La luminosa sombra del pasado
V
La lluvia había vuelto a ofrecer otra tregua. De la tierra empapada, de las plantas satinadas, del cielo levemente clareado, virado su matiz del plomo al ceniza, nos llegaba un sutil y variopinto murmullo de impresiones sensoriales que exacerbaban, amplificándolas, las sensaciones que interiormente fluían ya con la grávida y caprichosa libertad de un torrente precipitándose ladera abajo. Todos conocemos ese estado de ánimo en que una emoción a flor de piel -esa íntima disposición del alma derramada en intenso y afectivo sentimiento- es zarandeada voluptuosamente por la percepción externa de estímulos adecuados (músicas, olores, sabores, imágenes, etc., sugiriendo evocaciones), haciendo que esa emoción al fin desborde la piel (frontera entre lo individual y el mundo) y se vierta hacia el exterior en forma de expresiva manifestación. En esas ocasiones, sólo un soberbio dominio de sí puede evitar situaciones por muchos consideradas embarazosas (esas lágrimas que afloran, esas miradas brillantes que se clavan, ese temblor de la voz que se acaba quebrando, esa mano que peregrina buscando la caricia,...).Tal era la situación creada en aquel momento en que monsieur Clochard, detenido su relato, permaneció abismado en sus recuerdos, mientras sus ojos, ligeramente humedecidos, parecían estar anclados en el muro tapizado de hiedra que ahora ofrecía el aspecto rutilante de una cortina de vertical y calmo mar verde. Su emoción -y la nuestra- flotaba allí delante, sobre la mesa convertida en altar donde se oficiaba aquella liturgia de invocación a Mnemósine, y bajo aquella marquesina que ejercía de dosel oracular: monsieur Clochard, el Sumo Sacerdote; Claire y yo, los perplejos adeptos asistentes a una ceremonia de iniciación en los profundos misterios del corazón humano. Misterios que se nos revelaban graciosa y felizmente para nuestra gloria y satisfacción, pues toda revelación mistérica posee el valor significativo y el encanto de una nueva estrella que apareciese en el maravilloso firmamento de Lo Posible, una estrella que nos muestra el fulgor que anida en nuestro propio corazón.
La llegada del café, en cierta medida, rompió el hechizo y contribuyó a diluir un ambiente que ganaba concentración y densidad por momentos. Un aromático Arábica desbancó, en el rango olfativo, cualquier otro olor; pero, matizado por la húmeda frescura del perfume que nos envolvía, lo hizo mediante una sutileza que yo nunca antes había disfrutado. Es curioso, recuerdo que me vino a la cabeza una de esas reflexiones instantáneas, en las que se solapan a un tiempo imágenes y conceptos diversificando milagrosamente el significado, en este caso referentes a la condición opuesta de ambos aromas: de un lado, la humedad y la frescura procedentes del agua de lluvia exaltadas por el aire; y, de otro, el tostado empireumático producto de la acción del fuego sobre la tierra --el fruto--. Quizá fuese ese solapamiento elemental lo que diera al aroma de aquel café una naturaleza tan sugestiva. Recuerdo, también, que lo pensé, pero que nada dije. Esperé a que la densidad del momento se disolviera aún más. Con el café nos sirvieron unos bonbons de atractiva apariencia, tenían formas diferentes y venían envueltos en finísimo papel manila de diversos colores sobre los que figuraban, impresas y superpuestas, una "C" y una "A" (Chien Andalou, deduje; y deduje bien).
--Nunca había visto bombones envueltos en papel -dije-.
--Son bombones artesanos. Nos los hace expresamente para nosotros un maestro chocolatero local que se dedica a elaborarlos únicamente para el sector de la restauración --respondió Claire.
Me la quedé mirando... y después miré a monsieur Clochard. Éste, adivinando el motivo inquisitivo de mi mirada, respondió:
--No, no... Bueno, en cierto modo, sí... La pequeña fábrica en que trabajó Jeanette (su madre de usted), desapareció con la guerra (la 2ª Mundial, me refiero). Pero acierta en la intención: efectivamente, es un homenaje --fue ahora Claire quien le miró con un gesto de extrañeza y sorpresa fundidos--. Sí, hija mía, estos bombones, la elección del proveedor, el formato, el envoltorio ya desusado, son cosa mía. Desde que abrí este local nunca han faltado en el menú. Tú nunca has sabido la razón subyacente, no había necesidad de contártelo. Ahora lo sabes. Tampoco tu madre lo supo nunca. No era una cuestión de fidelidad o lealtad. Nada de eso tiene que ver. La vida es muy compleja a veces, y es mejor no querer saberlo todo ni buscarle explicaciones a las cosas que no pueden ni deben ser explicadas. Ha sido una concesión a la memoria de un tiempo que fue, ciertamente, feliz para mí, y, al mismo tiempo, desgarrador. En fin, dejad que continúe con mi relato y lo entenderás... --y, trasladando su mirada de Claire hacia mí, se enmendó-- lo entenderéis, mejor.
--Desde aquel día en que asomó, por primera vez, un inocente amor ciñéndose a nuestra danzarina candidez (yo, aunque lo intuía, no tenía la certeza de que Jeanette hubiera sentido lo mismo que yo sintiera), se experimentó en nuestra relación un ligero pero patente cambio. Las miradas ya no estaban desprovistas de prejuicio, y menos de intencionalidad. Sin darme cuenta, a partir de aquel día, comencé a descubrir una Jeanette antes desconocida para mí. Los gestos antes desapercibidos, carentes de significación y profundidad, simples gestos habituales, se tornaron plenos de sentido, cargados de connotaciones emocionales que yo percibía con la misma nitidez y certeza con la que antes los veía netos. ¿Cuántas veces nos habíamos mirado, sonreído, abrazado y besado, sin sentir que en esas acciones hubiera nada más que una muestra de fraternal y despreocupado cariño? ¿Y por qué ahora, de repente, espaciábamos esas muestras de afecto, como avergonzados por hacerlas explícitas? Decididamente, el amor conlleva la aparición de la vergüenza en mayor o menor medida. Es obvio que esta vergüenza dependerá del clima relacional en que uno se halla educado: cuanto más restrictivo y represor, mayor será la vergüenza; cuanto más liberal o abierto, menor. Pero siempre existirá en ese descubrimiento de la herida palpitante, de la sensación de impotencia y desvalimiento ante lo que se percibe como desconocido y poderoso, desequilibrante y turbador, la huella de lo que el libro de los libros define como el pecado original: la desnudez... del alma. Por primera vez (y, a partir de esa primera vez, cuantas seamos víctimas del enamoramiento) nos sentimos íntima y esencialmente desnudos, nuestras más inconfesables vergüenzas expuestas -como tales- ante el ser amado (y ante todo el mundo, porque ¿quién puede esconder ser víctima jubilosa -o desgarrada- del amor?). Siempre he pensado que aquel original pecado que fuera causa de nuestra expulsión del Paraíso no fue la desobediencia de un precepto divino que nos negaba el conocimiento último de la esencia del Mundo, del Secreto de la Vida, sino el descubrimiento del amor, de una interpretación del amor, de una posibilidad del amor, tan poderosamente sugestiva en su complejidad y manifestación que la Humanidad hizo suya como paradigma y fuente de lo verdaderamente humano. Aquí se distanció el Hombre de Dios, aquí se hizo parte, se desgajó; sin distanciarse, sin partirse, sin desgajarse --pues que lo Uno no puede ser dividido--; se negó a sí mismo esa disposición de ubicuo conocimiento por vivirse en la posibilidad inmarcesible del amor que turba y arrebata, que obnubila y enardece, que, incontrolable, nos trae y nos lleva, de universo en universo, sin fin y sin medida... --aquí, monsieur Clochard volvió a ensimismarse, a perderse en su propia divagación que quizá formaba parte de un mapa existencial, para él necesario, construido con dichas y desdichas, experiencias y emociones encontradas, que trataba de justificar hechos ya pasados, irrefutables e inamovibles, y con el que orientarse en la vida.
VI
El cielo comenzó a abrirse tímidamente. El sucio algodón se desgajaba aquí y allá dejando ver un pálido y furtivo azul viajero. Las aves retomaron sus joviales cantos, por lo que era posible que la lluvia no hiciera acto de presencia en lo que quedaba de tarde. El inconfundible perfume de la primavera parisiense lo inundaba todo. Nosotros mismos flotábamos en su voluptuosa e invisible inconsistencia formando parte de él, percibiéndolo, registrándolo, ejerciendo de notarios sensoriales: dándole carta de naturaleza. Claire miraba a su abuelo que permanecía con los ojos semicerrados (quizá adormecido por los requerimientos digestivos de una comida para él demasiado copiosa).Tenía el rostro de aquella mujer el encanto impreciso de los rasgos armónicos, nada característicos y poco factibles de ser caricaturizados, por tanto. Ojos, nariz, boca, mejillas, mentón,... exhibían la más absoluta proporción clásica. Unas cejas cuidadas sin afectación, unas pestañas largas sin exageración, un cabello levemente ensortijado, de media melena, que le caía descuidado y natural,... le daban una expresión intemporal. Poseía, pues, Claire el semblante apacible y desconcertantemente turbador de una obra de Bernini o Canova. Era muy probable que en ese mismo instante estuvieran pasando por aquella armónica cabeza imágenes antes desconocidas del hombre, ya anciano, con el que llevaba conviviendo muchos años, sangre de su sangre, al que creía conocer sobradamente y del que, sin embargo, estaba descubriendo facetas ignotas; quizá intentando hacer coincidir los perfiles ya familiares con estos otros, para ella, extraños.
[Haciendo un excurso, me puedo imaginar el instante: en medio de la contemplativa escena en que los tres parecían abismados en sus propias reflexiones (muy posiblemente influenciadas por la presencia de los otros compañeros de sobremesa) se podía sospechar, no obstante, una invisible trama reticular que los unía, y de la que, presumo, no eran del todo conscientes. Algo más concluyente que una respiración sincronizada o un latir acompasado tenía lugar allí; como si las evocaciones de aquel anciano hubieran puesto en marcha el mecanismo de un reloj que determinara, a partir de ese momento, el tiempo de los tres. Inmersos en un silencio clamoroso, dotado de la fragorosa y silente naturaleza con que se deslizan los astros en el firmamento, semejaban fragmentos de un mismo fractal replicándose. Allí, en Montmartre, en París, fuera del tiempo pero en un mismo espacio, sesenta años se habían volatilizado, consumidos por la simple rememoración, por esa invocación al Espíritu Eterno mediante la cual el ser humano revive lo vivido, convierte el presente en escenario de lo pasado y lo contempla, presente otra vez. Hay en esto la resonancia inequívoca de la divinidad, entendida como súmmum de la presunción del Hombre: manejar el tiempo sin moverse del sitio, manejar el espacio en un mismo instante, rehacer lo hecho, recrear lo inexistente, convocar a los muertos sacándolos del limbo del olvido, viajar por la posibilidad oscilando entre la certidumbre y el acaso.
Una simple revelación puede cambiar la vida de las personas, puede incluso cambiar el pasado y el futuro. Héctor se había arriesgado a este cambio acudiendo a París, queriendo indagar en su pasado familiar, tratando de encontrar respuestas a preguntas que se habían formulado solas en su interior y que permanecían allí lastrando su existencia. En aquel momento, creo, nuestro bohemio amigo aún no era consciente de lo que para él estaba suponiendo realmente aquella revelación. Pero prosigamos el relato.]
No sé si fuera el vuelo errático de un moscardón, o un pensamiento encasquillado, o, simplemente, que la sangre volviera a fluir en caudal suficiente por su cerebro como para devolverlo al estado de vigilia, lo cierto es que monsieur Clochard arribó de nuevo entre nosotros. Echando una rápida mirada a una y otro, recuperó asombrosamente el hilo de su narración.
--Aquel día fue un hito. Aquel baile tuvo para Jeanette y para mí la trascendencia de un primer escarceo amoroso. No nos habíamos tocado, pero fue como si hubiéramos hecho el amor. ¿Acaso no lo hicimos? ¿No fue una danza dionisíaca de iniciación a un misterio? ¿No fluyeron nuestras conciencias, nuestras almas, nuestras mentes, nuestros corazones, del uno al otro? ¿No se trenzaron nuestros espíritus en una nueva categoría de relación, categoría que entronizaba nuestro sentir de adolescentes? Si fue parcialmente inconsciente, si entonces no tuvimos una conciencia exacta de lo que ello implicaba ¿Era por ello menos determinante? El amor es un estado insidioso, como un virus que primero se instala en el organismo de forma asintomática, pero que cuando las condiciones ambientales son favorables estalla en un brote imparable sumiendo al desdichado afortunado en un estado de bendita postración. Depende de la constitución, en este caso emocional y temperamental, del paciente el que la enfermedad sea más o menos virulenta: en temperamentos más fuertes y apasionados, mayor será la fiebre amorosa; en temperamentos más débiles y cerebrales, puede pasar hasta casi desapercibida. Hubo esta gradación entre Jeanette y yo. Ella era muy temperamental, pero también muy fuerte interiormente, era capaz de vivir con apasionamiento aquello que le gustaba, pero al mismo tiempo tenía gran capacidad de distanciamiento y control. Yo, en cambio, no tenía un carácter tan fuerte, pero descubrí en mí a un romántico empedernido, un espíritu sensible que, no obstante, debía aparentar fortaleza. Su madre de usted, Héctor, era una rara mezcla de sensibilidad y dureza, un poderoso instinto maternal en un alma consciente de su femineidad, un ser esencialmente independiente y, a pesar de ello, con grandes dotes -y necesidades- socializadoras. Ya a sus 13 años lo demostró sobradamente. Os lo voy a ilustrar con tres ejemplos: uno artístico, otro laboral y un tercero de orden familiar.
"Jeanette fue una buena estudiante. No sólo aprendió fácilmente su nueva lengua sino que la dominó con destreza al punto de escribir tempranamente sus propios textos, tanto narraciones de lo cotidiano como algún poema tomando como modelos a Ronsard y de Musset que le valieron algún reconocimiento en el ámbito escolar. Pero, sobre todo, lo que más amaba su madre de usted, Héctor, era el violín. En aquel tiempo (como creo que ahora), era preceptiva, en Francia, la formación musical en la etapa básica obligatoria de la enseñanza, para ello se exigía a los niños la elección de un instrumento, con el que progresarían en sus clases de solfeo y técnica instrumental hasta aprender a tocarlo. Su madre eligió lo más difícil (un rasgo más de su temperamento): el violín. Los instrumentos, entonces, eran facilitados por la propia institución académica. Había que ver a Jeanette, a sus seis años, portando orgullosa su violín. No hace falta decir que a los trece, sino con virtuosismo, sí que podría asegurar que tocaba con bastante soltura algunas piezas del repertorio clásico: Mozart, Vivaldi, e incluso, su paisano Sarasate. No pocas veces me quedaba yo embobado escuchando cómo era capaz de sacar sonidos melódicos a aquel endiablado ingenio."
"El segundo ejemplo data de su primer año como trabajadora en la fábrica de chocolate (cuando yo ya bebía los vientos por ella -aunque con discrección). A los seis meses de ingresar, como colocadora y envasadora de las cajitas de bombones para regalo (labor nada sencilla, que precisaba de concentración, meticulosidad y gusto), fue ascendida a Jefa de Partida. Así es que allí tenía a su madre, Héctor, con catorce años, dirigiendo la labor de un grupo de seis trabajadoras mayores que ella, que, además, nunca la discutieron el rango ni la capacidad para el cargo."
"Del tercer ejemplo espero, mi querido amigo, una vez expuesto, me corrobore usted su continuación en el tiempo, ilustrándome, a su vez, con anécdotas que abunden en este rasgo de aquel su carácter tan singular. Estaba ella ya trabajando, coincide en el tiempo con su ascenso en la fábrica de chocolate. Ya le he comentado que su abuelo de usted, el padre de Jeanette (que, por cierto, durante su estancia en París aprendió el más artesanal y meticuloso oficio de ebanista con un compañero de trabajo, algo que sin duda ya conoce usted), era un entibador del Métro afiliado a la CGT. Pues bien, parece ser que en una huelga del sindicato convocada para introducir mejoras en los sistemas de seguridad, su abuelo de usted fue detenido por ser el cabecilla de la sección sindical que trabajaba en la Línea 2. Y allí que se me fue Jeanette, mi Jeanette, a pelear por su padre, a la policía y a los juzgados. Nada la arredraba, ni la porra, ni los caballos, ni la cárcel, cuando se trataba de defender a los suyos."
Y monsieur Clochard se me quedó mirando, en actitud de espera, dispuesto a escuchar lo que yo quisiera decirle abundando en ese coraje de que tan tempranamente hacía gala mi madre. Yo le miré a mi vez, reflexionando con rapidez sobre la oportunidad de mostrarle a la Jeanette que él desconocía. Y, en caso de hacerlo (cosa que se me antojaba de obligado cumplimiento, teniendo en cuenta la franqueza con la que aquel hombre desnudaba su alma y nos participaba su secreto), qué momentos de su vida posterior (tan distinta a la que él había conocido y compartido con ella) debían ser expuestos para satisfacer su curiosidad. Llené un vaso de agua para darme tiempo. Lo bebí con lentitud. Miré a Claire y después, dirigiéndome al entrañable anciano que se estaba abriendo en canal ante nosotros, contemplando su clara y extrañamente brillante, si velada, mirada, procedí a satisfacer parte de aquella lícita curiosidad.
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GALERÍA
.Pierre-Auguste Renoir
(1841-1919)
(1841-1919)
Paysages et Figures (1) (1865-1875)
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In St. Cloud Park (1866)
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The Fairies Pond (1867)
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The Painter Jules Coeur Walking His Dogs in the Forest of Fontainebleau (1866)
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Les Champs Elissés during the Paris Fair of 1867 (1867)
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The Pont des Arts and The Institute de France (1867)
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La Grenouillere (1869)
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La Grenouillere (1869)
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La Grenouillere (1869)
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A Road in Louveciennes (1869)
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Odalisque, An Algerian Woman (1870)
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Portrait of Edmon Maitre (The Reader, 1870)
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Rapha Maitre (1871)
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The Path Through the Forest (1871)
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Woman with a Parrot (Henriette Darras, 1871)
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Camille Monet Reading (1872)
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Claude Monet (1872)
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Girl Gathering Flowers (1872)
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On the Path (1872)
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Boating at Argenteuil (1873)
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Monet Painting in His Garden (1873)
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Riding in the Bois de Boulogne (Madame Henriette Darras or The Ride, 1873)
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Spring at Catou (1872-1873)
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The Duck Pond (1873)
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The Field (1873)
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The Harvesters (1873)
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Woman at the Garden (1873)
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Woman with Parasol (1873)
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Camille Monet and Her Son Jean in the Garden at Argenteuil (1874)
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Claude Monet (The Reader, 1873-1874)
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The Dancer (1874)
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Path Through the Woods (1874)
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Sailboats at Argenteuil (1874)
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Serving Girl from Duval (1874)
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The Blue Lady (1874)
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The Box (1874)
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The Fisherman (1874)
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The Garden at Fontenay (1874)
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Woman with a Black Dog (1874)
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Child with a Hop (1874)
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Confidences (1875)
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Forest Path (1875)
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Girl Crocheting (1875)
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Monsieur Fornaise (1875)
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Mother and Children (1875)
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Orchard at Louveciennes, The English Pear Tree (1875)
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Pensive (1875)
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Picking Flowers (1875)
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Place de la Trinité (1875)
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Place de la Trinité (1875)
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Portrait de Lucien Daudet (1875)
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Portrait de Victor Chocquet (1875)
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Self-Portrait (1875)
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Summer Landscape (1875)
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The Bridge at Chatou
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The Café (1874-1875)
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The Garden (1875)
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The Greats Boulevards (1875)
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The Lovers (1875)
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The Seine at Argenteuil (1875)
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Woman with a Cat (1875)
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Young Woman in a Blue and Pink Striped Shirt (1875)
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Young Woman on a Bench (1875)
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Monsieur Fornaise (1875)
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Mother and Children (1875)
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Orchard at Louveciennes, The English Pear Tree (1875)
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Pensive (1875)
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Picking Flowers (1875)
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Place de la Trinité (1875)
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Place de la Trinité (1875)
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Portrait de Lucien Daudet (1875)
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Portrait de Victor Chocquet (1875)
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Self-Portrait (1875)
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Summer Landscape (1875)
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The Bridge at Chatou
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The Café (1874-1875)
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The Garden (1875)
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The Greats Boulevards (1875)
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The Lovers (1875)
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The Seine at Argenteuil (1875)
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Woman with a Cat (1875)
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Young Woman in a Blue and Pink Striped Shirt (1875)
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Young Woman on a Bench (1875)
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