lunes, 5 de septiembre de 2011

Marina



El agua comenzó a lamerle los pies. Primero, tímidamente; después, perdiendo su timidez y alargando su húmeda y salina lengua impulsada por la marea creciente, le fue lamiendo cada vez más arriba, y más, y más,... En media hora estaba como una de esas conchas solitarias -huérfanas de su otra mitad- mostrando al sol su vacía concavidad: tendido boca arriba y varado en medio de la undosa línea de la playa, con el agua mojándole ya toda la espalda. Al cabo de otra media hora su cuerpo flotaba a merced del suave oleaje, lo acunaba, lo mecía, proporcionándole una amniótica sensación placentera.
Con un ruidito de aspiración, como el de un sumidero diminuto, el agua le penetró en los oídos aislándolo aún más del entorno. El sonido del perpetuo baile de las olas le llegaba ahora amortiguado, lejano, haciendo resaltar en primer plano la percepción de sus propios pensamientos que cobraban, así, mayor nitidez. Siguió flotando, oyendo su respiración como un bajo continuo que acompañase el desarrollo caótico de imágenes que se proyectaban en su mente.
Sobreponiéndose a una primera reacción, quizás de miedo, que le impulsaba a abrir los ojos, comprobar su situación y nadar hacia tierra firme, le fue sobreviniendo, poco a poco, un estado de irresistible apacibilidad: el ronroneo respiratorio, el balanceo de su cuerpo a merced de las olas, la calidez del sol que no había dejado de acariciar su piel, todo ello, contribuía a crear un ámbito hipnótico en el que se iba sumergiendo, perdiendo el contacto con el entorno y hundiéndose cada vez más en el pozo sin fondo de su propia introspección...


La noción de tiempo se diluía. La relación espacio-temporal perdía su sentido al difuminarse las referencias sensoriales del exterior. No obstante su ser material, su cuerpo, habitáculo y soporte de esa conciencia en la cual se abismaba, flotaba a la deriva -nave fantasma desarbolada, con la sentina cargada de sensaciones- sometido a las condiciones físicas del medio. Al sol le debían haber ocultado las nubes, pues dejó de sentir su calor, pero la tibieza del aire evitó que sintiera el enfriamiento consecuente a la prolongada exposición con un agua que, siendo optimistas, no sobrepasaría los 30º de temperatura. No sabría decir cuánto pasó desde que comenzara a flotar hasta que le asaltó el primer amago de sed. Al principio fue una punzada, un sentir la boca seca, un comenzar a desplegarse en su imaginación imágenes de zonas desérticas, terrenos cuarteados, interminables extensiones de dunas, pellejos acartonados al sol cuya única seña de identidad eran los cráneos mondos y lirondos de los que surgían, ridículamente amenazantes, enormes cuernos hendiendo inútilmente el aire... A estas imágenes, sin solución de continuidad, le siguieron otras de lluvias monzónicas, aguaceros que daban densidad y profundidad al aire; o bien, manantiales corriendo cantarines entre umbríos barrancos, cascadas precipitándose al vacío... Sintió, o creyó sentir, miles de finísimas agujas picoteando la piel de su cara, pecho y vientre; era un una sensación táctil y térmica a un tiempo. Le pareció distinguir una humedad diferente a la ya insensible de su espalda sumergida... Estaba lloviznando. Instintivamente abrió la boca, el agua de lluvia penetró en ella. La sed, paulatinamente, fue remitiendo hasta desaparecer.


Galeón de carne y hueso, sin velamen ni gobernalle, se limitaba a flotar sin destino concreto inmerso en el seno de lo natural: aire y agua rodeándole, abrazándole. Por primera vez pensó -contrariamente a lo habitual- sentirse arrojado por la tierra a las aguas; regurgitado, como producto de una indigestión: "imposible digerirlo", parecía haber concluido la tierra.
Por su cabeza comenzaron a desfilar recuerdos, pensamientos plagados de imágenes marinas, singladuras legendarias, naves a merced del humor de los dioses que enviaban vientos contra o a favor de la voluntad de los hombres, naves sin rumbo o rumbo a lo desconocido, naves de proas aventureras y venturosas siempre buscando paraísos perdidos o aún no hallados (y se hallaron, se hallaron muchos: lo halló Ulises en Ogigia, junto a Calipso; lo halló Richard Fletcher y sus amotinados de la Bounty en Pitcairn, con sus aborígenes polinesias; lo halló Gauguin, en Tahiti, y recreó sus colores, los colores de la vida paradisíaca; lo hallaron miles de aventureros que navegaron en todas las direcciones por los siete mares).
Aunque también alguno se topó con su infierno... Y al llegar a este punto, comenzó a sentir algo parecido a la inquietud, su mente se poblaba ahora de monstruosas criaturas marinas: de Escilas y Caribdis, de Krakens, de tritones cabalgando las olas, de seres abisales que pululan por los fondos oceánicos, seres de apariencia tan terrorífica que los tuvo que ocultar Dios a las miradas sepultándolos bajo millones de toneladas de agua, allí donde no llega ni el recuerdo de la luz ni la imaginación de los hombres; aunque también imaginó a esos otros seres más reales, maravillas de la hidrodinámica, cuyas aletas son signo de espanto; todo un universo, en fin, multiforme, amenazante, inmenso, bajo él...
Pero, en seguida, también acudieron a su imaginación coros de voces seductoras, voces cristalinas, bellas como el viento cuando hincha las velas, cuando silba entre las drizas al amanecer, voces de sirenas que lo llaman por su nombre pronunciado como nunca antes se pronunció. Y la inquietud se va mudando en arrobamiento; su alma se deja, entonces, seducir por el canto y, embelesada, va tras su origen como la abeja persigue y localiza el aroma embriagador del sexo de las flores...


Un cosquilleo en la espalda le sacó del ensimismamiento. Era un leve hormigueo, sordo, amortiguado -como el que se produce en un miembro dormido-, que por un lado le incitaba a rascarse y, por otro, se encargaba de aliviar tal reflejo. Se imaginó a sí mismo como un mascarón al que se iban adhiriendo microorganismos: esa flora y fauna microscópica que da consistencia a la gran sopa oceánica y que sirve de nutritivo alimento a una cadena trófica que progresa en tamaño y complejidad hasta finalizar en esos monstruos de dientes de sierra que no conocen otro depredador mas que el hombre.
Se vio como un arrecife viajero, un microcosmos ambulante donde el coral y las algas albergaran colonias de ínfimos pobladores, acompañados de pequeños peces de escamas plateadas y vientre azulado, a modo de centinelas. Comenzó a sentirse, entonces, portador de destino: un destino de vida ajena, de la que era, en cierto modo, causa y sostén. Al fin volvía a tener una misión; se sentía útil, más allá de toda utilidad pacata e interesada: un organismo con conciencia propia, infinita, un universo de sensaciones e imaginación posibilitando, a la vez, con su ámbito corporal, una miríada de expresiones vitales.

Hay quien refiere haberlo visto flotando fuera de las rutas marítimas habituales; mas son testimonios con escaso crédito al provenir de gentes perdidas en alta mar que consiguieron ser rescatadas, por puro azar, en un estado de salud deplorable y con claros signos de delirio...


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