jueves, 15 de septiembre de 2011

Gian Lorenzo Bernini: el Místico de la Piedra



Veíale en las manos un dardo de oro largo,
y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego.
Este me parecía meter por el corazón algunas veces
y que me llegaba a las entrañas:
al sacarle me parecía las llevaba consigo,
y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios.
Vida de Santa Teresa XXIX. Teresa de Ávila


La lechosa luz de la luna llena se filtraba a través de los visillos que el zéfiro nocturno ondeaba suavemente reflejándose en los sudorosos cuerpos desnudos convertidos, así, en dinámico firmamento del que irradiaban miles de destellos cual reverberante castillo de fuegos de artificio lanzado a mayor gloria de una noche de amor cuyos protagonistas, si venturosos, bregando en el mutuo conquistarse de cuerpos asaltados, afanándose en un lúbrico tejerse y destejerse, enfrascados en contienda de alientos y estremecimientos, escalaban las cimas del pasmo ignorantes aún de lo que supondría el resultado de su dulce batallar para la iconografía de la historia del arte gracias a una feliz y azarosa confluencia de circunstancias, no todas dichosas, que el tiempo acabaría disponiendo en connivencia con la inconsciente voluntad de los hombres y, muy posiblemente, con la consciente de Dios que demostraría de esta forma, por enésima vez, los barrocos caminos por los que gusta hacer llegar sus miríficos propósitos conducentes a ensalzar el valor y esplendor de la Vida, esa gran obra donde el magma del deseo divino se explaya en un tumultuoso hervor de posibilidades infinitas, entre las que se encuentra aquella cuya naturaleza pulsátil de rítmico silencio y sincopado deleite porta en su pródigo seno las claves que dan cuenta del misterio subyacente a la mágica re-ligio de lo separado, puente invisible que une las riberas de lo aparente y lo trascendente, de lo material y lo incorpóreo, de la carne y el espíritu: el éxtasis místico.


El Hermafrodito Borghese (Restauración de Gian Lorenzo Bernini)


En la cúspide del frenesí dos almas se derraman, dos voluntades se diluyen y convulsas se arrojan -y reciben- dichosa y recíprocamente la individualidad, dos cuerpos tensados como arcos disparan sus fluidas saetas de asombro y piedra que dan, certeras, en el núcleo de la desgarradura del otro; el mármol hecho crema hiende la morbidez cálida y viscosa del gozoso atanor que espasmódico abraza y ávido lo acoge; de las profundidades del ser, así certeramente herido, surge, incontenible y jubiloso, lazo de dos gargantas en voces desatadas, el gemido polifónico de la Vida alcanzando su clímax... las partes, por un eterno instante, se hacen Todo; las conciencias, por un eterno instante, se funden en La Conciencia... y así permanecen, durante un instante eterno, hasta que, a la tensión descargada en oleadas, sucede el goce en carne viva de las almas tránsidas, detenidas en la dicha contemplativa de la carne sublimada, absortas en el yo que pausadamente retorna de la pérdida asombrosa y se instala en un arrobamiento paradójico, pues en la profunda e inmarcesible sensación de plenitud late, con intensidad creciente, un poso de enigmática tristeza: del Todo regresan, extenuadas y perplejas, las partes; de La Conciencia las conciencias se vuelven a desgajar, recobrando sus límites difusos... Pero antes, en ese instante eterno donde todo cabe y en donde El Todo está contenido, la retina de Gianlorenzo se impregna de formas y gestos, de detalles que son la expresión de lo vivido, de huellas que permitirán volver donde se estuvo y reconstruir posteriormente lo inefable.

Fauno Barberini (Restauración Gian Lorenzo Bernini)


Desmontando del gozo y siguiendo un deseo imperioso de contemplación activa, el hombre Bernini, solapado al artista, transfigurado en registro de lo real, baja del lecho y, aún temblando, se deja caer en el sitial de mármol que él mismo esculpiera, y desde allí observa; observa las rotundas formas de Constanza, abandonada y desfallecida, entre los pliegues de las suaves holandas: una blanca y grácil mano colgando al borde del lecho, uno de sus delicados pies asomando entre las sábanas,... pero, sobre todo, se detiene en la cabeza ligeramente reclinada hacia atrás: los labios entreabiertos, los ojos a medio cerrar, la suave curva de sus pómulos,... y piensa, piensa, mientras observa, qué estará sintiendo en ese momento su amada, y si a las sensaciones físicas que sin duda son de apacibilidad tras la consumación -el patente relajamiento de su cuerpo así lo pregona- hay otras más espirituales, y si en ellas él, el necesario colaborador de su éxtasis, ocupa algún lugar. Tentado, se levanta, se acerca, y coloca su rostro frente al de ella; lentamente aproxima su cara, hasta sentir en sus labios el leve aliento de la bella que, ajena, parece encontrarse muy lejos de allí. Después, deposita con delicadeza un beso en aquellos labios carnosos que lo reciben con turgencia mullida y elástica. Sin abrir los ojos, Constanza, se lo devuelve mientras sus brazos rodean aquel cuerpo fibroso, entrenado en la dura brega del cincel y la maza, atrayéndolo hacia sí. Ambos funden sus bocas y enlazan sus cuerpos sobre el blando lecho de plumas de ganso, tras lo cual, separando sus rostros, se miran, ahora ya desde sus propias conciencias, y reconocen en el otro al artífice que esculpe ese ser de materia y espíritu que pugna por salir desde lo informe de una vida en continuo movimiento.


Gianlorenzo le dice que algo ha conmovido su consciencia mientras la contemplaba abandonada de sí misma, algo indeterminado, algo con la entidad de una premonición, de un augurio. Y también le dice que quiere hacer un busto de ella, un busto que recoja el instante en que, desde la esplendorosa belleza satisfecha provocada por el éxtasis amoroso, intente manifestar la sensación experimentada: un gesto de serena hermosura y al mismo tiempo de atención interior, una imagen que capte, represente y exprese, en mármol encantado, toda la organicidad triunfante de la materia viva y la sugerencia del espíritu en acción. Constanza accede complacida y orgullosa; sabe que tiene en sus manos el corazón de su amante, y que su deseo campa sobre la voluntad del genio. Corre el año del Señor de 1635 cuando el sucesor de Miguel Ángel en el Olimpo de la Escultura realiza el busto de mujer más real y expresivo de cuantos se hayan hecho nunca.
Cuenta Bernini con poco más de treinta y siete años, y se encuentra pletórico, tanto en lo profesional como en lo personal: es el protegido del Papa Barberini, Urbano VIII, que lo ha convertido, de hecho, en artista del pontificado, y, por ende, de Roma. Ha realizado con brillantez y magnificencia encargos escultóricos, arquitectónicos, decorativos, pictóricos, hasta se ha atrevido con el teatro, para el que diseñará decorados barrocos, llenos de efectos especiales, textos dramáticos, partituras musicales... Es el artista total, y como tal se le ensalza y reconoce, sí, pero también, por ello, se le envidia.
Mas... todo genio tiene su prueba de fuego y Bernini, tendrá la suya; y esta prueba se le presentará en todos los frentes posibles. Las desdichas nunca vienen solas, dice el popular adagio, y con el genial artista napolitano se cumplirá cabalmente.

Costanza Buonarelli. Detalle (Gian Lorenzo Bernini)

Desviemos la atención hacia otra noche semejante a la narrada al comienzo de este relato... Ha transcurrido generoso e inmisericorde el tiempo desde entonces. Acerquémonos... veremos a un hombre sensiblemente más avejentado (ya se acerca a la cincuentena), se encuentra sentado en el mismo sitial travertino de entonces, mirando pensativo una luna llena similar a aquélla que bañaba su cuerpo sudoroso mientras amaba apasionadamente a... un sueño que acabaría convirtiéndose en pesadilla y origen probable de sus males. Aquella que tanto amó, aquella con la que escalara tantas cimas del placer, aquella que fue impulso y estímulo, inspiración y modelo, su amadísima Constanza, le traicionó con su hermano, ¡Dioses despiadados, con su propio hermano! Creyó volverse loco al descubrirlos en uno de aquellos abrazos que él tan bien conocía; persiguió a la sangre de su sangre por las calles de una Roma a esas horas dormida, alcanzándolo cuando cruzaba el puente de Sant'Angelo. Solo Dios, los ángeles o el Destino saben por qué no lo mató, pues él juraría haberlo hecho; tentado estuvo de arrojarse a las aguas del Tiber, solo el odio le contuvo: Constanza, su cara Constanza, su escala al paraíso, debía ser castigada. Vagó desesperado por calles y arboledas, volviendo una y otra vez a las riberas del río donde acabaría por quedar dormido, cuando ya amanecía, recostado y abrazado al tronco protector de un lauro, como si de una huida y metamorfoseada Dafne se tratara.

Hermafrodito Borghese (Gian Lorenzo Bernini)

A partir de aquel día todo comenzó a complicarse. Dio gracias a Dios por no haber consentido que fuera el asesino de su hermano menor, pero, también, lleno de resentimiento, rencor y orgullo herido, mandó desfigurar a su amada Constanza. Ya solo el busto que de ella realizara sería el detentador del amor que por ella una vez tuvo, quedando, así, detenido en el tiempo el jubiloso momento de su disfrute. Al descalabro profesional que por poco le cuesta la vida -tal fue su vergüenza en el asunto del fallido Campanario de San Pedro-, le sucedió la muerte de su mecenas y protector, Urbano VIII, y su heredero en la silla de Pedro, el Papa Pamphili, Inocencio X, le relegó de sus obligaciones en la Corte Pontificia. Se encontró, en cuestión de meses, que había perdido lo que más quería: su amor, su prestigio y el favor Papal.
Como suele ocurrir en las ocasiones en que confluyen un carácter apasionado, una educación desarrollada bajo una firme disciplina y un genio superlativo, poco a poco el genio prevaleció, y cuando sus heridas emocionales cicatrizaron, la disciplina se impuso, forzando a la rueda de la fortuna a cambiar el sentido de su giro. Aquellos que aún creían en él, aquellos que ya pudieron acceder a sus servicios, y a los que tuvo que acudir como artista privado, vendrían a devolverle la confianza.
El cardenal Federico Cornaro propuso a Gianlorenzo la realización de su monumento funerario. Había elegido la sencilla iglesia de Santa María della Vittoria, de advocación carmelitana, para albergar los restos mortales de la familia, y la única condición impuesta por el cardenal al artista fue que el tema del monumento debía estar dedicado a la recientemente canonizada mística de la orden, Teresa de Ávila, más conocida como Santa Teresa de Jesús.

La Verdad Revelada por el Tiempo (GL Bernini)

Todos estos pensamientos sobre el desafortunado pasado reciente vagaban por su mente aquella noche mientras daba vueltas al diseño del monumento encargado. Él ya conocía la pequeña basílica de Santa María, pues se erigió el mismo año -1605- de su llegada a Roma y pudo asistir a su consagración; además, tuvo el honor de llevar a cabo la restauración de una preciosa y turbadora obra helenística hallada durante dicha construcción -al remover la tierra para asentar los cimientos-, y que se hallaba, desde su descubrimiento, en poder del Cardenal Borghese, la que se conocería como El Hermafrodito: lo que parecía un espléndido cuerpo de mujer contemplado desde atrás se convertía, gracias al inconfundible erecto atributo, en un desconcertante varón de rasgos feminoides visto de frente (corría el rumor de que, tras esta soberbia restauración, la bella figura desnuda que aparecía echada sobre un lecho, guardaba un extraño parecido con la de Constanza Buonarelli, amante de Gianlorenzo en aquel tiempo; qué tuviera de cierto aquel rumor solo lo sabría quien hubiera contemplado el cuerpo desnudo de Constanza).
No obstante serle familiar, volvió a visitar el templo para ubicar el espacio, hacer un cálculo de sus proporciones y barajar las distintas posibilidades. Ahora solo era preciso esperar, esperar el momento en que desde su interior surgiera, poderosa e imperativa, la voz de su genio brotando imágenes y ordenándolas en espacios originales e inverosímiles. Sabía que debía realizar su Gran Obra si quería recuperar su reputación y la estima de los grandes, sobre todo, la del papa Pamphili, Inocencio X el cicatero.


De pronto, contemplando esa luz lechosa que se filtraba por la ventana a través, como entonces, de los visillos tenuemente mecidos por una suave brisa nocturna, y siguiendo su estela hasta la cama donde ahora dormía la que era su mujer (con quien se casaría a instancias de su querido protector, Urbano VIII, de entre un elenco de las más bellas mujeres romanas que se le ofrecieron para que olvidara el malhadado suceso de la Buonarelli, y de paso apaciguar el ímpetu de un corazón demasiado apasionado), y reparando en el juego de luces y sombras formado por los numerosos pliegues de las sábanas retorcidas, y deteniéndose en el reflejo de la fría luz en la lisa superficie de aquel rostro relajado, tuvo la visión de conjunto, como un destello, de lo que parecía una soberbia escultura marmórea, y algo resonó en su pecho y en su mente, algo como el click de una maquinaria que encaja al fin sus goznes y ruedas dentadas, y gira, y gira, levantando una densa cortina de misterio ofreciendo a la vista el esplendor de una escena sublime. En un instante se fundió el pasado, el presente y el futuro: las emociones experimentadas con Constanza (a la que nunca dejaría de amar), su imagen extática, su belleza, cobraron vida de nuevo como si acabaran de suceder; los textos leídos de la Santa de Ávila, la descripción de sus éxtasis místicos -tan sensuales- y sus poemas teñidos de carnalidad, se hicieron sustancia corpórea; y el ansia de permanencia de los hombres, explicitado en el de sus nobles y mitrados clientes (como si no se fiaran del todo de lo que para ellos debía ser dogma de fe: la esperanza en una vida eterna), aparecía representado contemplando el prodigio -e incluyéndose así en el marco de la contemplación-... Todo encajó como un rompecabezas: ¡La idea había llegado!


¿Qué no puede hacer el talento de un ser tan genial como Gian Lorenzo Bernini? El Éxtasis de Santa Teresa, momento cumbre y zenit del Barroco, pintura en tres dimensiones, poesía hecha piedra, versos escritos en el claroscuro del mármol, pictura ut poesis, escena dramática en la que se conjuga el genio del artista, el de la escritora, el de la mística, pero también las escenas vividas y extrapoladas a percepción suprasensible de lo inefable, intuición divinamente creadora, utilización prodigiosa de los elementos naturales: la luz, el espacio, la piedra, la madera, el metal, la forma, el color,... pero, también, el tratamiento excepcionalmente original del instante místico, las sugerencias implícitas en la perspectiva, la atmósfera recogida que incita a la interiorización, el proscenio que recrea la visión de una escena teatral, pero íntima, el dramatismo conjugado de la escena representada y el del espectador que observa atónito el milagro de una emoción contradictoria: fuertemente erótica, por un lado, pero poderosamente espiritual, por otro. Todo esto y mucho más insufló, como un hábil demiurgo, Bernini en la que pueda ser su definitiva Obra Maestra, entre otras tantas obras maestras; ni en la posterior recreación de otro momento semejante, El Éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni, donde se capta pasmosamente el postrer rapto que llevaría a la beata a la muerte, Bernini alcanzó la capacidad de sugerencia y conmoción que en esta meraviglia.

Capilla Cornaro. Iglesia de Sta Maria della Vittoria (Gian Lorenzo Bernini)

Utilizando con maestría el transepto izquierdo donde se ubicará la Capilla Cornaro, concibe Gianlorenzo el complejo escultórico como un escenario, colocando a uno y otro lado de la nave, en alto, sendos palcos en los que ubicará a los miembros de la familia Cornaro -cuatro de cada lado- que observan y comentan la escena que tiene lugar ante ellos, en la fornícula del extremo de la capilla enmarcada por una suntuosa decoración colorista en mármol y estuco, como si de un escenario se tratara: el éxtasis que la santa refiere en uno de sus escritos. En esta escena, Teresa aparece flotando en una nube, entre un mar de pliegues del hábito que oculta su cuerpo salvo... el rostro transido de dolor/placer, enajenado, el pie y mano izquierdos que caen desfallecidos y el pie y mano derechos apoyados en la nube y el regazo respectivamente; frente a ella el ángel, un niño adolescente que sonríe con divina picardía, sostiene delicadamente con la mano izquierda el hábito de la santa, y con la mano derecha el dardo que la mística refiere penetraba repetidamente en su pecho provocándole una mezcla de sublime dicha y dolor insoportables; detrás del grupo, sobre sus cabezas y cayendo desde arriba, un haz de rayos dorados enviados por el espíritu santo aporta el fondo de color a las blancas figuras; por si fuera poco, Bernini, hace intervenir a la luz directamente: por medio de un óculo invisible, la luz del exterior penetra de forma mágica sobre las figuras bañándolas de irreal realidad.

Éxtasis de la Beata Ludovica Albertoni (Gian Lorenzo Bernini)


Bernini conseguiría de esta forma lo que pretendía: recuperar su crédito como artista y hacerse perdonar tanto el estrepitoso fracaso del campanario de San Pedro, como el violento episodio vivido con Constanza Buonarelli. Es curioso cómo, en una especie de exorcismo, Constanza protagonizaría la salvación del alma artística del genio napolitano, pues es absurdo discutir, a la vista de los hechos, dónde buscó inspiración, en qué imágenes captó un gesto tan expresivo como el que muestra el rostro representado como Teresa de Ávila... En un genial acto de contrición Bernini expuso ante todos su gran pecado: haber amado a una mujer como aquella, como Constanza/Teresa... y fue perdonado, al ser capaz de sublimar hasta tal punto su amor mundano
como para convertirlo en paradigma de trance espiritual. Todo ello a la vista de todos, todos serían jueces y testigos, y, ante la Belleza, todos absolvieron, y siguen absolviendo.
Solo me queda decir que quienes lo vieron trabajar en la representación de Teresa/Constanza, refieren una febril dedicación al detalle, y lágrimas corriendo por el rostro del artista mientras pulía las mejillas o aquellos carnosos labios entreabiertos (hasta hay quien jura haber visto cómo furtivamente los besaba), o aquella mano desfallecida, cada dedo, cada yema, o el delicado pie suspendido... Cuando trabajaba así, enfrascado, inútil resultaba dirigirse a él, pues parecía estar fuera de este mundo, raptado en un mundo interior que solo él conocía, pero que nosotros intuimos gracias a la obra que de él extrajo.

Gian Lorenzo Bernini, el Místico de la Piedra, quien elevara la sustancia mineral a la categoría de esencia espiritual. Dios entre los hombres, Hombre ante Dios y ante la Historia. Captor del Instante, avanzado fotógrafo tridimensional y muñidor de realidades trascendentes: ¡Gracias por tu genio cincelado y cincelador!

El Hermafrodito Borghese (Restauración de Gian Lorenzo Bernini)


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