón. Uno mienta al país del Sol Naciente (Nihon-koku o Nippon-koku) y todo son evocaciones... pero no solo orientales, sino, también, del país de la tecnología punta, de los robots, de la occidentalización en extraña simbiosis con una cultura totalmente ajena a la nuestra. La capacidad de ese lejano e isleño pueblo para el sincretismo es asombrosa, sin parangón el mundo. Han sido capaces de absorver con una facilidad pasmosa culturas, religiones, costumbres, etc., de otros países con un mínimo desgaste en su propio acervo cultural.

Con este se inicia una serie de artículos sobre el Japón que he titulado con el galicismo castellanizado Japonerías (Japoneries; no se molesten que no lo recoge la RAE), porque es bastante explícito en una sola palabra. También podría haber utilizado el genérino: Japonismo (Japonisme), que es como se llamó, en Francia, todo aquel torrente que inundó el mundo tras abrir las fronteras -después de 270 años de aislamiento- aquel extraño país que solo disponía de un puerto franco para el comercio exterior durante ese periodo. Como un torrente, digo, brotó todo lo japonés surcando mares y cruzando tierras hasta occidente -principal y primeramente: Francia y EEUU.
A Francia llegaron Enviados del emperador japonés y, con ellos, las manifestaciones artísticas de ese exótico país: su pintura (los famosos estampados/grabados en madera), su cerámica, su difícil -para un oído occidental- música tradicional, su escultura, su arquitectura, sus múltiples artes domésticas (ceremonia del té, Ikebana -arreglo floral-, etc.), artes marciales (Kendo, Sumo, más tarde, Judo, y más, ya en el s. XX todas las demás), y, por supuesto, la literatura. Una literatura rica, muy antigua, antiquísima, menos que la china -que siempre fue su modelo-, pero más que la occidental, y subdividida en múltiples géneros, toda vez que sigue la división -algunas veces difícil de establecer- entre Poesía y Prosa; ambas con características que le son propias.

Por estas páginas desfilarán, atendiendo al formato ya establecido, parte de lo mejor que el pueblo artístico nipón a realizado en pintura, música y literatura, sobre todo. Pero en este primer artículo, para realizar una inmersión gradual, los textos, si bien con tema absolutamente japonés, tendrán una procedencia occidental, más concretamente hispana, y muy cercana a nosotros. Son dos autores conocidos por todos los que nos siguen habitualmente: uno, Héctor Amado que, aunque español -y castellano-, dado el carácter afrancesado de su obra -ya que la mayor parte de ella está escrita en francés-, nos trae un esbozo de récit escrito en la lengua de Truffaut, un ejercicio de estilo, en el que, como si de un capítulo del famoso Genji Monogatari se tratase, se desplegará ante nuestros ojos parte de aquel mundo y sus costumbres; el otro texto, de más enjundia por cuanto es un cuento con principio, nudo y resolución, es de nuestra, ya habitual, colaboradora, Beatriz Basenji, que sin dejar lo poético de lado (como un río que en su curso medio fluyera pausado y preñado de hojas de loto) nos presenta un relato corto de difícil encuadramiento aquí, en occidente (¿quizás realismo mágico?), pero que en Japón no dudarían en encuadrarlo bajo el genérico tema de los cuentos de fantasmas; en los que no siempre salen fantasmas, pero donde siempre está presente lo sobrenatural, lo mágico, lo arcano.
Es algo consustancial a la vida del japonés y al panteón de su religión más autóctona: el sintoísmo, con sus dioses domésticos, los de los elementos, los de los lugares (pocos pueblos tan mimetizados y orgullosos de la naturaleza abrupta y agreste de sus islas de origen volcánico), los de los oficios,... y los de los infiernos, también, poblados de demonios pavorosos y presencias invisibles... en fin, el mundo de lo posible que, oculto a la vista, Japón lleva en su alma y su corazón isleños (como si su isla fuera un empíreo flotando en el mar del cosmos).

Sin más preámbulo, aquí les dejo con El Rostro de Ibunoko, de Beatriz Basenji, y con El Pabellón de la Peonías, de Héctor Amado. Como siempre, deseo que les guste y lo disfruten.



EL ROSTRO DE IBUNOKO

Diez días atrás, observada desde la pequeña estancia allende los tejados, el arribo de la joven consorte de Ibunoko a la Casa, no permitía apreciar detalles que aportaran un solo hilo a la trama de nuestro callado misterio. Aún si hubiésemos nacido esclavos, ninguna esclavitud nos habría sido más penosa que la índole de aquello que se debatía entre los pliegues de nuestro silencio por adquirir un rostro cierto. El rostro de Ibunoko, por nadie visto.


Habían llegado sobre el filo del mediodía, de modo que las repetidas ceremonias de presentación se alargaron hasta la hora en que la intensidad del calor enloquece las avispas. Recién entonces le fue permitido a la señora Ibunoko llegar a sus habitaciones y rendirse al cuidado de sus propias doncellas, que la desvestían y volvían a acicalar con las fastuosas sedas de la ciudad imperial.


Como siempre -como ya nos era conocido a los sirvientes de la casa- Ibunoko se había esfumado. Su presencia no era perceptible por ojo alguno puesto que había logrado -para desesperación de quienes le servíamos - el don de la transparencia. De modo que nunca se estaba seguro de si él estaba o no, de si él podía oír o no; de si él podía regresar o no de la incorporeidad que gozaba y, en el fondo, cada uno de nosotros, esperaba que eso ocurriera alguna vez.

Se murmuraba con frecuencia sobre su inmortalidad y la controversia entre nosotros era si el hecho de ser invisible las más de las veces, lo habría dotado de las virtudes de los inmortales o si tan sólo las aparentaba.


Las tañedoras de laúd poco y nada podían aportar sobre los caracteres personales de Ibunoko. Jamás habían logrado ver su rostro. En sus visitas a la cámara del señor, combinaban diestramente la danza, los juegos de ingenio e imaginación hasta que imprevistamente, una gloriosa sensación de abandono y sed, las envolvía suavemente en la neblina de los sahumadores y una marea de silencios dominaban los ímpetus de la pasión.

Intuí que Ibunoko era sabio. Suprimía de la escena las variaciones que sobre su rostro podían imprimir los juegos donde las flores y los abanicos y los pájaros adiestrados debían fascinar totalmente al contemplador y encenderlo para el amoroso holocausto.

Blindaba sus emociones con alguna de sus bellas máscaras. La perfecta sonrisa magistralmente dispuesta en lacas inalterables. Los impenetrables ojos fijos en la pulida convexidad.

Restaba deliberadamente cuanto pudiera deslucir la consagración de la fábula allí mismo narrada o exigida.

Algo capaz de motivar el infinito rollo de interrogaciones que una puede iluminar en la soledad de su propia estera.

Negaba también el más ínfimo dolor a los sentidos sacramentales de la vida, cuya contagiosa sustancia pudiera remorder la felicidad exigida al otro ser.

Solo una de las tañedoras se atrevió a confiar a su sirvienta que había desaparecido en el interior de un pequeño cofre pero ella continuó sus insinuantes relatos, dándole sitio a las voces graves o aflautadísimas de invisibles personajes. Danzó igual que ante Ibunoko y tuvo la certeza de que su actuación era observada por alguien verdaderamente invisible. Luego la joven se inclinó a la contemplación y piadosamente el hidalgo la hizo recluir en la Casa de los Encuentros Celestiales.



En cierta ocasión, un hombre que parecía un campesino, se presentó ante el señor pretextando haber soñado un raro sueño.

Antes que el campesino pudiera iniciar el relato, Ibunoko verdaderamente sorprendido por el visitante -con apenas un majestuoso giro de sus vestiduras- exhibió ante el presunto soñador una de sus máscaras cómicas. Sin arredrarse ante tal circunstancia, el hombre comenzó diciendo:

" Me he visto a mismo en compañía de tres maravillosos genios de la danza los cuales solo poseían la mitad de sus miembros superiores e inferiores. Es decir que tenían un brazo y una pierna cada uno. No obstante era tan gloriosa su alegría, que yo mismo lejos de compadecerme de sus condiciones físicas, me sentí inundado por la radiante dicha que ellos comunicaban. Los tres residían en una aldea tibetana y en la habitación por ellos ocupada, una pequeña pieza de barro cocido con espléndidas flores de durazno, atraía las miradas prodigiosamente".


-Un jarrón con su nube de rosadas flores, como éste que ves aquí?- le preguntó Ibunoko.


Y antes que el hombre pudiera decir "sí ", Ibunoko se transformó en el jarrón soñado por el campesino.

Quizá conmovido hasta las lágrimas, pero resuelto a desvelar su propio enigma, el hombre todavía rogó en voz alta:

"Oh, señor, declárame dónde es pues la morada en que residen los tres genios, si en el Tibet celestial o en el Tibet más allá de la China?"

Una carcajada que tanto procedía de los viejos faroles colgantes del rico artesonado como de las falsas paredes de papel, fue la respuesta.

Aún si la noche tuviera una duración de seis mil años - como calculaba mi antecesor- los hechos que tuvieron por protagonista a nuestro invisible amo, no se agotarían. Él posee la exclusiva facultad de cabalgar a favor de nuestra obsesión por descubrir su rostro, sin que acaso exista en su voluntad idéntica pasión por ocultarlo.

¿O es que las máscaras de Ibunoko son la verdad, la Única verdad que Ibunoko puede revelar a sus servidores?


Hoy sucedió que, mientras yo pulía los grises mármoles de un estanque vacío, la joven Kano, la recolectora de flores, simulando extraer hierbas silvestres de un cantero cercano, relató en voz muy baja:

"Cuando disponía las flores en los cacharros de la terraza -¿no?- la señora Ibunoko llamó por mí:

-Kano - dijo- dame uno de tus crisantemos para mi cabello.

No había crisantemos en mi cesta. No. Pero miré con toda atención el gran ramo que portaba. Entonces con mucho temor, respondí:

-Soy tan torpe que no logro advertir la flor que mi señora ha pedido. No hay crisantemos en esta época. Estoy segura. Pero quizá esta orquídea azul como su obi, lucirá como perla.

La señora Ibunoko extendió su mano tristemente en el vacío mientras una sonrisa también vacía acentuaba la exquisitez de su cara. Se hizo un doble silencio, porque yo estaba muy confundida y la señora parecía haber olvidado de improviso todas las flores de este mundo.

Fue entonces cuando expresó:

-Oh, dulce Kano! No! No eres torpe... Es que yo soy ciega".


Beatriz Basenji

http://lasalsamadre.blogspot.com/



Le Pavillon aux Pivoines

Introduction
Lorsque Sei Shonagon va écrire ses merveilleuses Notes de Chevet (Makura no soshi, écrit vers l'an 1000 de notre ére), l'époque Heian était à l'apogée.
L'Époque Heian, qui s'écoule du IXième au XIIième siècle, est le pèriode classique par excelence du Japon.
C'est le temps des cours somptueuses, de la création d'une calligraphie propre (avant chinoise), d'une solide litterature, des arts apliquées, de la figure légendaire du samourai (vasal ou serviteur armé, aussi appelé l'homme de l'arc et les flèches)... Enfin, l'Époque Heian est considerée comme "l'Âge d'Or" de la civilisation japonaise par les japonais eux mêmes.

Sei Shonagon était une dame de compagnie de l'Emperatrice Fujiwara no Sadako, elle appartenait par conséquent à la noblesse. Dans cette époque les femmes de la noblesse avaient une culture raffinée, bien que ne puissent pas utiliser l'écriture Kanji -culte ou litteraire, d'origine chinoise- réservée aux hommes.
Les femmes devaient utiliser les syllabaires
Kana -plus populaires- qui deviendront l'actuel japonnais fonétique, quelque chose de semblable à ce qui va se passer avec le latin et les langues romances à l'Éurope de l'Âge Moyenne.
Les
Kana sont une évolution de la langue provoquée à l'usage, devant la nécessité d'employer des termes moins litteraires pour parler et écrire sur les choses quotidiennes ou galantes.
Sei Shonagon fût une de cettes femmes de lettres "avant la lettre" qui vont à développer l'important aspect féminin de la litterature niponne. Écrivain en prose et poète, cette femme mystérieuse eut une vie pleine dédiée à la beauté et les plaisirs courtisans jusqu'à la mort de l'emperatrice, ensuite elle va prendre l'habit bouddhiste pendant dix ans avant de mourir.
Mais, le secret de son génie délicat et sensible se cachait derrière sa propre vie, une vie dont les ombres furent plus abondants que les clartés jusqu'à la découverte de la
boîte d'ivoire du pavillon des pivoines...
*
Cet ample préambule était nécessaire pour comprendre à sa juste mesure la singulière et incredible histoire que je vais vous raconter de suite...

La Naissance
Il était le cinquième jour du cinquième mois (minazuki, le mois de l'eau) du quatrième année de l'ére d'Owa (965).
L'été vennait d'entrer; une legère brise mouvait les rideaux de bambou faisant un faible son qui accompagnait la respiration entrecoupé et gémissante d'une femme qui était sur le point de donner le jour.
Dans la chambre aménagée de salle d'accouchement improvisée on sentait le doux parfum des pivoines récemment coupées -placées là puisqu'on savait que ces fleurs portent bonheur (le propre nom de peoniae, nom latin d'oú derive pivoine, signifie "le guerisseur" ou "le secourable")-.
À l'heure du lapin (cinq heures du matin) va naître, au sein d'une famille de la noblesse moyenne -les K
iyowara-, une fille comme tant d'autres...

Mais cette naissance aurait une particularité: la première image qui virent les yeux encore aveugles de la nouvelle-née fût-elle un vase avec des pivoines legèrement rosées... et, alors, au lieu des traditionnels sanglots elle va ébaucher un sourire. Sa première inhalation fût donc le resultat de la joie, pas des pleurs, et cette inhalation, en plus, le fournit sa première sensation odeureuse: le parfum des pivoines.
Cette façon si singulier d'entrer dans le monde se considera de bon augure, mais bien peu imaginait
Kiyohara Monosuke ce que la destinée lui aurait réservé à celle qui serai son fils unique.
Kiyohara Monosuke était un officier au service de l'empereur et poète dans son temps libre dont son aspiration était faire du zèle pour monter de rang -et marier proprement une fille était une belle façon de le faire-. Ainsi donc, Kiyohara était heureux avec sa paternité récemment étrennée.

La fille fut appelée Nagiko, bien que le nom avec lequel elle restera à l'histoire de la litterature serai Sei, Sei Shonagon...
Mais, peu à peu.
Pendant ce temps là, la vie à la cour de l'empereur s'adonnait aux arts, la litterature, la poésie, les activités galantes et à embellir le temps avec des riens.
Les femmes étaient considerées en une double aspect: son capacité de femelles réproductives et son fonction décorative; mais au contraire de ce qui se passera plus tard, à l'Époque Heian les cours des emperatrices étaient vraies centres culturelles oú se donneront les premiers pas pour une naissante culture litteraire... et seraient les femmes, surtout, les chargées de mener à bien cette tâche.
L'avenir réservé à cette fille de la noblesse on trouvait donc à côté de ces cercles cultes et raffinés.


L'Infance. Le Petit Palais des Baisers.
Kiyohara Monosuke regardait satisfait comme sa fille grandissait belle et dèlicate telle qu'une fleur de cerisier.
La petite fleur de cerisier avait déjà fait preuve d'une intelligence éveillée en apprenant très vite à parler et plus tard à lire et écrire les syllabares kanas -les seuls permis aus femmes-.
Nagiko avait toujours un sourire dessiné sur le visage, même si elle était mélancolique lorsque les jours gris et pluvieux d'automne qui la confinaient dans la chambre de la songerie (chambre à jouer pour les enfants).

Elle aimait marcher et galoper par les petits chemins du jardin, parmi les parterres soigneusement disposés des pivoines, des crysanthèmes et des rhododendrons; des cérissiers, des pruniers et des pêchers; des terrasses de primevères oú elle aimait de se coucher pour sentir son douce parfum,... ou bien, regarder l'étang couvert ici et là par les feuilles des lotus comme s'il était un mosaïque multicolore oú les réflets des arbres, les nuages et l'azur se mêlaient au vert soit le brillant des feuilles tendres soit l'obscur des feuilles mûres des nénuphars parsemés par les aigrettes florals rougeâtres, blanches, violacées ou jaunes, des plantes déjà fleuries.

Mais elle aimait, surtout, regarder, elle était toujours regardant. Elle se passait les heures enregistrant dans son cerveau n'importe quelle image, évenement ou manifestation naturelle ou social qui arrivait autour d'elle. Sa capacité d'observation deviendrai exceptionnelle.
Sa mère disait, mi-amusante, mi préoccupée: "elle mange des images", puisque parfois elle restait immobile pendant le repas, avec les lèvres mi-closes, en observant, à travers la fenêtre ouverte sur la cour intérieur, comment les abeilles volaient parmi les glycines mauves.

D'ailleurs Nagiko grandit sans problèmes remarquables. Sa vie fut facile jusqu'à... À l'âge de neuf ans elle va connaître Keino -Keinosuke Ashikaga- le fils aîné de son oncle paternel Tadanobu Kiyohara, noble de 6º rang au service de l'empereur.


Keino
. Keino était un enfant beau mais dèlicat, de peau très blanche et nets yeux marrons. Trop grand pour son âge -il avait 10 ans révolus- sa santé physique n'était pas très bonne. De caractère mélancolique et absent, son extreme sensibilité lui provoquait constants états de prostration.
Devant cette situation son père, recommandé par le médecin, avait déçu lui envoyer à la maison de son frère dans la campagne, aux alentours de la capitale et éloignée des soucis du Palais Impérial.
L'enfant va accepter avec résignation ce change dans sa vie. En outre, il n'était pas certainement très heureux parmi la formalité et l'étiquette de la cour oú les bruits, les courses et les cris,... se consideraitent de mauvais goût même pour un enfant.
Pour s'amuser, et quand sa santé le lui permettait, il passait beaucoup d'heures jouant au Go, quelque chose notoriement rare étant donné que il était encore très jeune.
Ainsi donc, Keino va arriver un jour de printemps à la Maison des Fleurs Perpétuelles -nommée ainsi parce qu'il y avait des fleurs dans les jardins pendant les quatre saisons de l'année.

Le Petit Palais des Baisers
.Au jardin, éloigné de la maison principal, parmi les parterres de pivoines et la rive de l'étang, deux saules encadraient un endroit tranquille, réservé aux regardes, dont le sol était tapissé d'un moelleux manteau d'herbe et trèfles. Là, Nagiko allait d'habitude quand elle voulait demeurer seule. Là, elle laissait libre cours à son imagination. Là, elle se sentait comme une petite emperatrice. Elle l'appelait tendrement Le Petit Palais.

(à suivre)



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